REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 17-02-22

“Él les preguntó: ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy?’ Pedro le contestó: ‘Tú eres el Mesías’”.

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mc 8,27-33) nos presenta la profesión de fe de Pedro. Mientras se dirigía a las aldeas de Cesarea de Filipo para continuar su misión, Jesús realiza una “encuesta” entre sus discípulos sobre quién decía la gente que Él era. Ellos contestaron lo que se decía: “Unos, Juan Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas”. Luego les pregunta directamente a ellos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?”. Entonces Pedro, iluminado por el Espíritu Santo, exclamó: “Tú eres el Mesías”. A esa profesión de fe le sigue el pedido de Jesús a sus discípulos de guardar silencio al respecto (de nuevo el famoso “secreto mesiánico” del Evangelio según san Marcos).

Pero como no hay profesión de fe sin prueba (1 Pe 1,7), Jesús no pierde tiempo en anunciar el camino que le espera: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. En esta expresión de Jesús no hay insinuaciones, ni simbolismos; es la verdad cruda y tajante de lo que le espera. Los cuatro verbos que utiliza son inequívocos: “padecer”, “ser condenado”, “ser ejecutado”, y “resucitar”. Es el primer anuncio de la pasión por parte de Jesús. Pero los discípulos todavía no captan el verdadero significado de las palabras de Jesús.

Pedro, contento de haber recibido el don de la fe que le permitió confesar el mesianismo de Jesús, se escandalizó y comenzó a increparlo. Su naturaleza humana le impedía aquilatar el valor salvífico del camino de la pasión que Jesús tenía que caminar. Por eso Jesús le reprende, utilizando las mismas palabras que usó para reprender a Satanás cuando le tentó en el desierto (Mt 4,10): “¡Quítate de mi vista, Satanás!”. Pedro se había quedado en el “gozo” de la fe, pero no había podido concretizarla; no había alcanzado a leer la “letra chica” que Jesús no tarda en señalarle en los versículos que siguen al pasaje de hoy y leeremos mañana (Mc 8,34-35): “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”. De nuevo los adjetivos inequívocos: “negarse” a sí mismo, y “cargar” con la Cruz.

Jesús nos invita a seguirle, pero ese seguimiento no puede ser a medias, tiene que ser radical; Jesús no admite términos medios ni tibiezas. “Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás, es apto para el Reino de Dios” (Lc 9,62). “Ojalá fueras frío o caliente. Pero como eres tibio, y no frío ni caliente voy a vomitarte de mi boca” (Ap 15b-16). Palabras fuertes, pero que expresan la seriedad del compromiso que contraemos los que decidimos seguir a Jesús. En otras palabras, no existe tal cosa como un cristiano light.

Nadie ha dicho que esto de seguir a Jesús es fácil; pero el premio que nos espera vale la pena (1 Co 9,24-25; 1 Pe 5,4). Esa promesa nos permite estar alegres en la enfermedad y en la tribulación. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 11-02-22

“Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua”.

El relato evangélico que contemplamos en la liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del sordomudo. Estando en territorio pagano, de regreso a Galilea (en las fronteras del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al cielo”) y dice: “Effetá, que quiere decir ‘Ábrete’” (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los paganos de la región itálica; por eso pasa el trabajo de traducir los arameismos). Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.

Vemos en este episodio el cumplimiento de la profecía de Isaías, cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que sería revestido con “el esplendor del Líbano”, y que los oídos de los sordos se abrirían,… y la lengua de los mudos gritaría de alegría (Is 35,2.5-6). Este milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. El hecho de que el milagro se realice en territorio pagano (al igual que el exorcismo que se nos presentaba en el pasaje que leíamos ayer) apunta, además, a la universalidad de esa salvación.

Al milagro le sigue la petición de Jesús de guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha tenido la experiencia de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartirla con todos.

En el rito del bautismo hay un momento que se llama precisamente Effetá, en el cual el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y sus labios se abran para proclamarla.

Antes a estas personas se les llamaba “sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su condición es un problema de audición. No hablan porque no pueden escuchar; viven aislados en un mundo de silencio. Así mismo nos pasa a nosotros cuando nos cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio espiritual. Y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras vidas, haciendo que esa agua brote de nosotros como un torrente (Is 35,7), “salpicando” a todo el que se cruce en nuestro camino.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 10-02-22

“Tienes razón, Señor: pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”.

La lectura evangélica de hoy (Mc 7,24-30) nos presenta a Jesús en territorio pagano, en la región de Tiro, en Fenicia. Había marchado allí huyendo del bullicio y el gentío que le seguía a todas partes. Tenía la esperanza de pasar desapercibido, pero no lo logró. Jesús nunca busca protagonismo ni reconocimiento. Por el contrario, se limita a curar y echar demonios, pidiéndole a los que cura que no se lo digan a nadie (el famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos). Así es la obra de Dios; así debe ser la de todo discípulo de Jesús; sin hacer ruido. Cada vez que veo a uno de esos llamados “evangelistas”, o autodenominados “apóstoles” que hacen de su misión un verdadero espectáculo digno de Broadway o Hollywood, me pregunto qué dirá Jesús cuando los ve…

A pesar de mantener un perfil bajo, una mujer sirofenicia que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró, y enseguida fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.

Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Otro detalle de este pasaje es que, con sus palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del “alimento de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado primero al pueblo de Israel. Las migajas que los niños tiran a los “perros” se refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos “paganos”.

Pablo, el apóstol de los gentiles, lo expresó con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).

Una Iglesia universal (católica), abierta a todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 20-01-22

“Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío”.

“En cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él” (Mc 3,6). Así terminaba el pasaje del relato evangélico de Marcos que leíamos ayer. Jesús se había convertido en una piedrita dentro del zapato para los escribas, fariseos, saduceos y sumos sacerdotes que ostentaban el poder ideológico-religioso en tiempos de Jesús. Había que eliminarlo.

En contraste marcado con esa actitud de los poderosos, en el relato de hoy (Mc 3,7-12) vemos cómo la fama de Jesús se ha extendido, no solo a través de toda la Palestina, sino a tierras paganas, como Transjordania, Tiro y Sidón. Vemos en estos relatos cómo Marcos nos presenta a Jesús como el gran hacedor de milagros, o “taumaturgo”; Él solo puede hacer lo que en la mitología requiere de muchos. Por eso no encontramos a Jesús hablando. La gente no viene a escuchar lo que dice, viene a “ver” los prodigios que hace. “Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente…” Las cosas que Jesús hacía se hacían oír. Por eso la gente se apretujaba en torno a Él hasta el punto poner en peligro su seguridad personal. “Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo”. Por eso pidió a sus discípulos que le tuvieran preparada una lancha para treparse en ella como tantas veces tuvo que hacer.

“Hacer es la mejor manera de decir”, dijo José Martí. Nosotros los cristianos deberíamos aprender de ese ejemplo. Hemos escuchado la frase: “¿Eres cristiano? ¡Que se te note!” Porque la fe es algo que se ve, se nota, hace ruido. Recordemos el pasaje que leíamos recientemente sobre los amigos que llevan al paralítico para que Jesús lo curara, y como no pudieron llegar ante Él por el gentío, lo treparon al techo de la casa en que Jesús estaba, abrieron un boquete y lo descolgaron delante de Jesús. Nos dice el evangelio que Jesús “viendo” la fe que tenían sus amigos, primero le perdonó los pecados y luego curó su cuerpo (Mc 2,1-12). “Viendo” la fe que tenían…”

Jesús nos ha dicho que si tuviéramos fe del tamaño de un granito de mostaza le diríamos a una montaña “quítate de ahí y ponte más allá” y la montaña obedecería. No tenemos que llegar al extremo de mover montañas, pero si actuamos acorde a lo que creemos, nuestra fe se verá; y tal vez no moveremos montañas, pero sí podremos mover corazones.

Continúa diciéndonos el pasaje que hasta los “espíritus inmundos” de los poseídos se postraban ante y Él y le gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios” (recordemos que el objetivo principal de Marcos al escribir su relato evangélico es demostrar que Jesús es el Hijo de Dios). Jesús le pide que no se lo digan a nadie, como lo hace con aquellos a quienes cura. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Jesús no quiere que lo descubran, no quiere que su fama vaya a nublar su verdadero propósito. Tiene que borrar la imagen del Dios triunfalista que el pueblo esperaba. Él es el cordero que vino a ser inmolado por nuestra salvación.

En este día digámosle: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”, para que otros, “viendo” nuestra fe, crean también.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 13-01-22

“La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio”.

Jesús continúa su misión. En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada significa “conmovido en las entrañas”), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’”.

De todos los evangelistas, Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12). Asimismo, en el pasaje de la curación del hombre con la mano paralizada, los fariseos estaban al acecho para ver si curaba en sábado para poder acusarle; entonces, mirándolos en torno a todos “con indignación (οργης = ira)” dice al paralítico: “extiende la mano…” (comparar Mt 12,13 y Lc 6,10).

No hay duda. Jesús es un hombre que comparte nuestras emociones. Pero también es Dios. Y Marcos no desaprovecha ninguna oportunidad para adelantar el objetivo de su relato evangélico: Demostrar que Jesús es el Hijo de Dios y presentarlo como el gran taumaturgo o hacedor de milagros (Él sólo hace lo que en la mitología requiere de muchos).

Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la ley, rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús. Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos estaban aislados, marginados de la sociedad. Caminaban haciendo sonar una campana mientras gritaban: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen (Cfr. Lv 13,45). Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús. Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor, la misericordia, están por encima de la ley, como cuando cura en sábado (Mc 3, 1-6; Lc 13-14).

La lectura nos dice que Jesús, luego de curar al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere comprometer su misión.

Como todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes”.

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa experiencia con todos. De eso se trata…

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. – CICLO B – 05-09-21

Luego invoca al Padre y dice: Effetá, que quiere decir “Ábrete”. Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.

El relato evangélico que contemplamos en la liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del sordomudo. Estando en territorio pagano (en las fronteras del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al cielo”) y dice: Effetá, que quiere decir “Ábrete”. Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.

Vemos en este episodio el cumplimiento de la profecía de Isaías contenida en la primera lectura de hoy (Is 35,4,7a), cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que “los oídos del sordo se abrirán”,… y “la lengua del mudo cantará”. Este milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro decían: ‘Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos’.” El hecho de que el milagro se realice en territorio pagano, apunta a la universalidad de esa salvación.

Al milagro le sigue la petición de Jesús de guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha vivido la experiencia de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartir su experiencia, proclamarlo a todos.

En el rito del bautismo hay un momento que se llama precisamente Effetá, en el cual el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y su boca se abra para proclamarla.

Antes a estas personas se les llamaba “sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su condición es un problema de audición. No hablan bien porque no pueden escuchar; viven aislados en un mundo de silencio.

Eso mismo nos pasa a nosotros cuando nos cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio espiritual; y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras vidas, y esa agua brotará de nosotros como un torrente (Is 35,7). Entonces viviremos el Effetá que Jesús pronunció a través del ministro el día de nuestro bautismo, y proclamaremos a todos esa Palabra sanadora que hemos recibido.

Hoy es el día del Señor. Acude a Él y déjate penetrar por su Palabra sanadora. Entonces no podrás contenerte y saldrás a proclamar a todos que Jesucristo es el Señor…

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA (B) 28-02-21

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

La liturgia de hoy nos presenta el pasaje de la Transfiguración del Señor (Mc 9,2-10). El pasaje nos narra que Jesús tomó consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro, Santiago, y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado (la tradición nos dice que fue el Monte Tabor). Allí, en presencia de ellos, se “transfiguró”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.

Esta narración está tan preñada de simbolismos, que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos. Trataremos, por tanto, de resumir lo que la Transfiguración representó para los discípulos a quienes Jesús les concedió el privilegio de presenciarla, sobre todo en la versión de Marcos que contemplamos hoy.

Los discípulos ya habían comprendido que Jesús era el Mesías esperado; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a duda la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro. En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

Concluye la lectura diciéndonos que luego de escuchar esas palabras miraron a su alrededor y no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Es entonces que Jesús les dice “No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos” (el famoso “secreto mesiánico” del Evangelio según san Marcos). Pero ellos todavía no acertaban a comprender el alcance de aquellas palabras, eso de “resucitar de entre los muertos”. A pesar de que Jesús se los anuncia en más de una ocasión, no es hasta después de la Resurrección cuando, iluminados por el Espíritu Santo que reciben en Pentecostés, comprenden plenamente el alcance de estas.

La segunda lectura de hoy, tomada de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,31b-34), nos recuerda que gracias a esa Resurrección que aquellos apóstoles no supieron comprender en aquel momento, pero que ya Pablo conocía, Jesucristo “está a la derecha de Dios” e “intercede por nosotros”. Vemos cómo la liturgia cuaresmal ya comienza a apuntarnos hacia la culminación de este tiempo tan especial.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de la gloriosa Resurrección de Jesús, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Jesús no solo resucitó, sino que también quiso permanecer con nosotros en la Eucaristía. Por eso Pablo dice al comienzo de esa segunda lectura: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”.

Pidamos al Padre que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de su Hijo y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

Que pasen un hermoso fin de semana y, recuerda, el Señor te espera en su casa.

REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DEL T.O. (B) 14-02-21

Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.»

En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada significa “conmovido en las entrañas”, con referencia a las entrañas maternas, a ese amor que solo una madre es capaz de sentir por el hijo de sus entrañas), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, de todos los evangelistas, Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12).

Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la Ley, rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús. Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos eran aislados, marginados de la sociedad. Como nos dice la primera lectura de hoy (Lv 13,1-2.44-46), tenían que caminar gritando: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen. Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús. Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor, la misericordia, están por encima de la Ley, como cuando cura en sábado (Mc 3, 1-6; Lc 13-14).

Si analizamos esta lectura más allá de la historia que nos presenta, vemos cómo ese leproso nos representa a todos nosotros. Sí, nuestro pecado es como una lepra que carcome nuestra alma, y solo el poder sanador de Jesús, producto de su compasión e infinita misericordia, es capaz de curarnos. Tan solo tenemos que acercarnos a Él con el corazón contrito y humillado (Cfr. Sal 50), y la certeza de que solo Él puede sanarnos. Entonces escucharemos su voz que nos dice: “Quiero: queda limpio”.

La lectura nos dice que Jesús, luego de curar al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere comprometer su misión.

Como todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes”.

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa experiencia con todos. De eso se trata…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 12-02-21

Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá» (esto es, «ábrete»).

El relato evangélico que contemplamos en la liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del sordomudo. Estando en territorio pagano, de regreso a Galilea (en las fronteras del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al cielo”) y dice: “Effetá, que quiere decir ‘Ábrete’” (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los paganos de la región itálica; por eso pasa el trabajo de traducir los arameismos). Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.

Vemos en este episodio el cumplimiento de la profecía de Isaías, cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que sería revestido con “el esplendor del Líbano”, y que los oídos de los sordos se abrirían,… y la lengua de los mudos gritaría de alegría (Is 35,2.5-6). Este milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. El hecho de que el milagro se realice en territorio pagano (al igual que el exorcismo que se nos presentaba en el pasaje que leíamos ayer) apunta, además, a la universalidad de esa salvación.

Al milagro le sigue la petición de Jesús de guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha tenido la experiencia de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartirla con todos.

En el rito del bautismo hay un momento que se llama precisamente Effetá, en el cual el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y sus labios se abran para proclamarla.

Antes a estas personas se les llamaba “sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su condición es un problema de audición. No hablan porque no pueden escuchar; viven aislados en un mundo de silencio. Así mismo nos pasa a nosotros cuando nos cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio espiritual. Y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras vidas, haciendo que esa agua brote de nosotros como un torrente (Is 35,7), “salpicando” a todo el que se cruce en nuestro camino.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 21-01-21

“Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente…”

“En cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él” (Mc 3,6). Así terminaba el pasaje del relato evangélico de Marcos que leíamos ayer. Jesús se había convertido en una piedrita dentro del zapato para los escribas, fariseos, saduceos y sumos sacerdotes que ostentaban el poder ideológico-religioso en tiempos de Jesús. Había que eliminarlo.

En contraste marcado con esa actitud de los poderosos, en el relato de hoy (Mc 3,7-12) vemos cómo la fama de Jesús se ha extendido, no solo a través de toda la Palestina, sino a tierras paganas, como Transjordania, Tiro y Sidón. Vemos en estos relatos cómo Marcos nos presenta a Jesús como el gran hacedor de milagros, o “taumaturgo”; Él solo puede hacer lo que en la mitología requiere de muchos. Por eso no encontramos a Jesús hablando. La gente no viene a escuchar lo que dice, viene a “ver” los prodigios que hace. “Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente…” Las cosas que Jesús hacía se hacían oír. Por eso la gente se apretujaba en torno a Él hasta el punto poner en peligro su seguridad personal. “Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo”. Por eso pidió a sus discípulos que le tuvieran preparada una lancha para treparse en ella como tantas veces tuvo que hacer.

“Hacer es la mejor manera de decir”, dijo José Martí. Nosotros los cristianos deberíamos aprender de ese ejemplo. Hemos escuchado la frase: “¿Eres cristiano? ¡Que se te note!” Porque la fe es algo que se ve, se nota, hace ruido. Recordemos el pasaje que leíamos recientemente sobre los amigos que llevan al paralítico para que Jesús lo curara, y como no pudieron llegar ante Él por el gentío, lo treparon al techo de la casa en que Jesús estaba, abrieron un boquete y lo descolgaron delante de Jesús. Nos dice el evangelio que Jesús “viendo” la fe que tenían sus amigos, primero le perdonó los pecados y luego curó su cuerpo (Mc 2,1-12). “Viendo” la fe que tenían…”

Jesús nos ha dicho que si tuviéramos fe del tamaño de un granito de mostaza le diríamos a una montaña “quítate de ahí y ponte más allá” y la montaña obedecería. No tenemos que llegar al extremo de mover montañas, pero si actuamos acorde a lo que creemos, nuestra fe se verá; y tal vez no moveremos montañas, pero sí podremos mover corazones.

Continúa diciéndonos el pasaje que hasta los “espíritus inmundos” de los poseídos se postraban ante y Él y le gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios” (recordemos que el objetivo principal de Marcos al escribir su relato evangélico es demostrar que Jesús es el Hijo de Dios). Jesús le pide que no se lo digan a nadie, como lo hace con aquellos a quienes cura. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Jesús no quiere que lo descubran, no quiere que su fama vaya a nublar su verdadero propósito. Tiene que borrar la imagen del Dios triunfalista que el pueblo esperaba. Él es el cordero que vino a ser inmolado por nuestra salvación.

En este día digámosle: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”, para que otros, “viendo” nuestra fe, crean también.