REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 03-11-21 – MEMORIA DE SAN MARTÍN DE PORRES

He tenido la dicha de orar sobre la tumba de este gran santo en tres ocasiones.

En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Lc 14,25-33), Jesús nos enumera tres condiciones para ser discípulos suyos, estremeciéndonos con un lenguaje chocante, desconcertante, y hasta hiriente.

Nos dice la escritura que Jesús se volvió a los que le seguían y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta traducción que utiliza la liturgia es en realidad una versión “aguada” del lenguaje original que se traduce como el que no “odia” a su padre y a su madre, etc.

Es obvio que Jesús quiere estremecernos, quiere ponernos a pensar, quiere que entendamos la radicalidad del seguimiento que nos va a exigir. Por eso no podemos interpretar ese “odiar” de manera literal; se trata de un recurso pedagógico. No se trata de que rompamos los lazos afectivos con nuestra familia. Lo que Jesús quiere de nosotros es una disponibilidad total; que el seguimiento sea radical, absoluto; que ni tan siquiera la familia pueda ser obstáculo para el seguimiento; ni tan siquiera el sagrado deber de enterrar a los muertos (Lc 9,60).

Todavía no nos recuperamos del golpe inicial cuando nos lanza la segunda condición para el discipulado: “Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. ¡Uf! Esto de seguir a Jesús no parece cosa fácil… Cabe señalar que en el momento en que Jesús pronuncia estas palabras, la crucifixión para el que decidiera seguirle era una posibilidad real. Quiere enfatizar que seguirle siempre implica un riesgo. En nuestro tiempo no hay crucifixión, pero sí hay muchas “cruces” que tenemos que soportar si decidimos seguir a Jesús. Y si somos verdaderos discípulos las llevamos y soportamos con amor, y por amor a Jesús.

Hoy la Iglesia celebra la memoria de San Martín de Porres. Y este Evangelio que nos propone la liturgia es muy apropiado para celebrar la persona y la vida de tan insigne santo de la Orden de Predicadores (Dominicos), que supo forjar su santidad desde la humildad y la humillación, haciéndose de ese modo grande ante los ojos de Dios. “Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11).

Jesús termina su enumeración de las condiciones para seguirle con la renuncia total a todos aquellos bienes que puedan convertirse en obstáculo: “el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. El discípulo no solo “sigue” al maestro, sino que lo imita. Jesús nació pobre, teniendo por cuna un pesebre y por vestimenta unos pañales (Lc 2,7). Así mismo murió: clavado a una cruz y desnudo, teniendo como única posesión una túnica que echaron a suerte entre los soldados romanos que le crucificaron (Jn 19,23-24).

El mensaje de Jesús es sencillo y se resume en una sola palabra: AMOR. Pero se trata de un amor incondicional, el amor que siente el que está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Maestro; el que está dispuesto a tomar su cruz para seguirlo, el que está dispuesto a dar la vida por sus amigos (Jn 15,13) …

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 27-06-20

“Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído”.

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Mt 8,5-17) nos narra el episodio del centurión que le pide a Jesús que cure a su criado que está muy enfermo.

Tres cosas queremos resaltar de este pasaje:

En primer lugar, el hecho de que este es el segundo milagro de Jesús que nos narra Mateo. El primero había sido para un miembro del pueblo de Dios; la curación de un leproso (8,2-4). Ahora, el segundo, inmediatamente después, es para un pagano. Y no solo un pagano, sino un representante del ejército de ocupación. Esto nos apunta hacia la universalidad del Reino, al hecho de que la salvación no está reservada al “pueblo elegido” sino que la ley del amor que Jesús vino a predicar aplica toda la humanidad, judíos y gentiles, “buenos” y “malos”.

En segundo lugar, vemos la humildad del centurión ante la persona de Jesús (“Señor, no soy quién para que entres bajo mi techo”). El centurión está genuinamente preocupado por la salud de su criado. Seguramente ha oído hablar de Jesús y, a pesar de su rango y posición, no tiene reparos en humillarse ante Él para interceder por su criado. No pide por él, sino por su amigo. Tampoco le dice lo que tiene que hacer; se limita a plantearle la situación: “Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho”. Esta lectura nos hace preguntarnos: Mi oración, ¿se centra solo en mi persona y mis necesidades, o pido también por otros? ¿Confío en la providencia divina, o pretendo darle “instrucciones” a Dios sobre cómo atender mi súplica?

Finalmente, ese pagano nos ofrece una lección de fe: “Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano”. Jesús se admiró ante esa demostración de fe y la premia: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído”.

Pero antes de pronunciar estas palabras, al reconocer la fe del centurión, Jesús reafirma la universalidad de la salvación: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.

Cada vez que participamos de la celebración eucarística, en el rito de comunión, decimos: “Señor, no soy digno de que ente en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Hoy debemos decir “¡Señor, dame la fe del centurión!”