REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA OCTAVA DE PASCUA 22-04-13

Maria Magdalena en el sepulcro

Como habíamos adelantado ayer, los pasajes evangélicos que vamos a contemplar durante la Octava de Pascua nos narran las apariciones de Jesús a sus discípulos luego de su gloriosa resurrección.

Hoy la liturgia nos presenta la versión de Juan de la aparición de Jesús a María Magdalena (Jn 20,11-18). En los versículos anteriores María había encontrado que la piedra que cubría el sepulcro había sido removida, había ido a avisarles a Pedro y a Juan, estos habían llegado y habían encontrado el sepulcro vacío (vv. 1-10). Al regresarse a casa los discípulos, María se quedó llorando junto al sepulcro.

Al asomarse al sepulcro vio dos ángeles en donde había estado el cuerpo del Señor. “Ellos le preguntan: ‘Mujer, ¿por qué lloras?’ Ella les contesta: ‘Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto’”. Vemos que el llanto de María se ve acentuado por la ausencia del cadáver. Ya no solo llora por la muerte de Jesús, sino porque no sabe dónde está su cadáver. No podría sentirse más “abandonada”.

Jesús lo había adelantado: “Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar;… Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20). Y esa Palabra no se hizo esperar. Estando María ahogada en llanto se le presenta Jesús y le dice: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Pero María no lo reconoce (Jesús estaba con su cuerpo glorificado) y le confunde con el jardinero, diciéndole que si él se ha llevado el cadáver que le diga dónde está para ir a recogerlo. Un acto de misericordia y caridad.

Hasta este momento toda la conversación, tanto con los ángeles como con Jesús, ha trascurrido en un plano impersonal, se le ha llamado por el apelativo de “mujer”, tal vez reflejo del vacío y la tristeza que ella experimentaba en su corazón. Ese mismo vacío que sintió María Magdalena, lo sentimos nosotros en nuestros corazones cuando estamos en pecado. En ese momento nuestra alma está tan vacía como lo estuvo aquel sepulcro hace casi dos mil años. Jesús no está y no lo podemos encontrar…

Pero todo cambia cuando Jesús se le revela y la llama por su nombre: “¡María!” En ese momento se le abren los ojos del alma, y su vacío y tristeza se convierten en gozo, y reconoce a Jesús: “¡Rabboni!”. Trato de imaginar lo que María debe haber sentido en ese momento. Sentiría que su pecho iba a estallar; no encontraría palabras para expresar su alegría, por eso trata de abrazarlo y Jesús no se lo permite: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre”. Y le envía a dar la buena noticia a sus hermanos.

Del mismo modo, cuando nuestra alma está vacía por causa del pecado, cuando no encontramos a Jesús dentro de nosotros o, como María, lo vemos pero no le reconocemos, si nos arrepentimos de corazón y lloramos nuestra culpa, Jesús nos llamará por nuestro propio nombre. Y entonces se nos abrirán los ojos del alma y le reconoceremos. Pero a diferencia de María, quien no pudo abrazar al Resucitado porque todavía no había subido al Padre, nosotros sí podemos fundirnos con Él en el abrazo más amoroso imaginable. Y saldremos con júbilo a decir a nuestros hermanos: ¡Él vive!

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR 20-04-14

No está aquí, ha resucitado grande med ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!

Hoy es el día más importante en la liturgia de la Iglesia. Celebramos el hecho salvífico más importante en la historia de la humanidad. Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho el regalo de la Resurrección, que hace realidad la promesa de vida eterna. “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14). La Resurrección, y el encuentro con el Resucitado, fueron los eventos que hicieron comprender a los apóstoles todo lo que el Señor les había anunciado pero que ellos no habían comprendido a cabalidad.

Hoy la liturgia nos propone dos lecturas evangélicas alternas (Jn 20,1-9 y Mt 28,1-10). Ambas nos presentan la versión de cada evangelista de lo ocurrido en aquella mañana gloriosa en que Jesús resucitó. El año pasado reflexionamos sobre la versión de Juan, así que hoy comentaremos la narración de Mateo, que es la misma que leyéramos anoche en la Vigilia Pascual.

Nos narra Mateo que las mismas mujeres que estuvieron presentes en la sepultura (María Magdalena y “la otra María”) se dirigieron a visitar el sepulcro, y al llegar al lugar fueron testigos de cómo un ángel del Señor hizo rodar la piedra que lo cubría.

“El Ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: ‘Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba. Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis». Ya os lo he dicho.’ Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: ‘¡Alegraos!’ (otras versiones dicen “Paz a ustedes” y otras “¡Dios os guarde!”). Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: ‘No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán’”.

Este pasaje nos presenta los dos signos de la Resurrección, el negativo (el sepulcro vacío) y el positivo (la aparición de Jesús). No hay duda, ¡Jesús ha resucitado! Lo que el ángel les había anunciado de palabra (¡no está aquí, ha resucitado!) ellas lo comprueban al ver el sepulcro vacío, y esa certeza se reafirma en el encuentro con el Resucitado.

Jesús ha vencido la muerte. De ese modo el Padre no permitió que su cuerpo experimentara la corrupción (Cfr. Hc 13,37; Sal 16,10). La muerte no tendrá más poder sobre nosotros. Lo que aparentaba ser una derrota fue utilizada por Dios para convertir la oscuridad de la noche de aquel primer Sábado Santo en el glorioso amanecer del Domingo de Resurrección. Y si creemos en Jesús y creemos en su Palabra (i.e., tenemos fe), tenemos la certeza de que nosotros también hemos de resucitar tal y como Él lo hizo (Cfr. Jn 5,28-29).

Todos somos llamados a ser testigos de la Resurrección. Por eso en la celebración eucarística exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven Señor Jesús!” Y al igual que aquellas mujeres partieron presurosas a comunicar la buena noticia de la Resurrección a los discípulos, nosotros tenemos que salir de allí a proclamar nuestra fe pascual a toda la humanidad.

Ha resucitado, ¡Aleluya, aleluya, aleluya!

Feliz Pascua de Resurrección a todos…

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA DE NUESTRA SEÑORA DE FÁTIMA 13-05-13

Virgen de Fatima

Hoy es 13 de mayo, fecha en que la Iglesia conmemora la aparición de la Virgen María a los niños Lucía, Jacinta y Francisco en un lugar llamado Cova de Iría (Ensenada de Irene), cerca de Fátima, Portugal, aparición que dio origen a la advocación de Nuestra Señora de Fátima.

La primera aparición estuvo precedida por varias apariciones de un ángel que exhortó a los niños a orar repitiendo las siguientes palabras: “Mi Dios, yo creo en ti, yo te adoro, yo te espero y yo te amo. Te pido perdón por los que no creen, no te adoran, no te esperan y no te aman”. Después de repetir esta oración tres veces, el ángel les dijo: “Oren de esta forma. Los corazones de Jesús y María están listos para escucharlos”.

Me llama la atención el hecho de que cuando el ángel del Señor se apareció a los niños les dijo: “No tengan miedo. Soy el ángel de la paz. Oren conmigo”. “No tengan miedo”. Las mismas palabras que el ángel le dijo a María en la Anunciación (Lc 1,30).

El 13 de mayo de 1917, casi ocho meses después de la última aparición del ángel, mientras pastoreaban el rebaño de su familia en la Cova de Iría, la Santísima Virgen se le apareció a los niños bajo el nombre de Nuestra Señora del Rosario. De hecho, el primer mensaje de la Virgen a los niños fue que rezaran el Santo Rosario todos los días para traer la paz al mundo. Para ese tiempo la Primera Guerra Mundial estaba en pleno apogeo.

Pero tal vez la aparición más conocida, por lo espectacular y por el número de testigos (unas 70,000 personas), fue la última, que ocurrió el 13 de octubre de 1917, en el mismo lugar. Es el llamado “milagro de cielo de Fátima” o el “milagro del sol”. Este suceso se considera el fenómeno sobrenatural más grande del siglo XX.

Según los múltiples relatos del suceso, luego de una lluvia torrencial el sol salió, y ante la mirada atónita de los presentes, giró tres veces sobre sí mismo mientras emitía luces de múltiples colores, dando la impresión de que iba a caer sobre ellos, lo que provocó que muchos gritaran de miedo. Mientras esto sucedía, los niños videntes tuvieron visiones de San José con el Niño, Nuestra Señora de los Dolores, y Nuestra Señora del Carmen. Este fenómeno del sol duró aproximadamente diez minutos, y al terminar, las ropas de todos los presentes, que se habían empapado con la lluvia torrencial, estaban totalmente secas, al igual que el suelo del lugar.

Pidamos a Nuestra Señora de Fátima que nos ayude a perseverar en el rezo del Santo Rosario, y que lleve nuestras súplicas a su Hijo para que el mundo alcance la paz que tanto anhelamos, sobre todo en Asia y el Mediano Oriente. Repitamos la oración que el ángel enseñó a los pastorcitos: “Mi Dios, yo creo en ti, yo te adoro, yo te espero y yo te amo. Te pido perdón por los que no creen, no te adoran, no te esperan y no te aman”. Amén.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA OCTAVA DE PASCUA 04-04-13

El relato evangélico que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 24,35-48) es continuación del que leíamos ayer. Estaban los discípulos a quienes Jesús se les apareció en el camino de Emaús contando a los Once lo sucedido, “cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: ‘Paz a vosotros’”.

Los presentes se quedaron atónitos y llenos de miedo, pues “creían ver un fantasma”. Veían, pero sus cerebros se negaban a aceptar lo que estaban viendo. ¡Cuántas veces nos sucede que, al presenciar un milagro, comenzamos a buscar toda clase de explicación “lógica”, antes de aceptar que ha sido obra de Dios! Vemos y no creemos, porque vemos con los ojos del cuerpo y no con los ojos de la fe.

Resulta curioso que el relato no nos dice cómo Jesús llegó a allí, cómo se “apareció” entre los discípulos. ¡Ese detalle no tiene relevancia alguna ante el hecho trascendente de que Jesús está allí! Sí, el Jesús de Nazaret que caminó junto a ellos, que compartió con ellos la mesa, que les instruyó, es el mismo que el Resucitado.

Jesús percibe el miedo y el asombro de los discípulos, y quiere animarlos para que no quede duda, para que puedan ser testigos de su Resurrección. Por eso, después de mostrarle las heridas, “como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ‘¿Tenéis ahí algo de comer?’ Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. El relato quiere enfatizar que el Resucitado es real, que se trata de la misma persona que Jesús de Nazaret; que no se trata de un invento ni un cuento de camino. Jesús de Nazaret ha resucitado y sus discípulos, especialmente los Once, cuya presencia enfatiza el relato de Lucas, son testigos de ello. Cómo Jesús, con su cuerpo glorificado es capaz de comer, es un misterio que escapa a nuestro entendimiento humano, pero con ese gesto se quiere establecer que Jesús está real y verdaderamente frente a sus discípulos.

Y al igual que lo hizo con los de Emaús, les explica lo que sobre su persona dicen las Escrituras, desde Moisés hasta los profetas, y cómo todo se cumplía en Él. Nos dice el pasaje que Jesús entonces “les abrió el entendimiento para comprender las escrituras”, añadiendo al final: “Vosotros sois testigos de esto”. Una vez más Jesús enfatiza la relación entre Él y las Escrituras, y el testimonio de los que creen en Él. Esta es la última aparición de Jesús en el evangelio según san Lucas, que el autor coloca justo antes de su Ascensión.

Antes de ascender, en el versículo que sigue al pasaje de hoy, Jesús les reitera la promesa del Espíritu Santo que recibirán en Pentecostés: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”.

Es el Espíritu quien les dará la fortaleza para ser testigos: “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8).

La misma promesa aplica a todos los que profesamos nuestra fe en el Resucitado. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA OCTAVA DE PASCUA 03-04-13

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Continuamos nuestro camino en la Octava de Pascua con las apariciones del Resucitado a sus discípulos. Hoy la liturgia nos brinda la narración de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35).

El relato nos presenta a dos discípulos que salían de Jerusalén rumbo a una aldea llamada Emaús. Iban decepcionados, alicaídos. El Mesías en quien habían puesto todas sus esperanzas había muerto. Habían oído decir que estaba vivo, pero no parecían estar muy convencidos. En otras palabras, les faltaba fe o, al menos, esta se había debilitado con la experiencia traumática de la Pasión y muerte de Jesús.

Jesús sabe lo que van hablando; Él conoce nuestros corazones. Aun así, se acerca a ellos y les pregunta. Ellos no le reconocen, sus ojos están cegados por los acontecimientos. Le relatan sus experiencias y comparten con Él su tristeza y desilusión. Jesús los confronta con las Escrituras: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?” Pero no se limitó a eso. Con toda su paciencia se sentó a explicarles lo que de Él decían las Escrituras, “comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas”.

Ellos se interesan por lo que está diciéndoles aquél “forastero” que encontraron en el camino. No quieren que se marche. Se sienten atraídos hacia Él, pero todavía no le reconocen. Más adelante, luego de reconocerle, dirán cómo les “ardía el corazón” cuando les hablaba y les explicaba las Escrituras.

Le invitan a compartir la cena con ellos. Allí, “sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Ese gesto de Jesús, el mismo que compartió con sus discípulos en la última cena, hizo que se les abrieran los ojos de la fe. El relato continúa diciéndonos que tan pronto le reconocieron, Jesús “desapareció”. Desapareció de su vista física, pero habían tenido la oportunidad de ver el cuerpo glorificado del Resucitado, y esa “presencia”permaneció con ellos, al punto que regresaron a Jerusalén a informar lo ocurrido a los “once” y sus compañeros, quienes ya estaban diciendo “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”.

Este pasaje está tan lleno de símbolos, que resulta imposible abordarlos todos en este espacio limitado. Nos limitaremos a comparar el camino de Emaús con nuestra propia vida, y el encuentro de estos con Jesús, con la Eucaristía.

Durante nuestro diario vivir, nos enfrentamos a los avatares que la vida nos lanza, ilusiones, decepciones, alegrías, fracasos. Y nuestra vista se va nublando al punto que nos imposibilita ver a Jesús que camina a nuestro lado.

Llegado el domingo, nos congregamos para la celebración eucarística y, al igual que los discípulos de Emaús, primero escuchamos las Escrituras y se nos explican. Eso hace que “arda nuestro corazón”. Finalmente, en la liturgia eucarística que culmina la celebración, nuestros ojos se abren y reconocemos al Resucitado. Es entonces que exclamamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”. Y al igual que ocurrió a aquellos discípulos, Jesús “desaparece” de nuestra vista, pero su presencia, y el gozo que esta produce, permanecen en nuestros corazones. De ahí salimos con júbilo a enfrentar la aventura de la vida con nuevos bríos, y a proclamar: “¡Él vive!”

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA OCTAVA DE PASCUA 02-04-13

Maria Magdalena sepulcro

Como habíamos adelantado ayer, los pasajes evangélicos que vamos a contemplar durante la Octava de Pascua nos narran las apariciones de Jesús a sus discípulos luego de su gloriosa resurrección.

Hoy la liturgia nos presenta la versión de Juan de la aparición de Jesús a María Magdalena (Jn 20,11-18). En los versículos anteriores María había encontrado que la piedra que cubría el sepulcro había sido removida, había ido a avisarles a Pedro y a Juan, estos habían llegado y habían encontrado el sepulcro vacío (vv. 1-10). Al regresarse a casa los discípulos, María se quedó llorando junto al sepulcro.

Al asomarse al sepulcro vio dos ángeles en donde había estado el cuerpo del Señor. “Ellos le preguntan: ‘Mujer, ¿por qué lloras?’ Ella les contesta: ‘Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto’”. Vemos que el llanto de María se ve acentuado por la ausencia del cadáver. Ya no solo llora por la muerte de Jesús, sino porque no sabe dónde está su cadáver. No podría sentirse más “abandonada”.

Jesús lo había adelantado: “Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar;… Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20). Y esa Palabra no se hizo esperar. Estando María ahogada en llanto se le presenta Jesús y le dice: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Pero María no lo reconoce (Jesús estaba con su cuerpo glorificado) y le confunde con el jardinero, diciéndole que si él se ha llevado el cadáver que le diga dónde está para ir a recogerlo. Un acto de misericordia y caridad.

Hasta este momento toda la conversación, tanto con los ángeles como con Jesús, ha trascurrido en un plano impersonal, se le ha llamado por el apelativo de “mujer”, tal vez reflejo del vacío y la tristeza que ella experimentaba en su corazón. Ese mismo vacío que sintió María Magdalena, lo sentimos nosotros en nuestros corazones cuando estamos en pecado. En ese momento nuestra alma está tan vacía como lo estuvo aquel sepulcro hace casi dos mil años. Jesús no está y no lo podemos encontrar…

Pero todo cambia cuando Jesús se le revela y la llama por su nombre: “¡María!” En ese momento se le abren los ojos del alma, y su vacío y tristeza se convierten en gozo, y reconoce a Jesús: “¡Rabboni!” Trato de imaginar lo que María debe haber sentido en ese momento. Sentiría que su pecho iba a estallar; no encontraría palabras para expresar su alegría, por eso trata de abrazarlo y Jesús no se lo permite: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre”. Y le envía a dar la buena noticia a sus hermanos.

Del mismo modo, cuando nuestra alma está vacía por causa del pecado, cuando no encontramos a Jesús dentro de nosotros o, como María, lo vemos pero no le reconocemos, si nos arrepentimos de corazón y lloramos nuestra culpa, Jesús nos llamará por nuestro propio nombre. Y entonces se nos abrirán los ojos del alma y le reconoceremos. Pero a diferencia de María, quien no pudo abrazar al Resucitado porque todavía no había subido al Padre, nosotros sí podemos fundirnos con Él en el abrazo más amoroso imaginable. Y saldremos con júbilo a decir a nuestros hermanos: ¡Él vive!