En esta micro-reflexión vemos cómo la Liturgia continúa preparándonos para el gran evento de Pentecostés mostrado la acción del Espíritu Santo en la Iglesia primitiva, en cumplimiento de la promesa de Jesús antes de ascender.
El Evangelio que contemplamos en la liturgia de hoy (Lc 12,39-48) tiene un tono apocalíptico que nos exhorta a la vigilancia y al servicio como preparación para el “regreso” inesperado de Jesús: “Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Pero la tónica de hoy se sienta con la pregunta de Pedro: “Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?”.
Después de haber invitado a la vigilancia a todo cristiano Jesús centra su mensaje en aquellos “administradores” que el “amo” ha puesto al frente de su “servidumbre”, es decir a los pastores de la Iglesia, que tendrán que rendirle cuentas cuando llegue el amo. “Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá”.
Esta parábola nos evoca el capítulo 34 de Ezequiel cuando Yahvé, por voz del profeta increpa a los pastores de Israel por haber descuidado el rebaño que se les confió: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿Acaso los pastores no deben apacentar el rebaño? Pero ustedes se alimentan con la leche, se visten con la lana, sacrifican a las ovejas más gordas, y no apacientan el rebaño”. “Porque mis ovejas han sido expuestas a la depredación y se han convertido en presa de todas las fieras salvajes por falta de pastor; porque mis pastores no cuidan a mis ovejas; porque ellos se apacientan a sí mismos, y no a mis ovejas”.
Tal vez Pedro entendió que como él había sido nombrado “persona a cargo”, “responsable” (Cfr. Mt 16,18), estaba seguro en su “puesto”. De nuevo la naturaleza humana interponiéndose, creando esos “fantasmas” del orgullo que se interponen entre nosotros y el verdadero seguimiento de Jesús. Pero Jesús no vacila en derrumbar su falso orgullo. Le dice todo lo contrario; mientras más responsabilidades se nos encomienden, más estricto será el Señor al momento de exigirnos cuentas.
La tentación de utilizar, oprimir, e ignorar las necesidades de aquellos que están bajo los que ocupan posiciones de autoridad es grande. El mismo Jesús nos lo advirtió: “Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.” (Mc 10,42-44).
En la primera lectura de hoy (Ef 3,2-12) Pablo está claro que su ministerio no es obra suya, sino producto de la gracia divina que se le reveló (Cfr. Hc 9,1-18) en el camino a Damasco: “A mí, el más insignificante de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo, aclarar a todos la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo”.
Hoy, pidamos al Señor por nuestros obispos, sacerdotes, diáconos y laicos comprometidos a cargo de los diversos ministerios o movimientos, para que adquieran conciencia de la grave responsabilidad que conlleva su elección por parte del Señor, y que como mucho se les ha encomendado, mucho se les exigirá; y que mientras más sirvan, mayor será su recompensa.
“Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”. Continúa retumbando esa frase de Yahvé Dios; pero esta vez precedida de un componente que le brinda hasta cierto dramatismo: “Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones…”
En la primera lectura de hoy (Jr 31,31-34) Dios se está refiriendo a una Nueva Alianza, diferente de la Alianza del Sinaí, que va a establecer con su pueblo. Aquella estaba escrita en unas tablas de piedra y basada en unas normas de conducta impuestas. Ahora va ser diferente. Ya no tendrán que aprender ni enseñar la ley, “porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande”.
¿Y cómo va Dios a “meter su ley en nuestro pecho”, a “grabarla en nuestros corazones”? La clave tal vez la encontramos unos versículos antes en el mismo libro de Jeremías: “Con amor eterno te amé,…” (Jr 31,3). Va a escribir esa Ley de la Nueva y Eterna Alianza con el único lenguaje que conoce el corazón: el lenguaje del amor. Dios ha derramado su Amor infinito sobre nosotros, nos ama con pasión, con ese amor eterno que no conoce de tiempo ni de límites. Y cuando nos abrimos a ese Amor, y sentimos esa llama que quema nuestro corazón, no tenemos otra alternativa que corresponder. Y cuando eso ocurre nos encontramos “sembrados” en las Bienaventuranzas. Descubrimos que no hay otro camino que no sea el amor, ese amor que nos hace capaces de dar la vida por nuestros amigos (Jn 15,13). Ya la Ley se hará innecesaria, porque al amar con el mismo Amor que Dios nos ama, cumplimos con todos sus preceptos. Por eso ya no tendremos que “aprender ni enseñar la ley”; porque la tendremos “grabada en nuestros corazones”.
El Evangelio de hoy (Mt 16,13-23) nos presenta la “profesión de fe” de Pedro y el primer anuncio de la Pasión. El pasaje comienza con Jesús preguntando a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. A lo que los discípulos respondieron: “Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Entonces Jesús les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro replicó: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Esa profesión de fe suscita el primado petrino: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
Habiendo delegado su autoridad a Pedro, procedió a hacer el primer anuncio de su Pasión, diciendo a sus discípulos que “tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
Hoy, pidamos el don de un corazón dócil al Espíritu, para que Su Ley quede grabada en nuestros corazones, y podamos hacer profesión de fe reconociendo a Jesús como nuestro Señor y Salvador.
“Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos, está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28): La importancia de la fe.
El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea (pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.
Esta actitud contrasta con la de Pedro en el evangelio que leyéramos ayer, quien, al distraer su mirada del Señor, comenzó a hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).
Pedro se sintió distraído por lo que ocurría en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.
Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).
En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe de la mujer cananea.
“Señor, sálvame”. Jesús inmediatamente le extendió su mano y lo increpó: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”
“Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Esa frase, pronunciada por Jesús, sienta la tónica del pasaje que nos brinda el Evangelio de hoy (Mt 14,22-36).
El trasfondo de la frase es el siguiente: Jesús acababa de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y había instruido a sus discípulos que se subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla mientras Él despedía la gente para luego retirarse a orar, como solía hacer. Tal vez Jesús no quería que los discípulos se contagiaran con la excitación del pueblo por el milagro, o mejor dicho, por el aspecto material del milagro, ignorando el verdadero significado del mismo; la tendencia que tenemos de confundir lo temporal con lo eterno. De hecho, la versión de Juan nos dice que la multitud intentaba tomar a Jesús por la fuerza y hacerle rey (Jn 6,15).
Volviendo al relato, cuando la barca en que navegaban los discípulos iba a mitad de camino, siendo ya de noche, Jesús se percató que tenían un fuerte viento contrario y estaban pasando grandes trabajos para poder adelantar, así que decidió ir caminando hasta ellos sobre las aguas. Al verlo creyeron que era un fantasma, se sobresaltaron, y dieron un grito. Fue en ese momento que Jesús les dijo: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.
Aquí se hace más obvio que los discípulos no habían comprendido en tu totalidad el verdadero significado y alcance del milagro de la multiplicación de los panes. De lo contrario, sabrían que, más que un acto de taumaturgia (capacidad para realizar prodigios), como podría hacerlo un mago, lo que ocurrió allí fue producto del Amor de Dios. Si lo hubiesen entendido, estarían inundados del Amor de Dios, estarían conscientes de la divinidad de Jesús, y no habrían sentido temor cuando lo vieron caminar sobre las aguas.
Es aquí que la narración de Mateo se aparta de los paralelos de Marcos y Juan. Nos dice Mateo que Pedro, como para confirmar la identidad de Jesús, le dijo: “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”, a lo que Él le respondió: “Ven”. Pedro comenzó a caminar hacia Jesús sobre las aguas (porque le creyó a Jesús; llevó a cabo un acto de fe), hasta que apartó su mirada de Jesús y la fijó sobre la tempestad. Entonces se asustó, comenzó a hundirse, y gritó: “Señor, sálvame”. Jesús inmediatamente le extendió su mano y lo increpó: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” Dudó porque aún no había aprendido que no podía fiarse de sus propias fuerzas. Inmediatamente la Escritura añade: “En cuanto subieron a la barca, amainó el viento”.
¡Cuántas veces en nuestras vidas nos encontramos “remando contra la corriente”, llegando al límite de nuestra resistencia! En esos momentos, si abrimos nuestros corazones al Amor misericordioso de Dios, escucharemos una dulce voz que nos dice al oído: “Ánimo, soy yo, no tengas miedo”. Créanme, ¡se puede! Yo he logrado enfrentar situaciones que de otro modo hubiesen sido aterradoras, con la alegría y tranquilidad que solo el saberme amado por Dios podían brindarme. Porque Jesús “entró en la barca [conmigo], y amainó el viento”.
“Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo” (Sal 23,4).
“Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”.
¡Mañana
es Pentecostés! La solemnidad que celebra la venida
del Espíritu Santo sobre el colegio apostólico reunido en torno a María, la
madre de Jesús. Si bien la Iglesia gira en torno al Misterio Pascual de Cristo,
es el Espíritu quien guía a los pecadores que la componemos para tomar las
decisiones más humanas de Su Iglesia. Por eso ha perdurado dos mil años, a
pesar de las debilidades de sus miembros.
Las lecturas que nos propone la liturgia para
hoy nos presentan el pasaje final del libro de los Hechos de los Apóstoles
(28,16-20.30-31) y la conclusión del Evangelio según san Juan (21,20-25).
La lectura de Hechos nos narra la actividad de
Pablo durante su primer cautiverio en Roma, y cómo su cautiverio (aunque estaba
en lo que hoy llamaríamos “arresto domiciliario”) no fue impedimento para que
él continuara su misión evangelizadora; estando preso, recibía a todos los que
acudían a visitarle, “predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se
refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”.
Aun estando en prisión, supo experimentar la
verdadera libertad producto de sentirse amado por Dios y estar haciendo su
voluntad. Mediante su testimonio en Roma, Pablo da cumplimiento a la promesa y
el mandato de Jesús a sus discípulos antes de su Ascensión: “recibirán la
fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”.
Desde el principio hasta el final, vemos en el
libro de los hechos de los Apóstoles la acción del Espíritu Santo en el
desarrollo y expansión de la Iglesia por todo el mundo conocido.
El relato evangélico, por su parte, nos
presenta la continuación del pasaje de ayer, con el diálogo entre Jesús y
Pedro, que concluyó con el mandato de Jesús: “Sígueme”. Jesús le había dicho a
Pedro que él iba a seguir su misma suerte, que iba a experimentar el martirio.
Pedro probablemente se siente orgulloso de seguir los pasos del Señor. Entonces
ve que Juan les está siguiendo mientras caminan, y ese deseo humano de
compararse con los demás, de saber si otro va a tener el mismo privilegio que
yo, le lleva a preguntarle a Jesús: “Señor, y éste ¿qué?”.
El mero hecho de referirse a Juan como “este”,
implica cierto grado de orgullo, de aire de superioridad. Después de todo, ya
había sido “escogido” para tomar las riendas de la Iglesia naciente. Jesús no
pierde tiempo e inmediatamente lo baja de su pedestal: “Si quiero que se quede
hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. En otras palabras, cumple tu
misión, y deja lo demás en las manos del Padre.
Nuestra Iglesia es Santa, pero está compuesta
por pecadores que aspiramos a la santidad; y solo guiados y asistidos por el
Espíritu puede seguir adelante y llevar a cabo su misión evangelizadora para
que se cumpla la voluntad del Padre: que no se pierda ninguna de las ovejas de
su rebaño.
¡Verdaderamente ha resucitado! Aleluya, aleluya, aleluya.
¡Cristo ha resucitado! Ese ha sido nuestro
“grito de batalla”, nuestra exclamación de júbilo durante una semana. Estamos
culminando la Octava de Pascua, esa prolongación litúrgica del júbilo de la
Resurrección que termina mañana. Y la lectura evangélica que nos propone la
liturgia (Mc 16,9-15) es un resumen de las apariciones de Jesús narradas por
los demás evangelistas, el signo positivo de que Jesús está vivo. Habiendo sido
el relato de Marcos cronológicamente el primero en escribirse, algunos exégetas
piensan que esta parte del relato no fue escrita por Marcos, sino añadida
posteriormente en algún momento durante los siglos I y II, tal vez para
sustituir un fragmento perdido del relato original. Otros, por el contrario,
aluden a una fuente designada como “Q”, de la cual los sinópticos se nutrieron.
El pasaje comienza con la aparición a María
Magdalena, continúa con la aparición a los caminantes de Emaús, y culmina con
la aparición a los Once “cuando estaban a la mesa” (de nuevo el símbolo eucarístico).
El autor subraya la incredulidad de los Once ante el anuncio de María Magdalena
y los de Emaús. Tal vez quiera enfatizar que los apóstoles no eran personas que
se creían cualquier cuento, que su fe no se consolidó hasta que tuvieron el
encuentro con el Resucitado. Ese detalle le añade credibilidad al hecho de la
Resurrección. Algo extraordinario tiene que haber ocurrido que les hizo cambiar
de opinión y encendió en ellos la fe Pascual.
Termina con la última exhortación de Jesús a
sus discípulos (y a nosotros): “ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a
toda la creación”.
Esa fe Pascual, avivada por el evento de
Pentecostés, es la que brinda a los apóstoles la valentía para enfrentar a las
autoridades judías en la primera lectura (Hc 4,13-21) de hoy, que es
continuación de la de ayer en la que habían pasado la noche en la cárcel por
predicar la resurrección de Jesús en cuyo nombre obraban milagros y anunciaban
la Buena Noticia del Reino, siguiendo el mandato de Jesús de ir al mundo entero
y proclamar el Evangelio a toda la creación.
Confrontados con sus acusadores, quienes
intentaban prohibirle “predicar y enseñar el nombre de Jesús”, Pedro, lleno del
Espíritu Santo, proclamó: “Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos
visto y oído”. Recordemos las palabras de Jesús al concluir el relato de la
aparición de Jesús en medio de ellos en el Evangelio del jueves (Lc 24,35-48),
en el que concluye diciendo: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá,
resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la
conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por
Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”.
Concluye la primera lectura diciendo que “no
encontraron la manera de castigarlos, porque el pueblo entero daba gloria a
Dios por lo sucedido”. El poder de la Palabra, “más cortante que espada de
doble filo” (Hb 4,2). Imposible de resistir…
Durante esta semana hemos estado celebrando la
Resurrección de Jesús. No se trata de un acontecimiento del pasado; se trata de
un acontecimiento presente, tan real como lo fue para los Once y los demás
discípulos. Y como Pedro en la primera lectura, estamos llamados a ser
testigos. ¡Jesús vive; verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya, aleluya,
aleluya!
¡Aleluya, Aleluya,
Aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!
Tan solo había adentro “las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”.
“¿Qué has visto de camino, María, en la
mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos,
sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!” (de la
Secuencia para la liturgia del Domingo de la Resurrección del Señor).
Hoy es el día más importante en la liturgia de
la Iglesia. Celebramos el acontecimiento más importante en la historia de la
humanidad. Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho el regalo de la Resurrección,
que hace realidad la promesa de vida eterna. “Si Cristo no hubiera resucitado,
vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14). La Resurrección, y el encuentro con el
Resucitado, fueron los eventos que hicieron comprender a los apóstoles todo lo
que el Señor les había anunciado pero que ellos no habían comprendido a
cabalidad.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para este día (Jn 20,1-9), es la versión de Juan de lo ocurrido en la
mañana gloriosa de aquél domingo en que Jesús resucitó. El pasaje nos muestra a
María Magdalena llegando al sepulcro de madrugada y encontrando quitada la
lápida del sepulcro. Inmediatamente dio razón del acontecimiento a Pedro y al
“discípulo a quien tanto quería Jesús”, quienes salieron corriendo hacia el
sepulcro. El segundo, que era más joven llegó primero y esperó que Pedro
llegara y entrara primero en la tumba vacía; tan solo había adentro “las vendas
en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo
con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”. Leí en algún lugar una vez,
que en aquél tiempo cuando un artesano itinerante (como lo era Jesús) terminaba
su labor, se quitaba el delantal de trabajo y lo enrollaba; así el que le había
contratado sabía que había terminado. Jesús había culminado la labor que le
había encomendado el Padre; se había entregado por nosotros y por nuestra
salvación. Y como signo de ello, se quitó el sudario y lo enrolló…
Nos dice la Escritura que luego entró el más
joven, “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él
había de resucitar de entre los muertos”. El sepulcro vacío es el llamado
“signo negativo” de la resurrección de Jesús, que junto al “signo positivo”, es
decir, las apariciones, constituyen prueba irrefutable de que Jesús en efecto
ha resucitado.
Debemos recordar, por otro lado, que Jesús
resucitó con un cuerpo glorificado. Un misterio que no comprenderemos hasta que
tengamos la misma experiencia en el día
final, cuando entremos junto a Él en la Jerusalén celestial. Por eso podía
atravesar paredes (Jn 20,19) y al mismo tiempo comer (Lc 24, 30-31; Jn 21,
5.12-23), y por eso no todos podían verlo; solo aquellos a quienes Él se lo
permitía. Así lo vemos en la primera lectura de hoy (Hc 10,34a.37-43): “Dios lo
resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los
testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él
después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio
de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos”.
Hoy celebramos el evento más importante de la
historia de la salvación, la culminación del Misterio Pascual de Jesús, quien
venciendo la muerte nos liberó que la esclavitud, haciendo posible su promesa
de vida eterna para todo el que crea en Él (Jn 11, 25b-26). La fe nos permite
participar y ser testigos de la Resurrección. Por eso en la liturgia
eucarística exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”.
Señor, resucita en mi corazón, para que yo
también pueda ser testigo de esa gloriosa Resurrección que celebramos hoy.
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
El pasaje evangélico que contemplamos en la
liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las
Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis
que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar
plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la
voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más
aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible
que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su
pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.
Esa plenitud la encontramos en la Ley del
amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que,
como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los
otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se
cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de
contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama
cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama,
el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma
de vida.
Durante su vida terrena Jesús nos dio unos
indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para
el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen
en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua
Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de
aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían
Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando
la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese precepto amar
como Cristo me ama?
La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar
esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando
la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos,
el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes
propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención
de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12).
Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el
carapacho varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos.
Y ha logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo
Jesús nos dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa
de Jesús al momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del
infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16,18).
El Concilio Vaticano II, convocado por san
Juan XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico”
para nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al
día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de “darle
plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de los
cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por la
explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la necesidad
de un nuevo ejercicio de aggiornamento
en la Iglesia.
En estos tiempos, ese mismo Espíritu nos ha
regalado la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus
promesas (Cfr. Mt 28,20).
Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.
La liturgia de hoy nos presenta la versión de Marcos
de la Transfiguración (9,2-13), otro de esos eventos importantes que aparecen
en los tres evangelios sinópticos.
Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a
los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano
Juan, y los llevó a un “monte alto”, que la tradición nos dice fue el Monte
Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por
unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Elías
y Moisés, conversando con Él.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta
narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en
estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la
transfiguración representó para aquellos discípulos.
Aunque nos dice la lectura que los discípulos
no sabían qué decir porque “estaban asustados”, no hay duda que ya han
comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo,
sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado
percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él
decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar
esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que
vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos
que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del
Maestro.
Pedro quedó tan impactado por esa experiencia,
que cuando escribió su segunda carta (2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción,
recalcando que fue testigo ocular de la grandeza de Jesús, añadiendo que
escuchó la voz del Padre que les dijo: “Este es mi Hijo muy amado en quien me
complazco”.
El simbolismo de la presencia de Elías y
Moisés en este pasaje es fuerte, pues Elías representa a los profetas y Moisés
representa la Ley (los profetas y la Ley son otra forma de referirse al Antiguo
Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa
el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los
términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.
Pero hay algo que siempre me ha llamado la
atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los
apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Elías y Moisés, si ellos no
los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin
agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.
Una posibilidad es que al quedar arropados de
la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los
personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos
lograron identificarlos.
Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos
discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración”
que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos
al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos
permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz
del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.