En este corto reflexionamos nuevamente sobre por qué invocamos la intercesión de la Santísima Virgen María en las Letanías como “causa de nuestra alegría”, haciendo una exhortación a ser portadores de esa alegría a todo el mundo.
Isaías, el profeta del Adviento, continúa dominando la liturgia para este tiempo tan especial. En la primera lectura de hoy (Is 29,17-24), el profeta anuncia que “pronto, muy pronto… oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos”. Ese prodigio, entre otros, se convertirá en el signo de que el Mesías ha llegado.
En el relato evangélico seguimos con Mateo, que nos presenta a Jesús abriendo los ojos de dos ciegos (Mt 9,27-31). Así se da el cumplimiento de la profecía de Isaías, lo que prueba que los tiempos mesiánicos ya han llegado con la persona de Jesús de Nazaret. Y como en tantos otros casos, la fe es un factor esencial para que se efectúe el milagro: “Jesús les dijo: ‘¿Creéis que puedo hacerlo?’ A lo que ellos replicaron: ‘Sí, Señor.’ Entonces les tocó los ojos, diciendo: ‘Que os suceda conforme a vuestra fe.’ Y se les abrieron los ojos”. A pesar de que Jesús les “ordenó severamente” que no contaran su curación milagrosa a nadie, ellos, “al salir, hablaron de él por toda la comarca”.
Los ciegos del relato creyeron en Jesús y creyeron que Él podía curar su ceguera. Y su fe fue recompensada. Tuvieron un encuentro personal con Jesús y sintieron su poder. La actitud de ellos de salir a contar a todos lo sucedido es la reacción natural de todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús. El que ha tenido esa experiencia siente un gozo, una alegría, que tiene que compartir con todo el que encuentra en su camino. Es la verdadera “alegría del cristiano”.
Nuestro problema es que muchas veces nos conformamos con una imagen estática de Jesús, nuestra relación con Él se limita a ritos, estampitas, imágenes y crucifijos, y no abrimos nuestros corazones para dejarle entrar, para tener un encuentro personal, íntimo, con Él, para sentir el calor de su abrazo; ese abrazo misericordioso en el que hallamos descanso para nuestras almas (Mt 11,29).
En ocasiones miramos a nuestro alrededor y vemos el caos, la violencia, el desamor que aparenta reinar en nuestro entorno, y pensamos que las promesas de Isaías no se han cumplido. Eso es señal de que no hemos tenido ese encuentro personal con Jesús, porque si lo hubiésemos tenido, estaríamos gritándolo a los siete vientos; y contagiaríamos a otros con ese gozo indescriptible hasta convertirlo en una epidemia de amor.
Apenas estamos comenzando el Adviento, y como nos dijera el papa emérito Benedicto XVI hace unos años, el Adviento “nos invita una vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de que Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como nosotros, para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su Luz en la noche”.
Que pasen un hermoso fin de semana; y no olviden visitar la Casa del Padre. Él y su Hijo les esperan para derramar su amor sobre ustedes, que es el Espíritu Santo.
El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy es la versión de Lucas (5,33-39) del pasaje en que los fariseos critican a Jesús porque sus discípulos, contrario a los de Juan, y a los de los propios fariseos, que ayunan y oran a menudo, se la pasan comiendo y bebiendo. A la crítica de los fariseos, Jesús responde: “¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?”. Luego añade dos parábolas cortas, la que propone que nadie remienda un paño viejo con una tela nueva, y la que propone que nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan y se pierden, tanto el vino, como los odres.
Anteriormente, comentando la versión de Mateo de este pasaje, nos habíamos concentrado en el primer anuncio de la pasión de Jesús y en las parábolas del paño y los odres viejos. Hoy nos limitaremos al significado de la frase: “¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?”
Para entender esta frase, tenemos que partir del hecho de que en el Antiguo Testamento el ayuno, especialmente del vino, eran signos de austeridad y penitencia ligados a la espera del Mesías prometido. Simbólicamente significaban que “los tiempos son malos, estamos insatisfechos, hemos perdido el gusto de vivir… que venga de una vez el tiempo de la consolación y de la alegría, cuando el mesías estará aquí”. Pero como todas las prácticas rituales de los fariseos, estos habían convertido también ese ayuno en algo externo, que no guardaba relación con la actitud interior.
Pero la contestación de Jesús va más allá. No solo hace referencia al verdadero significado de ese ayuno, sino que les dice que este ya no es necesario para sus discípulos porque “el novio está con ellos”. Es decir, los tiempos mesiánicos ya han llegado. No es tiempo de austeridad y privaciones; ¡el tiempo de la alegría y la celebración ha llegado!
Nosotros, los cristianos de hoy, no debemos olvidar que esos tiempos mesiánicos no terminaron con la muerte de Jesús. El tiempo de la alegría se ha perpetuado con la presencia de Jesús entre nosotros: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia” (Mt 28,20). ¡Jesús está vivo! Está presente entre nosotros en su Palabra, en la Eucaristía, cada vez que hay dos o más reunidos en su nombre (Mt 18,20). Y la verdadera alegría del cristiano consiste precisamente de saber que “el novio” está con nosotros; en amarlo y sentirnos amados por Él. Y eso no depende de ningún rito externo, ni de oraciones vacías, carentes de contenido espiritual. Ese es precisamente el fundamento de las críticas de Jesús contra los escribas y fariseos.
Por tanto, nuestra alegría más profunda ha de estar fundamentada en esa “presencia” de Novio entre nosotros. Por eso el papa Francisco no se cansa de repetir que la alegría es el “sello” del cristiano: “Un cristiano sin alegría no es cristiano. La alegría es como el sello del cristiano, también en el dolor, en las tribulaciones, aun en las persecuciones”. ¡Que viva el Novio!
La primera lectura de la liturgia para hoy (Hc
18,23-28) nos presenta a Pablo emprendiendo su tercer viaje misionero. Nos dice
el relato que recorrió Galacia y Frigia “animando a los discípulos”. Pablo, el
evangelizador incansable. “¡Ay de mí si no evangelizo!” (1 Cor 9,16). Desde su
encuentro con el Resucitado en el camino a Damasco, donde fue inundado por el
Amor infinito de Jesús (que es a su vez el amor del Padre, y que entre ambos
dan vida al Espíritu Santo), no ha tenido otra misión en la vida que compartir
ese amor con todo el que se cruza en su camino. Y esa tiene que ser la misión
de todo bautizado, de todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús (Cfr. Mc 15,15).
Se trata de esa alegría desbordante producto
de saberse amado; un gozo que se nos sale por los poros y que todo el que se
nos acerca la nota, y quiere “de eso”. La mejor y más efectiva evangelización. El
papa Francisco nos ha dicho que “el gozo del cristiano no es la alegría que proviene
de un momento, sino un don del Señor que llena el interior”. Se trata de un
gozo que, según sus palabras, “es como ‘una unción del Espíritu y se encuentra
en la seguridad de que Jesús está con nosotros y con el Padre’”.
Y esa alegría, la verdadera alegría del
cristiano, no es algo para quedárnoslo; tenemos que compartirla, porque, como nos
dice el papa Francisco, “si queremos tenerlo solo para nosotros al final se
enferma y nuestro corazón se encoge un poco, y nuestra cara no transmite aquel
gran gozo sino aquella nostalgia, aquella melancolía que no es sana”.
Pablo irradiaba ese “enamoramiento” que todo
cristiano debe sentir al caminar acompañado de su Amado. Ese fue el secreto de
su éxito. Y a ti, ¿se te nota?
Pero la lectura va más allá, luego de
mostrarnos a Pablo partiendo de misión, nos presenta la figura de Apolo, judío
natural de Alejandría y llegado de Éfeso. Aunque solo conocía el bautismo de
Juan, había sido expuesto a la vida y doctrina de Jesús, la cual exponía
públicamente en la sinagoga. Cuando Priscila y Aquila oyeron hablar de Apolo, “lo
tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino de Dios”, es
decir, ayudaron en su formación. De ahí salió a continuar predicando, pero
ahora con mayor corrección doctrinal.
Este detalle nos muestra otra característica
que debe tener todo bautizado que haya tenido es encuentro personal con Jesús:
No solo tenemos el deber de formarnos y evangelizar a otros, sino que en la
medida de nuestras capacidades tenemos la obligación de formar a otros para que
lleven el mensaje correcto, para que estos, a su vez, formen a otros. Así es
como la tradición apostólica, aquella predicación de las primeras comunidades
cristianas, ha perdurado a través de la historia y llegado hasta nosotros. De
ahí mi insistencia en la formación del Pueblo de Dios, aún a costa de grandes
sacrificios.
La Iglesia es misionera, evangelizadora, por
definición. Si no “sale” a predicar el Evangelio se estanca, se enferma, se
encoge, y termina desapareciendo (Evangelii
Nuntiandi – Pablo VI). ¿Y quiénes conforman la Iglesia? Nosotros, el “Pueblo
de Dios” (Lumen Gentium, 9-12). ¡Anda!
¿Qué estás esperando?
“Esto les mando: que se amen unos a otros”.
Con este mandato de parte de Jesús comienza y cierra el evangelio para hoy (Jn
15,12-17). Es con este mandamiento que Jesús “lleva a plenitud la ley”, y nos
libera de aquella “pesada carga” en que los fariseos y sacerdotes de su tiempo
habían convertido la Ley de Moisés. Ya no se trata de un mero cumplimiento
ritualista, se trata de entender y cumplir los mandamientos desde una nueva
óptica; la óptica del amor, conscientes de que hemos sido elegidos por Dios,
por mera gratuidad, por amor, con todos nuestros defectos. Y Él mismo nos ha
destinado para que vayamos y prodiguemos ese amor y demos fruto, y nuestro
fruto perdure.
Este celo de dar a conocer la Buena Nueva del
Reino de Dios, que está cimentado en el amor, es lo que impulsa a los apóstoles
en la primera lectura de hoy (Hc 15,22-31) a enviarles una palabra de aliento a
aquellos primeros cristianos de Antioquía que estaban angustiados ante las
pretensiones de los judaizantes y los fariseos convertidos al cristianismo,
quienes predicaban que los paganos que se convertían tenían que observar las
leyes y preceptos judíos, incluyendo la circuncisión. Ellos se sintieron amados
por Dios, y ese amor es tan intenso que hay que compartirlo con todos, sin
importar que sean “diferentes”.
Y el que dispensa ese amor es el Espíritu
Santo que, como hemos dicho anteriormente, es el Amor que se profesan el Padre
y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese Espíritu fue el que llevó a los
participantes de aquél primer sínodo de Jerusalén a decidir que no era
necesario “judaizarse” para hacerse cristiano; que bastaba con creer en Jesús y
en la Buena Noticia del Reino para pertenecer a la Iglesia, el nuevo Pueblo de
Dios. Por eso preceden su mensaje con las palabras: “Hemos decidido, el
Espíritu Santo y nosotros,…”
El mensaje de Jesús es sencillo: “Esto les
mando: que se amen unos otros”. En ese corto mensaje está encerrada toda su doctrina.
Porque su Palabra es la fuente inagotable de alegría; de la verdadera “alegría
del cristiano”. Por eso la primera lectura nos dice que: “Al leer aquellas
palabras alentadoras, se alegraron mucho”.
“Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros”…
¿Invocas al Espíritu Santo cada vez que tienes que tomar una decisión
importante? ¿Te acercas con humildad a María, la madre de Jesús, la
“sobreabundante”, para que comparta contigo esa Gracia divina que ha hecho
maravillas en ella (Cfr. Lc 2,49)?
Hoy Jesús continúa diciéndonos lo mismo: “Esto
les mando: que se amen unos a otros”. ¿De verdad crees en Jesús y le crees a
Jesús? ¡Que se te note!
La lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Jn 15,9-11) es continuación de la de ayer, que situábamos en
la sobremesa de la última cena, que Juan nos presenta, no como la cena pascual
de los sinópticos, sino como una cena de despedida que se celebra el día de la
preparación de la pascua. El pasaje que contemplamos hoy forma parte del
“discurso de despedida” de Jesús. Jesús aprovecha este discurso para afianzar
la fe de sus discípulos como preparación para la misión que les espera. Ayer
veíamos la insistencia de Jesús a sus discípulos para que permanecieran en Él.
Hoy les profesa su amor infinito e
incondicional; amor que se compara con el que el Padre le profesa a Él, subrayando
que permanecer en Él significa permanecer en Su amor: “Como el Padre me ha
amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi
Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté
en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”…
Si no viniera de labios de Jesús, diríamos que es mentira, parece increíble. ¡Jesús
nos está diciendo que nuestra unión amorosa con Él es comparable a la de Él con
el Padre! Tratemos por un momento de imaginar la magnitud de ese amor entre el
Padre y el Hijo. Sí, ese mismo amor que se derrama sobre nosotros y tiene
nombre y apellido: Espíritu Santo.
Ese anuncio del amor de Dios es el núcleo
central del mensaje evangélico. Piet Van
Breemen nos dice que “si yo me sé amado por Dios, su amor llenará mi
corazón y se desbordará, porque un corazón humano es demasiado pequeño para
contenerlo todo entero. Así amaré a mi prójimo con ese mismo amor”.
Jesús nos está pidiendo que “permanezcamos”
(otra vez ese verbo), no solo en Él, sino en Su amor. Pero como siempre, no nos
obliga, reconoce y respeta nuestro libre albedrío. Nos dice que “si” guardamos
sus mandamientos, permanecemos en Su amor. Para recalcar la identidad entre el
amor que el Padre le tiene y el que Él nos tiene, no nos pide nada que Él mismo
no esté dispuesto a hacer: “lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi
Padre y permanezco en su amor”. Como siempre, Jesús nos muestra el camino a
seguir (“Yo soy el Camino”), nos proporciona el modelo.
Ese “si…”, esa condición sujeta a nuestra libertad
es la que va a determinar nuestra relación, nuestra unión con Dios. Jesús nos
promete Su alegría, llevada a plenitud: “para que mi alegría esté en vosotros,
y vuestra alegría llegue a plenitud.” Se trata del gozo eterno que podemos
comenzar a disfrutar desde ahora. ¿Te animas?
Señor Jesús, ayúdanos a permanecer en Tu amor,
de la misma manera que Tú has guardado fielmente los mandamientos del Padre y
permaneces en Su amor. Así encontraremos Tu alegría y la podremos llevar a su
plenitud.
La liturgia para este segundo domingo de
Cuaresma nos presenta la versión de Lucas de la Transfiguración del Señor (Lc
9,28b-36). Comienza la narración con Jesús tomado a sus discípulos más íntimos,
sus “amigos” inseparables, Pedro, Santiago y Juan, con quienes compartió
experiencias especiales (como la de hoy), subiendo a lo alto de la montaña a
orar.
La oración, uno de los rasgos distintivos de
Jesús. Los relatos evangélicos nos muestran a Jesús orando en los momentos más
importantes de su vida, y antes de tomar cualquier decisión importante. Toda la
vida de Jesús transcurrió en un ambiente de oración. Su vida se nutría de ese
diálogo constante con el Padre. Así, por ejemplo, lo vemos orando en el momento
de su bautismo (Lc 3,22), antes de la elección de los “doce” (Lc 6,12), ante la
tumba de su amigo Lázaro antes de revivirlo (Jn 11,41b-42), al curar al
endemoniado epiléptico (Mc 9,28-29), en la oración de acción de gracias que
precedió la institución de la Eucaristía, en el huerto de Getsemaní (Mt
26,36-44), al pedir por sus victimarios (Lc 23,34), y al momento de entregar su
vida por nosotros (Mt 27,66; Cfr. Sal
22,2;).
Durante el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos
invita a retomar la práctica de la oración.
Hoy encontramos a Jesús nuevamente “orando” en el monte Tabor junto a
sus discípulos, y vemos cómo, estando en oración, se “transfiguró”. ¡El poder
de la oración! Sí, Jesús se transfiguró por el poder de la oración. Y Jesús
había invitado a sus amigos a acompañarle para que fueran testigos de esa
manifestación de la Gloria de Dios.
Nos dice el pasaje que contemplamos hoy que “mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos”. Del
mismo modo la oración puede “transfigurar” nuestras almas, permitiéndonos
participar de la Gloria de Dios, convirtiéndonos en otros “cristos”. Ese es el
mejor testimonio de nuestra fe, pues todo el que nos vea notará algo “distinto”
en nuestro rostro; tal vez esa sonrisa inconfundible que refleja la verdadera
“alegría del cristiano” que solo puede ser producto de haber tenido un
encuentro con Dios.
Era también en la oración que Jesús encontraba
la fuerza para continuar y completar su misión. Y esa fuerza emanaba del amor
del Padre. Como decía santa Teresa de Jesús: “La oración no es problema de
hablar o de sentir, sino de amar”. De igual modo, la oración es la “gasolina”
que nos permite seguir adelante en la misión que el Señor ha encomendado a cada
cual. De ella nos nutrimos y en ella encontramos el bálsamo que sana nuestras
heridas y alivia nuestros pesares, al sentirnos arropados por ese Amor
incondicional del Padre que se derrama sobre nosotros en la oración fervorosa.
Hoy, pidamos al Señor que nos transfigure en
la oración, para que Su luz ilumine nuestros rostros, de manera que podamos
convertirnos en “faros” que aparten las tinieblas y arrojen un rayo de
esperanza que guíe a nuestros hermanos hacia Él. Por Jesucristo nuestro Señor.
Isaías, el profeta del Adviento, continúa
dominando la liturgia para este tiempo tan especial. En la primera lectura de
hoy (Is 29,17-24), el profeta anuncia que “pronto, muy pronto… oirán los sordos
las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los
ciegos”. Ese prodigio, entre otros, se convertirá en el signo de que el Mesías
ha llegado.
En el relato evangélico seguimos con Mateo,
que nos presenta a Jesús abriendo los ojos de dos ciegos (Mt 9,27-31). Así se
da el cumplimiento de la profecía de Isaías, lo que prueba que los tiempos
mesiánicos ya han llegado con la persona de Jesús de Nazaret. Y como en tantos
otros casos, la fe es un factor esencial para que se efectúe el milagro: “Jesús
les dijo: ‘¿Creéis que puedo hacerlo?’ A lo que ellos replicaron: ‘Sí, Señor.’
Entonces les tocó los ojos, diciendo: ‘Que os suceda conforme a vuestra fe.’ Y
se les abrieron los ojos”. A pesar de que Jesús les “ordenó severamente” que no
contaran su curación milagrosa a nadie, ellos, “al salir, hablaron de él por
toda la comarca”.
Los ciegos del relato creyeron en Jesús y
creyeron que Él podía curar su ceguera. Y su fe fue recompensada. Tuvieron un
encuentro personal con Jesús y sintieron su poder. La actitud de ellos de salir
a contar a todos lo sucedido es la reacción natural de todo el que ha tenido un
encuentro personal con Jesús. El que ha tenido esa experiencia siente un gozo,
una alegría, que tiene que compartir con todo el que encuentra en su camino. Es
la verdadera “alegría del cristiano”.
Nuestro problema es que muchas veces nos
conformamos con una imagen estática de Jesús, nuestra relación con Él se limita
a ritos, estampitas, imágenes y crucifijos, y no abrimos nuestros corazones
para dejarle entrar, para tener un encuentro personal, íntimo, con Él, para
sentir el calor de su abrazo; ese abrazo misericordioso en el que hallamos
descanso para nuestras almas (Mt 11,29).
En ocasiones miramos a nuestro alrededor y
vemos el caos, la violencia, el desamor que aparenta reinar en nuestro entorno,
y pensamos que las promesas de Isaías no se han cumplido. Eso es señal de que
no hemos tenido ese encuentro personal con Jesús, porque si lo hubiésemos
tenido, estaríamos gritándolo a los siete vientos; y contagiaríamos a otros con
ese gozo indescriptible hasta convertirlo en una epidemia de amor.
Apenas estamos comenzando el Adviento, y como
nos dijera el papa emérito Benedicto XVI hace unos años, el Adviento “nos
invita una vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de
que Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como
nosotros, para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige que
también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A
través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el
mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su Luz en
la noche”.
Que pasen un hermoso fin de semana; y no
olviden visitar la Casa del Padre. Él y su Hijo les esperan para derramar su
amor sobre ustedes, que es el Espíritu Santo.
El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy es la versión de Lucas (5,33-39) del pasaje en que los fariseos critican a Jesús porque sus discípulos, contrario a los de Juan, y a los de los propios fariseos, que ayunan y oran a menudo, se la pasan comiendo y bebiendo. A la crítica de los fariseos, Jesús responde: “¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?”. Luego añade dos parábolas cortas, la que propone que nadie remienda un paño viejo con una tela nueva, y la que propone que nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan y se pierden, tanto el vino, como los odres.
Hoy nos limitaremos al significado de la frase: “¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?”
Para entender esta frase, tenemos que partir
del hecho de que en el Antiguo Testamento el ayuno, especialmente del vino,
eran signos de austeridad y penitencia ligados a la espera del Mesías
prometido. Simbólicamente significaban que “los tiempos son malos, estamos
insatisfechos, hemos perdido el gusto de vivir… que venga de una vez el
tiempo de la consolación y de la alegría, cuando el mesías estará aquí”. Pero
como todas las prácticas rituales de los fariseos, estos habían convertido
también ese ayuno en algo externo, que no guardaba relación con la actitud
interior.
Pero la contestación de Jesús va más allá. No
solo hace referencia al verdadero significado de ese ayuno, sino que les dice
que este ya no es necesario para sus discípulos porque “el novio está con
ellos”. Es decir, los tiempos mesiánicos ya han llegado. No es tiempo de
austeridad y privaciones; ¡el tiempo de la alegría y la celebración ha llegado!
Nosotros, los cristianos de hoy, no debemos
olvidar que esos tiempos mesiánicos no terminaron con la muerte de Jesús. El
tiempo de la alegría se ha perpetuado con la presencia de Jesús entre nosotros:
“Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia” (Mt 28,20).
¡Jesús está vivo! Está presente entre nosotros en su Palabra, en la Eucaristía,
cada vez que hay dos o más reunidos en su nombre (Mt 18,20). Y la verdadera
alegría del cristiano consiste precisamente de saber que “el novio” está con
nosotros; en amarlo y sentirnos amados por Él. Y eso no depende de ningún rito
externo, ni de oraciones vacías, carentes de contenido espiritual. Ese es
precisamente el fundamento de las críticas de Jesús contra los escribas y
fariseos.
Por tanto, nuestra alegría más profunda ha de
estar fundamentada en esa “presencia” de Novio entre nosotros. Por eso el papa
Francisco no se cansa de repetir que la alegría es el “sello” del cristiano: “Un
cristiano sin alegría no es cristiano. La alegría es como el sello del
cristiano, también en el dolor, en las tribulaciones, aun en las persecuciones”.
¡Que viva el Novio!
La primera lectura de la liturgia para hoy (Hc
18,23-28) nos presenta a Pablo emprendiendo su tercer viaje misionero. Nos dice
el relato que recorrió Galacia y Frigia “animando a los discípulos”. Pablo, el
evangelizador incansable. “¡Ay de mí si no evangelizo!” (1 Cor 9,16). Desde su
encuentro con el Resucitado en el camino a Damasco, donde fue inundado por el
Amor infinito de Jesús (que es a su vez el amor del Padre, y que entre ambos
dan vida al Espíritu Santo), no ha tenido otra misión en la vida que compartir
ese amor con todo el que se cruza en su camino. Y esa tiene que ser la misión
de todo bautizado, de todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús (Cfr. Mc 15,15).
Se trata de esa alegría desbordante producto
de saberse amado; un gozo que se nos sale por los poros y que todo el que se
nos acerca la nota, y quiere “de eso”. La mejor y más efectiva evangelización. El
papa Francisco nos ha dicho que “el gozo del cristiano no es la alegría que proviene
de un momento, sino un don del Señor que llena el interior”. Se trata de un
gozo que, según sus palabras, “es como ‘una unción del Espíritu y se encuentra
en la seguridad de que Jesús está con nosotros y con el Padre’”.
Y esa alegría, la verdadera alegría del
cristiano, no es algo para quedárnoslo; tenemos que compartirla, porque, como nos
dice el papa Francisco, “si queremos tenerlo solo para nosotros al final se
enferma y nuestro corazón se encoge un poco, y nuestra cara no transmite aquel
gran gozo sino aquella nostalgia, aquella melancolía que no es sana”.
Pablo irradiaba ese “enamoramiento” que todo
cristiano debe sentir al caminar acompañado de su Amado. Ese fue el secreto de
su éxito. Y a ti, ¿se te nota?
Pero la lectura va más allá, luego de
mostrarnos a Pablo partiendo de misión, nos presenta la figura de Apolo, judío
natural de Alejandría y llegado de Éfeso. Aunque solo conocía el bautismo de
Juan, había sido expuesto a la vida y doctrina de Jesús, la cual exponía
públicamente en la sinagoga. Cuando Priscila y Aquila oyeron hablar de Apolo, “lo
tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino de Dios”, es
decir, ayudaron en su formación. De ahí salió a continuar predicando, pero
ahora con mayor corrección doctrinal.
Este detalle nos muestra otra característica
que debe tener todo bautizado que haya tenido es encuentro personal con Jesús:
No solo tenemos el deber de formarnos y evangelizar a otros, sino que en la
medida de nuestras capacidades tenemos la obligación de formar a otros para que
lleven el mensaje correcto, para que estos, a su vez, formen a otros. Así es
como la tradición apostólica, aquella predicación de las primeras comunidades
cristianas, ha perdurado a través de la historia y llegado hasta nosotros. De
ahí mi insistencia en la formación del Pueblo de Dios, aún a costa de grandes
sacrificios.
La Iglesia es misionera, evangelizadora, por
definición. Si no “sale” a predicar el Evangelio se estanca, se enferma, se
encoge, y termina desapareciendo (Evangelii
Nuntiandi – Pablo VI). ¿Y quiénes conforman la Iglesia? Nosotros, el “Pueblo
de Dios” (Lumen Gentium, 9-12). ¡Anda!
¿Qué estás esperando?