REFLEXIÓN PARA LA FIESTA LITÚRGICA DE LOS APÓSTOLES FELIPE Y SANTIAGO 03-05-18

Ya para hoy hemos comentado las lecturas correspondientes al jueves de la quinta semana de Pascua. Sin embargo, hoy la Iglesia celebra la Fiesta Litúrgica de los Apóstoles Felipe y Santiago. Aquí nuestra reflexión para la Fiesta.

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de los santos Felipe y Santiago, apóstoles. La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy coincide con la que contempláramos el sábado de la cuarta semana de Pascua (Jn 14,6-14), que ya habíamos comentado anteriormente. En este pasaje Jesús se presenta como el único camino al Padre, por la identidad que existe entre ambos: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Les refiero a nuestra reflexión anterior, publicada en http://delamanodemaria.com/?p=7053.

Como primera lectura para esta Fiesta, nos apartamos momentáneamente del libro de los Hechos de los Apóstoles para visitar la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15, 1-8). En este pasaje encontramos a Pablo reiterando la proclamación de su fe pascual a los cristianos de la comunidad de Corinto: “Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; por último, se me apareció también a mí”. Como parte de la proclamación de fe pascual, Pablo nos presenta a Santiago y los demás apóstoles (lo que incluiría a Felipe) como testigos de la Resurrección.

La comunidad de Corinto fue una de las que más dolores de cabeza le causaron a Pablo. Basta leer ambas cartas para ver la cantidad de problemas que enfrentaba esa joven comunidad, causados primordialmente por estar ubicada en un puerto marítimo lleno de vicios, pecado (especialmente de índole sexual), idolatría, etc. De ahí la insistencia de Pablo en reiterarles la tradición apostólica que él había recibido,  no sin antes recordarles que hay una sola fe y una sola doctrina: el Evangelio de Jesucristo. Les dice que no pueden apartarse de ese Evangelio, pues, “de lo contrario, se ha malogrado vuestra adhesión a la fe”. Ese es nuestro Camino de salvación, el único Camino que nos ha de conducir al Padre, como nos recuerda Jesús en la lectura evangélica.

Se trata de un Cristo que nos amó “hasta el extremo”, que murió por nuestros pecados. Por eso, si nos adherimos plenamente a Él (como tiene que ser, pues para Jesús no hay términos medios; el seguimiento ha de ser radical), no solo anunciaremos lo que sabemos de Él que hemos recibido de las Escrituras y la santa Tradición, sino que daremos testimonio con nuestra propia vida, que se convertirá en predicación viviente de la Buena Noticia del amor salvador de Jesús para toda la humanidad.

Señor, hoy que celebramos la Fiesta de los apóstoles Felipe y Santiago, concédenos la gracia de convertirnos en testigos del Resucitado mediante nuestro testimonio de vida, para que todos le conozcan y, conociéndole crean en la Buena Noticia y le reconozcan como el único Camino que conduce a Ti.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 03-05-18

En la primera lectura de hoy (Hc 15,7-21) podemos apreciar cómo el Espíritu Santo continúa guiando a los apóstoles en el desarrollo de la Iglesia. Ayer leíamos cómo un grupo dentro de la Iglesia (los llamados judaizantes), pretendía imponer a los gentiles que se convertían a la nueva Iglesia todas las “cargas pesadas” de la Ley judía les imponía a ellos (“una carga que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar”). Olvidaban que Jesús había venido a liberarnos de ese “yugo” mediante la ley del amor, que su gracia se había derramado sobre gentiles y judíos sin distinción, de manera que todo el que crea en Él pueda salvarse. Olvidaban también la promesa de Dios a Abraham de que “todas las naciones” serían bendecidas en su nombre (Gn 22,18).

Gracias a la inspiración del Espíritu Santo, aquél primer Concilio de Jerusalén decidió que no se podía hacer distinción entre los cristianos por razón de su origen, su raza, su cultura; que Jesús había venido para redimirnos a todos, y que todos recibimos el mismo Espíritu.

La pregunta es obligada. En nuestras comunidades, ¿existen “diferencias” entre unos y otros? ¿Discriminamos, rechazamos, o sutilmente evitamos compartir con algunos feligreses porque viven en cierto lugar, visten diferente, hablan diferente, adoran de un modo distinto, tienen un oficio humilde, tienen algún vicio, o se comportan diferentes?

Jesús, ¿los invitaría a su mesa? Él nos invita a imitarle, así que si nos llamamos cristianos, vamos a derribar todos esos muros que nos separan, muros que nosotros mismos creamos con nuestra pequeñez de espíritu, “para que todos sean uno. Como tú, oh Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). Si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús, ¡que se nos note!

Y la única forma de lograr ese ideal es el Amor. Por eso en la lectura evangélica (Jn 15,9-11) Jesús continúa reiterando el mandamiento del Amor como máxima para el pueblo cristiano: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.

Se trata de la verdadera “alegría del cristiano”, que no es otra cosa que el saberse amado por Dios no importa las circunstancias que la vida nos lance. “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”… Si no viniera de labios de Jesús, diríamos que es mentira, parece increíble. ¡Jesús nos está diciendo que nuestra unión amorosa con Él es comparable a la de Él con el Padre! Tratemos por un momento de imaginar la magnitud de ese amor entre el Padre y el Hijo. Sí, se trata de ese mismo amor que se derrama sobre nosotros y tiene nombre y apellido: Espíritu Santo.

Ya se divisa en el horizonte la solemnidad de Pentecostés, y la presencia del Espíritu Santo se hace cada día más patente en la liturgia. Abramos nuestros corazones a ese Espíritu y digamos con fe: ¡Espíritu Santo, ven a mí!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 02-05-18

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Jn 15,1-8) nos presenta otro de los famosos “Yo soy” que encontramos en el relato evangélico de Juan: Yo soy la verdadera vid. No se trata de una parábola, en la que Jesús utiliza una breve comparación basada en una experiencia cotidiana de la vida, imaginaria o real, con el propósito de enseñar una verdad espiritual. Aquí se trata de una afirmación absoluta de Jesús: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.

A partir de esa afirmación, Jesús desarrolla una alegoría que nos presenta unos elementos en transposición: la vid (Jesús), los sarmientos (los discípulos) y el labrador (el Padre). Hay otro elemento adicional que es el instrumento de limpieza y poda, que es la Palabra de Jesús: “A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado”.

Jesús está diciendo a sus discípulos que ellos han sido “podados”, han sido limpiados por la Palabra del Padre que han recibido de Él, con el mismo cuidado y diligencia que un labrador poda “a todo el que da fruto… para que dé más fruto”.

Esta conversación de Jesús con sus discípulos se da en el contexto de la sobremesa de la última cena. Jesús sabe que el fin de su vida terrena está cerca; de ahí su insistencia en que los discípulos permanezcan unidos a Él, pues sabe que a ellos les queda una larga y ardua misión por delante. Y solo permaneciendo unidos a Él y a su Palabra, podrán tener éxito. Juan recalca esa insistencia, poniendo siete veces (la insistencia de Juan en el número 7) en labios de Jesús el verbo “permanecer”, entre los versículos 4 al 8.

A pesar de que al principio de la alegoría se nos presenta al Padre como el labrador, el énfasis del relato está en la relación entre la vid y los sarmientos, es decir, entre Jesús y sus discípulos; léase, nosotros. Y el vínculo, la savia que mantiene con vida a los sarmientos, es la Palabra de Jesús. Esa comunicación entre Jesús y nosotros a través de su Palabra es la que nos mantiene “limpios”, nos va “podando” constantemente para que demos fruto. Si nos alejamos de su Palabra, no podemos dar fruto; entonces el Labrador nos “arrancará”, nos tirarán afuera y nos secaremos, para luego ser recogidos y echados al fuego. Mateo nos presenta un lenguaje similar de parte de Jesús, cuando sus discípulos le dicen que los fariseos se habían escandalizado por sus palabras: “Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz” (Mt 15,14).

Jesús nos está invitando a seguirlo, pero ese seguimiento implica constancia, “permanencia”; permanencia en el seguimiento y permanencia en su Palabra. “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino” (Lc 9,62).  Como reiteramos constantemente, si no nos limitamos meramente a creer en Jesús, sino que le creemos a Jesús, entonces permaneceremos en Él, y Él permanecerá en nosotros; y todo lo que le pidamos se realizará. ¿Existe promesa mejor?