REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 30-07-22

El rey Herodes no se atreve hacer daño a Jesús reconociendo que hay algo sobrenatural en Él (en su ignorancia piensa que es el “espíritu de Juan Bautista”).

En la primera lectura de ayer (Jr 26,1-9) el profeta Jeremías denunciaba nuevamente la “mala conducta” de pueblo, pero esta vez en el atrio de templo. Ya en el capítulo anterior les había profetizado la invasión por parte del rey Nabucodonosor. Al oír esto los sacerdotes y profetas se molestaron y lo declararon “reo de muerte”; y el pueblo se unió a ellos.

En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Jr 26, 11-15.24), continuación de aquella, el profeta Jeremías se defiende reiterando que habla en nombre de Yahvé, quien le ha enviado a profetizar contra el templo y la ciudad de Jerusalén, advirtiéndoles que si se arrepienten y enmiendan su conducta “el Señor se arrepentirá de la amenaza que pronunció contra vosotros”. Dicho esto, se puso en manos de los príncipes y el pueblo.

Solo la intervención de los príncipes lo salva, pues estos reconocen que Jeremías ha hablado en nombre de Dios: “Entonces Ajicán, hijo de Safán, se hizo cargo de Jeremías, para que no lo entregaran al pueblo para matarlo”.

Resulta claro que el profeta no había completado la misión que Yahvé le había encomendado. De hecho, luego de que se cumpliera la profecía sobre la deportación a Babilonia, Jeremías jugaría un papel importante en consolar a los deportados y mantener viva la fe del pueblo con las promesas de restauración.

Algo parecido sucede en el evangelio de hoy (Mt 14,1-12), en el que el rey Herodes no se atreve hacer daño a Jesús reconociendo que hay algo sobrenatural en Él (en su ignorancia piensa que es el “espíritu de Juan Bautista”). Recordemos que Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo. Al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, Jesús se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

De todos modos, al igual que Jeremías, Jesús tampoco había completado su misión, y el Padre lo protege.

En ocasiones anteriores hemos dicho que Dios tiene una misión para cada uno de nosotros; y si nos mantenemos fiel a su Palabra y a nuestra misión, Él nos va a dar la fortaleza para cumplir nuestra encomienda, no importa los obstáculos que tengamos que enfrentar.

El verdadero discípulo de Jesús tiene que estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación, a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan inaceptables para muchos. Como decíamos ayer, quieren el beneficio de las promesas sin las obligaciones.

Ese doble discurso lo vemos a diario en los que utilizan el “amor de Dios” para justificar toda clase de conductas que atentan contra la dignidad del hombre y la familia. ¡El que tenga oídos, que oiga!…

Hermoso fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 29-07-22

“Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta”.

“‘Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta’. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”. Con estas palabras termina el pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 13,54-58).

Esas palabras fueron pronunciadas por Jesús luego de que los suyos lo increparan por sentirse “escandalizados” ante sus palabras. Sí, esos mismos que unos minutos antes se sentían “admirados” ante la sabiduría de sus palabras. ¿Qué pudo haber causado ese cambio de actitud tan dramático?

A muchos de nosotros nos pasa lo mismo cuando escuchamos el mensaje de Jesús. Asistimos a un retiro o una predicación y se nos hincha el corazón. Nos conmueven las palabras; sentimos “algo” que no podemos expresar de otro modo que no sea con lágrimas de emoción. ¡Qué bonito se siente! Estamos enamorados de Jesús…

Hasta que nos percatamos que esa relación tan hermosa conlleva negaciones, responsabilidades, sacrificios: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Lo mismo suele ocurrir en otras relaciones como, por ejemplo, el matrimonio. Luego de ese “enamoramiento” inicial en el que todo luce color de rosa, surgen todos los eventos que no estaban en el libreto cuando dijimos: “en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…”, junto a otras obligaciones. El libro del Apocalipsis lo describe así: “Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date cuenta pues, de dónde has caído,…” (Ap 2,4-5).

No hay duda; el mensaje de Jesús es impactante, nos sentimos “admirados” como se sintieron sus compueblanos de Nazaret. Pero cuando profundizamos en las exigencias de su Palabra, al igual que aquellos, nos “escandalizamos”. Queremos las promesas sin las obligaciones. Por eso “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la naturaleza humana.

Ese es el mayor obstáculo que enfrentamos a diario los que proclamamos el mensaje de Jesús entre “los nuestros”; cuando llega la hora de la verdad, la hora de “negarnos a nosotros mismos”, muchos nos miran con desdén y comienzan a menospreciarnos, y hasta intentan ridiculizarnos. Esos son los que no tiene fe: “Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”.

En el caso del profeta Jeremías, al igual que a Jesús, le costó la vida, siendo eventualmente torturado y asesinado por aquellos a quienes quería ayudar. La primera lectura de hoy (Jr 26,1-9) nos presenta el pasaje en que se le declara “reo de muerte” por el mero hecho de anunciar la Palabra de Dios y denunciar los pecados del pueblo (la misión profética): “Y cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo, diciendo: ‘Eres reo de muerte’”.

Hoy, pidamos al Señor que nos fortalezca el don de la fe para que podamos interiorizar su Palabra y ser sus testigos (Cfr. Hc 1,8).

Que pasen un hermoso fin de semana, y recuerden visitar la Casa del Padre; Él les espera con los brazos abiertos.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DÉCIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 01-08-20

En la primera lectura de ayer (Jr 26,1-9) el profeta Jeremías denunciaba nuevamente la “mala conducta” de pueblo, pero esta vez en el atrio de templo. Ya en el capítulo anterior les había profetizado la invasión por parte del rey Nabucodonosor. Al oír esto los sacerdotes y profetas se molestaron y lo declararon “reo de muerte”; y el pueblo se unió a ellos.

En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Jr 26, 11-15.24), continuación de aquella, el profeta Jeremías se defiende reiterando que habla en nombre de Yahvé, quien le ha enviado a profetizar contra el templo y la ciudad de Jerusalén, advirtiéndoles que si se arrepienten y enmiendan su conducta “el Señor se arrepentirá de la amenaza que pronunció contra vosotros”. Dicho esto, se puso en manos de los príncipes y el pueblo.

Solo la intervención de los príncipes lo salva, pues estos reconocen que Jeremías ha hablado en nombre de Dios: “Entonces Ajicán, hijo de Safán, se hizo cargo de Jeremías, para que no lo entregaran al pueblo para matarlo”.

Resulta claro que el profeta no había completado la misión que Yahvé le había encomendado. De hecho, luego de que se cumpliera la profecía sobre la deportación a Babilonia, Jeremías jugaría un papel importante en consolar a los deportados y mantener viva la fe del pueblo con las promesas de restauración.

Algo parecido sucede en el evangelio de hoy (Mt 14,1-12), en el que el rey Herodes no se atreve hacer daño a Jesús reconociendo que hay algo sobrenatural en Él (en su ignorancia piensa que es el “espíritu de Juan Bautista”). Recordemos que Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo. Al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, Jesús se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

De todos modos, al igual que Jeremías, Jesús tampoco había completado su misión, y el Padre lo protege.

En ocasiones anteriores hemos dicho que Dios tiene una misión para cada uno de nosotros; y si nos mantenemos fiel a su Palabra y a nuestra misión, Él nos va a dar la fortaleza para cumplir nuestra encomienda, no importa los obstáculos que tengamos que enfrentar.

El verdadero discípulo de Jesús tiene que estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación, a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan inaceptables para muchos. Como decíamos ayer, quieren el beneficio de las promesas sin las obligaciones.

Ese doble discurso lo vemos a diario en los que utilizan el “amor de Dios” para justificar toda clase de conductas que atentan contra la dignidad del hombre y la familia. ¡El que tenga oídos, que oiga!…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 31-07-20

“Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta”.

“‘Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta’. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”. Con estas palabras termina el pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 13,54-58).

Esas palabras fueron pronunciadas por Jesús luego de que los suyos lo increparan por sentirse “escandalizados” ante sus palabras. Sí, esos mismos que unos minutos antes se sentían “admirados” ante la sabiduría de sus palabras. ¿Qué pudo haber causado ese cambio de actitud tan dramático?

A muchos de nosotros nos pasa lo mismo cuando escuchamos el mensaje de Jesús. Asistimos a un retiro o una predicación y se nos hincha el corazón. Nos conmueven las palabras; sentimos “algo” que no podemos expresar de otro modo que no sea con lágrimas de emoción. ¡Qué bonito se siente! Estamos enamorados de Jesús…

Hasta que nos percatamos que esa relación tan hermosa conlleva negaciones, responsabilidades, sacrificios: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Lo mismo suele ocurrir en otras relaciones como, por ejemplo, el matrimonio. Luego de ese “enamoramiento” inicial en el que todo luce color de rosa, surgen todos los eventos que no estaban en el libreto cuando dijimos: “en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…”, junto a otras obligaciones. El libro del Apocalipsis lo describe así: “Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date cuenta pues, de dónde has caído,…” (Ap 2,4-5).

No hay duda; el mensaje de Jesús es impactante, nos sentimos “admirados” como se sintieron sus compueblanos de Nazaret. Pero cuando profundizamos en las exigencias de su Palabra, al igual que aquellos, nos “escandalizamos”. Queremos las promesas sin las obligaciones. Por eso “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la naturaleza humana.

Ese es el mayor obstáculo que enfrentamos a diario los que proclamamos el mensaje de Jesús entre “los nuestros”; cuando llega la hora de la verdad, la hora de “negarnos a nosotros mismos”, muchos nos miran con desdén y comienzan a menospreciarnos, y hasta intentan ridiculizarnos. Esos son los que no tiene fe: “Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”.

En el caso del profeta Jeremías, al igual que a Jesús, le costó la vida, siendo eventualmente torturado y asesinado por aquellos a quienes quería ayudar. La primera lectura de hoy (Jr 26,1-9) nos presenta el pasaje en que se le declara “reo de muerte” por el mero hecho de anunciar la Palabra de Dios y denunciar los pecados del pueblo (la misión profética): “Y cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo, diciendo: ‘Eres reo de muerte’”.

Hoy, pidamos al Señor que nos fortalezca el don de la fe para que podamos interiorizar su Palabra y ser sus testigos (Cfr. Hc 1,8).