En este vídeo compartimos con ustedes unas breves notas sobre el significado de la ceniza que se nos impone al comienzo de la cuaresma, así como el origen de esta práctica.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este martes de la tercera semana de Adviento (Mt 21,28-32), termina con una de esas sentencias “fuertes” de Jesús que nos estremecen: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”. Y en el meollo de todo está la frase “le creyeron”. Como hemos repetido en tantas ocasiones, la fe implica, no solo “creer” en Jesús, sino “creerle” a Jesús, creer en su Palabra salvífica. Y ese creer en Jesús se manifiesta al poner en práctica, actuar acorde a esa Palabra, a dar TESTIMONIO. Es la culminación del proceso de conversión a que la Iglesia nos exhorta en este tiempo especial de Adviento.
La lectura nos presenta a dos hijos que escuchan las mismas palabras del padre. Uno le dice que no, pero luego recapacita y va a hacer lo que el padre le pidió. El otro se muestra “obediente” y le dice que sí, pero luego no lo hace. Con esta parábola Jesús está “retratando” a los sumos sacerdotes y ancianos, quienes daban “cumplimiento” (“cumplo” y “miento”) exterior a la Ley, ofreciendo toda clase de sacrificios y holocaustos, mientras en sus corazones se creían superiores a los demás y no practicaban la misericordia (“Porque yo quiero misericordia, no sacrificio…” – Os 6,6). ¿A cuántos de nosotros estará “retratando” Jesús?
En la primera lectura el profeta Sofonías (3,1-2.9-13) denuncia la incredulidad, la falta de fe y la soberbia del pueblo: ¡Ay de la ciudad rebelde, impura, tiránica! No ha escuchado la llamada, no ha aceptado la lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios”. Entonces anuncia que la Palabra de Dios será acogida por otros pueblos: “purificaré labios de los pueblos para que invoquen todos ellos el nombre del Señor y todos lo sirvan a una. Desde las orillas de los ríos de Cus mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda”.
No obstante, el profeta suscita la esperanza de una restauración del pueblo de Israel en la persona de los humildes, de aquellos que confían en el Señor, los “pobres de espíritu”, los anawim, los “pobres de Yahvé” por quienes Jesús siempre mostró preferencia (Cfr. Bienaventuranzas): “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor”.
De todos los atributos de Dios el que más sobresale es la Misericordia, producto de su Amor incondicional de Dios-Madre, que hace que nunca nos rechace cuando nos acercamos a Él con el corazón contrito y humillado (Sal 50,19), no importa cuán grande sea nuestro pecado. Y ese día habrá fiesta en la Casa del Padre (Lc 15,22-24).
Las lecturas de hoy nos invitan una vez más a la conversión. Si aún no te has reconciliado, todavía estás a tiempo. Recuerda, no importa tu pecado, Él te recibirá con el abrazo más tierno que hayas experimentado. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha…” (Sal 33).
El Evangelio de hoy (Lc 13,1-9) continúa narrándonos la última subida de Jesús a Jerusalén. Acaba de contar a los que le siguen una parábola sobre la reconciliación. Ahora les plantea la necesidad de conversión, unida a la paciencia divina.
Los que le siguen le plantean dos eventos separados, uno producto de la conducta humana (los revoltosos ejecutados por Pilato en Galilea), y otro producto de un hecho fortuito (los que murieron aplastados por el derrumbe de la torre de Siloé en Jerusalén). En tiempos de Jesús existía la creencia que esas desgracias eran producto del pecado. Por eso Jesús se apresta a decirles que si creen que los que murieron eran más pecadores que el resto de la población está equivocados: “Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Jesús les dice que no solo son culpables los que sufren algún “castigo”, sino todos: tanto los habitantes de Galilea como los de Jerusalén, por lo que es necesario entrar en un camino de conversión.
En el Evangelio de ayer Jesús hablaba de los “signos de los tiempos”, de cómo en los eventos que ocurren a nuestro alrededor, incluyendo las desgracias, podemos encontrar la Palabra de Dios, que nos invita constantemente a la conversión. Para enfatizar la necesidad de conversión y la inminencia de esta, Jesús les plantea la parábola de la higuera estéril. En esta se nos narra la historia de “uno” que tenía una higuera que llevaba tres años (el tiempo que Jesús llevaba predicando) sin dar fruto, y dijo al trabajador, “córtala”. Pero el trabajador le pidió más tiempo: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.
Todos estamos llamados a la conversión, pero si interpretamos los signos de los tiempos, como la desgracia de los que murieron repentinamente, a la luz del Evangelio, comprendemos Dios nos está diciendo que tenemos un tiempo limitado en nuestra vida y tenemos que aprovecharlo. Y Dios es paciente con nosotros, no nos castiga, y nos da un año más, y otro, y otro… Pero el tiempo se nos acaba, y no sabemos ni el día ni la hora en que va a llegar el novio y encontrarnos con las lámparas sin aceite (Cfr. Mt 25,1-13). “En cuanto a ese día y esa hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24,36).
Jesús nos sigue llamando (Cfr. Ap 3,20), pero seguimos dejándolo “para mañana”. Entonces tenemos que preguntarnos, ¿hasta cuándo voy a tener para contestarle? No tenemos más que abrir un periódico, o ver un telediario, o las reseñas en las redes sociales, para leer sobre todas las personas que a diario mueren producto de accidentes o crímenes. La pregunta obligada es: Estas personas, ¿habían contestado la llamada de Jesús, o lo habían dejado para “mañana”?
Si no lo has hecho, este este fin de semana que comienza es un buen momento para reconciliarte con el Señor. No desaproveches la oportunidad.
Todavía estamos a tiempo… ¡Anda!, Él te está esperando.
En la primera lectura de hoy (Os 2,16.17b-18.21-22), el profeta Oseas nos presenta la figura de Dios como amante de Israel. Más tarde, los “profetas mayores”, Jeremías, Isaías y Ezequiel retomarán esa figura de Dios-amante. Oseas nos presenta a Yahvé como el esposo-amante que se siente traicionado por su esposa infiel, que es el pueblo de Israel.
El mismo Oseas vivió en carne propia esa experiencia, pues Yahvé le ordenó casarse con una prostituta que le fue infiel: “Ve y cásate con una de esas mujeres que se entregan a la prostitución sagrada y ten hijos de esa prostituta. Porque el país se está prostituyendo al apartarse de Yahvé” (Os1,2).
El pasaje que nos ocupa hoy es parte de un cántico que ocupa casi todo el capítulo 2 del libro, que comienza con una denuncia y condena de la mujer infiel, para luego dar paso a ese coloquio amoroso lleno de perdón, misericordia y reconciliación. Es el reflejo del amor incondicional de Dios por nosotros, quien es capaz de seguir amándonos a pesar de nuestras infidelidades. Yahvé le dice a Oseas: “Vuelve a querer de nuevo a una mujer adúltera que hace el amor con otros, así como Yahvé ama a los hijos de Israel a pesar de que lo han dejado por otros dioses…” (3,1). Pero el pueblo de Israel no le hizo caso a Oseas, y continuó su decadencia, hasta culminar con la destrucción del reino del norte a manos de Asiria en el año 722 A.C.
¿Cuántas veces nos hemos “prostituido”, adorando otros “diosecillos” que nos apartan de nuestro Dios-esposo que es todo fidelidad? Pero Él nos sigue amando, “a pesar de que lo [hemos] dejado por otros dioses”. Y Él sigue esperándonos, como el esposo amante que espera a su esposa infiel para perdonarla y reconciliarse…
Se nos dice que la Palabra de Dios es viva y eficaz, que es tan vigente hoy como lo fue cuando fue escrita. Prestemos atención a lo que nos dijo a través de Oseas, hace alrededor de 2,300 años: “Escuchen lo que dice Yahvé, hijos de Israel. Yahvé tiene un pleito pendiente con la gente de esta tierra, porque no encuentra en su país ni sinceridad, ni amor, ni conocimiento de Dios. Solo hay juramentos en falso y mentiras, asesinato y robo, adulterio y violencia, crímenes y más crímenes. Por eso el país está en duelo y están deprimidos sus habitantes” (4,1-3a).
¿Les resulta familiar esta descripción? ¿No es acaso una descripción de lo que está viviendo nuestro pueblo? Dios nos sigue hablando a través de su Palabra. ¡Escuchémosle!
La lectura evangélica (Mt 9,18-26), por su parte, nos presenta la versión de Mateo de un episodio que aparece en los tres sinópticos, con sus consabidas variantes (Cfr. Mc 5,21-43; Lc 8,40-56), y que combina dos milagros, la curación de la hija de Jairo, y la curación de la hemorroísa. En nuestra reflexión para el martes de la cuarta semana del T.O. comentamos la versión de Marcos.
Esta lectura nos recalca la importancia de la fe, que es algo más que creer en Dios, es creerle, creer en su Palabra salvífica. Ahí estriba tal vez el problema de nuestra sociedad actual. Puede que creamos que Dios “existe”, pero, ¿le creemos y actuamos de conformidad? Mientras no lo hagamos, estaremos “al garete”, a merced del maligno…
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para este martes de la tercera semana de Adviento (Mt 21,28-32), termina
con una de esas sentencias “fuertes” de Jesús que nos estremecen: “En verdad os digo que los publicanos y las
prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a
vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los
publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no
os arrepentisteis ni le creísteis”. Y en el meollo de todo está la frase
“le creyeron”. Como hemos repetido en tantas ocasiones, la fe implica, no solo
“creer” en Jesús, sino “creerle” a Jesús, creer en su Palabra salvífica. Y ese
creer en Jesús se manifiesta al poner en práctica, actuar acorde a esa Palabra,
a dar TESTIMONIO. Es la culminación del proceso de conversión a que la
Iglesia nos exhorta en este tiempo especial de Adviento.
La lectura nos presenta a dos hijos que
escuchan las mismas palabras del padre. Uno le dice que no, pero luego
recapacita y va a hacer lo que el padre le pidió. El otro se muestra
“obediente” y le dice que sí, pero luego no lo hace. Con esta parábola Jesús
está “retratando” a los sumos sacerdotes y ancianos, quienes daban
“cumplimiento” (“cumplo” y “miento”) exterior a la Ley, ofreciendo toda clase
de sacrificios y holocaustos, mientras en sus corazones se creían superiores a
los demás y no practicaban la misericordia (“Porque yo quiero misericordia, no
sacrificio…” – Os 6,6). ¿A cuántos de nosotros estará “retratando” Jesús?
En la primera lectura el profeta Sofonías (3,1-2.9-13)
denuncia la incredulidad, la falta de fe y la soberbia del pueblo: ¡Ay de la
ciudad rebelde, impura, tiránica! No ha escuchado la llamada, no ha aceptado la
lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios”. Entonces
anuncia que la Palabra de Dios será acogida por otros pueblos: “purificaré
labios de los pueblos para que invoquen todos ellos el nombre del Señor y todos
lo sirvan a una. Desde las orillas de los ríos de Cus mis adoradores, los
deportados, traerán mi ofrenda”.
No obstante, el profeta suscita la esperanza
de una restauración del pueblo de Israel en la persona de los humildes, de
aquellos que confían en el Señor, los “pobres de espíritu”, los anawim, los “pobres de Yahvé” por
quienes Jesús siempre mostró preferencia (Cfr.
Bienaventuranzas): “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que
confiará en el nombre del Señor”.
De todos los atributos de Dios el que más
sobresale es la Misericordia, producto de su Amor incondicional de Dios-Madre, que hace que nunca nos
rechace cuando nos acercamos a Él con el corazón contrito y humillado (Sal
50,19), no importa cuán grande sea nuestro pecado. Y ese día habrá fiesta en la
Casa del Padre (Lc 15,22-24).
Las lecturas de hoy nos invitan una vez más a
la conversión. Si aún no te has reconciliado, todavía estás a tiempo. Recuerda,
no importa tu pecado, Él te recibirá con el abrazo más tierno que hayas
experimentado. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha…” (Sal 33).
El tiempo litúrgico de Adviento abarca los cuatro domingos anteriores al 25 de diciembre, y las lecturas que nos brinda la liturgia para estos cuatro domingos nos llevan de la mano progresivamente desde la espera de la segunda venida del Señor, el tiempo presente, hasta el anuncio del nacimiento del Niño Dios, culminando en la Navidad. Hagamos un breve recorrido por la liturgia de este tiempo tan especial de Adviento que acabamos de comenzar.
El primer domingo, que celebramos hoy, comienza con la espera de la segunda venida del Señor. Es el domingo de la VIGILANCIA. Durante esta primera semana las lecturas bíblicas y la predicación son una invitación con las palabras del evangelio: “Velen y estén preparados, que no saben cuándo llegará el momento”.
Es importante que, como familia, nos hagamos un propósito que nos permita avanzar en el camino hacia la Navidad. ¿Qué les parece si nos proponemos revisar nuestras relaciones familiares? Como resultado deberemos buscar el perdón de quienes hemos ofendido y darlo a quienes nos hayan ofendido para comenzar el Adviento viviendo en un ambiente de armonía y amor familiar. Desde luego, esto deberá ser extensivo también a los demás grupos de personas con los que nos relacionamos diariamente, como la escuela, el trabajo, los vecinos, etc.
La segunda y tercera semanas continúan con la venida del Señor en el tiempo presente; el HOY.
La palabra clave para el segundo domingo es CONVERSIÓN, y tiene como nota predominante la predicación de Juan el Bautista. Durante la segunda semana, la liturgia nos invita a reflexionar con la exhortación del profeta Juan el Bautista: “Preparen el camino, Jesús llega” y, ¿qué mejor manera de prepararlo que buscando ahora la reconciliación con Dios?
En la primera semana buscamos la reconciliación con nuestro prójimo, nuestros hermanos. Ahora el llamado es a la reconciliación con Dios. Por eso la Iglesia y la predicación nos invitan a acudir al sacramento de la Reconciliación, que nos devuelve la amistad con Dios que habíamos perdido por el pecado. Esta semana nos presenta una magnífica oportunidad para averiguar los horarios de confesiones en los diferentes templos cercanos a nosotros, de manera que cuando llegue la Navidad estemos preparados para unirnos a Jesús y a nuestros hermanos en la Comunión sacramental.
El tercer domingo se nos presenta como el domingo del TESTIMONIO. Y la figura clave es María, la Madre del Señor, que da testimonio sirviendo y ayudando al prójimo. Por eso la liturgia nos invita a recordar la figura de María, que se prepara para ser la madre de Jesús y que además está dispuesta a ayudar y servir a quien la necesita. El evangelio nos relata la visita de la Virgen a su prima Isabel y nos invita a repetir como ella: “¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?”
Sabemos que María está siempre acompañando a sus hijos en la Iglesia, por lo que nos disponemos a vivir esta tercera semana de Adviento, meditando acerca del papel que la Virgen María desempeñó. Se nos propone que fomentemos la devoción a María, rezando el Santo Rosario en familia.
A partir de la cuarta semana, la liturgia se orienta hacia la venida “en carne” del Señor, su nacimiento en Belén; el “ayer”. Es tiempo de espera activa, esperanza, anticipación…
Así, el cuarto domingo es el domingo del ANUNCIO del nacimiento de Jesús hecho a José y a María. Las lecturas bíblicas y la predicación dirigen su mirada a la disposición de la Virgen María ante el anuncio del nacimiento de su Hijo, y nos invitan a “aprender de María y aceptar a cristo que es la luz del mundo”. Como ya está tan próxima la Navidad, nos hemos reconciliado con Dios y con nuestros hermanos; ahora nos queda solamente esperar la gran Fiesta. Como familia debemos vivir la armonía, la fraternidad y la alegría que esta cercana celebración representa.
La liturgia nos ayuda a recordar que esta celebración manifiesta cómo todo el tiempo gira alrededor de Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre; Cristo el Señor del tiempo y de la historia.
El Evangelio de hoy (Lc 13,1-9) continúa narrándonos
la última subida de Jesús a Jerusalén. Acaba de contar a los que le siguen una
parábola sobre la reconciliación. Ahora les plantea la necesidad de conversión,
unida a la paciencia divina.
Los que le siguen le plantean dos eventos
separados, uno producto de la conducta humana (los revoltosos ejecutados por
Pilato en Galilea), y otro producto de un hecho fortuito (los que murieron
aplastados por el derrumbe de la torre de Siloé en Jerusalén). En tiempos de
Jesús existía la creencia que esas desgracias eran producto del pecado. Por eso
Jesús se apresta a decirles que si creen que los que murieron eran más
pecadores que el resto de la población está equivocados: “Os digo que no; y, si
no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Jesús les dice que no
solo son culpables los que sufren algún “castigo”, sino todos: tanto los
habitantes de Galilea como los de Jerusalén, por lo que es necesario entrar en
un camino de conversión.
En el Evangelio de ayer Jesús hablaba de los
“signos de los tiempos”, de cómo en los eventos que ocurren a nuestro
alrededor, incluyendo las desgracias, podemos encontrar la Palabra de Dios, que
nos invita constantemente a la conversión. Para enfatizar la necesidad de
conversión y la inminencia de la misma, Jesús les plantea la parábola del
viñador. En esta se nos narra la historia de “uno” que tenía una higuera que
llevaba tres años (el tiempo que Jesús llevaba predicando) sin dar fruto, y dijo
al viñador, “córtala”. Pero el viñador le pidió más tiempo: “Señor, déjala
todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto.
Si no, la cortas”.
Todos estamos llamados a la conversión, pero
si interpretamos los signos de los tiempos, como la desgracia de los que
murieron repentinamente, a la luz del Evangelio, comprendemos Dios nos está
diciendo que tenemos un tiempo limitado en nuestra vida y tenemos que
aprovecharlo. Y Dios es paciente con nosotros, no nos castiga, y nos da un año
más, y otro, y otro… Pero el tiempo se nos acaba, y no sabemos ni el día ni la
hora en que va a llegar el novio y encontrarnos con las lámparas sin aceite (Cfr.
Mt 25,1-13). “En cuanto a ese día y esa hora, nadie los conoce, ni los ángeles
del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24,36).
Jesús nos sigue llamando (Cfr. Ap 3,20),
pero seguimos dejándolo “para mañana”. Entonces tenemos que preguntarnos,
¿hasta cuando voy a tener para contestarle? No tenemos más que abrir un
periódico, o ver un telediario, o las reseñas en las redes sociales, para leer
sobre todas las personas que a diario mueren producto de accidentes o crímenes.
La pregunta obligada es: Estas personas, ¿habían contestado la llamada de
Jesús, o lo habían dejado para “mañana”?
Si no lo has hecho, este este fin de semana
que comienza es un buen momento para reconciliarte con el Señor. No
desaproveches la oportunidad.
Todavía estamos a tiempo… ¡Anda!, Él te está
esperando.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la
disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la
Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su
punto Jesús nos propone dos ejemplos.
El primero de ellos nos refiere al quinto
mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que
mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano
será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante
el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La
“condena del fuego” se refería a la gehena
de fuego, el equivalente judío del infierno.
Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo
Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud”, tal y como leíamos en
el relato evangélico de ayer (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una
prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la
no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad
actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.
Jesús no se queda en el exterior; Él
“interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea
malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación;
todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es
contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de
condenación eterna.
La importancia de nuestra disposición de
corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo
secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará
de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo
comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, que sabemos le van a
herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento
como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el
Amor, el principal de todos los mandamientos.
El segundo ejemplo, prácticamente una
consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando
vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano
tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a
reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano,
y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre
el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que
amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias
con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su
fundamento que es el Amor.
Esto no se limita a cuando nosotros tengamos
una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene
quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que
demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces
nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será
agradable a Él.
Señor, ayúdame a ser agente de reconciliación
fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo
mismo como hostia viva agradable a Ti.
Nicodemo es un personaje que aparece solamente
en el relato evangélico de Juan (al igual que Lázaro), y que es importante
porque sirve de contrapunto en un diálogo profundo con Jesús, que ocupa una
buena parte del capítulo 3 del relato. Nicodemo era un fariseo rico que,
intrigado y atraído por el mensaje de Jesús, decide ir a visitarle de noche.
Ahí se suscita el primer encuentro con Jesús, dentro del cual se desarrolla el
diálogo que recoge parcialmente la lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia para este cuarto domingo de Cuaresma (Jn 3,14-21).
El saludo de Nicodemo y el inicio del diálogo,
que no aparecen en el fragmento que leemos hoy, son importantes para entender
el mismo, así como la mentalidad y la actitud con que Nicodemo se presentó ante
Jesús. Por eso les recomiendo que se lean la perícopa en su totalidad (vv. 1-21).
Recordemos que Nicodemo era un alto personaje
del judaísmo que se había sentido atraído por la enseñanza de Jesús, y por eso
decide ir a verlo. El hecho de que venga a verlo de noche nos apunta a que
viene de la “noche” del judaísmo ritual vacío (la oscuridad) hacia la “luz”
representada en la persona de Jesús, en su Palabra, en el nacimiento del agua y
del Espíritu que Jesús le propone en el versículo 5. La contraposición luz-tinieblas
del Evangelio de Juan.
En el pasaje de hoy encontramos a Jesús
haciendo un anuncio de su Pasión y la salvación que por ella nos vendría, prefigurada
en la serpiente de bronce que Moisés, siguiendo las instrucciones de Yahvé,
hizo y colocó sobre un estandarte (en forma de cruz), para que todo el que era
mordido por unas serpientes venenosas que los asediaban quedara sano al mirarla
(Cfr. Núm 21,4-9). Por eso dice a
Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que
ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca
ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.
Seguimos adelantando en este tiempo de Cuaresma;
tiempo de conversión en que se nos invita sanar nuestros corazones envenenados
por el pecado. Si nos tornamos a mirar la Cruz, al igual que los israelitas en
el desierto, nuestros corazones serán sanados; porque en la Cruz encontraremos
una fuente inagotable de amor, de misericordia, de perdón. Y si fijamos nuestra
mirada en el Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace
liviana, y podremos decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la
cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en
ella, aunque sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).
Si no lo has hecho aún, ve hoy a la Casa del
Padre y mira hacia el altar; allí encontrarás a su Hijo que te espera con los
brazos abierto. Y si aún no tienes la dicha de misa presencial, fija tu mirada
en ese crucifijo que tienes en tu casa, o en tu Rosario… Y si todavía no te has reconciliado, ¡este es
el momento! No esperes más.
Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese
tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los
pecadores, a la conversión, a reconciliarnos con Él.
Nuestra débil naturaleza humana, esa
inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la
tentación. Jesús experimentó en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios,
se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación.
Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno
(Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). De paso, en un acto de misericordia, nos dejó el
sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en
comunión plena con el Dios uno y trino.
La lectura evangélica de hoy (Mc 1,12-15) nos
presenta la versión más corta de las tentaciones en el desierto, unida a un
llamado de conversión: “En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al
desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás;
vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús
se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el
plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio’”.
En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de
tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e
indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el
tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que
solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado
al final de la Cuaresma con su Misterio Pascual, su muerte y resurrección.
La versión de Lucas de este pasaje nos dice
que luego de tentar a Jesús el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así
mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido
la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos
nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr.
1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar. De ahí el
llamado constante a la conversión.
La segunda lectura (1 Pe 3,18-22), haciendo
referencia a la primera (Gn 9,8-15), en la cual Dios establece una alianza con
Noé y los suyos salvándolos del diluvio, nos la presenta como “un símbolo del
bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad
corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de
Jesucristo, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y
poderes, y está a la derecha de Dios”.
Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión,
tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos
hacia Él con confianza para decirle: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme
en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y
Salvador” (Sal 24).
Apenas comienza la Cuaresma. El Rey nos invita
al banquete bodas de su Hijo, pero tenemos que ir con traje de fiesta (Cfr. Mt 22,12-13). Todavía estamos a
tiempo… ¡Reconcíliate!