A Isaías se le llama el “profeta del Adviento”, porque su profecía domina la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. En Isaías encontramos la promesa y la esperanza de que se cumplan todos los sueños mesiánicos del pueblo de Israel; esos sueños que hallarán cumplimiento en la persona de Jesús en quien, según nos resalta Mateo en su relato evangélico, se cumplen todas las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Pero no debemos pasar por alto que este tiempo también nos remite, como a los primeros cristianos, a la segunda venida de Jesús al final de los tiempos.
Las normas universales sobre el año litúrgico nos presentan así este tiempo: “El tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre” (N.U., 39).
Las lecturas que nos ofrece la liturgia para este primer domingo de Adviento tienen sabor escatológico, es decir, nos remiten a esa “espera” de la parusía, la segunda venida de Jesús. La primera lectura, tomada del libro de Isaías (2,1-5), nos habla del “final de los días” en que todos los pueblos convergerán en la ciudad santa de Jerusalén (Cfr. Ap 21,9-27), y ya la guerra y la violencia serán cosa del pasado. “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas”.
La segunda lectura, tomada de la carta del Apóstol san Pablo a los Romanos (13,11-14), nos exhorta a estar vigilantes a esa segunda venida de Jesús: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”. Lo cierto es que con el nacimiento de Jesús se inauguró el Reino que el pueblo esperaba, ese Reino que ya ha comenzado pero que no está concretizado. El “final de los tiempos” es aquí y ahora, hasta tanto llegue el Hijo del hombre cubierto de gloria para dejar instaurado su Reinado por toda la eternidad. De ahí el llamado a estar vigilantes, pues no sabemos el día ni la hora. En ocasiones anteriores hemos recalcado que para cada uno de nosotros ese “día” puede ser en cualquier momento, incluso hoy mismo. Entonces pasaremos a ese estado en que el tiempo lineal desaparece, y solo existe el hoy de la eternidad. De ahí que san Pablo nos exhorta a estar “vestidos” de nuestro Señor Jesucristo, para que esa “hora” no nos sorprenda en pecado.
Así nos advierte la lectura evangélica (Mt 24,37-44): “Por lo tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.
Aunque nuestra vida debería ser un constante Adviento, este tiempo nos invita a convertirnos en otros “cristos” de manera que, llegada la hora, podamos reinar junto a Él por toda la eternidad (Cfr. Ap 22,5).
Hoy celebramos la Fiesta de san Bartolomé, apóstol. A Bartolomé se le menciona, y aparece en las llamadas “listas apostólicas” de los sinópticos y Hechos de los apóstoles, como uno de los doce apóstoles (Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,14; Hch 1,13). No así en el evangelio según san Juan. En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Jn 1,45-51) para la Fiesta de san Bartolomé, se habla de un tal Natanael, a quien la tradición le identifica con éste, en parte, por el hecho de que su nombre aparece inmediatamente después de Felipe en tres de esas “listas apostólicas”.
En este pasaje, lleno de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento, típicas de los escritos de san Juan, que por la brevedad de estas líneas no podemos elaborar, nos narra la vocación de Natanael (Bartolomé), inmediatamente después de la de Felipe, a quien Jesús utiliza como instrumento para “reclutarlo”. Como hemos señalado en ocasiones anteriores la palabra vocación viene del verbo latino vocare que quiere decir llamar.
Al igual que hizo con Felipe y Natanael en el relato de hoy, y con los demás apóstoles, Jesús nos llama a todos a seguirle. A unos nos llama directamente, como lo hizo con Felipe (“sígueme”), a otros nos llama por medio de aquellos que ya le siguen, como en el caso de Bartolomé, a quien Felipe le dijo: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.” Y ante el escepticismo de Bartolomé (“¿De Nazaret puede salir algo bueno?”), Felipe insistió: “Ven y verás”. Bartolomé le siguió, vio, y creyó: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.
Felipe había tenido un encuentro personal con Jesús, y como todo el que pasa por esa experiencia, sintió una urgencia inexplicable en comunicar a otros “eso” que había encontrado; como aquellos a quienes Jesús curaba y les pedía que no dijeran a nadie lo ocurrido, que no bien había Jesús terminado de decirlo, ellos salían corriendo a contarle a todos ese encuentro maravilloso que había cambiado sus vidas para siempre. Es lo que Jesús más adelante verbalizaría en su mandato: “Vayan y hagan discípulos” (Mt 28,19).
Bartolomé no solo aceptó la invitación, sino que se convirtió en discípulo. Más tarde, Jesús lo escogería como uno de los doce apóstoles sobre los que Jesús instituyó su Iglesia, cuyos nombres están inscritos en los doce basamentos de la Nueva Jerusalén que Juan describe en la visión que nos narra en la primera lectura de hoy, tomada del libro del Apocalipsis (21,9b-14). Como tal, saldría a predicar, a “hacer discípulos”.
Aunque es uno de los apóstoles de quien menos se sabe, la tradición lo coloca evangelizando en Armenia y en la India, siendo objeto de especial veneración en este último país.
Jesús nos ha llamado a todos de diversas maneras. Y si vamos a ser verdaderos seguidores de Jesús acataremos su mandato: “Vayan y hagan discípulos”. ¿Aceptas el reto?
El evangelio que nos ofrece la liturgia de hoy (Mt 11,25-27) contiene una de mis frases favoritas de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”.
Jesús parece referirse a los “sabios” y “entendidos” de su tiempo (los escribas, fariseos, sacerdotes, doctores de la ley), quienes cegados por su conocimiento de la “ley” creían saberlo todo. Por eso eran incapaces de asimilar el mensaje sencillo pero profundo de Jesús. “Yo les aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc 10,13).
Siempre que leo este pasaje evangélico pienso en Santa Catalina de Siena, virgen y doctora de la Iglesia y terciaria dominica, quien a pesar de ser mujer, sencilla, y analfabeta, logró poseer una profundidad teológica tal que le llevó a ser consejera de papas, haciéndola acreedora del título de “doctora de la Iglesia”. Ella, en su sencillez, logró compenetrarse con el misterio de Dios con la misma intensidad que un niño o niña se lanza en brazos de su padre, al punto que ya nada más existe…
Jesús nos está pidiendo que nos hagamos como niños, para que podamos conocer y reconocer al Abba que Él nos presenta: “nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Por eso escogió sus discípulos de entre la gente sencilla, creyentes que no estaban “contaminados” por el ritualismo y legalismo excesivo de los sacerdotes y fariseos. Escogió la tierra buena sobre la que estaba llena de abrojos (Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8).
Dios es difícil de alcanzar, nadie lo ha visto nunca. Por eso nos envió a su Hijo, quien sí le conoce, para que Él nos dé a conocer al Padre. Pero para conocer al Padre primero tenemos que reconocer nuestra incapacidad de conocerlo por nosotros mismos. Jesús nos ofrece la oportunidad de conocerle a Él a través de su Palabra, y a través de Él al Padre. Parece un trabalenguas, pero el mensaje es sencillo, como aquellos a quienes va dirigido: Él es el “Camino” que nos conduce al Padre; y quien le conoce a Él conoce al Padre (Jn 14,6-7).
Padre, Señor de cielo, en este día te pido que me des la humildad y sencillez de espíritu para reconocer mi incapacidad para conocerte por mí mismo, y para ver el rostro de tu Hijo en todos mis hermanos, especialmente los que más necesitan de tu piedad y misericordia y, a través de Él y de su Palabra, llegar algún día a conocerte.
Así comenzaremos desde ahora a tener un atisbo de ese día en que finalmente le veamos cara a cara: “Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,4-5).
El evangelio que nos propone la liturgia para
hoy (Jn 16,29-33) es la conclusión del discurso de despedida de Jesús al
finalizar la última cena. Y justo en ese momento vemos una afirmación de fe de
parte de los apóstoles: “Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te
pregunten; por ello creemos que saliste de Dios”. Pero esa “fe” es producto de
la euforia de haber tenido ese encuentro con la divinidad de Jesús, de haber
comprendido finalmente que Jesús es el Hijo de Dios.
Jesús, que se encarnó para experimentar, para
vivir en carne propia nuestras emociones y nuestras debilidades, sabe que esa
fe de los apóstoles no ha sido probada (Cfr.
1 Pe 1,7; Prov 17,3) y, más aún, sabe que fallarán en la primera prueba de
fuego, fracaso que estará representado en las negaciones de Pedro. “¿Ahora
creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os
disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”. La fe de los apóstoles
no ha sido fortalecida por la prueba. Tienen que percatarse de su fragilidad y
de su incapacidad para enfrentar por sí mismos la prueba de fe.
Recordemos que siempre que Jesús nos señala
una debilidad, nos da la fórmula para sobreponernos a ella: “Pero no estoy
solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis
la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al
mundo”. Los apóstoles y los demás discípulos no lo comprenderán hasta que
reciban la fuerza del Espíritu en Pentecostés. Entonces sabrán que no están
solos, y que, si Jesús “venció al mundo” ellos, y nosotros, podremos también
vencer al mundo.
Estamos a una semana de la celebración de la
gran fiesta del Espíritu Santo, la Solemnidad de Pentecostés, en la que
celebraremos la venida del Espíritu Santo sobre aquellos discípulos que se
encontraban reunidos en oración junto a María, la Madre de Jesús en la estancia
superior, en el mismo lugar en que Jesús había instituido la Eucaristía. Y las
lecturas de esta semana, especialmente la primera lectura, continuarán
presentándonos la acción del Espíritu Santo en aquella Iglesia incipiente.
Así, la primera lectura de hoy (Hc 19,1-8) nos
muestra cómo cuando Pablo les impuso las manos a doce gentiles convertidos de
la ciudad de Éfeso, “bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar
en lenguas y a profetizar”. Se trata del mismo Espíritu que nosotros recibimos
en nuestro Bautismo. Tan solo tenemos que invocarlo y Él vendrá sobre nosotros.
Tal vez no hablemos en lenguas (aunque sí hablaremos el lenguaje del amor),
pero la fuerza del Espíritu nos permitirá enfrentar con valentía las
adversidades, la enfermedad y el sufrimiento cuando estas se crucen en nuestro
camino, para con nuestra conducta dar testimonio de que Jesucristo es el Señor.
Esa será nuestra mejor predicación.
Que pasen una hermosa semana en la PAZ que
solo el Espíritu, que es el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros, puede
brindarnos.
La liturgia de hoy nos presenta dos lecturas
que, aunque aparentan ser diferentes, tienen un tema común. El verdadero
significado de la libertad.
La primera lectura, tomada del libro de Daniel
(3,14-20.91-92.95), nos presenta la historia de los tres jóvenes Sidrac, Misac
y Abdénago, quienes antes que postrarse ante un ídolo, prefirieron enfrentar la
muerte y la tortura de ser arrojados a un horno encendido. La segunda, tomada
del evangelio según san Juan (8,31-42), comienza con la que tal vez sea la
frase más mal utilizada, o más citada fuera de contexto en todo el Nuevo
Testamento: “La verdad os hará libres”.
La primera nos muestra cómo el Señor envió un
ángel para salvar a aquellos jóvenes que se mantuvieron fieles a su Palabra. Se
mantuvieron fieles y confiaron plenamente en Dios en medio de la prueba; y esa
fidelidad y confianza absoluta en Dios, los hizo libres. En reflexiones
anteriores hemos expresado que la “verdad” en términos bíblicos es el amor
incondicional de Dios. Y ese amor es lo que hace que estos jóvenes, haciendo
uso de la libertad que ese mismo amor les brinda, se nieguen a someterse a
nadie que no sea a Dios, porque solo amándole a Él, correspondiendo a Su amor
incondicional, encontramos la libertad plena.
La lectura evangélica nos presenta un pasaje donde
Jesús nos dice que si nos mantenemos fieles su Palabra conoceremos esa verdad
que nos hace libres. A la vez, contrapone el pecado a libertad: “Os aseguro que
quien comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre,
el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente
libres”.
Hoy día nos sentimos presionados a adorar
otros ídolos. Nuestra sociedad secularista nos insta, a veces casi nos obliga,
a “postrarnos” ante muchos “dioses”: el dinero, la fama, el poder, la fama, el
sexo, el alcohol, entre otros tantos. Y se nos insta a ejercer nuestra
“libertad” para adorarles. Pero perdemos de vista que al postrarnos ante esos
dioses haciendo uso de esa aparente libertad, en realidad nos estamos
esclavizando. Solamente sometiéndonos al amor incondicional de Dios, y
compartiendo ese amor con nuestro prójimo, obtendremos la verdadera libertad,
esa verdad que nos hará libres. De esa manera Jesús, al ser clavado y morir en
la cruz, por amor, ejercitó al máximo su libertad, al punto de hacernos libres
a nosotros. Y nosotros, al igual que Jesús, solamente seremos totalmente libres
al someternos a la voluntad del Padre.
“La verdad nos hará libres”. No se trata de
una libertad frente a la autoridad política o judicial. Se trata de la
verdadera libertad; la libertad frente al pecado, la muerte, las tinieblas, a
través de la persona de Cristo Jesús. “Si el Hijo os hace libres, seréis
realmente libres”. Y esa libertad es capaz de hacernos sentir libres aún en
prisión.
“Ustedes, hermanos, han sido llamados para
vivir en libertad, pero procuren que esta libertad no sea un pretexto para
satisfacer los deseos carnales: háganse más bien servidores los unos de los otros,
por medio del amor” (Gál 5, 13).
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Conversión de san Pablo. Y la liturgia nos ofrece como primera lectura la
narración de Pablo de su propia conversión (Hc 22,3-16). Como lectura alterna,
se nos ofrece el mismo relato desde la perspectiva del narrador (Hc 9,1-22).
El relato de la conversión de san Pablo es tan
denso, y lleno de simbolismo, que resulta imposible pretender analizarlo en el
poco espacio disponible.
Nos limitaremos a preguntar: ¿Qué ocurrió en
ese instante, en esa fracción de segundo que pudo haber durado ese rayo
improviso, enceguecedor, que hasta le hizo caer en tierra? Se trató sin duda de una de esas experiencias
que cambian nuestras vidas y que, por su intensidad, resultan inenarrables;
esas experiencias que producen la verdadera metanoia,
palabra griega que se traduce como conversión, y se refiere a ese movimiento
interior que solo puede surgir en una persona que tiene un encuentro íntimo con
Cristo. “Metanoia” se refiere
literalmente a una situación en que un caminante ha tenido que volverse del camino
en que andaba y tomar otra dirección. Se trata de morir al hombre viejo para
resucitar a una vida nueva en Cristo Jesús (Cfr.
Rm 1,4).
En teología, esta metanoia se asocia al arrepentimiento, mas no un arrepentimiento que
denota culpa o remordimiento; sino que es producto de una transformación en lo
más profundo de nuestro ser, en nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo
y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la gracia divina.
Este encuentro fue el que le cambió radicalmente
la existencia a Pablo. En el camino a Damasco
Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, “creyó en el Evangelio”. En
esto consistió su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y
resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su
salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del
hecho que Jesús, por amor, había muerto también por él, el perseguidor, y había
resucitado.
Pablo de Tarso era un hombre bueno; un buen
judío; temeroso de Dios, observante de la ley; un verdadero fariseo. Pero nunca
había tenido un encuentro con el Resucitado; nunca había experimentado ese Amor
indescriptible.
Cuando nos enfrentamos a esa Verdad, que
gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente
nuestro modo de vivir. Convertirse
significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús “se entregó a sí
mismo por mí”, muriendo en la Cruz (Cfr.
Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí; sí, contigo y en ti.
Todo el que se “convierte”, todo el que ha
tenido un encuentro personal con Jesús y ha experimentado su Amor infinito, su
Misericordia, tiene que comunicarlo a otros, tiene que compartir esa
experiencia. Por eso Pablo, tan pronto fue bautizado, se alimentó y recuperó
las fuerzas, “en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él
era el Hijo de Dios” (Hc 9,19).
Hoy, en la fiesta de la Conversión de san
Pablo, pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre nosotros, para que
podamos tener una profunda experiencia de conversión y de encuentro íntimo con
Él, como la que tuvo Saulo en el camino de Damasco.
“En cuanto salieron de la sinagoga, los
fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él” (Mc
3,6). Así terminaba el pasaje del relato evangélico de Marcos que leíamos ayer.
Jesús se había convertido en una piedrita dentro del zapato para los escribas,
fariseos, saduceos y sumos sacerdotes que ostentaban el poder
ideológico-religioso en tiempos de Jesús. Había que eliminarlo.
En contraste marcado con esa actitud de los
poderosos, en el relato de hoy (Mc 3,7-12) vemos cómo la fama de Jesús se ha
extendido, no solo a través de toda la Palestina, sino a tierras paganas, como
Transjordania, Tiro y Sidón. Vemos en estos relatos cómo Marcos nos presenta a
Jesús como el gran hacedor de milagros, o “taumaturgo”; Él solo puede hacer lo
que en la mitología requiere de muchos. Por eso no encontramos a Jesús
hablando. La gente no viene a escuchar lo que dice, viene a “ver” los prodigios
que hace. “Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente…” Las cosas
que Jesús hacía se hacían oír. Por eso la gente se apretujaba en torno a Él
hasta el punto poner en peligro su seguridad personal. “Como había curado a
muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo”. Por
eso pidió a sus discípulos que le tuvieran preparada una lancha para treparse
en ella como tantas veces tuvo que hacer.
“Hacer es la mejor manera de decir”, dijo José
Martí. Nosotros los cristianos deberíamos aprender de ese ejemplo. Hemos
escuchado la frase: “¿Eres cristiano? ¡Que se te note!” Porque la fe es algo
que se ve, se nota, hace ruido. Recordemos el pasaje que leíamos recientemente
sobre los amigos que llevan al paralítico para que Jesús lo curara, y como no
pudieron llegar ante Él por el gentío, lo treparon al techo de la casa en que
Jesús estaba, abrieron un boquete y lo descolgaron delante de Jesús. Nos dice
el evangelio que Jesús “viendo” la fe que tenían sus amigos, primero le perdonó
los pecados y luego curó su cuerpo (Mc 2,1-12). “Viendo” la fe que tenían…”
Jesús nos ha dicho que si tuviéramos fe del
tamaño de un granito de mostaza le diríamos a una montaña “quítate de ahí y
ponte más allá” y la montaña obedecería. No tenemos que llegar al extremo de
mover montañas, pero si actuamos acorde a lo que creemos, nuestra fe se verá; y
tal vez no moveremos montañas, pero sí podremos mover corazones.
Continúa diciéndonos el pasaje que hasta los
“espíritus inmundos” de los poseídos se postraban ante y Él y le gritaban: “Tú
eres el Hijo de Dios” (recordemos que el objetivo principal de Marcos al
escribir su relato evangélico es demostrar que Jesús es el Hijo de Dios). Jesús
le pide que no se lo digan a nadie, como lo hace con aquellos a quienes cura.
El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Jesús no quiere
que lo descubran, no quiere que su fama vaya a nublar su verdadero propósito.
Tiene que borrar la imagen del Dios triunfalista que el pueblo esperaba. Él es
el cordero que vino a ser inmolado por nuestra salvación.
En este día digámosle: “Señor yo creo, pero
aumenta mi fe”, para que otros, “viendo” nuestra fe, crean también.
Jesús continúa su misión. En la lectura que
nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante
un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes
limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la
situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada
significa “conmovido en las entrañas”), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero:
queda limpio’”.
De todos los evangelistas, Marcos es quien más
acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las
emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o
mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos
paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12). Asimismo, en el pasaje de la curación del
hombre con la mano paralizada, los fariseos estaban al acecho para ver si
curaba en sábado para poder acusarle; entonces, mirándolos en torno a todos
“con indignación (οργης = ira)” dice al paralítico: “extiende la mano…” (comparar
Mt 12,13 y Lc 6,10).
No hay duda. Jesús es un hombre que comparte
nuestras emociones. Pero también es Dios. Y Marcos no desaprovecha ninguna
oportunidad para adelantar el objetivo de su relato evangélico: Demostrar que
Jesús es el Hijo de Dios y presentarlo como el gran taumaturgo o hacedor de
milagros (Él sólo hace lo que en la mitología requiere de muchos).
Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La
lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la ley,
rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús.
Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos estaban
aislados, marginados de la sociedad. Caminaban haciendo sonar una campana mientras
gritaban: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen (Cfr. Lv 13,45). Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús.
Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor,
la misericordia, están por encima de la ley, como cuando cura en sábado (Mc 3,
1-6; Lc 13-14).
La lectura nos dice que Jesús, luego de curar
al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero,
para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo
que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san
Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere
comprometer su misión.
Como todo el que ha tenido un encuentro
personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que
compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho
con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en
ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas
partes”.
Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con
Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa
experiencia con todos. De eso se trata…
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 9,18-22), es secuela del que leíamos ayer (Lc 9,7-9), cuando Herodes
trató de averiguar quién era ese Jesús de quien tanto había oído hablar, y unos
le dijeron que era Juan Bautista resucitado, otros que Elías u otro de los
grandes profetas. Pero hoy es Jesús quien pregunta a sus discípulos: “¿Quién
dice la gente que soy yo?”. La respuesta de los discípulos es la misma.
Entonces les pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Esa pregunta
suscita la “profesión de fe” de Pedro (“El Mesías de Dios”), y el primer
anuncio de la pasión por parte de Jesús (“El Hijo del hombre tiene que padecer
mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado
y resucitar al tercer día”).
Pero lo que quisiéramos resaltar de esta
lectura es que al comienzo de esta se dice que Jesús “estaba orando solo”; y
luego de orar, de tener ese diálogo amoroso con el Padre, es que interroga a
sus discípulos para determinar si estaban conscientes de su mesianismo y, de
paso, les anuncia su pasión para borrar cualquier vestigio de mesianismo
triunfal en el orden político o militar que estos pudieran albergar. Me imagino
que en esa oración también pidió al Padre que iluminara a sus discípulos para
que aceptaran lo que él les iba a comunicar.
Cabe señalar que de todos los evangelistas
Lucas es quien tal vez más resalta la dimensión orante de Jesús. De hecho, Lucas
es el único que enmarca este pasaje en un ambiente de oración (comparar con Mc
8,27-33 y Mt 16,13-20). Así, Lucas nos presenta a Jesús en oración siempre que
va a suceder algo crucial para su misión, o antes de tomar cualquier decisión
importante (Cfr. Lc 3,21; 4,1-13; 6,12; 9,29; 11,1; 22,31-39; 23,34; 23,46).
Esta oración de Jesús en los momentos
cruciales o difíciles nos muestra la realidad de su naturaleza humana, en ese
misterio insondable de su doble naturaleza: “verdadero Dios y verdadero
hombre”. Vemos como Jesús se alimentaba de la oración con el Padre para obtener
la fuerza, la voluntad y el valor necesario para que su humanidad pudiera
llevar a cabo su misión redentora. Tan solo tenemos que recordar el drama
humano de la oración en el huerto. Aquella agonía, aquel miedo, no formaban
parte de una farsa, de una representación teatral. Fueron tan reales e intensos
como su oración. Jesús verdaderamente estaba buscando valor, ayuda de lo alto.
Y a través de esa oración, y el amor que se derramó sobre Él a través de ella, su
naturaleza humana encontró el valor para enfrentar su máxima prueba.
Hoy, pidamos al Padre que, siguiendo el ejemplo de su Hijo, aprendamos a dirigirnos al Él en oración fervorosa y confiada antes de tomar cualquier decisión importante en nuestras vidas, y cada vez que enfrentemos esas pruebas que encontramos en nuestro peregrinar hacia la Meta, con la certeza que en Él encontraremos la luz que guíe nuestros pasos y el valor y la aceptación necesarios para enfrentar la adversidad.