REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 24-09-22

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este sábado de la vigésima quinta semana del tiempo ordinario (Lc 9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas, justo al final de la actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la “subida” de Jesús a Jerusalén.

Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria.

Hasta ahora hemos visto el éxito de la predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración generados entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus milagros y portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que sus discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería apartar de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin que le aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión salvadora.

En el pasaje que contemplamos ayer (Lc 9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

La lectura de hoy, que contiene el segundo anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza reiterando “la admiración general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los discípulos se dejaban contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe esto y, por el lenguaje fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos: “Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Es como si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.

A pesar de que el lenguaje utilizado por Jesús alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías (53,2-12), los discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido” porque estaban disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como cuando el manejador, los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el éxito de un famoso cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.

La realidad es que no comprendían porque no querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno que estaban sintiendo. Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.

Algo parecido nos sucede a nosotros cuando queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de Dios, pero no queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que cantamos, como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando nos dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28).

Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con Cruz eterno llanto,  Santidad y Cruz es una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2)

Aprendamos a dirigirnos al Él en oración fervorosa y confiada antes de tomar cualquier decisión importante en nuestras vidas.

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 9,18-22), es secuela del que leíamos ayer (Lc 9,7-9), cuando Herodes trató de averiguar quién era ese Jesús de quien tanto había oído hablar, y unos le dijeron que era Juan Bautista resucitado, otros que Elías u otro de los grandes profetas. Pero hoy es Jesús quien pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. La respuesta de los discípulos es la misma. Entonces les pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Esa pregunta suscita la “profesión de fe” de Pedro (“El Mesías de Dios”), y el primer anuncio de la pasión por parte de Jesús (“El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”).

Pero lo que quisiéramos resaltar de esta lectura es que al comienzo de esta se dice que Jesús “estaba orando solo”; y luego de orar, de tener ese diálogo amoroso con el Padre, es que interroga a sus discípulos para determinar si estaban conscientes de su mesianismo y, de paso, les anuncia su pasión para borrar cualquier vestigio de mesianismo triunfal en el orden político o militar que estos pudieran albergar. Me imagino que en esa oración también pidió al Padre que iluminara a sus discípulos para que aceptaran lo que él les iba a comunicar.

Cabe señalar que de todos los evangelistas Lucas es quien tal vez más resalta la dimensión orante de Jesús. De hecho, Lucas es el único que enmarca este pasaje en un ambiente de oración (comparar con Mc 8,27-33 y Mt 16,13-20). Así, Lucas nos presenta a Jesús en oración siempre que va a suceder algo crucial para su misión, o antes de tomar cualquier decisión importante (Cfr. Lc 3,21; 4,1-13; 6,12; 9,29; 11,1; 22,31-39; 23,34; 23,46).

Esta oración de Jesús en los momentos cruciales o difíciles nos muestra la realidad de su naturaleza humana, en ese misterio insondable de su doble naturaleza: “verdadero Dios y verdadero hombre”. Vemos como Jesús se alimentaba de la oración con el Padre para obtener la fuerza, la voluntad y el valor necesario para que su humanidad pudiera llevar a cabo su misión redentora. Tan solo tenemos que recordar el drama humano de la oración en el huerto. Aquella agonía, aquel miedo, no formaban parte de una farsa, de una representación teatral. Fueron tan reales e intensos como su oración. Jesús verdaderamente estaba buscando valor, ayuda de lo alto. Y a través de esa oración, y el amor que se derramó sobre Él a través de ella, su naturaleza humana encontró el valor para enfrentar su máxima prueba.

Hoy, pidamos al Padre que, siguiendo el ejemplo de su Hijo, aprendamos a dirigirnos al Él en oración fervorosa y confiada antes de tomar cualquier decisión importante en nuestras vidas, y cada vez que enfrentemos esas pruebas que encontramos en nuestro peregrinar hacia la Meta, con la certeza que en Él encontraremos la luz que guíe nuestros pasos y el valor y la aceptación necesarios para enfrentar la adversidad.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 29-07-22

“Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta”.

“‘Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta’. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”. Con estas palabras termina el pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 13,54-58).

Esas palabras fueron pronunciadas por Jesús luego de que los suyos lo increparan por sentirse “escandalizados” ante sus palabras. Sí, esos mismos que unos minutos antes se sentían “admirados” ante la sabiduría de sus palabras. ¿Qué pudo haber causado ese cambio de actitud tan dramático?

A muchos de nosotros nos pasa lo mismo cuando escuchamos el mensaje de Jesús. Asistimos a un retiro o una predicación y se nos hincha el corazón. Nos conmueven las palabras; sentimos “algo” que no podemos expresar de otro modo que no sea con lágrimas de emoción. ¡Qué bonito se siente! Estamos enamorados de Jesús…

Hasta que nos percatamos que esa relación tan hermosa conlleva negaciones, responsabilidades, sacrificios: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Lo mismo suele ocurrir en otras relaciones como, por ejemplo, el matrimonio. Luego de ese “enamoramiento” inicial en el que todo luce color de rosa, surgen todos los eventos que no estaban en el libreto cuando dijimos: “en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…”, junto a otras obligaciones. El libro del Apocalipsis lo describe así: “Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date cuenta pues, de dónde has caído,…” (Ap 2,4-5).

No hay duda; el mensaje de Jesús es impactante, nos sentimos “admirados” como se sintieron sus compueblanos de Nazaret. Pero cuando profundizamos en las exigencias de su Palabra, al igual que aquellos, nos “escandalizamos”. Queremos las promesas sin las obligaciones. Por eso “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la naturaleza humana.

Ese es el mayor obstáculo que enfrentamos a diario los que proclamamos el mensaje de Jesús entre “los nuestros”; cuando llega la hora de la verdad, la hora de “negarnos a nosotros mismos”, muchos nos miran con desdén y comienzan a menospreciarnos, y hasta intentan ridiculizarnos. Esos son los que no tiene fe: “Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”.

En el caso del profeta Jeremías, al igual que a Jesús, le costó la vida, siendo eventualmente torturado y asesinado por aquellos a quienes quería ayudar. La primera lectura de hoy (Jr 26,1-9) nos presenta el pasaje en que se le declara “reo de muerte” por el mero hecho de anunciar la Palabra de Dios y denunciar los pecados del pueblo (la misión profética): “Y cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo, diciendo: ‘Eres reo de muerte’”.

Hoy, pidamos al Señor que nos fortalezca el don de la fe para que podamos interiorizar su Palabra y ser sus testigos (Cfr. Hc 1,8).

Que pasen un hermoso fin de semana, y recuerden visitar la Casa del Padre; Él les espera con los brazos abiertos.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 25-09-21

“El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este sábado de la vigésima quinta semana del tiempo ordinario (Lc 9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas, justo al final de la actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la “subida” de Jesús a Jerusalén.

Hasta ahora hemos visto el éxito de la predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración generados entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus milagros y portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que sus discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería apartar de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin que le aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión salvadora.

En el pasaje que contemplamos ayer (Lc 9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

La lectura de hoy, que contiene el segundo anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza reiterando “la admiración general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los discípulos se dejaban contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe esto y, por el lenguaje fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos: “Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Es como si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.

A pesar de que el lenguaje utilizado por Jesús alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías (53,2-12), los discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido” porque estaban disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como cuando el manejador, los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el éxito de un famoso cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.

La realidad es que no comprendían porque no querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno que estaban sintiendo. Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.

Algo parecido nos sucede a nosotros cuando queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de Dios, pero no queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que cantamos, como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando nos dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28).

Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con Cruz eterno llanto, Santidad y Cruz es una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 26-09-20

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este sábado de la vigesimoquinta semana del tiempo ordinario (Lc 9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas, justo al final de la actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la “subida” de Jesús a Jerusalén.

Hasta ahora hemos visto el éxito de la predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración generados entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus milagros y portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que sus discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería apartar de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin que le aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión salvadora.

En el pasaje que contemplamos ayer (Lc 9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

La lectura de hoy, que contiene el segundo anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza reiterando “la admiración general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los discípulos se dejaban contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe esto y, por el lenguaje fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos: “Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Es como si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.

A pesar de que el lenguaje utilizado por Jesús alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías (53,2-12), los discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido” porque estaban disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como cuando el manejador, los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el éxito de un famoso cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.

La realidad es que no comprendían porque no querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno que estaban sintiendo. Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.

Algo parecido nos sucede a nosotros cuando queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de Dios, pero no queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que cantamos, como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando nos dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28).

Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con Cruz eterno llanto,  Santidad y Cruz es una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 31-07-20

“Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta”.

“‘Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta’. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”. Con estas palabras termina el pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 13,54-58).

Esas palabras fueron pronunciadas por Jesús luego de que los suyos lo increparan por sentirse “escandalizados” ante sus palabras. Sí, esos mismos que unos minutos antes se sentían “admirados” ante la sabiduría de sus palabras. ¿Qué pudo haber causado ese cambio de actitud tan dramático?

A muchos de nosotros nos pasa lo mismo cuando escuchamos el mensaje de Jesús. Asistimos a un retiro o una predicación y se nos hincha el corazón. Nos conmueven las palabras; sentimos “algo” que no podemos expresar de otro modo que no sea con lágrimas de emoción. ¡Qué bonito se siente! Estamos enamorados de Jesús…

Hasta que nos percatamos que esa relación tan hermosa conlleva negaciones, responsabilidades, sacrificios: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Lo mismo suele ocurrir en otras relaciones como, por ejemplo, el matrimonio. Luego de ese “enamoramiento” inicial en el que todo luce color de rosa, surgen todos los eventos que no estaban en el libreto cuando dijimos: “en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…”, junto a otras obligaciones. El libro del Apocalipsis lo describe así: “Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date cuenta pues, de dónde has caído,…” (Ap 2,4-5).

No hay duda; el mensaje de Jesús es impactante, nos sentimos “admirados” como se sintieron sus compueblanos de Nazaret. Pero cuando profundizamos en las exigencias de su Palabra, al igual que aquellos, nos “escandalizamos”. Queremos las promesas sin las obligaciones. Por eso “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la naturaleza humana.

Ese es el mayor obstáculo que enfrentamos a diario los que proclamamos el mensaje de Jesús entre “los nuestros”; cuando llega la hora de la verdad, la hora de “negarnos a nosotros mismos”, muchos nos miran con desdén y comienzan a menospreciarnos, y hasta intentan ridiculizarnos. Esos son los que no tiene fe: “Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”.

En el caso del profeta Jeremías, al igual que a Jesús, le costó la vida, siendo eventualmente torturado y asesinado por aquellos a quienes quería ayudar. La primera lectura de hoy (Jr 26,1-9) nos presenta el pasaje en que se le declara “reo de muerte” por el mero hecho de anunciar la Palabra de Dios y denunciar los pecados del pueblo (la misión profética): “Y cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo, diciendo: ‘Eres reo de muerte’”.

Hoy, pidamos al Señor que nos fortalezca el don de la fe para que podamos interiorizar su Palabra y ser sus testigos (Cfr. Hc 1,8).