En este corto comentamos la “parábola del banquete” y el mensaje que nos transmite sobre nuestra vocación común a la santidad que nos permitirá participar del banquete del Reino para celebrar la boda del Cordero.
En el evangelio para este domingo (Mt 5,38-48) Jesús nos hace un llamado a la santidad, a ser “santos e irreprochables ante Él” (Ef 1,4). La misma llamada que Yahvé hace a su pueblo en la primera lectura (Lv 19,1-2.17-18): “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Esa es la primera vocación del cristiano, por encima de cualquier otro llamado. Y Jesús le da contenido a esa santidad en el Amor.
Una de las características del verdadero discípulo de Jesús que hemos enfatizado en numerosas ocasiones, es la radicalidad del seguimiento. Para el verdadero discípulo de Jesús no puede haber nada más importante que Él. No puede haber nada que se anteponga a Él; nada que “compita” con Él; nada que sea un obstáculo entre Él y nosotros.
En la primera lectura de hoy (Fil 3,3-8a) san Pablo comienza por describirse a sí mismo, y la posición privilegiada que ocupaba dentro del esquema social y religioso del pueblo judío: “circuncidado a los ocho días de nacer, israelita de nación, de la tribu de Benjamín, hebreo por los cuatro costados y, por lo que toca a la ley, fariseo; si se trata de intransigencia, fui perseguidor de la Iglesia, si de ser justo por la ley, era irreprochable”. A lo que yo añadiría que Saulo de Tarso venía de una familia de comerciantes acaudalada y, no solo era fariseo, sino que había estudiado en la escuela del maestro de fariseos más prestigioso de su época, llamado Gamaliel.
Pablo venía de un ambiente religioso basado en medios humanos, en el estricto cumplimiento de unas reglas de conducta, en unos “títulos”. Sin embargo, cuando tuvo aquél encuentro personal con Jesús en el camino a Damasco, su vida cambió. Lo abandonó todo por el Reino. “Todo eso que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo”.
No hay duda que Pablo está siguiendo el modelo evangélico del perfecto discípulo que nos presenta Jesús. Una vez conocemos a Jesús y optamos por el Reino, ya no hay marcha atrás (Cfr. Lc 9,62); no puede haber nada más importante. Todos los “valores” de este mundo son inútiles para nuestra salvación y, más aún, pueden convertirse en obstáculos. Por eso tenemos que estar dispuestos a desprendernos de ellos, dejarlos atrás, como el exceso de carga que se arroja por la borda del buque a punto de zozobrar para poder mantenerlo a flote. “Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo”…
Hoy la Iglesia en Puerto Rico celebra la memoria de San Martín de Porres. Y al celebrar la persona y la vida de tan insigne santo de la Orden de Predicadores (Dominicos), que supo forjar su santidad desde la humildad y la humillación, haciéndose de ese modo grande ante los ojos de Dios.
Contrario a Saulo de Tarso, San Martín de Porres no pertenecía a la clase privilegiada; era un mulato bastardo que ingresó en la Orden de Predicadores (Dominicos) aún a sabiendas de que por su raza y condición social nunca se le permitiría ordenarse sacerdote, y ni tan siguiera ser fraile lego. Al entrar en la Orden lo hizo como “aspirante conventual sin opción al sacerdocio”, “donado”, realizando las labores más serviles en su comunidad. Martín sintió el llamado y no permitió que nada se interpusiera entre el seguimiento de ese llamado y él. Allí vivió una vida de obediencia, humildad, espiritualidad, castidad y entrega total al prójimo que le ganaron el respeto de todos y le hicieron acreedor a la santidad.
La primera lectura de la liturgia para hoy (Ef 4,32-5,8) es lo que podríamos llamar un “manual de instrucciones para la santidad”. San Pablo logra resumir, en un párrafo, lo que es un verdadero cristiano. Y es tan explícito que no requiere explicación ni interpretación alguna. Les invito a leerla.
Como segunda lectura se nos presenta el pasaje evangélico en el que Jesús cura a una mujer que llevaba dieciocho años encorvada sin poderse enderezar (Lc 13,10-17). Este milagro resalta por dos cosas: Lucas es el único que lo narra, y Jesús obra el milagro sin que la mujer, ni nadie más se lo pida. Nos dice la lectura que Jesús estaba enseñando en una sinagoga y al ver la mujer la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Luego hizo el gesto visible de imponerle las manos, “y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.”
Muchos ven en esta narración un simbolismo relacionado con la opresión a que estaban sometidas las mujeres en tiempos de Jesús (simbolizada por el estar encorvada, que la mantenía en un estado servil y no le permitía mirar a los hombres a los ojos) y que Jesús, al enderezarla, le devuelve su dignidad. No obstante, lo cierto es que esa mujer encorvada nos representa a todos los que estamos “encorvados”, oprimidos bajo el peso de nuestros vicios, nuestros pecados, nuestras angustias, nuestros pesares.
La mujer estaba encorvada, no podía interactuar con los que le rodeaban, no podía levantar los ojos al cielo. Jesús se toma la iniciativa, la llama, la cura, la “endereza”. Está claro que Jesús nos quiere erguidos, de pie, en victoria. Por eso nos libera de nuestras “cargas” pesadas (“Vengan a mi…” Mt 11,28), levanta a los que están postrados, como la suegra de Pedro (Mc 1,3-31). Ese “levántate” que encontramos también en el Antiguo Testamento, en el que vemos actuar a un Dios que “levanta del polvo al desvalido” (1 Sam 2,7-8; Sal 113,7), y “levanta al pobre de la miseria” (Sal 107,41).
Estar de pie es sinónimo de libertad, de la dignidad propia de los hijos de Dios. Dios nos creó para ser felices y libres, no para ser esclavizados, ni oprimidos, ni caídos, ni deprimidos. Por eso cuando vio a su pueblo esclavizado en Egipto decidió intervenir en la historia para llevar a cabo el gesto liberador del Éxodo.
Ahora vivimos esclavizados, oprimidos, “encorvados” bajo el peso de nuestros pecados, nuestros vicios. Y ese peso nos impide avanzar, nos impide ver nuestro entorno con claridad, nos impide fijar la mirada en el cielo, nos impide “glorificar a Dios”, como hizo aquella mujer encorvada tan pronto Jesús la enderezó.
Hoy Jesús quiere enderezarnos a nosotros también. Nos invita a poner a sus pies todas nuestras cargas pesadas, materiales o espirituales, que nos mantienen encorvados. Si lo hacemos y nos postramos ante Él, nos impondrá su mano poderosa, nos “pondrá derechos”, y como la mujer encorvada, glorificaremos a Dios.
La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este sábado de la vigésima quinta semana del tiempo ordinario (Lc 9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas, justo al final de la actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la “subida” de Jesús a Jerusalén.
Hasta ahora hemos visto el éxito de la predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración generados entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus milagros y portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que sus discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería apartar de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin que le aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión salvadora.
En el pasaje que contemplamos ayer (Lc 9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
La lectura de hoy, que contiene el segundo anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza reiterando “la admiración general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los discípulos se dejaban contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe esto y, por el lenguaje fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos: “Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Es como si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.
A pesar de que el lenguaje utilizado por Jesús alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías (53,2-12), los discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido” porque estaban disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como cuando el manejador, los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el éxito de un famoso cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.
La realidad es que no comprendían porque no querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno que estaban sintiendo. Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.
Algo parecido nos sucede a nosotros cuando queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de Dios, pero no queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que cantamos, como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando nos dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28).
Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con Cruz eterno llanto, Santidad y Cruz es una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 9,18-22), es secuela del que leíamos ayer (Lc 9,7-9), cuando Herodes trató de averiguar quién era ese Jesús de quien tanto había oído hablar, y unos le dijeron que era Juan Bautista resucitado, otros que Elías u otro de los grandes profetas. Pero hoy es Jesús quien pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. La respuesta de los discípulos es la misma. Entonces les pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Esa pregunta suscita la “profesión de fe” de Pedro (“El Mesías de Dios”), y el primer anuncio de la pasión por parte de Jesús (“El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”).
Pero lo que quisiéramos resaltar de esta lectura es que al comienzo de esta se dice que Jesús “estaba orando solo”; y luego de orar, de tener ese diálogo amoroso con el Padre, es que interroga a sus discípulos para determinar si estaban conscientes de su mesianismo y, de paso, les anuncia su pasión para borrar cualquier vestigio de mesianismo triunfal en el orden político o militar que estos pudieran albergar. Me imagino que en esa oración también pidió al Padre que iluminara a sus discípulos para que aceptaran lo que él les iba a comunicar.
Cabe señalar que de todos los evangelistas Lucas es quien tal vez más resalta la dimensión orante de Jesús. De hecho, Lucas es el único que enmarca este pasaje en un ambiente de oración (comparar con Mc 8,27-33 y Mt 16,13-20). Así, Lucas nos presenta a Jesús en oración siempre que va a suceder algo crucial para su misión, o antes de tomar cualquier decisión importante (Cfr. Lc 3,21; 4,1-13; 6,12; 9,29; 11,1; 22,31-39; 23,34; 23,46).
Esta oración de Jesús en los momentos cruciales o difíciles nos muestra la realidad de su naturaleza humana, en ese misterio insondable de su doble naturaleza: “verdadero Dios y verdadero hombre”. Vemos como Jesús se alimentaba de la oración con el Padre para obtener la fuerza, la voluntad y el valor necesario para que su humanidad pudiera llevar a cabo su misión redentora. Tan solo tenemos que recordar el drama humano de la oración en el huerto. Aquella agonía, aquel miedo, no formaban parte de una farsa, de una representación teatral. Fueron tan reales e intensos como su oración. Jesús verdaderamente estaba buscando valor, ayuda de lo alto. Y a través de esa oración, y el amor que se derramó sobre Él a través de ella, su naturaleza humana encontró el valor para enfrentar su máxima prueba.
Hoy, pidamos al Padre que, siguiendo el ejemplo de su Hijo, aprendamos a dirigirnos al Él en oración fervorosa y confiada antes de tomar cualquier decisión importante en nuestras vidas, y cada vez que enfrentemos esas pruebas que encontramos en nuestro peregrinar hacia la Meta, con la certeza que en Él encontraremos la luz que guíe nuestros pasos y el valor y la aceptación necesarios para enfrentar la adversidad.
En la primera lectura de hoy (1 Pe 1,10-16),
san Pedro recalca la “continuidad” de la revelación divina. El mensaje de
salvación que anunciaron los profetas en el Antiguo Testamento es el mismo que
nos traen ahora los predicadores del Evangelio. Pedro nos recuerda que lo que
los antiguos profetas anunciaban está sucediendo “ahora”. De paso nos recuerda
que lo que le da continuidad al mensaje de salvación es el “Espíritu de Cristo”.
Que el Espíritu que inspiró a los profetas es el mismo que inspira a los que
ahora predican el Evangelio.
A la misma vez, nos está haciendo un llamado a
la santidad: “El que os llamó es santo; como él, sed también vosotros santos en
toda vuestra conducta, porque dice la Escritura: «Seréis santos, porque yo soy
santo»”. Para adquirir la santidad, para ser verdaderos cristianos, es preciso
aceptar sin reparos el mensaje de salvación contenido en las Sagradas
Escrituras. Para ello tenemos que creer que el Espíritu está presente en esos
textos sagrados, y en nuestros corazones para poder captar en toda su plenitud
ese mensaje de salvación. Tengo que aspirar a la santidad, tengo que
convertirme en otro “Cristo”.
La segunda lectura (Mc 10,28-31) nos recalca
que no basta tampoco con creer y “cumplir” lo que dice la Escritura. Ayer
leíamos el pasaje del hombre rico que cumplía todos los mandamientos, pero no
pudo seguir a Jesús abandonado su riqueza. Hoy Jesús nos lleva más allá,
recalcándonos que no hay nada más importante que Él, ni “casa, o hermanos o
hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras”. El seguimiento de Jesús tiene
que ser radical, no hay términos medios, una vez decidimos seguirlo no hay
marcha atrás (Lc 9,60.62; Ap 3,16). Cuando nos habla de relegar a un segundo
plano todo lo que nos impida seguirle libremente, no se trata tan solo de las
“cosas” materiales o el dinero. Se trata también de los lazos afectivos que a
veces nos atan con tanta o más fuerza que las cosas materiales. De nuevo, no se
trata de “abandonar” a nuestros seres queridos; se trata de no permitir que se
conviertan en un impedimento para seguir a Jesús (Cfr. Lc 12,53).
Él no se cansa de repetirlo. Él es santo, y si
queremos seguirlo, tenemos que ser “santos”. La santidad va atada a la
filiación divina, lo que implica formar parte de la nueva familia de Dios
fundamentada en la Nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo derramada en
la cruz. En el Antiguo Testamento se pasaba a formar parte del “pueblo elegido”
por la sangre, por herencia. Ahora Jesús nos dice que pasamos a formar parte de
la nueva familia de Dios cumpliendo la voluntad del Padre (Mc 3,35; Mt
12,49-50; Lc 8,21).
Lo que Jesús nos pide para alcanzar la
salvación no es tarea fácil. Nos exige romper con todas las estructuras que
generan apegos, para entregarnos de lleno a una nueva vida donde lo
verdaderamente importante son los valores del Reino.
La promesa que Jesús nos hace al final de
pasaje no se trata de cálculos aritméticos. No podemos esperar “cien casas”, o
“cien” hermanos, o padres, o madres, o hijos biológicos, o tierras a cambio de
dejar los que tenemos ahora. Lo que se nos promete es que vamos a recibir algo
mucho más valioso a cambio. Y no hablamos de valor monetario. ¿Quién puede
ponerle precio al amor de Dios; a la vida eterna; a la “corona de gloria que no
se marchita” (1 Pe 5,4)?
En la lectura
evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Lc 14,25-33), Jesús nos
enumera tres condiciones para ser discípulos suyos, estremeciéndonos con un
lenguaje chocante, desconcertante, y hasta hiriente.
Nos dice la escritura que Jesús se volvió a
los que le seguían y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su
padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus
hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta traducción
que utiliza la liturgia es en realidad una versión “aguada” del lenguaje
original que se traduce como el que no “odia” a su padre y a su madre, etc.
Es obvio que Jesús quiere estremecernos,
quiere ponernos a pensar, quiere que entendamos la radicalidad del seguimiento
que nos va a exigir. Por eso no podemos interpretar ese “odiar” de manera
literal; se trata de un recurso pedagógico. No se trata de que rompamos los
lazos afectivos con nuestra familia. Lo que Jesús quiere de nosotros es una
disponibilidad total; que el seguimiento sea radical, absoluto; que ni tan
siquiera la familia pueda ser obstáculo para el seguimiento; ni tan siquiera el
sagrado deber de enterrar a los muertos (Lc 9,60).
Todavía no nos recuperamos del golpe
inicial cuando nos lanza la segunda condición para el discipulado: “Quien no
lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. ¡Uf! Esto de seguir a
Jesús no parece cosa fácil… Cabe señalar que en el momento en que Jesús
pronuncia estas palabras, la crucifixión para el que decidiera seguirle era una
posibilidad real. Quiere enfatizar que seguirle siempre implica un riesgo. En
nuestro tiempo no hay crucifixión, pero sí hay muchas “cruces” que tenemos que
soportar si decidimos seguir a Jesús. Y si somos verdaderos discípulos las
llevamos y soportamos con amor, y por amor a Jesús.
Hoy la Iglesia celebra la memoria de San
Martín de Porres. Y este Evangelio que nos propone la liturgia es muy apropiado
para celebrar la persona y la vida de tan insigne santo de la Orden de
Predicadores (Dominicos), que supo forjar su santidad desde la humildad y la
humillación, haciéndose de ese modo grande ante los ojos de Dios. “Porque todo
el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11).
Jesús termina su enumeración de las
condiciones para seguirle con la renuncia total a todos aquellos bienes que
puedan convertirse en obstáculo: “el que no renuncia a todos sus bienes no
puede ser discípulo mío”. El discípulo no solo “sigue” al maestro, sino que lo
imita. Jesús nació pobre, teniendo por cuna un pesebre y por vestimenta unos
pañales (Lc 2,7). Así mismo murió: clavado a una cruz y desnudo, teniendo como
única posesión una túnica que echaron a suerte entre los soldados romanos que
le crucificaron (Jn 19,23-24).
El mensaje de Jesús es sencillo y se resume
en una sola palabra: AMOR. Pero se trata de un amor incondicional, el amor que
siente el que está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Maestro; el que está
dispuesto a tomar su cruz para seguirlo, el que está dispuesto a dar la vida
por sus amigos (Jn 15,13) …
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para este sábado de la vigésima quinta semana del tiempo ordinario (Lc
9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas, justo al final de la
actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la “subida” de Jesús a
Jerusalén.
Hasta ahora hemos visto el éxito de la
predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración generados
entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus milagros y
portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que sus
discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería apartar
de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin que le
aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión
salvadora.
En el pasaje que contemplamos ayer (Lc
9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que
padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser
ejecutado y resucitar al tercer día”.
La lectura de hoy, que contiene el segundo
anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza reiterando “la admiración
general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los discípulos se dejaban
contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe esto y, por el lenguaje
fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos: “Meteos bien esto en la
cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Es como
si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.
A pesar de que el lenguaje utilizado por Jesús
alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías (53,2-12), los
discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este lenguaje; les
resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido” porque estaban
disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como cuando el manejador,
los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el éxito de un famoso
cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.
La realidad es que no comprendían porque no
querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno que estaban sintiendo.
Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.
Algo parecido nos sucede a nosotros cuando
queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de Dios, pero no
queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que cantamos,
como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice: “El que
quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me
siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando nos
dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré”
(Mt 11,28).
Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con Cruz eterno llanto, Santidad y Cruz es una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.
La primera lectura de la liturgia para hoy (Ef 4,32-5,8) es lo que podríamos llamar un “manual de instrucciones para la santidad”. San Pablo logra resumir, en un párrafo, lo que es un verdadero cristiano. Y es tan explícito que no requiere explicación ni interpretación alguna. Les invito a leerla.
Como segunda lectura se nos presenta el pasaje
evangélico en el que Jesús cura a una mujer que llevaba dieciocho años
encorvada sin poderse enderezar (Lc 13,10-17). Este milagro resalta por dos
cosas: Lucas es el único que lo narra, y Jesús obra el milagro sin que la
mujer, ni nadie más se lo pida. Nos dice la lectura que Jesús estaba enseñando
en una sinagoga y al ver la mujer la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de
tu enfermedad”. Luego hizo el gesto visible de imponerle las manos, “y
enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.”
Muchos ven en esta narración un simbolismo relacionado
con la opresión a que estaban sometidas las mujeres en tiempos de Jesús (simbolizada
por el estar encorvada, que la mantenía en un estado servil y no le permitía
mirar a los hombres a los ojos) y que Jesús, al enderezarla, le devuelve su
dignidad. No obstante, lo cierto es que esa mujer encorvada nos representa a
todos los que estamos “encorvados”, oprimidos bajo el peso de nuestros vicios,
nuestros pecados, nuestras angustias, nuestros pesares.
La mujer estaba encorvada, no podía
interactuar con los que le rodeaban, no podía levantar los ojos al cielo. Jesús
se toma la iniciativa, la llama, la cura, la “endereza”. Está claro que Jesús
nos quiere erguidos, de pie, en victoria. Por eso nos libera de nuestras
“cargas” pesadas (“Vengan a mi…” Mt 11,28), levanta a los que están postrados,
como la suegra de Pedro (Mc 1,3-31). Ese “levántate” que encontramos también en
el Antiguo Testamento, en el que vemos actuar a un Dios que “levanta del polvo
al desvalido” (1 Sam 2,7-8; Sal 113,7), y “levanta al pobre de la miseria” (Sal
107,41).
Estar de pie es sinónimo de libertad, de la
dignidad propia de los hijos de Dios. Dios nos creó para ser felices y libres,
no para ser esclavizados, ni oprimidos, ni caídos, ni deprimidos. Por eso
cuando vio a su pueblo esclavizado en Egipto decidió intervenir en la historia
para llevar a cabo el gesto liberador del Éxodo.
Ahora vivimos esclavizados, oprimidos,
“encorvados” bajo el peso de nuestros pecados, nuestros vicios. Y ese peso nos
impide avanzar, nos impide ver nuestro entorno con claridad, nos impide fijar
la mirada en el cielo, nos impide “glorificar a Dios”, como hizo aquella mujer
encorvada tan pronto Jesús la enderezó.
Hoy Jesús quiere enderezarnos a nosotros
también. Nos invita a poner a sus pies todas nuestras cargas pesadas,
materiales o espirituales, que nos mantienen encorvados. Si lo hacemos y nos
postramos ante Él, nos impondrá su mano poderosa, nos “pondrá derechos”, y como
la mujer encorvada, glorificaremos a Dios.