REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 18-11-22

Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Ap 10,8-12; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema.

La primera, tomada del libro del Apocalipsis, nos muestra a Juan recibiendo una orden de comerse un libro: “Cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor”. Juan hizo lo que le ordenaba el ángel y en efecto así sucedió. Entonces le dijeron: “Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.

Los exégetas interpretan ese símbolo de comerse el libro, como “alimentarse de la palabra y del pensamiento que contiene”. Esa palabra que cuando la recibimos se nos muestra dulce al paladar, con una dosis sobreabundante de amor y misericordia. Pero cuando la digerimos, es decir, cuando vemos las realidades de nuestro alrededor y vemos cómo esa Palabra es ignorada, pisoteada, y hasta manipulada y utilizada para fines contrarios a ella, sentimos amargura.

Entonces esa Palabra, “cortante como espada de doble filo” (Hb 4,12), nos dice que no podemos permanecer indiferentes, que tenemos que salir a profetizar y protestar, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) contra todo aquello que cause desigualdad, discrimen, odio y violencia; todo aquello que esté en contra del mensaje liberador de Jesús, y que debe provocar tristeza y amargura en el corazón de Dios. Esa triste realidad fue la hizo que Jesús llorara ante la vista de la ciudad de Jerusalén (Lc 19,41).

“Todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y el pueblo escuchaba su Palabra: “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto, sustituyendo el culto meramente ritual que practicaban los judíos por un culto “en espíritu y verdad”, en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia que es Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. Por eso toda la primera parte de la misa es la “enseñanza” de Jesús, precisamente en el mismo lugar que Él lo hacía, en el Templo.

La denuncia de Jesús que escuchamos en el Evangelio, cuando nos dice: “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? Basta con entrar en algunos templos y ver que, por el nivel de ruido y falta de reconocimiento a Jesús Eucaristía que está presente, parecen más una plaza pública que una casa de oración. Y en nuestros templos, ¿hay mercaderes como los que Jesús expulsó? ¿Se muestra un interés desmedido por los aspectos económicos, aún por encima de la oración y la caridad? En las reuniones de nuestros consejos parroquiales, ¿le prestamos más atención al “presupuesto” y las finanzas parroquiales que a la pastoral?

Ahora que estamos prácticamente en el umbral del Adviento, hagamos un poco de introspección comunitaria. Esa Palabra “dulce al paladar” que recibimos, ¿nos causa “ardor” al digerirla? Entonces es tiempo de asumir la misión profética para la que se nos ungió en el bautismo.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 20-11-20

“Mi casa es casa de oración; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos”.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Ap 10,8-12; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema.

La primera, tomada del libro del Apocalipsis, nos muestra a Juan recibiendo una orden de comerse un libro: “Cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor”. Juan hizo lo que le ordenaba el ángel y en efecto así sucedió. Entonces le dijeron: “Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.

Los exégetas interpretan ese símbolo de comerse el libro, como “alimentarse de la palabra y del pensamiento que contiene”. Esa palabra que cuando la recibimos se nos muestra dulce al paladar, con una dosis sobreabundante de amor y misericordia. Pero cuando la digerimos, es decir, cuando vemos las realidades de nuestro alrededor y vemos cómo esa Palabra es ignorada, pisoteada, y hasta manipulada y utilizada para fines contrarios a ella, sentimos amargura.

Entonces esa Palabra, “cortante como espada de doble filo” (Hb 4,12), nos dice que no podemos permanecer indiferentes, que tenemos que salir a profetizar y protestar, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) contra todo aquello que cause desigualdad, discrimen, odio y violencia; todo aquello que esté en contra del mensaje liberador de Jesús, y que debe provocar tristeza y amargura en el corazón de Dios. Esa triste realidad fue la hizo que Jesús llorara ante la vista de la ciudad de Jerusalén (Lc 19,41).

“Todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y el pueblo escuchaba su Palabra: “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto, sustituyendo el culto meramente ritual que practicaban los judíos por un culto “en espíritu y verdad”, en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia que es Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. Por eso toda la primera parte de la misa es la “enseñanza” de Jesús, precisamente en el mismo lugar que Él lo hacía, en el Templo.

La denuncia de Jesús que escuchamos en el Evangelio, cuando nos dice: “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? Basta con entrar en algunos templos y ver que, por el nivel de ruido y falta de reconocimiento a Jesús Eucaristía que está presente, parecen más una plaza pública que una casa de oración. Y en nuestros templos, ¿hay mercaderes como los que Jesús expulsó? ¿Se muestra un interés desmedido por los aspectos económicos, aún por encima de la oración y la caridad? En las reuniones de nuestros consejos parroquiales, ¿le prestamos más atención al “presupuesto” y las finanzas parroquiales que a la pastoral?

Ahora que estamos prácticamente en el umbral del Adviento, hagamos un poco de introspección comunitaria. Esa Palabra “dulce al paladar” que recibimos, ¿nos causa “ardor” al digerirla? Entonces es tiempo de asumir la misión profética para la que se nos ungió en el bautismo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 16-03-20

“Naamán se bañó siete veces en el Jordán como había dicho el profeta, y quedó limpio de su lepra”.

Hoy la liturgia nos ofrece como primera lectura el pasaje del libro de los Reyes (5,1-15a) sobre Naamán, el general del ejército sirio que padecía de lepra, quien por recomendación de una criada judía fue a Israel a ver al “profeta de Samaria” para que lo curara.

El general era un hombre poderoso, pero estaba afectado por la lepra, una enfermedad catastrófica en su época, y considerada producto del pecado. A aquella sierva no le importó que hubiese sido llevada a Siria como esclava ni que aquél hombre fuera pagano. Estaba enfermo, necesitaba curación. Ella se compadeció de él; no le importó su religión. “Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaria: él lo libraría de su enfermedad”. Se refería al profeta Eliseo.

El rey sirio envió a Naamán con una carta al rey de Israel para que lo dirigiera ante el profeta. Cuando finalmente llegó ante la puerta de Eliseo “con sus caballos y su carroza” y los tesoros que había traído (como si con ellos pudiera comprar su salud), se molestó porque Eliseo ni tan siquiera le recibió, sino que mandó a decirle: “Ve a bañarte siete veces en el Jordán, y tu carne quedará limpia”. Molesto porque Eliseo no salió a recibirle, dijo: “Yo me imaginaba que saldría en persona a verme, y que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios, pasaría la mano sobre la parte enferma y me libraría de mi enfermedad”. Entonces dio media vuelta y se marchó.

Si no es porque sus siervos, tal vez por ser más sencillos, intervinieron y le dijeron: “Señor, si el profeta te hubiera prescrito algo difícil, lo harías. Cuanto más si lo que te prescribe para quedar limpio es simplemente que te bañes”. Naamán se bañó siete veces en el Jordán como había dicho el profeta, y quedó limpio de su lepra.

Naamán estaba acostumbrado al ritualismo pagano, vacío. Aquel gesto sencillo de bañarse en el Jordán no tenía sentido. Los ritos, los sacrificios, el incienso, las fórmulas sacramentales, no tienen sentido, no tienen efecto, si nos falta la fe, si no creemos en el amor incondicional que Dios tiene por nosotros. Es el sentirnos arropados de ese amor lo que nos permite creer en Dios y creerle a Dios. Es la diferencia entre el culto ritual y el culto “en espíritu y verdad” que Jesús le proponía a la samaritana (Jn 4,23-24).

“Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio”, nos dice Jesús en la lectura evangélica de hoy (Lc 4,24-30). Se refería a la falta de fe de los suyos. El orgullo, el considerarse miembros del “pueblo elegido” les hacía creerse “salvados”. No tenían la humildad de reconocer su “lepra” y acercarse a Dios con el corazón contrito (Cfr. Salmo 50).

En este tiempo de Cuaresma, pidamos al Señor la humildad de reconocer la “lepra” de nuestros pecados y experimentar la necesidad de volvernos hacia Él (conversión), con la certeza de que “una palabra [s]uya bastará para sanarnos”.

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA (A) 15-03-20

“El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”

¿Cómo escribir una reflexión de alrededor de quinientas palabras sobre una lectura tan rica como la que nos presenta el Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma (el pasaje de la samaritana – Jn 4,5-42)? Basta con citar algunas de las palabras pronunciadas por Jesús en el mismo para percatarnos de la profundidad del mensaje.

“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (vv. 13-14).

“Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad” (vv. 23-24).

Vemos en las dos citas que anteceden esa relación entre el agua y el Espíritu, que nos refiere a las aguas bautismales y las palabras de Jesús a Nicodemo: “Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5). El culto de los judíos estaba basado en los ritos y el cumplimiento externo de la Ley. Jesús nos propone un culto “en espíritu y verdad” como el culto agradable al Padre. De ahí la contraposición entre el agua del pozo (“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed) y la que Jesús ofrece (“pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed).

El agua que Jesús promete es la única que calmará nuestra sed por siempre, y “se convertirá dentro de [nosotros] en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. Esa “agua” es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y se convierte en un manantial inagotable capaz de fecundizar y hacer crecer nuestra vida y la de todo el que entra en contacto con nosotros. Y ese Espíritu no es otra cosa que el Amor de Dios: “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5 – segunda lectura de hoy).

El anuncio del amor incondicional de Dios es el núcleo central del mensaje evangélico. “Yo para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Y la palabra hebrea utilizada en el Antiguo Testamento para designar la “verdad” es emet, que en la mentalidad judía significa la solidez del amor incondicional de Dios.

En uno de mis libros favoritos, Te he llamado por tu nombre, su autor Piet van Breemen nos dice: “Si comprendemos esto con todo nuestro corazón, podremos a la vez amar a Dios, y su amor nos hará capaces, a su vez, de amar a nuestro prójimo. Si yo me sé amado por Dios, su amor llenará mi corazón y se desbordará, porque un corazón humano es demasiado pequeño para contenerlo todo entero. Así amaré a mi prójimo con ese mismo amor. En eso consiste todo el Evangelio”.

Ese, queridos hermanos, es el culto de adoración “en espíritu y verdad” que agrada al Padre.

¿Quieres de esa agua que saciará tu sed para toda la eternidad? El Padre te espera en su Casa. ¿Qué esperas? Anda, ve y bebe…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 14-06-19

En la lectura evangélica de hoy (Mt 5,27-32), continuación de la de ayer, Jesús continúa su catequesis sobre la nueva Alianza fundamentada en la Ley del amor que nos lleva a adorar en espíritu y verdad, a diferencia del ritualismo exterior del culto judío. Se trata de cumplir con los preceptos de la Ley, no por temor al castigo, sino mediante el ejercicio de la libertad que nos proporciona el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Es la Ley escrita, no en tablas de piedra ni en pergaminos, sino en nuestros corazones (Cfr. Jr 31,33; Hb 8,10).

Jesús nos propone una “relectura” del decálogo a partir de la intención que Dios tenía al proclamarlo. Se trata de interpretar los mandamientos según el espíritu de la Ley, no a base de una lectura literal. La “plenitud” que Jesús vino a dar a la Ley no es otra cosa que su interpretación a la luz de las virtudes expresadas en las Bienaventuranzas, como la misericordia, la justicia, la verdad, etc. Es la “humanización” de la Ley.

En el pasaje de hoy Jesús nos instruye: “Habéis oído el mandamiento ‘no cometerás adulterio’. Pues yo os digo: El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior. Si tu ojo derecho te hace caer, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en el infierno. Si tu mano derecha te hace caer, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero al infierno”.

Está claro, no se trata del cumplimiento (palabra que hemos dicho se compone de otras dos: “cumplo y miento”) exterior de los fariseos que ocultaba su podredumbre interior, lo que llevaría a Jesús a llamarles sepulcros blanqueados: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia!” (Mt 23,27-28); se trata del cumplimiento “de corazón”.

Se peca lo mismo con el pensamiento como con los actos, ya que en el pensamiento es que se fragua el pecado antes de llevar a cabo la acción: “Del corazón proceden las malas intenciones, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las difamaciones. Estas son las cosas que hacen impuro al hombre” (Mt 15,19-20).

Jesús nos propone que antes que pecar nos arranquemos o cortemos aquellas partes de nuestro cuerpo que puedan hacernos pecar. Aunque algunos sostienen que Jesús quería que esta aseveración se tomase al pie de la letra para indicar la radicalidad y la seriedad con las que Él insiste en la observancia de este mandamiento, podría también decirse que hace uso de la hipérbole con un fin pedagógico: enfatizar que la pureza de corazón va por encima de la propia integridad corporal (por la concepción judía de la resurrección física era importante ser enterrado con el cuerpo íntegro). Si fuéramos a hacer una lectura literal de este pasaje, ¡cuántos tuertos, mancos, y castrados habría!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 23-11-18

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Ap 10,8-12; Lc 19 45-48), aunque a primera vista parecerían no estar relacionadas, tratan el mismo tema.

La primera, tomada del libro del Apocalipsis, nos muestra a Juan recibiendo una orden de comerse un libro: “Cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor”. Juan hizo lo que le ordenaba el ángel y en efecto así sucedió. Entonces le dijeron: “Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”.

Los exégetas interpretan ese símbolo de comerse el libro, como “alimentarse de la palabra y del pensamiento que contiene”. Esa palabra que cuando la recibimos se nos muestra dulce al paladar, con una dosis sobreabundante de amor y misericordia. Pero cuando la digerimos, es decir, cuando vemos las realidades de nuestro alrededor y vemos cómo esa Palabra es ignorada, pisoteada, y hasta manipulada y utilizada para fines contrarios a ella, sentimos amargura.

Entonces esa Palabra, “cortante como espada de doble filo” (Hb 4,12), nos dice que no podemos permanecer indiferentes, que tenemos que salir a profetizar y protestar, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) contra todo aquello que cause desigualdad, discrimen, odio y violencia; todo aquello que esté en contra del mensaje liberador de Jesús, y que debe provocar tristeza y amargura en el corazón de Dios.

Eso nos lleva al Evangelio. “Todos los días Jesús enseñaba en el Templo”, y el pueblo escuchaba su Palabra: “el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”. Jesús nos trajo una nueva forma de culto, sustituyendo el culto meramente ritual que practicaban los judíos por un culto “en espíritu y verdad”, en el que su Palabra y nuestra oración cobran un papel importantísimo, y nos conducen al centro de la liturgia que es Él mismo que se hace presente en la Eucaristía. Por eso toda la primera parte de la misa es la “enseñanza” de Jesús, precisamente en el mismo lugar que Él lo hacía, en el Templo.

La denuncia de Jesús que escuchamos en el Evangelio, cuando nos dice: “‘Mi casa es casa de oración’; pero vosotros la habéis convertido en una ‘cueva de bandidos’”, nos hace preguntarnos: Nuestros templos, ¿son “casa de oración”? Basta con entrar en algunos templos y ver que, por el nivel de ruido y falta de reconocimiento a Jesús Eucaristía que está presente, parecen más una plaza pública que una casa de oración. Y en nuestros templos, ¿hay mercaderes como los que Jesús expulsó? ¿Se muestra un interés desmedido por los aspectos económicos, aún por encima de la oración y la caridad? En las reuniones de nuestros consejos parroquiales, ¿le prestamos más atención al “presupuesto” y las finanzas parroquiales que a la pastoral?

Ahora que estamos prácticamente en el umbral del Adviento, hagamos un poco de introspección comunitaria. Esa Palabra “dulce al paladar” que recibimos, ¿nos causa “ardor” al digerirla? Entonces es tiempo de asumir la misión profética para la que se nos ungió en el bautismo.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 05-03-18

Hoy la liturgia nos ofrece como primera lectura el pasaje del libro de los Reyes (5,1-15a) sobre Naamán, el general del ejército sirio que padecía de lepra, quien por recomendación de una criada judía fue a Israel a ver al “profeta de Samaria” para que lo curara.

El general era un hombre poderoso, pero estaba afectado por la lepra, una enfermedad catastrófica en su época, y considerada producto del pecado. A aquella sierva no le importó que hubiese sido llevada a Siria como esclava ni que aquél hombre fuera pagano. Estaba enfermo, necesitaba curación. Ella se compadeció de él; no le importó su religión. “Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaria: él lo libraría de su enfermedad”. Se refería al profeta Eliseo.

El rey sirio envió a Naamán con una carta al rey de Israel para que lo dirigiera ante el profeta. Cuando finalmente llegó ante la puerta de Eliseo “con sus caballos y su carroza” y los tesoros que había traído (como si con ellos pudiera comprar su salud), se molestó porque Eliseo ni tan siquiera le recibió, sino que mandó a decirle: “Ve a bañarte siete veces en el Jordán, y tu carne quedará limpia”. Molesto porque Eliseo no salió a recibirle, dijo: “Yo me imaginaba que saldría en persona a verme, y que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios, pasaría la mano sobre la parte enferma y me libraría de mi enfermedad”. Entonces dio media vuelta y se marchó.

Si no es porque sus siervos, tal vez por ser más sencillos, intervinieron y le dijeron: “Señor, si el profeta te hubiera prescrito algo difícil, lo harías. Cuanto más si lo que te prescribe para quedar limpio es simplemente que te bañes”. Naamán se bañó siete veces en el Jordán como había dicho el profeta, y quedó limpio de su lepra.

Naamán estaba acostumbrado al ritualismo pagano, vacío. Aquel gesto sencillo de bañarse en el Jordán no tenía sentido. Los ritos, los sacrificios, el incienso, las fórmulas sacramentales, no tienen sentido, no tienen efecto, si nos falta la fe, si no creemos en el amor incondicional que Dios tiene por nosotros. Es el sentirnos arropados de ese amor lo que nos permite creer en Dios y creerle a Dios. Es la diferencia entre el culto ritual y el culto “en espíritu y verdad” (Jn 4,23-24).

“Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio”, nos dice Jesús en la lectura evangélica de hoy (Lc 4,24-30). Se refería a la falta de fe de los suyos. El orgullo, el considerarse miembros del “pueblo elegido” les hacía creerse “salvados”. No tenían la humildad de reconocer su “lepra” y acercarse a Dios con el corazón contrito (Cfr. Salmo 50).

En este tiempo de Cuaresma, pidamos al Señor la humildad de reconocer la “lepra” de nuestros pecados y experimentar la necesidad de volvernos hacia Él (conversión), con la certeza de que “una palabra [s]uya bastará para sanarnos”.

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA (A) 19-03-17

¿Cómo escribir una reflexión de alrededor de quinientas palabras sobre una lectura tan rica como la que nos presenta el Evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma (el pasaje de la samaritana – Jn 4,5-42)? Basta con citar algunas de las palabras pronunciadas por Jesús en el mismo para percatarnos de la profundidad del mensaje.

“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (vv. 13-14).

“Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad” (vv. 23-24).

Vemos en las dos citas que anteceden esa relación entre el agua y el Espíritu, que nos refiere a las aguas bautismales y las palabras de Jesús a Nicodemo: “Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5). El culto de los judíos estaba basado en los ritos y el cumplimiento externo de la Ley. Jesús nos propone un culto “en espíritu y verdad” como el culto agradable al Padre. De ahí la contraposición entre el agua del pozo (“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed) y la que Jesús ofrece (“pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed).

El agua que Jesús promete es la única que calmará nuestra sed por siempre, y “se convertirá dentro de [nosotros] en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. Esa “agua” es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y se convierte en un manantial inagotable capaz de fecundizar y hacer crecer nuestra vida y la de todo el que entra en contacto con nosotros. Y ese Espíritu no es otra cosa que el Amor de Dios: “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5 – segunda lectura de hoy).

El anuncio del amor incondicional de Dios es el núcleo central del mensaje evangélico. “Yo para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Y la palabra hebrea utilizada en el Antiguo Testamento para designar la “verdad” es emet, que en la mentalidad judía significa la solidez del amor incondicional de Dios.

En uno de mis libros favoritos, Te he llamado por tu nombre, su autor Piet van Breemen nos dice: “Si comprendemos esto con todo nuestro corazón, podremos a la vez amar a Dios, y su amor nos hará capaces, a su vez, de amar a nuestro prójimo. Si yo me sé amado por Dios, su amor llenará mi corazón y se desbordará, porque un corazón humano es demasiado pequeño para contenerlo todo entero. Así amaré a mi prójimo con ese mismo amor. En eso consiste todo el Evangelio”.

Ese, queridos hermanos, es el culto de adoración “en espíritu y verdad” que agrada al Padre.

¿Quieres de esa agua que saciará tu sed para toda la eternidad? El Padre te espera en su Casa. ¿Qué esperas? Anda, ve y bebe…