REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO NOVENO DOMINGO DEL T.O. (B) 08-08-21

“…éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera”.

La primera lectura de hoy (1 Re 19,4-8) nos presenta al profeta Elías huyendo de la reina Jezabel, que había prometido matarlo. Luego de caminar por el desierto, llegó un momento en que, como nos pasa a nosotros muchas vences en nuestras vidas, se sintió cansado, agobiado, rendido, frustrado, al punto de desear su propia muerte, y simplemente se acostó a dormir (hoy día a eso le llamarían “depresión”).

Pero lo que Elías no sabía era que la misión que Dios tenía para él no había concluido. Por eso le envía un ángel que le lleva pan y agua, y le ordena comer. Elías, como todo buen deprimido, comió y se volvió a acostar. Entonces el ángel del Señor lo volvió a tocar, le ordenó levantarse, e insistió en que comiera nuevamente porque el camino que tenía por delante era superior a sus fuerzas y con ese pan (“con la fuerza de ese alimento”) lo iba a lograr. Así caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb.

Podemos ver en este pasaje cómo la combinación de la palabra de Dios pronunciada a través del ángel, junto con el pan (que había “bajado del cielo” de manos del ángel), levantaron al profeta de su letargo físico y espiritual y le permitieron seguir adelante con su misión.

En el evangelio (Jn 6,41-51) encontramos a Jesús frente a aquellos que hace poco lo seguía porque les había hartado y ahora le critican, murmuran contra Él, como lo hicieron con Moisés en el desierto, porque se les ha presentado Él mismo como el “pan bajado del cielo”. Entonces Jesús les dice: “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí”. Y luego añade: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera”.

Nuevamente vemos la combinación de la escucha de la Palabra de Dios y el “pan de vida”, la energía, la “gasolina” que nos da la fuerza para continuar nuestro camino hacia la vida eterna (“el que coma de este pan vivirá para siempre”). El mensaje es claro. Si escuchamos al Padre, creemos en Jesús; y si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús, que es la Palabra hecha carne (Jn 1,14), y “comemos su carne”, “viviremos para siempre”. ¡Qué promesa!

Jesús nos legó la Eucaristía (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-23; Lc 22, 19-20, 1 Cor 11,23-25), que más que una “combinación” de Palabra y Pan, es la propia Palabra de Dios hecha carne, el alimento físico y espiritual por excelencia que nos proporciona la fortaleza necesaria para continuar nuestro peregrinar hacia la vida eterna a esa “vida en abundancia” que Jesús nos ha prometido.

Cuando te sientas cansado, agobiado, como se sintió el profeta Elías, recuerda las palabras de Jesús: “Vengan a mi todos los que estén fatigados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28). Y la Eucaristía te brinda el lugar de encuentro por excelencia. Hoy es un buen día; reconcíliate con Él y recíbelo en tu cuerpo y en tu alma.

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO NOVENO DOMINGO DE T.O. (A) 09-08-20

“Después del fuego, se oyó una brisa tenue…”

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 14,22-33) es la misma que contemplamos el pasado martes de la decimoctava semana, por lo que les remitimos a nuestra reflexión para ese día.

Como primera lectura (1 Re 19,9a.11-13a) se nos ofrece hoy el episodio que nos presenta al profeta Elías llegando al monte Horeb (el Sinaí) y entrando en una cueva para pasar la noche. Allí escuchó la voz del Señor que le dijo: “Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va pasar!”

Para entender bien este pasaje tenemos que ponerlo en contexto. La reina Jezabel había amenazado con dar muerte a Elías y este decidió huir del país y dirigirse al monte Horeb para ponerse a salvo. Caminó durante cuarenta días por el desierto (rememorando la marcha de cuarenta años del pueblo de Israel por el desierto) hasta legar a su destino. Durante su marcha por el desierto fue alimentado por un pan que le traían los ángeles (pan bajado del cielo). Luego, al igual que Moisés, Elías se metió en una cueva (Cfr. Ex 33,22), y allí el Señor le habló anunciándole su paso inminente. Vemos un claro paralelismo entre Moisés y Elías (los mismos personajes que se hacen presente en el pasaje de la Transfiguración). La Escritura nos está diciendo que la enseñanza de Elías está enraizada en la obra de Moisés.

La diferencia entre ambos estriba en la manifestación de la presencia de Dios. Mientras en el Éxodo vemos esa presencia manifestada con vientos huracanados, terremotos y fuego (Cfr. Ex 19), en el caso de Elías es todo lo contrario: Cuando el Señor le dijo que saliera de la cueva y se pusiera de pie, porque Él iba a pasar, “vino un huracán tan violento que descuajaba los montes e hizo trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva”.

Contrario a los pueblos paganos (y el mismo pueblo de Israel antes de Elías), que asociaban los fenómenos naturales a la presencia de Dios, este se le presenta a Elías como el sonido de una “brisa tenue”, como un susurro. El susurro se define como “el silbido de un silencio tenue”. Esto nos evoca aquella suave brisa de que la habla Jesús a Nicodemo (Jn 3,8). Elías nos anuncia una nueva forma de ver a Dios.

Y es que así es Dios; se nos manifiesta sin ruidos, sin sonido de trompetas, sin coros de ángeles. Se manifiesta en las cosas sencillas, cotidianas de la vida. Cuentan que Santa Teresa tuvo su primer arrebato místico mientras fregaba los trastes en el convento…

Muchas veces, especialmente en esos períodos de aridez espiritual que sufrimos, que nos hacen clamar: “Señor, ¿Dónde estás? ¡Muéstrame tu rostro!”, finalmente descubrimos que no lo encontramos porque lo buscamos en el lugar equivocado; ha estado “escondiéndose” a plena vista, en los hambrientos, los sedientos, los inmigrantes, los desnudos, los enfermos, los presos… (Cfr. Mt 25,31-46).

Hoy, día del Señor, pidámosle que nos conceda la gracia de encontrarle en las cosas sencillas de cada día.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMONOVENO DOMINGO DEL T.O. (B) 12-08-18

La primera lectura de hoy (1 Re 19,4-8) nos presenta al profeta Elías huyendo de la reina Jezabel, que había prometido matarlo. Luego de caminar por el desierto, llegó un momento en que, como nos pasa a nosotros muchas vences en nuestras vidas, se sintió cansado, agobiado, rendido, frustrado, al punto de desear su propia muerte, y simplemente se acostó a dormir (hoy día a eso le llamarían “depresión”).

Pero lo que Elías no sabía era que la misión que Dios tenía para él no había concluido. Por eso le envía un ángel que le lleva pan y agua, y le ordena comer. Elías, como todo buen deprimido, comió y se volvió a acostar. Entonces el ángel del Señor lo volvió a tocar, le ordenó levantarse, e insistió en que comiera nuevamente porque el camino que tenía por delante era superior a sus fuerzas y con ese pan (“con la fuerza de ese alimento”) lo iba a lograr. Así caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb.

Podemos ver en este pasaje cómo la combinación de la palabra de Dios pronunciada a través del ángel, junto con el pan (que había “bajado del cielo” de manos del ángel), levantaron al profeta de su letargo físico y espiritual y le permitieron seguir adelante con su misión.

En el evangelio (Jn 6,41-51) encontramos a Jesús frente a aquellos que hace poco lo seguía porque les había hartado y ahora le critican, murmuran contra Él, como lo hicieron con Moisés en el desierto, porque se les ha presentado Él mismo como el “pan bajado del cielo”. Entonces Jesús les dice: “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí”. Y luego añade: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera”.

Nuevamente vemos la combinación de la escucha de la Palabra de Dios y el “pan de vida”, la energía, el “combustible” que nos da la fuerza para continuar nuestro camino hacia la vida eterna (“el que coma de este pan vivirá para siempre”). El mensaje es claro. Si escuchamos al Padre, creemos en Jesús; y si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús, que es la Palabra hecha carne (Jn 1,14), y “comemos su carne”, “viviremos para siempre”. ¡Qué promesa!

Jesús nos legó la Eucaristía (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-23; Lc 22, 19-20, 1 Cor 11,23-25), que más que una “combinación” de Palabra y Pan, es la propia Palabra de Dios hecha carne, el alimento físico y espiritual por excelencia que nos proporciona la fortaleza necesaria para continuar nuestro peregrinar hacia la vida eterna a esa “vida en abundancia” que Jesús nos ha prometido.

Cuando te sientas cansado, agobiado, como se sintió el profeta Elías, recuerda las palabras de Jesús: “Vengan a mi todos los que estén fatigados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28). Y la Eucaristía te brinda el lugar de encuentro por excelencia. Hoy es un buen día; reconcíliate con Él y recíbelo en tu cuerpo y en tu alma.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMONOVENO DOMINGO DEL T.O. (A) 13-08-17

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 14,22-33) es la misma que contemplamos el pasado martes de la decimoctava semana, por lo que les remitimos a nuestra reflexión para ese día.

Como primera lectura (1 Re 19,9a.11-13a) se nos ofrece hoy el episodio que nos presenta al profeta Elías llegando al monte Horeb (el Sinaí) y entrando en una cueva para pasar la noche. Allí escuchó la voz del Señor que le dijo: “Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va pasar!”

Para entender bien este pasaje tenemos que ponerlo en contexto. La reina Jezabel había amenazado con dar muerte a Elías y este decidió huir del país y dirigirse al monte Horeb para ponerse a salvo. Caminó durante cuarenta días por el desierto (rememorando la marcha de cuarenta años del pueblo de Israel por el desierto) hasta legar a su destino. Durante su marcha por el desierto fue alimentado por un pan que le traían los ángeles (pan bajado del cielo). Luego, al igual que Moisés, Elías se metió en una cueva (Cfr. Ex 33,22), y allí el Señor le habló anunciándole su paso inminente. Vemos un claro paralelismo entre Moisés y Elías. La Escritura nos está diciendo que la enseñanza de Elías está enraizada en la obra de Moisés.

La diferencia entre ambos estriba en la manifestación de la presencia de Dios. Mientras en el Éxodo vemos esa presencia manifestada con vientos huracanados, terremotos y fuego (Cfr. Ex 19), en el caso de Elías es todo lo contrario: Cuando el Señor le dijo que saliera de la cueva y se pusiera de pie, porque Él iba a pasar, “vino un huracán tan violento que descuajaba los montes e hizo trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva”.

Contrario a los pueblos paganos (y el mismo pueblo de Israel antes de Elías), que asociaban los fenómenos naturales a la presencia de Dios, este se le presenta a Elías como el sonido de una “brisa tenue”, como un susurro. El susurro se define como “el silbido de un silencio tenue”. Esto nos evoca aquella suave brisa de que la habla Jesús a Nicodemo (Jn 3,8). Elías nos anuncia una nueva forma de ver a Dios.

Y es que así es Dios; se nos manifiesta sin ruidos, sin sonido de trompetas, sin coros de ángeles. Se manifiesta en las cosas sencillas, cotidianas de la vida. Cuentan que Santa Teresa tuvo su primer arrebato místico mientras fregaba los trastes en el convento…

Muchas veces, especialmente en esos períodos de aridez espiritual que sufrimos, que nos hacen clamar: “Señor, ¿Dónde estás? ¡Muéstrame tu rostro!”, finalmente descubrimos que no lo encontramos porque lo buscamos en el lugar equivocado; ha estado “escondiéndose” a plena vista, en los hambrientos, los sedientos, los inmigrantes, los desnudos, los enfermos, los presos… (Cfr. Mt 25,31-46).

Hoy, día del Señor, pidámosle que nos conceda la gracia de encontrarle en las cosas sencillas de cada día.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMONOVENO DOMINGO DE T.O. (A) 10-08-14

suave brisa

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 14,22-33) es la misma que contemplamos el pasado martes de la decimoctava semana, por lo que les remitimos a nuestra reflexión para ese día.

Como primera lectura (1 Re 19,9a.11-13a) se nos ofrece hoy el episodio que nos presenta al profeta Elías llegando al monte Horeb (el Sinaí) y entrando en una cueva para pasar la noche. Allí escuchó la voz del Señor que le dijo: “Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va pasar!”

Para entender bien este pasaje tenemos que ponerlo en contexto. La reina Jezabel había amenazado con dar muerte a Elías y este decidió huir del país y dirigirse al monte Horeb para ponerse a salvo. Caminó durante cuarenta días por el desierto (rememorando la marcha de cuarenta años del pueblo de Israel por el desierto) hasta legar a su destino. Durante su marcha por el desierto fue alimentado por un pan que le traían los ángeles (pan bajado del cielo). Luego, al igual que Moisés, Elías se metió en una cueva (Cfr. Ex 33,22), y allí el Señor le habló anunciándole su paso inminente. Vemos un claro paralelismo entre Moisés y Elías. La Escritura nos está diciendo que la enseñanza de Elías está enraizada en la obra de Moisés.

La diferencia entre ambos estriba en la manifestación de la presencia de Dios. Mientras en el Éxodo vemos esa presencia manifestada con vientos huracanados, terremotos y fuego (Cfr. Ex 19), en el caso de Elías es todo lo contrario: Cuando el Señor le dijo que saliera de la cueva y se pusiera de pie, porque Él iba a pasar, “vino un huracán tan violento que descuajaba los montes e hizo trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva”.

Contrario a los pueblos paganos (y el mismo pueblo de Israel antes de Elías), que asociaban los fenómenos naturales a la presencia de Dios, este se le presenta a Elías como el sonido de una “brisa tenue”, como un susurro. El susurro se define como “el silbido de un silencio tenue”. Esto nos evoca aquella suave brisa de que la habla Jesús a Nicodemo (Jn 3,8). Elías nos anuncia una nueva forma de ver a Dios.

Y es que así es Dios; se nos manifiesta sin ruidos, sin sonido de trompetas, sin coros de ángeles. Se manifiesta en las cosas sencillas, cotidianas de la vida. Cuentan que Santa Teresa tuvo su primer arrebato místico mientras fregaba los trastes en el convento…

Muchas veces, especialmente en esos períodos de aridez espiritual que sufrimos, que nos hacen clamar: “Señor, ¿Dónde estás? ¡Muéstrame tu rostro!”, finalmente descubrimos que no lo encontramos porque lo buscamos en el lugar equivocado; ha estado “escondiéndose” a plena vista, en los hambrientos, los sedientos, los inmigrantes, los desnudos, los enfermos, los presos… (Cfr. Mt 25,31-46).

Hoy, día del Señor, pidámosle que nos conceda la gracia de encontrarle en las cosas sencillas de cada día.