Hoy da comienzo el mes de mayo, mes de las madres, mes de las flores, el apogeo de la primavera. Por eso, desde la Edad Media la Iglesia consagró el mes de mayo a nuestra Madre María, Reina del Universo, para venerarla de manera especial y rendir tributo a sus virtudes y bellezas.
Algunas fuentes aseguran que el primero en consagrar el mes de mayo a a Nuestra Señora fue el rey Alfonso X, el “Sabio”, allá para el siglo XIII en España. Lo cierto es que esta devoción logró tanto arraigo en nuestra Iglesia que se propagó rápidamente por todo el mundo católico, hasta el día de hoy.
Desde sus comienzos, la Orden de Predicadores, a la que el Señor me dado el privilegio de pertenecer, ha estado consagrada a la Santísima Virgen María y ha reconocido desde sus inicios su protección, por lo que “no duda en confesarla, la experimenta continuamente y la recomienda a todos —frailes, hermanas y laicos— para que apoyados en su protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador” (Lumen Gentium, n. 62) para llevar a cabo la difícil misión de la salvación de los hombres. Por eso el Maestro de la Orden, Fray Humberto de Romans, O.P. afirmaba: “La Virgen María fue una grande ayuda para la fundación de la Orden y se espera que la lleve a buen fin”.
De ahí que la Orden haya instituido la celebración del “Patrocinio de la B. Virgen María sobre toda la Familia Dominicana” para el 8 de mayo, durante el mes “dedicado a la veneración especial de María” (Liturgia de las Horas. Propio O.P. para el 8 de mayo).
Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mc 1,29-39) es la continuación de la leíamos ayer, en la que
Jesús curó a un endemoniado. Entre ambas, nos narran un día completo en la vida
de Jesús.
Hoy encontramos a Jesús que sale de la
sinagoga y se dirige a casa de Pedro. El que ha tenido la oportunidad de
visitar Cafarnaúm sabe que la casa de Pedro no dista mucho de la sinagoga, al
punto que de una se ve la otra.
Al llegar a la casa de Pedro, Jesús encuentra
a la suegra de Pedro enferma con fiebre. Inmediatamente la cura y ella sin
dilación se pone a servirles. Jesús continúa manifestando su poder sobre la
enfermedad, pero sobre todo su compasión y misericordia infinitas. Vemos cómo
la suegra de Pedro se pone a servirles tan pronto es curada. Un reflejo de la actitud
fundamental de Jesús, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Un
reflejo de lo que debería ser nuestra actitud (Cfr. Gál 2,20) para con nuestro prójimo.
Tan pronto se enteró la gente de que Jesús
estaba allí, comenzaron a traerle enfermos y endemoniados y Él los cura a
todos, liberándolos de sus dolencias físicas y de sus demonios. Esa es la
misión de Jesús, junto al anuncio de la Buena Noticia del Reino. Y hoy Jesús
continúa curando nuestras dolencias y deshaciendo toda clase de obstáculos e
impedimentos a nuestra salvación; esos “demonios” que nos alejan de Él. Tan
solo tenemos que acercarnos a Él.
Finalizada la jornada, de madrugada, hizo lo
que tantas veces lo vemos hacer en los evangelios: “se marchó al descampado y
se puso a orar”. Ese diálogo constante de Jesús con el Padre que caracteriza
toda su misión. Jesús vivió en un ambiente de oración. Así, a manera de
ejemplo, comenzó su vida pública con una oración en su bautismo (Lc 3,22). Del
mismo modo culminó su obra redentora, en la última cena, pronunciando una
oración de acción de gracias sobre las especies eucarísticas (Mt 26,26-29; Mc
14,22-25; Lc 22,19-30, 1 Co 11,23-25). Más adelante, hacia el final de su
misión redentora, se retiró al huerto de Getsemaní a solas a orar (Mt
26,36-44).
Podemos decir que la actividad salvadora de
Jesús se “alimentaba” constantemente del diálogo amoroso con su Padre.
Igualmente, antes de tomar cualquier decisión importante, como cuando fue a elegir
a los “doce”, pasó toda la noche en oración (Lc 6,12). Son tantas las
instancias en que Jesús oraba, que sería imposible enumerarlas todas,
incluyendo al realizar muchos de sus milagros.
Con el ejemplo del pasaje de hoy, Jesús nos
está enseñando que podemos y debemos conjugar la oración con nuestro trabajo (ora et labora). Él siempre, aún en los
días de más actividad como el que nos narra la lectura de hoy, sacaba tiempo
para hablar con el Padre. “Fabricaba” el tiempo, aún a costa de sacrificar el
sueño (“se levantó de madrugada”). Me recuerda a Santo Domingo de Guzmán,
fundador de la Orden de Predicadores, que pasaba las noches en vela orando
después de una larga jornada de predicación. Y nosotros, ¿le dedicamos al Padre
el tiempo que Él merece? ¿Podrías dedicarle al menos cinco minutos hoy? Anda,
¡Él te espera!
He tenido la dicha de orar sobre la tumba de este gran santo en tres ocasiones.
En la lectura
evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Lc 14,25-33), Jesús nos
enumera tres condiciones para ser discípulos suyos, estremeciéndonos con un
lenguaje chocante, desconcertante, y hasta hiriente.
Nos dice la escritura que Jesús se volvió a
los que le seguían y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su
padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus
hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta traducción
que utiliza la liturgia es en realidad una versión “aguada” del lenguaje
original que se traduce como el que no “odia” a su padre y a su madre, etc.
Es obvio que Jesús quiere estremecernos,
quiere ponernos a pensar, quiere que entendamos la radicalidad del seguimiento
que nos va a exigir. Por eso no podemos interpretar ese “odiar” de manera
literal; se trata de un recurso pedagógico. No se trata de que rompamos los
lazos afectivos con nuestra familia. Lo que Jesús quiere de nosotros es una
disponibilidad total; que el seguimiento sea radical, absoluto; que ni tan
siquiera la familia pueda ser obstáculo para el seguimiento; ni tan siquiera el
sagrado deber de enterrar a los muertos (Lc 9,60).
Todavía no nos recuperamos del golpe
inicial cuando nos lanza la segunda condición para el discipulado: “Quien no
lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. ¡Uf! Esto de seguir a
Jesús no parece cosa fácil… Cabe señalar que en el momento en que Jesús
pronuncia estas palabras, la crucifixión para el que decidiera seguirle era una
posibilidad real. Quiere enfatizar que seguirle siempre implica un riesgo. En
nuestro tiempo no hay crucifixión, pero sí hay muchas “cruces” que tenemos que
soportar si decidimos seguir a Jesús. Y si somos verdaderos discípulos las
llevamos y soportamos con amor, y por amor a Jesús.
Hoy la Iglesia celebra la memoria de San
Martín de Porres. Y este Evangelio que nos propone la liturgia es muy apropiado
para celebrar la persona y la vida de tan insigne santo de la Orden de
Predicadores (Dominicos), que supo forjar su santidad desde la humildad y la
humillación, haciéndose de ese modo grande ante los ojos de Dios. “Porque todo
el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11).
Jesús termina su enumeración de las
condiciones para seguirle con la renuncia total a todos aquellos bienes que
puedan convertirse en obstáculo: “el que no renuncia a todos sus bienes no
puede ser discípulo mío”. El discípulo no solo “sigue” al maestro, sino que lo
imita. Jesús nació pobre, teniendo por cuna un pesebre y por vestimenta unos
pañales (Lc 2,7). Así mismo murió: clavado a una cruz y desnudo, teniendo como
única posesión una túnica que echaron a suerte entre los soldados romanos que
le crucificaron (Jn 19,23-24).
El mensaje de Jesús es sencillo y se resume
en una sola palabra: AMOR. Pero se trata de un amor incondicional, el amor que
siente el que está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Maestro; el que está
dispuesto a tomar su cruz para seguirlo, el que está dispuesto a dar la vida
por sus amigos (Jn 15,13) …
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A Jesús y a los Doce les acompañaban un grupo de mujeres, entre las que se encontraba María Magdalena, a quien la Orden de Predicadores venera como su protectora, “que le ayudaban con sus bienes”.
En el pasaje de hoy le advierte sobre la
importancia de mantener la sana doctrina de Jesús que él mismo le ha instruido
(“Si alguno enseña otra cosa distinta, sin atenerse a las sanas palabras de
nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que armoniza con la piedad, es un
orgulloso y un ignorante, que padece la enfermedad de plantear cuestiones
inútiles y discutir atendiendo sólo a las palabras”), y le previene contra la
tentación de lucrarse de su gestión, advirtiéndole de las consecuencias de esa
conducta: “los que buscan riquezas caen en tentaciones, trampas y mil afanes
absurdos y nocivos, que hunden a los hombres en la perdición y la ruina. Porque
la codicia es la raíz de todos los males, y muchos, arrastrados por ella, se
han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos”.
Tal parece que Pablo estuviese describiendo el
ambiente religioso de nuestro tiempo, en donde hay una secta para cada gusto y
unos “pastores” que se lucran de su predicación, convirtiendo su “iglesia” en
un negocio personal, predicando lo que sus feligreses quieren escuchar. Y es
que la sociedad y la civilización han evolucionado, pero la naturaleza humana y
la corrupción han permanecido constantes. No estamos generalizando, pues hay
hombres de Dios que viven el ideal evangélico, teniendo claro que “la piedad es
una ganancia, cuando uno se contenta con poco. Sin nada vinimos al mundo, y sin
nada nos iremos de él. Teniendo qué comer y qué vestir nos basta”.
Del mismo modo que el apego al dinero y los
bienes materiales se convierten para nosotros en obstáculo para seguir a Jesús,
para aquellos encargados de predicar su Palabra tienen el efecto de tergiversar
el mensaje de Jesús y deformar su doctrina. O se concentran en llevar el
mensaje, o en recaudar dinero. No se puede servir a dos señores a la vez (Mt
6,24).
La lectura evangélica de hoy (Lc 8,1-3) nos
muestra cómo Jesús “iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo,
predicando el Evangelio del Reino de Dios”. Esa era su única preocupación (Lc
4,43), y toda su vida giró en torno a esa misión. Nació pobre y así mismo
murió. Le bastaba con tener qué comer y qué vestir, pues el verdadero misionero
depende de la Divina Providencia (Cfr.
Mt 6,26).
Así, vemos cómo a Jesús y a los Doce les
acompañaban un grupo de mujeres, entre las que se encontraba María Magdalena, a
quien la Orden de Predicadores venera como su protectora, “que le ayudaban con
sus bienes”.
Al igual que aquellas mujeres, todos los
cristianos tenemos la obligación de contribuir, en la medida de nuestros
medios, al sostenimiento de nuestra Iglesia, para que nuestros pastores puedan
concentrarse en su misión de enseñar. Pero, ¡ojo!, que esa Palabra sea cónsona
con el mensaje de Cristo.
Me imagino que su corazón querría estallar de emoción al reconocer la voz de su Rabonni que la llamó por su nombre: “¡María!”.
Hoy celebramos la fiesta litúrgica de santa
María Magdalena, discípula del Señor y “protectora” de la Orden de Predicadores
(Dominicos). Pocos personajes de la Biblia han sido tan mal entendidos, y hasta
difamados, como María de Magdala, a quien se refieren como una pecadora pública
y prostituta.
Siempre que celebramos esta memoria tengo que
enfatizar que hay tres personajes en los relatos evangélicos cuyas identidades
se confunden, pero que no necesariamente son la misma persona: María Magdalena,
María la hermana de Lázaro y Marta (Lc 10,38-42; Jn 11,1; 12,3), y la pecadora
anónima que unge los pies de Jesús (Lc 7,36-50).
María Magdalena, con su nombre completo, aparece
en algunos de los pasajes más significativos del Evangelio, destacándose entre
las mujeres que siguen a Jesús (Mt 27,56; Mc 15,47; Lc 8,2), especialmente en
el drama de la Pasión (Mc 15,40), al pie de la cruz junto a María, la Madre de
Jesús (Jn 19,25), y en el entierro del Señor (Mc 15,47). Igualmente fue la
primera en llegar al sepulcro del Señor en la mañana de la Pascua (Jn 20,15) y
la primera a quien Jesús se le apareció luego de resucitar (Mt 28,1-10; Mc
16,9; Jn 20,14). De ese modo se convierte en “apóstol” de los apóstoles, al anunciarles
la Resurrección de Jesús (Jn 20,17-18). Trato de imaginar la alegría que se
reflejó en el rostro de María Magdalena al decir a los apóstoles: “¡He visto al
Señor; ha resucitado!”
Aunque la tradición presentaba a María
Magdalena como una gran pecadora, la Iglesia, sobre todo después del Concilio
Vaticano II, ha establecido una distinción entre los tres personajes que
mencionamos al inicio, reivindicando el nombre de María Magdalena, eliminando toda
referencia a ella como “adúltera”, “prostituta” y “pecadora pública”. Así, hoy
la Iglesia la reconoce como una fiel seguidora de Cristo, guiada por un
profundo amor que solo puede ser producto de haber conocido el Amor de Dios.
La liturgia de la memoria nos ofrece como
primera lectura (Ct 3,1-4a) un pasaje hermoso del Cantar de los Cantares (¿qué
pasaje de ese libro no es hermoso?) que nos abre el apetito para el evangelio:
“En mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo
encontré. Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando
al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias
que rondan por la ciudad: ‘¿Visteis al amor de mi alma?’ Pero, apenas los pasé,
encontré al amor de mi alma”. Así es el amor de Dios por nosotros, apasionado…
La lectura evangélica (Jn 20,1.11-18) nos
narra el encuentro de María Magdalena con el Resucitado. ¡Cuánto debe haber
amado a Jesús aquella santa mujer, que le valió el privilegio de ser escogida
por Él para ser la primera testigo de su Resurrección! Me imagino que su
corazón querría estallar de emoción al reconocer la voz de su Rabonni
que la llamó por su nombre: “¡María!”. Aunque la lectura no lo dice, por las
palabras de Jesús que siguen no hay duda que intentó abrazarlo, o al menos
tocar sus pies. Trato de pensar cómo reaccionaría yo, y no creo que haya forma
de describirlo. Recuerda, Jesús te llama por tu nombre igual que lo hizo con
María Magdalena… Pero solo si amas como amó María, podrás escuchar Su voz.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mc 1,29-39) es la continuación de la leíamos ayer, en la que
Jesús curó a un endemoniado. Entre ambas, nos narran un día completo en la vida
de Jesús.
Hoy encontramos a Jesús que sale de la
sinagoga y se dirige a casa de Pedro. El que ha tenido la oportunidad de
visitar Cafarnaúm sabe que la casa de Pedro no dista mucho de la sinagoga, al
punto que de una se ve la otra.
Al llegar a la casa de Pedro, Jesús encuentra
a la suegra de Pedro enferma con fiebre. Inmediatamente la cura y ella sin
dilación se pone a servirles. Jesús continúa manifestando su poder sobre la
enfermedad, pero sobre todo su compasión y misericordia infinitas. Vemos cómo
la suegra de Pedro se pone a servirles tan pronto es curada. Un reflejo de la actitud
fundamental de Jesús, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Un
reflejo de lo que debería ser nuestra actitud (Cfr. Gál 2,20) para con nuestro prójimo.
Tan pronto se enteró la gente que Jesús estaba
allí, comenzaron a traerle enfermos y endemoniados y Él los cura a todos,
liberándolos de sus dolencias físicas y de sus demonios. Esa es la misión de
Jesús, junto al anuncio de la Buena Noticia del Reino. Y hoy Jesús continúa curando
nuestras dolencias y deshaciendo toda clase de obstáculos e impedimentos a
nuestra salvación; esos “demonios” que nos alejan de Él. Tan solo tenemos que
acercarnos a Él.
Finalizada la jornada, de madrugada, hizo lo
que tantas veces lo vemos hacer en los evangelios: “se marchó al descampado y
se puso a orar”. Ese diálogo constante de Jesús con el Padre que caracteriza
toda su misión. Jesús vivió en un ambiente de oración. Así, a manera de
ejemplo, comenzó su vida pública con una oración en su bautismo (Lc 3,22). Del
mismo modo culminó su obra redentora, en la última cena, pronunciando una
oración de acción de gracias sobre las especies eucarísticas (Mt 26,26-29; Mc
14,22-25; Lc 22,19-30, 1 Co 11,23-25). Más adelante, hacia el final de su
misión redentora, se retiró al huerto de Getsemaní a solas a orar (Mt
26,36-44).
Podemos decir que la actividad salvadora de
Jesús se “alimentaba” constantemente del diálogo amoroso con su Padre.
Igualmente, antes de tomar cualquier decisión importante, como cuando fue a elegir
a los “doce”, pasó toda la noche en oración (Lc 6,12). Son tantas las
instancias en que Jesús oraba, que sería imposible enumerarlas todas,
incluyendo al realizar muchos de sus milagros.
Con el ejemplo del pasaje de hoy, Jesús nos
está enseñando que podemos y debemos conjugar la oración con nuestro trabajo (ora et labora). Él siempre, aún en los
días de más actividad como el que nos narra la lectura de hoy, sacaba tiempo
para hablar con el Padre. “Fabricaba” el tiempo, aún a costa de sacrificar el
sueño (“se levantó de madrugada”). Me recuerda a Santo Domingo de Guzmán,
fundador de la Orden de Predicadores, que pasaba las noches en vela orando
después de una larga jornada de predicación. Y nosotros, ¿le dedicamos al Padre
el tiempo que Él merece? ¿Podrías dedicarle al menos cinco minutos hoy? Anda,
¡Él te espera!
He tenido la dicha de orar sobre la tumba de este gran santo en varias ocasiones.
Hoy la Iglesia en Puerto Rico celebra la memoria de San Martín de Porres. Y el Evangelio que nos propone la liturgia ( Lc 14,15-24 ) es muy apropiado para celebrar la persona y la vida de tan insigne santo de la Orden de Predicadores (Dominicos), que supo forjar su santidad desde la humildad y la humillación, haciéndose de ese modo grande ante los ojos de Dios. “Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11).
San Martín de Porres, mulato bastardo, ingresó
en la Orden de los Dominicos aún a sabiendas de que por su raza y condición
social nunca se le permitiría ordenarse sacerdote, y ni tan siguiera ser fraile
lego. Al entrar en la Orden lo hizo como “aspirante conventual sin opción al
sacerdocio”, “donado”. Allí vivió una vida de obediencia, humildad,
espiritualidad y castidad que le ganaron el respeto de todos.
En el Evangelio de hoy Jesús continúa enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, mostrando su preferencia por los más humildes. En esta ocasión el mensaje gira en torno a la
invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se
deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para participar del
“banquete” del Reino, y la respuesta que damos a la misma. La respuesta de
Martín de Porres fue radical.
Nos narra la parábola que un hombre daba un
gran banquete y envió a su criado a invitar a sus numerosos invitados. Pero
todos ponían diferentes excusas para no aceptar la invitación: negocios (“mis
bueyes”), familia (“mi esposa”), propiedades (“mi campo”). Entonces el dueño de
la casa dijo a su criado: “Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y
tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos”. Como todavía
quedaba lugar en la mesa, el dueño instruyó nuevamente a su criado: “Sal por
los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente
cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada
más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que
en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi
familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del
Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora,
porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier
otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi
Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá
cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si
algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús
expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos,
de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Por eso, cuando después de
recibir a todos los maginados de la sociedad queda sitio en la mesa, instruye a
su emisario que busque nuevamente a todos: “Sal por los caminos y senderos e
insísteles hasta que entren y se me llene la casa”. Jesús quiere que TODOS nos
salvemos.
Esa insistencia, esa vehemencia en la
invitación, debería ser también característica de la Iglesia, que es el cuerpo
místico de Cristo, y nos permite tener aquí en la tierra un atisbo, un
anticipo, de lo que ha de ser el banquete de bodas del Cordero. Y esa
invitación debería estar abierta a todos por igual, incluyendo a los pobres, a
los que sufren, a los que lloran (Cfr. Mt 5,1-12).
Señor, dame la gracia para aceptar tu
invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan estar siempre presto a responder.
La Orden de Predicadores (Dominicos) celebra
hoy la Solemnidad de nuestro padre y fundador Santo Domingo de Guzmán, y en
esta fecha celebramos la liturgia propia de la solemnidad, apartándonos de las
lecturas correspondientes al tiempo ordinario.
Como primera lectura propia de la Solemnidad,
se nos ofrece un texto de la Primera Carta del Apóstol san Pablo a los
Corintios (2,1-10a), que nos presenta el secreto de la predicación de Pablo: “Cuando
vine a ustedes a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice con sublime
elocuencia o sabiduría, pues nunca entre ustedes me precié de saber cosa
alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a ustedes débil y
temeroso; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría de los
hombres, sino en el poder de Dios”. Pablo termina este pasaje diciendo: “«Ni el
ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado
para los que lo aman». Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”.
Ahí está el secreto de la evangelización:
predicar a Jesús muerto y resucitado, y las maravillas que ha obrado en cada
uno de nosotros a través de su Santo Espíritu. El Padre Emiliano Tardiff lo
expresó de manera elocuente: “Un evangelizador es ante todo un testigo que
tiene experiencia personal de la muerte y resurrección de Cristo Jesús y que
transmite a los demás, más que una doctrina, una persona que está viva, que
comunica vida y vida en abundancia. Después, solo después y siempre después, se
debe enseñar la catequesis y la moral. A veces estamos muy preocupados en que
la gente cumpla los mandamientos de Dios antes de que conozcan al Dios de los
mandamientos”.
De Santo Domingo se dice que “hablaba con Dios
o de Dios”. Hablaba con Dios porque era hombre de oración, estudio de la Palabra
y contemplación de la verdad revelada a través del estudio. El fruto de esa
contemplación, que es el conocimiento de Dios, es lo que le permitía “hablar de
Dios”, es decir, compartir con otros su experiencia de Dios como “una persona
que está viva que comunica vida y vida en abundancia”. Ese fue el secreto de
Pablo, y el secreto de Domingo de Guzmán, y es el ejemplo que debemos emular.
Como lectura evangélica contemplamos a Lc
9,57-62, que nos presenta dos frases que resumen las exigencias del seguimiento
de Jesús: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del
hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. “Deja que los muertos entierren a
sus muertos, tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Jesús no solo abandonó su
casa, sino que junto a ella abandonó también a su familia, especialmente a su
madre, que era la persona que más amaba. Cuando Jesús le dice a su discípulo
que seguirlo a Él es más importante que cumplir con el piadoso deber de
enterrar a los muertos, lo hace con todo propósito, para recalcar la
radicalidad del seguimiento, y que no hay nada más importante que el anuncio
del Reino.
Domingo de Guzmán vivió esa radicalidad en el
seguimiento de Jesús, e imprimió a la Orden ese carisma, que me honro
compartir.