REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 05-12-13

construyo sobre piedra

“Cualquiera que piense que sentarse en una iglesia le convierte en cristiano, también debe pensar que sentarse en un garaje le convierte en automóvil”. Hace un  tiempo leí esto en el muro de uno de mis contactos en Facebook. Y no pude menos que pensar en la frase de Jesús que marca el comienzo de la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 7,21.24-27): “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo”. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no basta con creer en Dios, pues el mismo demonio cree en Dios. Hay que “creerle” a Dios.

La primera lectura de hoy (Is 26,1-6) nos habla de una ciudad fuerte, amurallada con doble defensa para protegernos de los enemigos. Y en ella entrará todo aquel que practique la justicia y el derecho, ese pueblo cuyo ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en Dios. “Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la Roca perpetua”. Esa imagen de la “roca” que se repite en el Antiguo Testamento (Cfr. Salmo 94), y nos transmite esa sensación de seguridad que solo Dios puede brindarnos. La Roca que es capaz de resistir el viento, el agua y la tempestad, y permanecer inamovible.

Los exégetas ven en esta figura de la ciudad amurallada una imagen de la Iglesia, que alberga al pueblo santo de Dios, representado por el “pueblo justo, que observa la lealtad”, cuyo “ánimo está firme y mantiene la paz”.

Jesús echa mano de esa figura para describir lo que espera de nosotros mediante la parábola de los hombres que construyeron, uno sobre roca, y el otro sobre arena: “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente”.

Jesucristo es nuestra roca, el baluarte en que nos ponemos a salvo. Y Él es la Palabra encarnada, la que ha de hacerse uno con nosotros al nacer de las purísimas entrañas de María. De nada nos sirve escuchar su Palabra si no la hacemos parte de nuestras vidas, si no la ponemos en práctica. Las palabras se las lleva el viento; la conversión de corazón resiste las tormentas de las tentaciones y las pruebas, y nos hace acreedores a la filiación divina. “Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49-50).

Hoy debemos preguntarnos: ¿Cómo están los cimientos de mi fe? ¿Me conformo con “orar”, “oír” misa, y “recibir” los sacramentos, o estoy dispuesto a aceptar la voluntad del Padre? Señor, en este tiempo de Adviento, acrecienta mi fe para poder recibir la Palabra en mi corazón, y cumplir tu voluntad.

 

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO 30-11-13

Lc 21, 34-36med

Hoy concluimos el tiempo ordinario de la liturgia y el año litúrgico. Mañana comienza ese “tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido contemplando en días recientes.

Luego de la frase de esperanza que pronunciara en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la del final de los tiempos, la parusía. A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final, que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular. Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra”.

Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.

Jesús nunca nos pide algo sin darnos las “herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2 Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).

Si examinamos las vidas de los grandes santos y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos “comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en oración.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES 29-11-13

MIS PALABRAS NO PASARAN

Estamos en las postrimerías del tiempo ordinario. Mañana en la noche, con las vísperas del primer domingo de Adviento, comenzamos el nuevo año litúrgico. La primera lectura (Dn 7,2-14), continúa presentándonos visiones apocalípticas, pero esta vez es Daniel quien tiene la visión. Antes de ayer leíamos la visión del rey Nabucodonosor sobre una estatua compuesta de cuatro metales, representando cuatro imperios. Hoy Daniel tiene una visión, típica del género apocalíptico en la que aparecen cuatro “fieras”, que simbolizan también los mismos cuatro imperios sucesivos, el babilonio, el persa, el medo y el griego.

Pero lo verdaderamente importante de la visión es el final. En medio de una visión del trono de Dios con todos los seres aclamándole, Daniel dice que: “Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”. Esta lectura nos presenta el Reinado eterno de Dios que ha de concretizarse al final de los tiempos, reino que “no pasa”.

Es en este pasaje donde se utiliza por primera vez la frase “Hijo de hombre” que Jesús se aplicará a sí mismo, frase que encontramos unas ochenta veces en los evangelios para referirse a Jesús. Ese Hijo de hombre a quien toda la creación alaba y bendice, como nos dicen los versos del “cántico de los tres jóvenes”, tomado del mismo libro de Daniel (3,75.76.77.78.79.80.81) que nos presenta la liturgia de hoy como Salmo.

La lectura evangélica (Lc 21,29-33) nos refiere nuevamente a la segunda venida de Jesús en toda su gloria a instaurar su Reino que “no pasará”. Pero primero nos invita a estar atentos a los “signos de los tiempos” para que sepamos cuándo ha de ser. Como suele hacerlo, Jesús echa mano de las experiencias cotidianas de sus contemporáneos, que conocen de la agricultura: “Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.

Esa figura de los árboles que “echan brotes”, nos apunta a la primavera, que anuncia un “nuevo comienzo”, el “nuevo tiempo” que ha de representar el Reinado definitivo de Dios, la “nueva Jerusalén” del final de los tiempos. Ese Reino Jesús lo inauguró hace casi dos mil años y la Iglesia, pueblo de Dios, continúa madurándolo, como los brotes de los árboles en primavera, hasta que florezca y alcance su plenitud.

Muchos imperios, reinados, gobiernos e ideologías, han surgido y desaparecido. Pero la Palabra se mantiene incólume a lo largo de la historia. Y la Iglesia (nosotros) está encargada de asegurarse que esa Palabra siga floreciendo para que la salvación alcance a todos. “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.

Estamos a escasas horas del Adviento, y la liturgia de ese tiempo especial nos invita a estar atentos a esa segunda venida de Jesús y al nacimiento del Niño Dios, no solo en Belén, sino en nuestros corazones. Solo así podremos convertirnos en la savia que hace brotar las flores de la salvación en el árbol de la Iglesia.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES 20-11-13

TALENTOS[1]

El Evangelio de hoy (Lc 19,11-28) nos presenta la versión de Lucas de la “parábola de los talentos” que leemos en el relato evangélico de Mateo (Mt 25,14-30). Lucas coloca este relato inmediatamente después del relato de Zaqueo y, además de darle un sabor escatológico, lo enmarca en un contexto histórico contemporáneo a Jesús con el cual los que le escuchaban podían relacionarse. Resulta que un tal Arquelao, quien estaba a cargo de la ciudad de Jericó, había marchado a Roma para pedir un título de rey al emperador, y un grupo de sus enemigos habían conspirado para que se denegara su petición.

Además, para el tiempo en que Lucas escribe su relato, ya los detractores del cristianismo comenzaban a burlarse y a cuestionar la veracidad de la promesa de la segunda venida de Jesús para instaurar su Reino definitivo. “¿Dónde está la promesa de su Venida? Nuestros padres han muerto y todo sigue como al principio de la creación” (2 Pe 3,4). Los contemporáneos de Jesús, los que le escuchaban, y hasta sus discípulos, tenían la noción de que el Reino de Dios se iba a concretizar de un momento a otro. No habían comprendido el “ya, pero todavía” que hemos mencionado en ocasiones anteriores.

Hemos de tener presente que cuando Jesús cuenta esta parábola, ya se está acercando a Jerusalén, la Pascua está “a la vuelta de la esquina”. Hay expectativa. ¿Qué mejor momento para que Jesús proclame su Reinado definitivo? Por eso le recibirán entre vítores y palmas en unos días, cuando haga su entrada en Jerusalén. Jesús lo sabe y quiere sacarles del error (su Reino no es de este mundo, Jn 18-36).

Por eso les propone la parábola del hombre que se marchó “a tierras lejanas” a buscar un título de rey y encomendó una onza de oro a cada uno de sus empleados. Al regresar les pidió cuentas. Dos de ellos habían negociado el oro y lo habían multiplicado. Como premio, el hombre les dio autoridad sobre un número de ciudades equivalente a las veces que lo habían multiplicado. En cambio, al que lo guardó para que no se le perdiera por temor a perderlo, y se lo devolvió sin ganancia, lo regañó diciendo a los presentes: “Quitadle a éste la onza y dádsela al que tiene diez”. Cuando le cuestionan su actitud, el hombre contestó: “Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”.

¿Qué nos quiere decir Jesús con ésta parábola? En primer lugar, que Él se va a marchar para regresar, mas nadie sabe cuándo, excepto el Padre (Cfr. Mt 24,36). Pero antes de irse nos va a encomendar su Palabra. ¿Qué vamos a hacer con ella? Tenemos que hacerla producir, fructificar, multiplicarse; cada cual según su capacidad. “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura” (Mc 16,15). Y los que así lo hagan, recibirán su justa recompensa. Si, por el contrario, nos la guardamos y no la hacemos producir, se nos quitará hasta esa misma Palabra, con todas las promesas que contiene.

Señor, danos la valentía y sagacidad para “negociar” tu Palabra de manera que rinda fruto en abundancia, y así ser merecedores de la gloria eterna.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE NUESTRA SEÑORA MADRE DE LA DIVINA PROVIDENCIA, PATRONA DE PUERTO RICO

Divina Providencia 4Hoy celebramos en Puerto Rico la Solemnidad de Nuestra Señora Madre de la Divina Providencia, Patrona de Puerto Rico, declarada como tal por el papa Pablo VI el 19 de noviembre de 1969.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia es Jn 2,1-11, el pasaje de las Bodas de Caná. Y el pasaje es muy apropiado, pues nos muestra a María (a quien Juan en su evangelio nunca menciona por su nombre, sino que se refiere a ella como “mujer” o la “madre de Jesús”), haciendo uso de su prerrogativa como madre de Dios, provocando así el primer milagro de su Hijo. Un milagro que es producto de la generosidad de la providencia divina. Recordemos que Dios es el único que puede obrar milagros; su Madre tan solo se limita a interceder por nosotros ante su Hijo, y guiarnos hacia su Palabra: “Hagan lo que él les diga”.

Es curioso notar cómo en el relato María parecería estar más preocupada por los jóvenes esposos que por su propio Hijo, a quien ella refiere su preocupación. Él sigue siendo el foco de atención, como lo será durante toda la vida de su madre. Pero en ese momento ella, como mujer y madre, está pendiente a los detalles, a diferencia de su hijo, que está disfrutando de la fiesta con sus nuevos amigos (Cfr. Jn 1,35-51; 2,2). Por eso es ella quien se percata de la escasez del vino, una situación altamente embarazosa para una familia de la época. Y de la misma manera que tan pronto se enteró del embarazo de su prima salió a ayudarla sin pensarlo (Lc 1,39-45), emprendiendo un largo y peligroso viaje a pesar de su corta edad y su estado de embarazo, en esta ocasión actuó de inmediato para resolver el problema de los novios. Y aunque su Hijo le manifiesta que aún no ha llegado su “hora”, ella insiste y hace que esa “hora” se adelante.

Del mismo modo hoy María está pendiente de nosotros, de nuestras vidas, presta a venir en nuestro auxilio y presentar nuestras necesidades ante su Hijo. Tan solo nos pide una cosa: “Hagan lo que Él les diga”.

En las palabras de María en este pasaje, encontramos un doble propósito: por un lado resolver el apuro material de los novios (“no tienen vino”), y por otro, dirigir a los que allí estaban (y a nosotros) a prestar atención y actuar conforme a la Palabra de su Hijo (“Hagan lo que él les diga”). Con esa última frase nos abre a la intervención de su Hijo para que se produzca el milagro. Así, de la misma manera que suscitó la fe de los que estaban aquel día en Caná de Galilea, hoy coopera para que nuestros corazones se abran a la fe en su Hijo y en la Divina Providencia.

En esta Solemnidad de nuestra patrona, pidámosle que nos lleve de su mano hacia su Hijo, y encomendémonos a su intercesión para que lleve ante Él  todas nuestras necesidades materiales y espirituales.

María, Madre de la Divina Providencia, ¡ruega por nosotros!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES 30-10-13

Llamaréis a la puerta larger

En el Evangelio de hoy Lucas nos muestra una imagen de Jesús típica de él: como predicador itinerante, recorriendo ciudades y aldeas enseñando (Lc 13,22-30). En este pasaje encontramos a “uno” de los que le escuchaba preguntarle: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. De nuevo alguien anónimo; tú o yo. La pregunta no es la correcta, pues la preocupación no debe ser “cuántos” se van a salvar sino cómo, qué hay que hacer para salvarse.

Y en el estilo típico de Jesús, opta por no contestar directamente la pregunta, sino hacerlo a través de una parábola: “Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados’… Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”.

El que le formula la pregunta, uno de los que le seguía, parece partir de la premisa que él pertenece al número de los “escogidos”. Eso nos pasa a muchos de los que nos sentamos a su mesa (recibimos la Eucaristía) y estamos presentes cuando “enseña en nuestras plazas” (la liturgia de la Palabra); creemos que por eso ya estamos salvados. El problema es que no sabemos cuándo va a llegar el Amo de la casa y cerrar la puerta. En ese momento, ¿estaremos adentro (en “gracia”), o estaremos afuera (en pecado)?

Está claro que la salvación no va a depender de a qué religión “pertenecemos”, ni a cuántas misas hemos asistido, ni cuántos sacramentos hemos recibido. Muchos de los llamados “pecadores” pueden experimentar una verdadera conversión a última hora y esos estarán “adentro” cuando se cierren las puertas. Y muchos de los que se “sientan a la mesa” a menudo, y van y vienen se quedarán afuera cuando el Amo “cierre las puertas”. Como nos dice el mismo Jesús en el Evangelio según san Mateo: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!” (Mt 7,21-23).

No se trata de “creer” en Jesús, se trata de “creerle”. Y si le creemos, no nos limitaremos a ese mero acto de fe; le seguiremos y actuaremos acorde a sus enseñanzas, “haremos la voluntad del Padre celestial”. Se trata de unir la fe a las obras (St 2,14-26). Y el secreto para lograrlo es uno: vivir el Amor de Dios; amarlo y amar a los demás como Él nos ama (Jn 13,34).

Hoy, pidamos al Señor el don de la perseverancia en la fe y las obras.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES 25-10-13

Signos de los tiempos

Llamamos “signos de los tiempos” a todos los acontecimientos que percibimos en nuestro entorno, positivos y negativos, colectivos y personales, los cuales, leídos a la luz del Evangelio, nos dejan un mensaje interpelante de Dios, nos hacen tomar acción acorde a las enseñanzas de ese Evangelio.

A eso es que se refiere Jesús en el Evangelio de hoy (Lc 12,54-59) cuando dice a la gente: “Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: ‘Chaparrón tenemos’, y así sucede. Cuando sopla el sur, decís: ‘Va a hacer bochorno’, y lo hace. Hipócritas: si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer?”

“Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza” (GS 4). Con esa aseveración comienza la exposición preliminar de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II.

Más adelante, el mismo documento conciliar nos dice que: “Movido por la fe que le impulsa a creer que quien le conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, el pueblo de Dios se esfuerza en discernir en los acontecimientos, las exigencias y los deseos que le son comunes con los demás hombres de nuestro tiempo y cuáles son en ellos las señales de la presencia o de los designios de Dios”.

Por eso se dice que la Palabra de Dios no es un mensaje del pasado, sino que es una “Palabra viva y eficaz, más cortante que cualquier espada de doble filo” (Hb 4,12), y aunque fue escrita hace casi dos mil años, es tan válida hoy como lo fue entonces.

En el Evangelio de hoy Jesús nos invita a tomar conciencia de los acontecimientos de este mundo tan convulso en que vivimos, a “darnos cuenta” del momento que vivimos, y examinarlos a la luz de su Palabra, esa Palabra que interpela, ante la cual no podemos permanecer indiferentes. Cada uno de nosotros tiene que hacer lo que le corresponde según los carismas que Dios nos haya conferido a cada cual. Los de su tiempo no supieron hacerlo, y perdieron la oportunidad de sus vidas.

Todavía estamos a tiempo, pero Jesús nos advierte de la posibilidad que ese tiempo sea corto: “Cuando te diriges al tribunal con el que te pone pleito, haz lo posible por llegar a un acuerdo con él, mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al guardia, y el guardia te meta en la cárcel”.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda el don de discernimiento para poder identificar interpretar los signos de los tiempos a la luz de su Palabra, de manera que podamos tomar todas las acciones a nuestro alcance para adelantar la instauración del Reino.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES 24-10-13

he venido a prender fuego 2

“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”. Estoy seguro que con esa frase tan impactante, con la que comienza la lectura evangélica de hoy (Lc 12,49-53), Jesús logró captar la atención de sus discípulos. “He venido a prender fuego en el mundo”… ¿Qué quiso decir Jesús con esa frase tan radical?

El fuego es un símbolo recurrente en el lenguaje bíblico, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y siempre se asocia con la presencia de Dios, o con Dios mismo, o como símbolo de la purificación que solo Dios puede proveer, o con el “juicio” de Dios. Así, por ejemplo, lo encontramos en la zarza ardiendo que Moisés encuentra en el Horeb cuando Dios le encomienda la misión de liberar al pueblo judío de la esclavitud en Egipto (Ex 3,1-6); también en el fuego (Ex 19,18) que acompañó la entrega del decálogo en el Sinaí, y en los holocaustos ofrecidos en el Templo, donde los animales sacrificados eran pasados por el fuego que simbolizaba el juicio final que purificará todas las cosas.

Las alusiones en el Nuevo Testamento son también numerosas. Así, a manera de ejemplo, se nos habla del fuego que ha de quemar la cizaña (Mt 13,40), las lenguas “como de fuego” que descendieron sobre los presentes en Pentecostés (Hc 2,3-4), el fuego que Jesús rehusó hacer llover del cielo sobre los samaritanos que se negaron a darles posada (Lc 9,54), y cómo les “ardía el corazón” a los discípulos de Emaús (Lc 24,32).

El mismo fuego que hacía arder el corazón de los de Emaús arropa y hacer arder el corazón de todo el que se abre a la Palabra de Dios y la pone en práctica; es el fuego del Espíritu Santo que le impulsa a evangelizar, a compartir la Buena Noticia del Reino. Pero el mensaje de Jesús tiene lo que yo llamo la “letra chica”. Jesús exige radicalidad en el seguimiento (Mt 16,24-25), no admite términos medios (Ap 3,15-16). Por eso no podemos mirar atrás una vez ponemos “la mano en el arado” (Lc 9,62).

El mensaje de Jesús siempre fue motivo de controversia. Desde la presentación en el Templo, el anciano Simeón, “movido por el Espíritu Santo”, había profetizado que el niño sería “signo de contradicción”. Jesús está consciente de ello: “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.

Lo grandioso, y terrible, del mensaje de Jesús es que “desnuda” a los que lo reciben y los enfrenta con su podredumbre. De ahí el rechazo, la burla y la persecución que sufrió Él y todos los que decidimos seguirle y proclamar su Palabra. Nadie dijo que esto era fácil. Por eso muchos le abandonaron (Cfr. Jn 6,66) y le siguen abandonando. Pero los que creemos en Él y le creemos, sabemos que vale la pena, pues sabemos que Él tiene “palabras de vida eterna” (6,68). Anda, ¡atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES 22-10-13

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“Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos”. Así de corta y contundente es la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 12,35-38).

Esta lectura, que nos evoca la parábola de las vírgenes necias y prudentes (Mt 25,1-13), enfatiza la necesidad de permanecer vigilantes, con la cintura ceñida (el delantal de trabajo puesto) y la lámpara (de la fe) encendida, pues nadie sabe el día en que el Señor “regresará”. Esa figura de ceñirnos el “delantal de trabajo” nos apunta a que tenemos que estar siempre prestos a servir (Cfr. Lc 17,8; Jn 13,4); y la lámpara encendida nos recuerda que debemos estar prestos a la acción,  a servir en todo momento, día y noche.

La lectura nos habla del Señor que “vuelve” de la boda, el único evento del cual los judíos del tiempo de Jesús llegaban tarde en la noche. Y nos dice que tenemos que estar listos para abrirle “apenas venga y llame”.  Si Jesús llega de imprevisto nos corremos el riego de no estar preparados. Podríamos pensar que esta lectura tiene un sentido escatológico, es decir, que se refiere únicamente a esa “segunda venida” de Jesús en el final de los tiempos. Pero, como digo siempre a mis estudiantes, la Palabra de Dios es “viva y eficaz”, y nos habla, nos interpela aquí y ahora.

La pregunta obligada es: ¿Estoy preparado para servir en todo momento, en toda circunstancia? Si el Señor llega, ¿me encontrará con el delantal ceñido a la cintura? ¿Y cómo puede el Señor llegar si no al final de los tiempos? Cuando el Señor me habla a través de su Palabra en las celebraciones litúrgicas, ¿le presto atención?, ¿le escucho? “El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí” (Lc 10,16). Cuando me encuentro con un hermano necesitado, ¿estoy presto a servirle, a llenar su necesidad? “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer…” (Mt 25,35-36). Si mantengo encendida la lámpara de la fe, ¿no puedo acaso encontrar a Jesús en todos los acontecimientos de mi vida, en mis penas, mis alegrías, mis triunfos, mis fracasos?

Por eso, tenemos que mantenernos vigilantes y despiertos, para que cuando el Señor llegue podamos escucharle, reconocerle y abrirle, para dejarle entrar en nuestros corazones. “Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa, y comeré con el y él conmigo” (Ap 3,20). Y entonces Él se ceñirá el delantal, “nos hará sentar a la mesa y nos irá sirviendo” (v. 37).

En este santo día, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de mantenernos vigilantes para servirle en todo momento y lugar.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES 14-10-13

Eucaristia

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión; y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso preferimos ignorarla…

Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).

Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvarán estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa “conversión”? ¿Acaso no basta el milagro que se efectúa sobre el altar cada vez que las especies eucarísticas se convierten en el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesús? ¡Ah!, pero para percibir ese milagro hace falta fe…

En este año de la fe, pidamos al Señor que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos impide la conversión plena.

Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.