REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2)

Jesus con nino

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarles, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un anawim, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser transparentes, sencillos, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de los que es un anawim. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros el camino más seguro hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Jesús termina su enseñanza resaltando la importancia que tienen los “pequeños” para el Padre, con la parábola de la oveja perdida: “Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”.

Señor, ¡danos un corazón de niño!

REFLEXIÓN PARA EL QUINTO DOMINGO DE PASCUA (A) 18-05-14

diaconos

Estamos ya en el quinto domingo de Pascua. Y la liturgia para hoy nos brinda la versión “agrandada” de la lectura evangélica que leyéramos este pasado viernes (Jn 14,1-12), en la que Jesús se nos muestra como “el Camino, la Verdad y la Vida”. El único Camino a la “Casa del Padre” en la que nos asegura que preparará una habitación para aquellos que decidamos seguirle. La única Verdad, que no es otra cosa que el Amor incondicional del Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Y la Vida eterna que se nos tiene prometida, de manera que “donde yo esté, estén también ustedes”.

Como primera lectura (Hc 6,1-7), la liturgia hoy nos regala el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles que narra la institución del diaconado permanente en la Iglesia. Nos dice el pasaje que “al crecer el número de los discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea, diciendo que en el suministro diario no atendían a sus viudas”. Recordemos que en las primeras comunidades cristianas, todos los que se convertían vivían unidos, vendían todos sus bienes y repartían todo el dinero entre todos, según las necesidades de cada cual. Del mismo compartían la comida (Cfr. Hc 2,42 y ss). Como hemos comentado en ocasiones anteriores, en aquél tiempo las viudas, especialmente las que no contaran con un hijo que les brindara status legal, formaban parte de las clases marginadas, pues dependían de la caridad. Jesús vino a cambiar esa mentalidad, mostrando siempre su preferencia por los anamwin, los “pobres de Yahvé”.

Enfrentados con una situación que apuntaba a una posible desviación de la Ley del Amor, “los Doce convocaron al grupo de los discípulos y les dijeron: ‘No nos parece bien descuidar la palabra de Dios para ocuparnos de la administración. Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, los encargaremos de esta tarea: nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra’”.

Entonces, guiados por el Espíritu Santo, escogieron los primeros siete diáconos de la Iglesia Universal, entre ellos a Esteban, quien se convertiría en el primer mártir-testigo de Jesús (Hc 7,54-60). Luego los apóstoles “les impusieron las manos”, transmitiéndoles el Espíritu Santo que ellos, a su vez habían recibido, dando al ministerio diaconal un carácter sacramental, específicamente el Sacramento del Orden.

Para el tiempo de Jesús la diakonía (palabra griega que literalmente significa “servir a la mesa”), se asociaba a la servidumbre (como los que estaban sirviendo en las bodas de Caná). A pesar de que en el pasaje de hoy no se utiliza la palabra diácono, Pablo utilizó el término diakonoi (diácono) para referirse a este grupo de personas que prestaban servicio a la Iglesia y al Pueblo santo de Dios, reconociéndolos como parte del clero (Cfr. Fil 1,1); y especificando las cualidades que estos debían cumplir para ejercer su ministerio con dignidad (1 Tim 3,8-13), ministerio que iba más allá de las necesidades corporales, reconociendo también al diácono como un siervo de la Palabra de Dios. Así, por ejemplo, en Hechos encontramos a Esteban (Hc 1-60) y Felipe Hc 8, 4-26. 40) predicando la Palabra.

Hoy les pido una oración especial por estos varones a quienes el Señor ha llamado al ministerio del diaconado, y humildemente pido que oren también por los que nos estamos preparando para servir.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES 13-08-13

JESS-N~1 med

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un “anawim”, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser transparentes, sencillos, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de los que es un “anawim”. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros el camino más seguro hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Jesús termina su enseñanza resaltando la importancia que tienen los “pequeños” para el Padre, con la parábola de la oveja perdida: “Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”.

Señor, ¡danos un corazón de niño!