La Secretaría de Estado del Vaticano ha remitido un comunicado a los obispos de todo el mundo respecto a las declaraciones del Papa Francisco sobre la convivencia o unión civil de personas homosexuales, recientemente difundidas en el documental “Francesco”.
Hoy celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos, y uno de los Evangelios que nos propone la liturgia es Jn 14,1-6. Jesús sabe que su fin está cerca y quiere preparar a sus discípulos o, más bien, consolarlos, brindarles palabras de aliento. La mentalidad judía concebía el cielo como un lugar de muchas estancias o habitaciones. Pero Jesús le añade un elemento adicional: esas “estancias” están en la casa del Padre (“En la casa de mi Padre hay muchas estancias”), y esa casa es “su Casa” (más adelante, en los versículos 9 al 11 del mismo capítulo, les confirmará la identidad existente entre el Padre y Él).
Pero Jesús va más allá. Les promete que va a
“prepararles” un lugar, y que cuando esté listo va a volver para llevarles con
Él a la Casa del Padre (“volveré y os llevaré conmigo”). Es decir, no los va a
abandonar; meramente va a prepararles un lugar, “para que donde estoy yo,
estéis también vosotros”. Sabemos que el cielo no es un lugar, sino más bien un
estado de ser, un estar ante la presencia de Dios y arropados por su Amor por
toda la eternidad. Jesús nos hace partícipes de su naturaleza divina, y nos
permite hacerlo desde “ya”, como un anticipo de lo que nos espera en la vida
eterna (Cfr. Gál 2,20).
Antes de irse, Jesús nos dejó un “mapa” de
cómo llegar a la Casa del Padre. Cuando Él les dice a los discípulos que “adonde
yo voy, ya sabéis el camino”, y Tomás le pregunta que cómo pueden saber el
camino, Jesús pronuncia uno de los siete “Yo soy” (Cfr. Ex 3,14) que
encontramos en el Evangelio según san Juan: “Yo soy el camino, y la verdad, y
la vida. Nadie va al Padre sino por mí”. La fórmula es sencilla. Para llegar a
la Casa del Padre hay un solo camino: Jesús.
En esta conmemoración de los fieles difuntos
la Iglesia nos invita a orar por aquellos que han muerto y que se encuentran en
el Purgatorio, es decir, todos aquellos que mueren en gracia y amistad de Dios
pero que tienen alguna que otra “mancha” en su túnica blanca. La Iglesia nos
enseña que con nuestras oraciones podemos ayudar a ese proceso de
“purificación” que tienen que pasar antes de poder pasar a formar parte de
aquella “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas,
pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con
vestiduras blancas y con palmas en sus manos”, que nos presentaba la liturgia
de ayer (Ap 7,9). La oración y sufragios por los difuntos son consecuencia del
dogma de la Comunión de los Santos contenido en el Credo, que asegura el
maravilloso intercambio de la Gracia entre los miembros del
Cuerpo de Cristo, y la deriva la Iglesia del segundo libro de los
Macabeos, en el que Judas Macabeo “mandó ofrecer sacrificios por los muertos,
para que quedaran libres de sus pecados” (2 Mac. 12, 46).
Hoy, elevemos una plegaria por todos los seres
queridos que nos ha precedido, para que el Señor en su infinita misericordia
perdone aquellas faltas que por su fragilidad humana puedan haber cometido,
pero que no les hacen merecedores del castigo eterno, de manera que puedan
comenzar a ocupar esa “estancia” que Jesús les tiene preparada en la Casa del
Padre.