REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA (A) 15-03-20

“El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”

¿Cómo escribir una reflexión de alrededor de quinientas palabras sobre una lectura tan rica como la que nos presenta el Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma (el pasaje de la samaritana – Jn 4,5-42)? Basta con citar algunas de las palabras pronunciadas por Jesús en el mismo para percatarnos de la profundidad del mensaje.

“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (vv. 13-14).

“Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad” (vv. 23-24).

Vemos en las dos citas que anteceden esa relación entre el agua y el Espíritu, que nos refiere a las aguas bautismales y las palabras de Jesús a Nicodemo: “Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5). El culto de los judíos estaba basado en los ritos y el cumplimiento externo de la Ley. Jesús nos propone un culto “en espíritu y verdad” como el culto agradable al Padre. De ahí la contraposición entre el agua del pozo (“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed) y la que Jesús ofrece (“pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed).

El agua que Jesús promete es la única que calmará nuestra sed por siempre, y “se convertirá dentro de [nosotros] en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. Esa “agua” es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y se convierte en un manantial inagotable capaz de fecundizar y hacer crecer nuestra vida y la de todo el que entra en contacto con nosotros. Y ese Espíritu no es otra cosa que el Amor de Dios: “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5 – segunda lectura de hoy).

El anuncio del amor incondicional de Dios es el núcleo central del mensaje evangélico. “Yo para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Y la palabra hebrea utilizada en el Antiguo Testamento para designar la “verdad” es emet, que en la mentalidad judía significa la solidez del amor incondicional de Dios.

En uno de mis libros favoritos, Te he llamado por tu nombre, su autor Piet van Breemen nos dice: “Si comprendemos esto con todo nuestro corazón, podremos a la vez amar a Dios, y su amor nos hará capaces, a su vez, de amar a nuestro prójimo. Si yo me sé amado por Dios, su amor llenará mi corazón y se desbordará, porque un corazón humano es demasiado pequeño para contenerlo todo entero. Así amaré a mi prójimo con ese mismo amor. En eso consiste todo el Evangelio”.

Ese, queridos hermanos, es el culto de adoración “en espíritu y verdad” que agrada al Padre.

¿Quieres de esa agua que saciará tu sed para toda la eternidad? El Padre te espera en su Casa. ¿Qué esperas? Anda, ve y bebe…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 28-08-18

El evangelio que leemos en la liturgia de hoy (Mt 23,23-26) es una continuación del de ayer que, como expresáramos el pasado sábado, forma parte de ese discurso contra la actitud de los escribas y fariseos que Mateo pone en boca de Jesús en el capítulo 23 de su relato evangélico. Cada una de las críticas va precedida de un “¡Ay!”, que es una traducción bastante libre de la palabra griega en el original Quai, a falta de una palabra equivalente en español. Pero la palabra original lo que expresa, más que una maldición, es dolor, indignación.

Tanto el evangelio de ayer (Mt 23,13-22) como el de hoy, tienen una línea de pensamiento subyacente: Jesús desprecia con vehemencia la hipocresía de los fariseos. Personas que se quedan en los ritos externos y en el “cumplimiento” (palabra compuesta por otras dos: “cumplo” y “miento”) de unos preceptos creados por ellos mismos para su propio beneficio, mientras “descuidan lo más grave de la ley: el derecho, la compasión y la sinceridad”. Fíjense que Jesús no condena los ritos ni la observancia de la ley (Cfr. Mt 5,18), lo que condena es el quedarse en los ritos y observancia externos sin que estos reflejen una actitud interior conforme a lo que se practica: “Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello”.

A diario vemos los “fariseos” de nuestro tiempo, esas personas que gustan de ocupar los primeros puestos en todas las actividades y celebraciones litúrgicas de la Iglesia, en la oración comunitaria, en las lecturas de la celebración eucarística, en los sacramentos; pero su vida personal, su conducta “fuera del templo”, no guarda relación alguna con esa “religiosidad” demostrada en el Templo. Son meros actores interpretando un “papel” para “las gradas”. Esa es la actitud que Jesús condena cuando dice: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno!” Es lo que el campesino puertorriqueño compara con la hoja del yagrumo, que cuando usted la ve de un lado tiene un color, pero cuando la vira del otro lado, tiene un color diferente.

Son pocas las veces que vemos a Jesús verdaderamente molesto, indignado. Aunque el evangelio no describe la actitud de Jesús cuando pronuncia las palabras que leemos en el evangelio de hoy, no resulta difícil imaginarse hasta el tono de voz que utilizó; el de una persona bien molesta, indignada, como cuando echó a los mercaderes del Templo (Jn 2,13-25).

Jesús nos está diciendo que el verdadero cristiano es una persona “genuina”, sin dobleces, transparente, que practica lo que predica. Nos está diciendo que, aunque no debemos menospreciar los ritos externos (la purificación exterior de “la copa y el plato”), estos tienen menos importancia que la pureza interior. Cuando lleguemos a ese día que nos espera a todos en que tengamos que enfrentarnos a nuestra vida, no se nos preguntará cuántas veces acudimos al templo, ni cuántas veces participamos en los ritos religiosos, ni cuánto diezmamos; se nos preguntará cuánto amamos. Como dijo san Juan de la Cruz: “A la tarde de la vida te examinarán en el amor”.