REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR (C) 06-08-19

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la transfiguración, uno de esos eventos en la vida de Jesús que por su trascendencia hallan eco en los tres evangelios sinópticos. La liturgia para este ciclo C nos presenta la versión de Lucas (9,28-36).

Jesús tomó consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro, Santiago, y su hermano Juan, y los llevó a lo alto de una montaña (la tradición nos dice que fue el Monte Tabor). Allí, en presencia de ellos, se “transfiguró”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.

Esta narración está tan preñada de simbolismos, que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos. Trataremos, por tanto, de resumir lo que la transfiguración representó para los discípulos que tuvieron el privilegio de presenciarla.

Los discípulos ya habían comprendido que Jesús era el Mesías; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro. En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Pero aun así los discípulos no estaban muy seguros de lo que habían presenciado, al punto que Pedro, aturdido por la experiencia, lo único que atinó a decir fue: “Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Nos dice la Escritura      que Pedro “no sabía lo que decía”. No será hasta después que ellos comprenderán la magnitud del hecho que acababan de presenciar.

Nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron en aquél momento; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística.

Una de las dos lecturas que se nos ofrece como primera la lectura para la liturgia de hoy es de la segunda carta del apóstol san Pedro (1,16-19). Ya para cuando el apóstol escribe esta carta (a finales del siglo I), había sido testigo de su gloriosa resurrección. Esa experiencia le permitió comprender el alcance de aquella experiencia privilegiada que el Señor había compartido con él y los hijos de Zebedeo. Por eso puede afirmar con certeza la gloria y divinidad de Jesús: “Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz: «Éste es mi Hijo amado, mi predilecto.» Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada”.

Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.