REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL T.O. -CICLO B- 31-10-21

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»

La liturgia de este trigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario, nos presenta la versión de Marcos (12,28b-34) del pasaje en que un escriba preguntó a Jesús que cuál de los mandamientos era el más importante; a lo que Jesús respondió: “El primero es: ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. El segundo es éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que éstos”.

De entrada hay que señalar que su interlocutor le pregunta cuál es el primero de los mandamientos, y Jesús no se limita a uno. Echa mano de dos preceptos contenidos en la Ley (Dt 6,4 y Lv 19,18), y los funde en uno solo, con un elemento común: el Amor. El primero de ellos, el “Shemá”, que los judíos aún repiten a diario y hasta tienen escrito en un pequeño rollo que colocan en las jambas de las puertas de sus casas en un envase que llaman “Mezuzá”. El segundo, tomado de la parte del libro del Levítico que trata sobre la “humanidad en la vida diaria”.

De esa manera Jesús pone la ley del Amor por encima del culto ritual que los judíos habían llevado al extremo, convirtiendo los diez mandamientos originales en 613 preceptos, que se habían convertido en una “pesada carga” (Cfr. Mt 23,4) casi imposible de llevar. A eso se refería cuando dijo que no había venido a abolir la ley ni los profetas, sino a darle plenitud. Y esa plenitud consiste en ver e interpretar la Ley desde la óptica del Amor. Como dijera el papa San Juan Pablo II: “La relación del hombre con Dios no es una relación de temor, de esclavitud o de opresión; al contrario, es una relación de serena confianza, que brota de una libre elección motivada por el amor”.

Uno de mis autores favoritos, Piet Van Breemen, nos dice: “Este anuncio del amor de Dios es el núcleo central del mensaje evangélico. Si comprendemos esto con nuestro corazón, podremos a la vez amar a Dios, y su amor nos hará capaces, a su vez, de amar a nuestro prójimo”. Es decir, si nos abrimos al amor de Dios, ese amor va a inundar todo nuestro ser y se va a proyectar, o más bien “derramar”, sobre nuestro prójimo. Habremos llegado a la plenitud del Amor, que es Dios. De ahí que san Juan diga que miente todo el que dice que ama a Dios pero no ama a su prójimo (1Jn 4,20). Porque si amamos a Dios podremos ver su rostro reflejado en el hermano, especialmente el más necesitado, y no tendremos más remedio que amarle tal cual es; como Dios nos ama a nosotros. Cuando amamos de verdad no hay nada que no estemos dispuestos a hacer por nuestro prójimo. Porque que lo que se hace por amor adquiere un nuevo significado. El amor hace que cualquier yugo sea suave, y cualquier carga ligera (Mt 11,30).

Hoy, día del Señor, pidámosle que nos permita vivir sus mandamientos, especialmente el más importante, no como cargas “impuestas”, sino como respuesta amorosa. Y no olvides visitarle en su Casa, Él te espera para derramar su Amor infinito sobre ti.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) – CICLO B 27-09-21

“El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante”.

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para el lunes de la vigésima sexta semana del tiempo ordinario (Lc 9,46-50), tenemos que leerla en el contexto de las del viernes y sábado pasados, en las que Jesús había hecho el primer y segundo anuncios de su Pasión. Tal parece que los discípulos se negaban a entender lo que Jesús les decía, pues preferían continuar gozando vicariamente el éxito y la fama que Jesús, su maestro, se había ganado en Galilea. Con toda probabilidad querían llegar montados en la “ola” de esa fama a Jerusalén, cuyo camino estaban a punto de emprender.

Esto se desprende de la primera oración del pasaje que contemplamos hoy: “los discípulos se pusieron a discutir quién era el más importante”. Jesús acababa de anunciarles, no una, sino dos veces, la pasión y muerte que debía sufrir, y ellos seguían preocupados por quién de ellos era el más importante. Definitivamente, estaban cegados por el éxito de su maestro. Me recuerdan a los ayudantes de campaña de los políticos, quienes no habiendo llegado aún al poder, comienzan a pelearse los puestos que ocuparán cuando su candidato resulte electo. Los discípulos no habían podido zafarse de las ideas de un mesianismo político y militar de parte de Jesús.

Ante esa actitud, Jesús “cogió de la mano a un niño, lo puso a su lado y les dijo: ‘El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante’.” Debemos recordar que en tiempos de Jesús un niño no tenía derechos, era considerado una “posesión” de su padre. En las casas donde no había servidumbre ni esclavos, los niños eran quienes llevaban a cabo las labores de éstos, incluyendo lavar los pies de los que llegaban a la casa. Jesús quiere enfatizar que su mesianismo está fundamentado en la humildad y el amor; que si algún “puesto” hay en su Reino, es el de servidor de los demás. Más tarde, al lavar los pies de sus discípulos, Jesús nos ofrecería un testimonio de la vocación al servicio que tenemos todos los cristianos: “Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía” (Jn 13,16).

Las palabras de Jesús parecen haber caído en oídos sordos una vez más. Como contestación a sus palabras, Juan le manifiesta una queja que pone de manifiesto que los discípulos no estaban dispuestos a compartir su protagonismo con nadie (ayer leíamos la versión de Marcos de esta conversación): “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y, como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir”. ¡Cuántas veces a nosotros nos pasa lo mismo! Creemos tener monopolizado a Jesús y no permitimos que alguien, sobre todo de otra denominación cristiana, pretenda apartar las tinieblas (“demonios”) con su Palabra. ¿Quién nos ha dado semejante derecho? Jesús no fue, pues Él mismo dijo a sus discípulos: “No se lo impidáis; el que no está contra vosotros está a favor vuestro”.

Recordemos la oración de Jesús: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste”.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 11-08-20 (SANTA CLARA DE ASÍS)

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un anawim, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser sencillos, transparentes, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de lo que es un anawim. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros la manera de seguir sus pasos hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Hoy celebramos la memoria de santa Clara de Asís, quien supo vivir la pobreza evangélica y la sencillez de una niña, al punto que se cuenta que aún después de haber sido nombrada abadesa del convento de San Damián, servía la mesa y brindaba agua a las religiosas a su cargo para que se lavasen las manos, además de estar continuamente pendiente a sus necesidades.

Pidamos al Padre que nos de la mansedumbre y humildad de santa Clara para seguir los pasos de su Hijo, de manera que que seamos acreedores a la gloria que nos tiene prometida.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 25-02-20

“El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”

La lectura evangélica de hoy (Mc 9,30-37), nos presenta el segundo anuncio de la Pasión. Encontramos a Jesús haciendo un “aparte” para instruir a sus apóstoles, aquellos a quienes Él había escogido de entre sus discípulos para que continuaran su obra una vez llegara el momento de regresar al Padre. Quería que entendieran que Él no iba a estar con ellos durante mucho tiempo. Ya en una ocasión anterior se los había intimado, pero ellos no entendieron (Mc 2,18-22).

Hoy se los dice más directamente: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará”. Pero aun así ellos no lo captaron, “y les daba miedo preguntarle”. Es la naturaleza humana. Ellos se sentían cómodos, seguros, en compañía de su Maestro a quien Pedro había identificado como el Mesías esperado (Ver nuestra reflexión para el jueves de la sexta semana del T.O.). No querían ni tan siquiera contemplar la idea de que Él les abandonara. Preferían hacer como los niños, que comienzan a tararear en voz alta cuando no quieren escuchar lo que se les dice.

En cambio, los apóstoles tornaron su atención hacia ellos mismos y comenzaron a discutir entre sí sobre quién es el más importante entre ellos. Resulta claro que no comprenderán el mensaje de Jesús hasta después de su Pascua. Al llegar a la casa Jesús les preguntó que de qué hablaban por el camino (por supuesto, Él lo sabía), pero ellos no contestaron. Entonces con su santa calma se sentó, los llamó y les dijo: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y para enfatizar su punto, acercó un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado” (Marcos es quien único enfatiza ese gesto de ternura de Jesús abrazando al niño).

Para entender el alcance de este gesto tenemos que entender lo que significaba un niño en tiempos de Jesús. En aquella época un niño era un ser insignificante, sin derechos, una posesión de su padre, menos valioso que un animal de carga o de trabajo. Por tanto, acoger a un niño equivale a hacerse menos que un niño, el más insignificante de todos. Aun así, los apóstoles no comprendieron las palabras de Jesús. Más adelante, en la última cena, Jesús acentuaría su enseñanza con el gesto de lavar los pies a los apóstoles (Jn 13,1-15), tarea reservada en esa época a los esclavos o sirvientes y, en ausencia de estos, a los niños.

Nadie dijo que el seguimiento de Jesús es fácil. Implica renuncias, privaciones, humillaciones, burla, persecuciones. “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24). El camino es arduo, pero la recompensa es segura: “el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras” (16,27). Y tú, ¿te animas a seguirlo?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 30-09-19

“El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante”.

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para el lunes de la vigésimo sexta semana del tiempo ordinario (Lc 9,46-50), tenemos que leerla en el contexto de las del viernes y sábado pasados, en las que Jesús había hecho el primer y segundo anuncios de su Pasión. Tal parece que los discípulos se negaban a entender lo que Jesús les decía, pues preferían continuar gozando vicariamente el éxito y la fama que Jesús, su maestro, se había ganado en Galilea. Con toda probabilidad querían llegar montados en la “ola” de esa fama a Jerusalén, cuyo camino estaban a punto de emprender.

Esto se desprende de la primera oración del pasaje que contemplamos hoy: “los discípulos se pusieron a discutir quién era el más importante”. Jesús acababa de anunciarles, no una, sino dos veces, la pasión y muerte que debía sufrir, y ellos seguían preocupados por quién de ellos era el más importante. Definitivamente, estaban cegados por el éxito de su maestro. Me recuerdan a los ayudantes de campaña de los políticos, quienes no habiendo llegado aún al poder, comienzan a pelearse los puestos que ocuparán cuando su candidato resulte electo. Los discípulos no habían podido zafarse de las ideas de un mesianismo político y militar de parte de Jesús.

Ante esa actitud, Jesús “cogió de la mano a un niño, lo puso a su lado y les dijo: ‘El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante’.” Debemos recordar que en tiempos de Jesús un niño no tenía derechos, era considerado una “posesión” de su padre. En las casas donde no había servidumbre ni esclavos, los niños eran quienes llevaban a cabo las labores de éstos, incluyendo lavar los pies de los que llegaban a la casa. Jesús quiere enfatizar que su mesianismo está fundamentado en la humildad y el amor; que si algún “puesto” hay en su Reino, es el de servidor de los demás. Más tarde, al lavar los pies de sus discípulos, Jesús nos ofrecería un testimonio de la vocación al servicio que tenemos todos los cristianos: “Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía” (Jn 13,16).

Las palabras de Jesús parecen haber caído en oídos sordos una vez más. Como contestación a sus palabras, Juan le manifiesta una queja que pone de manifiesto que los discípulos no estaban dispuestos a compartir su protagonismo con nadie: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y, como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir”. ¡Cuántas veces a nosotros nos pasa lo mismo! Creemos tener monopolizado a Jesús y no permitimos que alguien, sobre todo de otra denominación cristiana, pretenda apartar las tinieblas (“demonios”) con su Palabra. ¿Quién nos ha dado semejante derecho? Jesús no fue, pues Él mismo dijo a sus discípulos: “No se lo impidáis; el que no está contra vosotros está a favor vuestro”.

Recordemos la oración de Jesús: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste”.