REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 30-09-19

“El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante”.

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para el lunes de la vigésimo sexta semana del tiempo ordinario (Lc 9,46-50), tenemos que leerla en el contexto de las del viernes y sábado pasados, en las que Jesús había hecho el primer y segundo anuncios de su Pasión. Tal parece que los discípulos se negaban a entender lo que Jesús les decía, pues preferían continuar gozando vicariamente el éxito y la fama que Jesús, su maestro, se había ganado en Galilea. Con toda probabilidad querían llegar montados en la “ola” de esa fama a Jerusalén, cuyo camino estaban a punto de emprender.

Esto se desprende de la primera oración del pasaje que contemplamos hoy: “los discípulos se pusieron a discutir quién era el más importante”. Jesús acababa de anunciarles, no una, sino dos veces, la pasión y muerte que debía sufrir, y ellos seguían preocupados por quién de ellos era el más importante. Definitivamente, estaban cegados por el éxito de su maestro. Me recuerdan a los ayudantes de campaña de los políticos, quienes no habiendo llegado aún al poder, comienzan a pelearse los puestos que ocuparán cuando su candidato resulte electo. Los discípulos no habían podido zafarse de las ideas de un mesianismo político y militar de parte de Jesús.

Ante esa actitud, Jesús “cogió de la mano a un niño, lo puso a su lado y les dijo: ‘El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante’.” Debemos recordar que en tiempos de Jesús un niño no tenía derechos, era considerado una “posesión” de su padre. En las casas donde no había servidumbre ni esclavos, los niños eran quienes llevaban a cabo las labores de éstos, incluyendo lavar los pies de los que llegaban a la casa. Jesús quiere enfatizar que su mesianismo está fundamentado en la humildad y el amor; que si algún “puesto” hay en su Reino, es el de servidor de los demás. Más tarde, al lavar los pies de sus discípulos, Jesús nos ofrecería un testimonio de la vocación al servicio que tenemos todos los cristianos: “Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía” (Jn 13,16).

Las palabras de Jesús parecen haber caído en oídos sordos una vez más. Como contestación a sus palabras, Juan le manifiesta una queja que pone de manifiesto que los discípulos no estaban dispuestos a compartir su protagonismo con nadie: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y, como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir”. ¡Cuántas veces a nosotros nos pasa lo mismo! Creemos tener monopolizado a Jesús y no permitimos que alguien, sobre todo de otra denominación cristiana, pretenda apartar las tinieblas (“demonios”) con su Palabra. ¿Quién nos ha dado semejante derecho? Jesús no fue, pues Él mismo dijo a sus discípulos: “No se lo impidáis; el que no está contra vosotros está a favor vuestro”.

Recordemos la oración de Jesús: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 24-01-19

“En cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él” (Mc 3,6). Así terminaba el pasaje del relato evangélico de Marcos que leíamos ayer. Jesús se había convertido en una piedrita dentro del zapato para los escribas, fariseos, saduceos y sumos sacerdotes que ostentaban el poder ideológico-religioso en tiempos de Jesús. Había que eliminarlo.

En contraste marcado con esa actitud de los poderosos, en el relato de hoy (Mc 3,7-12) vemos cómo la fama de Jesús se ha extendido, no solo a través de toda la Palestina, sino a tierras paganas, como Transjordania, Tiro y Sidón. Vemos en estos relatos cómo Marcos nos presenta a Jesús como el gran hacedor de milagros, o “taumaturgo”; Él solo puede hacer lo que en la mitología requiere de muchos. Por eso no encontramos a Jesús hablando. La gente no viene a escuchar lo que dice, viene a “ver” los prodigios que hace. “Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente…” Las cosas que Jesús hacía se hacían oír. Por eso la gente se apretujaba en torno a Él hasta el punto poner en peligro su seguridad personal. “Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo”. Por eso pidió a sus discípulos que le tuvieran preparada una lancha para treparse en ella como tantas veces tuvo que hacer.

“Hacer es la mejor manera de decir”, dijo José Martí. Nosotros los cristianos deberíamos aprender de ese ejemplo. Hemos escuchado la frase: “¿Eres cristiano? ¡Que se te note!” Porque la fe es algo que se ve, se nota, hace ruido. Recordemos el pasaje que leíamos recientemente sobre los amigos que llevan al paralítico para que Jesús lo curara, y como no pudieron llegar ante Él por el gentío, lo treparon al techo de la casa en que Jesús estaba, abrieron un boquete y lo descolgaron delante de Jesús. Nos dice el evangelio que Jesús “viendo” la fe que tenían sus amigos, primero le perdonó los pecados y luego curó su cuerpo (Mc 2,1-12). “Viendo” la fe que tenían…”

Jesús nos ha dicho que si tuviéramos fe del tamaño de un granito de mostaza, le diríamos a una montaña “quítate de ahí y ponte más allá” y la montaña obedecería. No tenemos que llegar al extremo de mover montañas, pero si actuamos acorde a lo que creemos, nuestra fe se verá; y tal vez no moveremos montañas, pero sí podremos mover corazones.

Continúa diciéndonos el pasaje que hasta los “espíritus inmundos” de los poseídos se postraban ante y Él y le gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios” (recordemos que el objetivo principal de Marcos al escribir su relato evangélico es demostrar que Jesús es el Hijo de Dios). Jesús le pide que no se lo digan a nadie, como lo hace con aquellos a quienes cura. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Jesús no quiere que lo descubran, no quiere que su fama vaya a nublar su verdadero propósito. Tiene que borrar la imagen del Dios triunfalista que el pueblo esperaba. Él es el cordero que vino a ser inmolado por nuestra salvación.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe, para que otros, “viendo mi fe”, crean también.