En esta micro-reflexión vemos cómo la Liturgia continúa preparándonos para el gran evento de Pentecostés mostrado la acción del Espíritu Santo en la Iglesia primitiva, en cumplimiento de la promesa de Jesús antes de ascender.
Hoy celebramos la Fiesta de san Bartolomé, apóstol. A Bartolomé se le menciona, y aparece en las llamadas “listas apostólicas” de los sinópticos y Hechos de los apóstoles, como uno de los doce apóstoles (Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,14; Hch 1,13). No así en el evangelio según san Juan. En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Jn 1,45-51) para la Fiesta de san Bartolomé, se habla de un tal Natanael, a quien la tradición le identifica con éste, en parte, por el hecho de que su nombre aparece inmediatamente después de Felipe en tres de esas “listas apostólicas”.
En este pasaje, lleno de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento, típicas de los escritos de san Juan, que por la brevedad de estas líneas no podemos elaborar, nos narra la vocación de Natanael (Bartolomé), inmediatamente después de la de Felipe, a quien Jesús utiliza como instrumento para “reclutarlo”. Como hemos señalado en ocasiones anteriores la palabra vocación viene del verbo latino vocare que quiere decir llamar.
Al igual que hizo con Felipe y Natanael en el relato de hoy, y con los demás apóstoles, Jesús nos llama a todos a seguirle. A unos nos llama directamente, como lo hizo con Felipe (“sígueme”), a otros nos llama por medio de aquellos que ya le siguen, como en el caso de Bartolomé, a quien Felipe le dijo: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.” Y ante el escepticismo de Bartolomé (“¿De Nazaret puede salir algo bueno?”), Felipe insistió: “Ven y verás”. Bartolomé le siguió, vio, y creyó: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.
Felipe había tenido un encuentro personal con Jesús, y como todo el que pasa por esa experiencia, sintió una urgencia inexplicable en comunicar a otros “eso” que había encontrado; como aquellos a quienes Jesús curaba y les pedía que no dijeran a nadie lo ocurrido, que no bien había Jesús terminado de decirlo, ellos salían corriendo a contarle a todos ese encuentro maravilloso que había cambiado sus vidas para siempre. Es lo que Jesús más adelante verbalizaría en su mandato: “Vayan y hagan discípulos” (Mt 28,19).
Bartolomé no solo aceptó la invitación, sino que se convirtió en discípulo. Más tarde, Jesús lo escogería como uno de los doce apóstoles sobre los que Jesús instituyó su Iglesia, cuyos nombres están inscritos en los doce basamentos de la Nueva Jerusalén que Juan describe en la visión que nos narra en la primera lectura de hoy, tomada del libro del Apocalipsis (21,9b-14). Como tal, saldría a predicar, a “hacer discípulos”.
Aunque es uno de los apóstoles de quien menos se sabe, la tradición lo coloca evangelizando en Armenia y en la India, siendo objeto de especial veneración en este último país.
Jesús nos ha llamado a todos de diversas maneras. Y si vamos a ser verdaderos seguidores de Jesús acataremos su mandato: “Vayan y hagan discípulos”. ¿Aceptas el reto?
La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos
presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y
ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús
de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la
promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que
recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la
tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto
funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección
de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a
evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba
esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu
Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.
Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el
templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro
encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio
es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual
que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la
Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.
En el pasaje evangélico que contemplamos hoy
(Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado
del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto
el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma
de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de
este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del
mundo”.
“El pan que yo daré es mi carne para la vida
del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de
Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne,
para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir
al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El
hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un
árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el
día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al
hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.
Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará
la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a
la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los
beneficios de ese alimento de vida eterna
es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está
precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo
aseguro: el que cree tiene vida eterna”.
Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena
Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno
con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?
La liturgia continúa brindándonos el primer capítulo del Evangelio según san Juan. Recordemos que Juan es quien único nos narra con detalle esta vocación de los primeros discípulos, pues fue el que la vivió. De hecho, Juan es el único evangelista que nos presenta los tres años de la vida pública de Jesús. Los sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) centran su narración en el último año. El pasaje de hoy (Jn 1,43-51) nos narra la vocación (como habíamos dicho en reflexiones anteriores, vocación quiere decir “llamado”) de Felipe y Natanael (a quien se llama Bartolomé en los sinópticos).
La narración comienza con un gesto de Jesús que reafirma su humanidad; nos dice que Jesús “determinó” (otras traducciones usan el verbo “decidió”) salir para Galilea. Un acto de voluntad muy humano, producto de escoger, decidir entre dos o más alternativas. Juan continúa presentándonos el misterio de la Encarnación.
Inmediatamente se nos dice que Jesús “encuentra a Felipe y le dice ‘Sígueme’”. Una sola palabra… La misma palabra que nos dice a nosotros día tras día: “Sígueme”. Una sola palabra acompañada de esa mirada penetrante. De nuevo esa mirada… Cierro los ojos y trato de imaginármela. Imposible de resistir; no porque tenga autoridad, sino porque el Amor que transmite nos hace querer permanecer en ella por toda la eternidad. Es la mirada de Dios que nos invita a compartir ese amor con nuestros hermanos, como nos dice San Juan en la primera lectura de hoy (1 Jn 3,11-21): “Éste es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros”, y no “de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”.
Felipe se ha sumergido en la mirada de Dios y se ha sumergido en el Amor que transmite. Y ya no conoce otro camino que el que marcan sus pasos. Y al igual que en el pasaje inmediatamente anterior a este, en el que veíamos cómo Andrés, al encontrar a Jesús se lo dijo a su hermano Simón y lo llevó inmediatamente ante Él, hoy se desata el mismo “efecto dominó”. Felipe no puede contener la alegría de haber encontrado al Mesías, y se lo comunica a Natanael: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret”. Trato de imaginar la alegría reflejada en su rostro y me pregunto: Cuando yo hablo de Jesús, ¿se nota esa misma alegría en mi rostro? Natanael se mostró esquivo, le cuestionó si de Nazaret podría salir algo bueno. Pero Felipe no se dio por vencido, le invitó a seguirle para que viera por sí mismo: “Ven y verás”. La certeza que proyecta el que está seguro de lo que dice, convencido de lo que cree. Y me pregunto una vez más, ¿muestro yo ese mismo empeño y celo apostólico cuando me cuestionan si lo que yo digo de Jesús es cierto? Para ello tengo que preguntarme: ¿Estoy convencido de haber encontrado a mi Señor y Salvador?
Hace unos días celebrábamos el nacimiento de aquél Niño, que en la lectura de hoy vemos convertido en ese hombre que provoca estas reacciones en aquellos a quienes llama. Ese mismo nos hace una promesa si creemos en Él: “Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”.
Mañana celebraremos la Epifanía, la manifestación de Dios al mundo entero. Pidamos al Señor que nos permita convertirnos en una manifestación de su poder y gloria, pero sobre todo de su Amor, a todo el que se cruce en nuestro camino.
Hoy celebramos la Fiesta de san Bartolomé, apóstol. A Bartolomé se le menciona, y aparece, en las llamadas “listas apostólicas” de los sinópticos y Hechos de los apóstoles, como uno de los doce apóstoles (Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,14; Hch 1,13). No así en el evangelio según san Juan. En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Jn 1,45-51) para la Fiesta de san Bartolomé, se habla de un tal Natanael, a quien la tradición le identifica con éste, en parte, por el hecho de que su nombre aparece inmediatamente después de Felipe en tres de esas “listas apostólicas”.
En este pasaje, lleno de simbolismos y
alusiones al Antiguo Testamento, típicas de los escritos de san Juan, que por
la brevedad de estas líneas no podemos elaborar, nos narra la vocación de
Natanael (Bartolomé), inmediatamente después de la de Felipe, a quien Jesús
utiliza como instrumento para “reclutarlo”. Como hemos señalado en ocasiones
anteriores la palabra vocación viene del verbo latino vocare que quiere decir llamar.
Al igual que hizo con Felipe y Natanael en el
relato de hoy, y con los demás apóstoles, Jesús nos llama a todos a seguirle. A
unos nos llama directamente, como lo hizo con Felipe (“sígueme”), a otros nos
llama por medio de aquellos que ya le siguen, como en el caso de Bartolomé, a
quien Felipe le dijo: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los
profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.” Y ante el
escepticismo de Bartolomé (“¿De Nazaret puede salir algo bueno?”), Felipe
insistió: “Ven y verás”. Bartolomé le siguió, vio, y creyó: “Rabí, tú eres el
Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.
Felipe había tenido un encuentro personal con
Jesús, y como todo el que pasa por esa experiencia, sintió una urgencia
inexplicable en comunicar a otros “eso” que había encontrado; como aquellos a
quienes Jesús curaba y les pedía que no dijeran a nadie lo ocurrido, que no bien
había Jesús terminado de decirlo, ellos salían corriendo a contarle a todos ese
encuentro maravilloso que había cambiado sus vidas para siempre. Es lo que
Jesús más adelante verbalizaría en su mandato: “Vayan y hagan discípulos” (Mt
28,19).
Bartolomé no solo aceptó la invitación sino
que se convirtió en discípulo. Más tarde, Jesús lo escogería como uno de los doce
apóstoles sobre los que Jesús instituyó su Iglesia, cuyos nombres están
inscritos en los doce basamentos de la Nueva Jerusalén que Juan describe en la
visión que nos narra en la primera lectura de hoy, tomada del libro del
Apocalipsis (21,9b-14). Como tal, saldría a predicar, a “hacer discípulos”.
Aunque es uno de los apóstoles de quien menos
se sabe, la tradición lo coloca evangelizando en Armenia y en la India, siendo
objeto de especial veneración en este último país.
Jesús nos ha llamado a todos de diversas
maneras. Y si vamos a ser verdaderos seguidores de Jesús acataremos su mandato:
“Vayan y hagan discípulos”. ¿Aceptas el reto?
La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos
presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y
ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús
de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la
promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que
recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la
tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto
funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección
de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a
evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba
esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu
Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.
Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el
templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro
encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio
es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual
que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la
Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.
En el pasaje evangélico que contemplamos hoy
(Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado
del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto
el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma
de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de
este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del
mundo”.
“El pan que yo daré es mi carne para la vida
del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de
Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne,
para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir
al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El
hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un
árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el
día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al
hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.
Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará
la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a
la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los
beneficios de ese alimento de vida eterna
es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está
precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo
aseguro: el que cree tiene vida eterna”.
Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena
Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno
con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?
La liturgia continúa brindándonos el primer
capítulo del Evangelio según san Juan. Recordemos que Juan es quien único nos
narra con detalle esta vocación de los primeros discípulos, pues fue el que la
vivió. De hecho, Juan es el único evangelista que nos presenta los tres años de
la vida pública de Jesús. Los sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) centran su
narración en el último año. El pasaje de hoy (Jn 1,43-51) nos narra la vocación
(como habíamos dicho en reflexiones anteriores, vocación quiere decir
“llamado”) de Felipe y Natanael (a quien se llama Bartolomé en los sinópticos).
La narración comienza con un gesto de Jesús
que reafirma su humanidad; nos dice que Jesús “determinó” (otras traducciones
usan el verbo “decidió”) salir para Galilea. Un acto de voluntad muy humano,
producto de escoger, decidir entre dos o más alternativas. Juan continúa
presentándonos el misterio de la Encarnación.
Inmediatamente se nos dice que Jesús
“encuentra a Felipe y le dice ‘Sígueme’”. Una sola palabra… La misma palabra
que nos dice a nosotros día tras día: “Sígueme”. Una sola palabra acompañada de
esa mirada penetrante. De nuevo esa mirada… Cierro los ojos y trato de
imaginármela. Imposible de resistir; no porque tenga autoridad, sino porque el
Amor que transmite nos hace querer permanecer en ella por toda la eternidad. Es
la mirada de Dios que nos invita a compartir ese amor con nuestros hermanos,
como nos dice San Juan en la primera lectura de hoy (1 Jn 3,11-21): “Éste es el
mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros”, y no
“de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”.
Felipe se ha sumergido en la mirada de Dios y
se ha sumergido en el Amor que transmite. Y ya no conoce otro camino que el que
marcan sus pasos. Y al igual que en el pasaje inmediatamente anterior a este,
en el que veíamos cómo Andrés, al encontrar a Jesús se lo dijo a su hermano
Simón y lo llevó inmediatamente ante Él, hoy se desata el mismo “efecto
dominó”. Felipe no puede contener la alegría de haber encontrado al Mesías, y
se lo comunica a Natanael: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los
profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret”. Trato de
imaginar la alegría reflejada en su rostro y me pregunto: Cuando yo hablo de
Jesús, ¿se nota esa misma alegría en mi rostro? Natanael se mostró esquivo, le
cuestionó si de Nazaret podría salir algo bueno. Pero Felipe no se dio por
vencido, le invitó a seguirle para que viera por sí mismo: “Ven y verás”. La
certeza que proyecta el que está seguro de lo que dice, convencido de lo que
cree. Y me pregunto una vez más, ¿muestro yo ese mismo empeño y celo apostólico
cuando me cuestionan si lo que yo digo de Jesús es cierto? Para ello tengo que
preguntarme: ¿Estoy convencido de haber encontrado a mi Señor y Salvador?
Hace unos días celebrábamos el nacimiento de
aquél Niño, que en la lectura de hoy vemos convertido en ese hombre que provoca
estas reacciones en aquellos a quienes llama. Ese mismo nos hace una promesa si
creemos en Él: “Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios
subir y bajar sobre el Hijo del hombre”.
Mañana celebraremos la Epifanía, la
manifestación de Dios al mundo entero. Pidamos al Señor que nos permita
convertirnos en una manifestación de su poder y gloria, pero sobre todo de su
Amor, a todo el que se cruce en nuestro camino.
Hoy celebramos la Fiesta de san Bartolomé,
apóstol. A Bartolomé se le menciona, y aparece en las llamadas “listas
apostólicas” de los sinópticos y Hechos de los apóstoles, como uno de los doce
apóstoles (Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,14; Hch 1,13). No así en el evangelio según
san Juan. En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Jn
1,45-51) para la Fiesta de san Bartolomé, se habla de un tal Natanael, a quien
la tradición le identifica con éste, en parte, por el hecho de que su nombre
aparece inmediatamente después de Felipe en tres de esas “listas apostólicas”.
En este pasaje, lleno de simbolismos y
alusiones al Antiguo Testamento, típicas de los escritos de san Juan, que por
la brevedad de estas líneas no podemos elaborar, nos narra la vocación de
Natanael (Bartolomé), inmediatamente después de la de Felipe, a quien Jesús
utiliza como instrumento para “reclutarlo”. Como hemos señalado en ocasiones
anteriores la palabra vocación viene del verbo latino vocare que quiere decir llamar.
Al igual que hizo con Felipe y Natanael en el
relato de hoy, y con los demás apóstoles, Jesús nos llama a todos a seguirle. A
unos nos llama directamente, como lo hizo con Felipe (“sígueme”), a otros nos
llama por medio de aquellos que ya le siguen, como en el caso de Bartolomé, a
quien Felipe le dijo: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los
profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.” Y ante el
escepticismo de Bartolomé (“¿De Nazaret puede salir algo bueno?”), Felipe
insistió: “Ven y verás”. Bartolomé le siguió, vio, y creyó: “Rabí, tú eres el
Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.
Felipe había tenido un encuentro personal con
Jesús, y como todo el que pasa por esa experiencia, sintió una urgencia
inexplicable en comunicar a otros “eso” que había encontrado; como aquellos a
quienes Jesús curaba y les pedía que no dijeran a nadie lo ocurrido, que no bien
había Jesús terminado de decirlo, cuando ellos salían corriendo a contarle a
todos ese encuentro maravilloso que había cambiado sus vidas para siempre. Es
lo que Jesús más adelante verbalizaría en su mandato: “Vayan y hagan
discípulos” (Mt 28,19).
Bartolomé no solo aceptó la invitación sino
que se convirtió en discípulo. Más tarde, Jesús lo escogería como uno de los doce
apóstoles sobre los que Jesús instituyó su Iglesia, cuyos nombres están
inscritos en los doce basamentos de la Nueva Jerusalén que Juan describe en la
visión que nos narra en la primera lectura de hoy, tomada del libro del
Apocalipsis (21,9b-14). Como tal, saldría a predicar, a “hacer discípulos”.
Aunque es uno de los apóstoles de quien menos se sabe, la tradición lo coloca evangelizando en Armenia y en la India, siendo objeto de especial veneración en este último país.
Jesús nos ha llamado a todos de diversas
maneras. Y si vamos a ser verdaderos seguidores de Jesús acataremos su mandato:
“Vayan y hagan discípulos”. ¿Aceptas el reto?
Según se acerca la solemnidad de Pentecostés,
el Espíritu Santo continúa dominando la liturgia.
La primera lectura que nos brinda la liturgia
para ese sexto domingo de Pascua (Hc 8,5-8.14-17) nos presenta a Felipe predicando
en Samaria acompañado de los signos y prodigios que acompañan al que está lleno
del Espíritu Santo. Esto causó gran alegría entre los samaritanos que
recibieron la Palabra. Pero aún faltaba algo. Por eso cuando los apóstoles se
enteraron de que los de Samaria habían recibido la Palabra, “enviaron a Pedro y
a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran
el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados
en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el
Espíritu Santo”.
El Espíritu Santo es el dispensador de la
gracia divina; esa gracia que recibimos cuando se nos bautiza con la fórmula
trinitaria, y el Espíritu Santo desciende sobre nosotros por primera vez, infundiéndonos
sus siete dones y las tres virtudes teologales.
Anteriormente hemos señalado que el
protagonista del libro de los Hechos de los Apóstoles es el Espíritu Santo; al
punto que se le conoce como el “Evangelio del Espíritu Santo”. No hay duda, los
apóstoles actuaban asistidos y guiados por El Espíritu Santo que recibieron por
partida doble; primero durante la primera aparición de Jesús luego de su
Resurrección (Jn 20,22), y posteriormente en Pentecostés, cuando recibieron una
“sobredosis” de Espíritu. Por eso podían “repartirlo”; por eso los presbíteros,
diáconos y obispos son los ministros ordinarios del sacramento del Bautismo,
porque han recibido el Espíritu cuando menos por partida triple, en el
Bautismo, la Confirmación, y el sacramento del Orden, recibiendo en este último
de manera especial, como parte de la gracia sacramental propia del mismo al
imponérseles las manos por el obispo, la facultad de transmitir el Espíritu en
el Bautismo (sin perjuicio de que, por excepción, en circunstancias extraordinarias
todos podemos bautizar).
La segunda lectura (1 Pe 3,1.15-18), que
contiene el fundamento para la apologética, al llamarnos a estar siempre
dispuestos a “dar razón” de nuestra esperanza, finaliza enfatizando el papel
del Espíritu Santo en la Resurrección de Jesús: “Como [Jesús] poseía el
Espíritu, fue devuelto a la vida”.
La lectura evangélica (Jn 14,15-21), es el
pasaje en el que Jesús anuncia a sus discípulos que tiene que partir, pero les
(nos) va a dejar otro defensor (paráclito) que estará siempre a nuestro lado, ese
que “sacará la cara por nosotros”, que hablará por nosotros (Lc 12,12), e
inclusive nos enseñará a orar (Rm 8,15).
Y el requisito para recibir ese don se reduce
a una palabra: Amor. Porque “el que acepta mis mandamientos y los guarda, ése
me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a
él.” (Jn 14,21). Y esa manifestación tiene nombre y apellido: “Espíritu Santo”.
Es Jesús quien te hace una invitación y un
ofrecimiento. ¿Aceptas?
La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos
presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y
ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús
de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la
promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que
recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la
tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto
funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección
de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a
evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba
esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu
Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.
Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el
templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro
encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio
es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual
que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la
Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.
En el pasaje evangélico que contemplamos hoy
(Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado
del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto
el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma
de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de
este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del
mundo”.
“El pan que yo daré es mi carne para la vida
del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de
Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne,
para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir
al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El
hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un
árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el
día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al
hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.
Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará
la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a
la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los
beneficios de ese alimento de vida eterna
es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está
precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo
aseguro: el que cree tiene vida eterna”.
Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena
Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno
con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?