REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 10-12-22

La liturgia para hoy nos presenta como primera lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún. Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.

Por eso es que los discípulos le preguntan a Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías, pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).

Los judíos no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.

Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos (o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de Dios, estamos ignorando a Dios.

El Adviento bien vivido nos hace desear con fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos” que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador. ¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.

En esta época de Adviento, pidamos al Señor que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. (C) 26-06-22

“El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”.

El evangelio que nos presenta la liturgia para hoy (Lc 9,51-62), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión redentora, con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio pascual”).

El primer versículo de la lectura nos señala la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.

Al pasar por Samaria piden posada y se les niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén. Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los discípulos conocen el poder de Jesús, pero aparentemente no han captado la totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se muestran los discípulos! Se creen que por andar con Jesús tienen la verdad “agarrada por el rabo”; que pueden disponer del “fuego divino” para acabar con sus enemigos.

Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se limitó a “marcharse a otra aldea”. Ante esta lectura debemos preguntarnos: ¿cuántas veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la Iglesia, sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús, o por proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45).

La segunda parte de la lectura nos reitera la radicalidad que implica el seguimiento de Jesús. Ante el llamado de Jesús uno le dice: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”; a lo que Jesús replica: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Otro le dice: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”. A este, Jesús le contestó: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”.

Esta exigencia contrasta con la vocación de Eliseo que nos narra la primera lectura (1 Re 19,16b.19-21), en la que éste le dice a Elías que le permita decir adiós a sus padres, y el profeta le contesta: “Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?”. Luego de ofrecer un sacrificio, dio de comer a los suyos y se marchó tras Elías.

Jesús nos está planteando que las exigencias del Reino son radicales. El seguimiento de Jesús tiene que ser incondicional. Seguirle implica dejar TODO para ir tras de Él. No hay términos medios: “¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Ap 3,15b-16).

Él nos está diciendo: “Sígueme”. Y tú, ¿aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 19-02-22

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Marcos de la Transfiguración (9,2-13), otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos.

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un “monte alto”, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Elías y Moisés, conversando con Él.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Aunque nos dice la lectura que los discípulos no sabían qué decir porque “estaban asustados”, no hay duda que ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue testigo ocular de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco”.

El simbolismo de la presencia de Elías y Moisés en este pasaje es fuerte, pues Elías representa a los profetas y Moisés representa la Ley (los profetas y la Ley son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Elías y Moisés, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 11-12-21

La liturgia para hoy nos presenta como primera lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún. Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.

Por eso es que los discípulos le preguntan a Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías, pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).

Los judíos no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.

Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos (o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de Dios, estamos ignorando a Dios.

El Adviento bien vivido nos hace desear con fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos” que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador. ¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.

En esta época de Adviento, pidamos al Señor que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).

REFLEXIÓN PARA TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. -CICLO B-

“La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”.

Las lecturas de la liturgia para hoy tienen un tema común: la generosidad.

La primer lectura (1 Re 17,10-16), conocida también como el pasaje de la viuda de Sarepta, nos muestra al profeta Elías que se encuentra con una mujer que se haya en la más extrema pobreza. Esta historia se desarrolla en medio de una gran sequía (capítulos 17 y 18 del primer libro de Reyes). Dentro de esa situación, la viuda y su hijo se aprestan a consumir su último bocado antes de esperar la muerte. Elías le pide pan, y a pesar de que ella le explica que apenas tiene harina y aceite para un pan, el profeta insiste en su petición y le dice: “No temas. Anda, prepáralo como has dicho, pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: ‘La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra’”.

Un acto de fe. La viuda pudo haber ignorado la petición de Elías, y satisfacer su hambre y la de su hijo. Pero ella creyó en la palabra del profeta y compartió lo poco que tenía. Y el Señor premió su fe y su generosidad: “Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo. Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías”. La verdadera generosidad, que consiste en compartir lo que tenemos, no lo que nos sobra, con la certeza de que el Señor nos proveerá (Danos hoy nuestro pan de cada día…). La confianza en la Divina Providencia, que es producto de la fe. Esto nos evoca aquél joven anónimo que pudiendo guardar para sí el único alimento que tenía, cinco panes y dos peces, los compartió propiciando así el milagro de la multiplicación de los panes (Jn 6,9-13). Un milagro fruto de la generosidad y de la fe.

Es el caso de la otra viuda que nos narra el Evangelio (Mc 12,38-44) quien, mientras los ricos ofrendaban “en cantidad”, echó las últimas dos monedas que le quedaban. Al ver ese acto de generosidad de la viuda, Jesús dijo a sus discípulos: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

Ella ofrendó todo lo que tenía porque confiaba en que el Señor le proveería. “Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos?” (Mt 6,26).

Hoy, día del Señor, pidámosle un corazón generoso que nos permita compartir con nuestros hermanos, especialmente los más necesitados, los bienes (muchos o pocos) que hemos recibido gracias a Su generosidad, con la certeza de que la orza de harina no se vaciará, ni la alcuza de aceite se agotará.

Que pasen todos un hermoso día. No olviden visitar la Casa del Padre y, cuando vayan al ofrendar, recuerden a la viuda del Evangelio.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR 06-08-21

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Hoy celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor, otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos. La liturgia de hoy nos presenta la versión de Mateo (17,1-9).

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, a Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Moisés y Elías, “conversando con Él”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Los discípulos ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (primera lectura de hoy, 2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue “testigo ocular” de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”.

El simbolismo de la presencia de Moisés y Elías en este pasaje es fuerte, pues Moisés representa la Ley, y Elías a los profetas (la Ley y los Profetas son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos); la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Moisés y Elías, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR 06-08-20

“Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. 

Hoy celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor, otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos. La liturgia de hoy nos presenta la versión de Mateo (17,1-9).

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, a Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Moisés y Elías, “conversando con Él”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Los discípulos ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (primera lectura de hoy, 2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue “testigo ocular” de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”.

El simbolismo de la presencia de Moisés y Elías en este pasaje es fuerte, pues Moisés representa la Ley, y Elías a los profetas (la Ley y los Profetas son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos); la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Moisés y Elías, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA EL 23 DE DICIEMBRE DE 2019, FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

“Juan es su nombre”…

“Mirad, yo os envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí… os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir yo a destruir la tierra”.

Basándose en este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (Mal 3,1-4.23-24), los judíos tenían la creencia de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado. Por eso en el Evangelio que leyéramos el sábado de la segunda semana de Adviento (Mt 17,10-13), cuando los discípulos le preguntaron a Jesús que por qué decían los escribas que primero tenía que venir Elías, este les respondió: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llamaba Elías, pero había cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).

Los escribas no supieron reconocer al precursor cuando lo vieron, por eso tampoco reconocieron al Mesías cuando lo tuvieron ante sí; no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías. Y uno de esos signos fue el nombre que sus padres escogen para Juan Bautista, evento que se recoge en el Evangelio de hoy, que nos narra el nacimiento de Juan el Bautista (Lc 1, 57-66). Contario a la tradición, sus padres, Zacarías e Isabel, escogen para el niño un nombre extraño, contrario a la tradición familiar. Por eso “todos se quedaron extrañados”. Es que cuando Dios escoge a una persona para llevar a cabo una misión, la misma está asociada a un nombre que Él tenía pensado desde la eternidad. ¡Y qué misión tenía Dios destinada para Juan! Ser el precursor del Mesías.

Estamos al final del Adviento. Mañana es Nochebuena. Celebraremos el nacimiento de Jesús. Un hecho salvífico del pasado que se hace presente para los que creemos, como lo hizo el Niño Jesús en aquél primer Belén viviente que preparó San Francisco de Asís en el año 1223. Lo cierto es que Jesús sigue naciendo “hoy”, en el tiempo presente, en los corazones de todos los hombres y mujeres de fe. Y a cada uno de nosotros se nos ha encomendado la misma misión que a Juan, ser testigos de la verdad, que no es otra cosa que el amor incondicional que Dios nos tiene, al punto de habernos enviado a su Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte.

Hoy debemos preguntarnos, ¿si la gente nos ve, podrán ver en nosotros el reflejo de la imagen de Jesús, de manera que cuando le tengan de frente le reconozcan? De nosotros puede depender que celebren la verdadera Navidad…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 14-12-19

“Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista”.

La liturgia para hoy nos presenta como primera lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún. Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.

Por eso es que los discípulos le preguntan a Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías, pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).

Los judíos no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.

Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos (o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de Dios, estamos ignorando a Dios.

El Adviento bien vivido nos hace desear con fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos” que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador. ¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.

En esta época de Adviento, pidamos al Señor que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR (C) 06-08-19

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la transfiguración, uno de esos eventos en la vida de Jesús que por su trascendencia hallan eco en los tres evangelios sinópticos. La liturgia para este ciclo C nos presenta la versión de Lucas (9,28-36).

Jesús tomó consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro, Santiago, y su hermano Juan, y los llevó a lo alto de una montaña (la tradición nos dice que fue el Monte Tabor). Allí, en presencia de ellos, se “transfiguró”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.

Esta narración está tan preñada de simbolismos, que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos. Trataremos, por tanto, de resumir lo que la transfiguración representó para los discípulos que tuvieron el privilegio de presenciarla.

Los discípulos ya habían comprendido que Jesús era el Mesías; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro. En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Pero aun así los discípulos no estaban muy seguros de lo que habían presenciado, al punto que Pedro, aturdido por la experiencia, lo único que atinó a decir fue: “Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Nos dice la Escritura      que Pedro “no sabía lo que decía”. No será hasta después que ellos comprenderán la magnitud del hecho que acababan de presenciar.

Nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron en aquél momento; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística.

Una de las dos lecturas que se nos ofrece como primera la lectura para la liturgia de hoy es de la segunda carta del apóstol san Pedro (1,16-19). Ya para cuando el apóstol escribe esta carta (a finales del siglo I), había sido testigo de su gloriosa resurrección. Esa experiencia le permitió comprender el alcance de aquella experiencia privilegiada que el Señor había compartido con él y los hijos de Zebedeo. Por eso puede afirmar con certeza la gloria y divinidad de Jesús: “Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz: «Éste es mi Hijo amado, mi predilecto.» Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada”.

Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.