REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 14-08-22

“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”.

La palabra que sirve de hilo conductor a las lecturas que nos ofrece la liturgia para este vigésimo domingo del tiempo ordinario es “conflicto”.

La primera lectura, tomada del libro de Jeremías (38,4-6.8-10), nos presenta el resultado de la fidelidad a la palabra de Dios por parte del profeta, palabra que desenmascara el pecado de los hombres y provoca reacciones que llegan incluso a la violencia. Por eso todo el que es fiel a la Palabra provoca conflicto. En el caso de Jeremías estuvo a punto de costarle la vida: “Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia”.

Con la frase “no busca el bien del pueblo” lo que querían decir los príncipes que pedían la muerte de Jeremías es que su discurso no se amoldaba a los deseos del pueblo. Es bien fácil adoptar un discurso que acomode los deseos o preferencias del pueblo, aunque estos sean contrarios a la Palabra de Dios.

No tenemos que ir muy lejos, basta mirar a nuestro alrededor para encontrarnos con gobernantes que adoptan un discurso reñido con los valores cristianos, especialmente los relacionados con la vida, la familia y el matrimonio, con tal de ganarse la simpatía de un grupo de personas, aunque ello implique darle la espalda a Dios. Y lo peor es que pretenden justificar su conducta con la misma Palabra que pisotean. Se trata de “fabricar” una imagen de Dios que se acomode a nuestros deseos y, ¿por qué no?, a nuestro pecado.

A estas personas se les olvida que con Jesús no hay términos medios; o estás con Él o en contra de Él: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23). O como nos dice el Espíritu en el libro del Apocalipsis: “Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (3,15-16). No se trata de “quedar bien”, tampoco de “no hacer sentir mal” al otro. Se trata de ser fiel a Dios y a su Palabra salvífica. En eso Jesús es radical.

La lectura evangélica de hoy (Lc 12,49-53) no puede ser más clara: “He venido a prender fuego en el mundo… ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. Todo el que acepta y proclama la Palabra de Dios va entrar en conflicto con el mundo, comenzando con su propia familia. Porque esa Palabra, más cortante que espada de doble filo, “penetra hasta la división entre alma y espíritu” (Cfr. Hb 4,12). Por eso resulta incómoda para muchos.

No podemos caer en la trampa del relativismo moral. Por eso nuestra sociedad está cada vez más alejada de Dios. Corresponde a nosotros “prender fuego en el mundo” o, como nos dijo el papa Francisco, “hacer lío”. Pero… ¡ojo!, eso tiene un costo bien alto. Si vas a seguir a Jesús, prepárate para la prueba (Cfr. Sir 2,1).

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 04-08-22

“Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”. Continúa retumbando esa frase de Yahvé Dios; pero esta vez precedida de un componente que le brinda hasta cierto dramatismo: “Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones…”

En la primera lectura de hoy (Jr 31,31-34) Dios se está refiriendo a una Nueva Alianza, diferente de la Alianza del Sinaí, que va a establecer con su pueblo. Aquella estaba escrita en unas tablas de piedra y basada en unas normas de conducta impuestas. Ahora va ser diferente. Ya no tendrán que aprender ni enseñar la ley, “porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande”.

¿Y cómo va Dios a “meter su ley en nuestro pecho”, a “grabarla en nuestros corazones”? La clave tal vez la encontramos unos versículos antes en el mismo libro de Jeremías: “Con amor eterno te amé,…” (Jr 31,3). Va a escribir esa Ley de la Nueva y Eterna Alianza con el único lenguaje que conoce el corazón: el lenguaje del amor. Dios ha derramado su Amor infinito sobre nosotros, nos ama con pasión, con ese amor eterno que no conoce de tiempo ni de límites. Y cuando nos abrimos a ese Amor, y sentimos esa llama que quema nuestro corazón, no tenemos otra alternativa que corresponder. Y cuando eso ocurre nos encontramos “sembrados” en las Bienaventuranzas. Descubrimos que no hay otro camino que no sea el amor, ese amor que nos hace capaces de dar la vida por nuestros amigos (Jn 15,13). Ya la Ley se hará innecesaria, porque al amar con el mismo Amor que Dios nos ama, cumplimos con todos sus preceptos. Por eso ya no tendremos que “aprender ni enseñar la ley”; porque la tendremos “grabada en nuestros corazones”.

El Evangelio de hoy (Mt 16,13-23) nos presenta la “profesión de fe” de Pedro y el primer anuncio de la Pasión. El pasaje comienza con Jesús preguntando a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. A lo que los discípulos respondieron: “Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Entonces Jesús les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro replicó: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.

Esa profesión de fe suscita el primado petrino: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.

Habiendo delegado su autoridad a Pedro, procedió a hacer el primer anuncio de su Pasión, diciendo a sus discípulos que “tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

Hoy, pidamos el don de un corazón dócil al Espíritu, para que Su Ley quede grabada en nuestros corazones, y podamos hacer profesión de fe reconociendo a Jesús como nuestro Señor y Salvador.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 30-07-22

El rey Herodes no se atreve hacer daño a Jesús reconociendo que hay algo sobrenatural en Él (en su ignorancia piensa que es el “espíritu de Juan Bautista”).

En la primera lectura de ayer (Jr 26,1-9) el profeta Jeremías denunciaba nuevamente la “mala conducta” de pueblo, pero esta vez en el atrio de templo. Ya en el capítulo anterior les había profetizado la invasión por parte del rey Nabucodonosor. Al oír esto los sacerdotes y profetas se molestaron y lo declararon “reo de muerte”; y el pueblo se unió a ellos.

En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Jr 26, 11-15.24), continuación de aquella, el profeta Jeremías se defiende reiterando que habla en nombre de Yahvé, quien le ha enviado a profetizar contra el templo y la ciudad de Jerusalén, advirtiéndoles que si se arrepienten y enmiendan su conducta “el Señor se arrepentirá de la amenaza que pronunció contra vosotros”. Dicho esto, se puso en manos de los príncipes y el pueblo.

Solo la intervención de los príncipes lo salva, pues estos reconocen que Jeremías ha hablado en nombre de Dios: “Entonces Ajicán, hijo de Safán, se hizo cargo de Jeremías, para que no lo entregaran al pueblo para matarlo”.

Resulta claro que el profeta no había completado la misión que Yahvé le había encomendado. De hecho, luego de que se cumpliera la profecía sobre la deportación a Babilonia, Jeremías jugaría un papel importante en consolar a los deportados y mantener viva la fe del pueblo con las promesas de restauración.

Algo parecido sucede en el evangelio de hoy (Mt 14,1-12), en el que el rey Herodes no se atreve hacer daño a Jesús reconociendo que hay algo sobrenatural en Él (en su ignorancia piensa que es el “espíritu de Juan Bautista”). Recordemos que Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo. Al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, Jesús se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

De todos modos, al igual que Jeremías, Jesús tampoco había completado su misión, y el Padre lo protege.

En ocasiones anteriores hemos dicho que Dios tiene una misión para cada uno de nosotros; y si nos mantenemos fiel a su Palabra y a nuestra misión, Él nos va a dar la fortaleza para cumplir nuestra encomienda, no importa los obstáculos que tengamos que enfrentar.

El verdadero discípulo de Jesús tiene que estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación, a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan inaceptables para muchos. Como decíamos ayer, quieren el beneficio de las promesas sin las obligaciones.

Ese doble discurso lo vemos a diario en los que utilizan el “amor de Dios” para justificar toda clase de conductas que atentan contra la dignidad del hombre y la familia. ¡El que tenga oídos, que oiga!…

Hermoso fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 29-07-22

“Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta”.

“‘Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta’. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”. Con estas palabras termina el pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 13,54-58).

Esas palabras fueron pronunciadas por Jesús luego de que los suyos lo increparan por sentirse “escandalizados” ante sus palabras. Sí, esos mismos que unos minutos antes se sentían “admirados” ante la sabiduría de sus palabras. ¿Qué pudo haber causado ese cambio de actitud tan dramático?

A muchos de nosotros nos pasa lo mismo cuando escuchamos el mensaje de Jesús. Asistimos a un retiro o una predicación y se nos hincha el corazón. Nos conmueven las palabras; sentimos “algo” que no podemos expresar de otro modo que no sea con lágrimas de emoción. ¡Qué bonito se siente! Estamos enamorados de Jesús…

Hasta que nos percatamos que esa relación tan hermosa conlleva negaciones, responsabilidades, sacrificios: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Lo mismo suele ocurrir en otras relaciones como, por ejemplo, el matrimonio. Luego de ese “enamoramiento” inicial en el que todo luce color de rosa, surgen todos los eventos que no estaban en el libreto cuando dijimos: “en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…”, junto a otras obligaciones. El libro del Apocalipsis lo describe así: “Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date cuenta pues, de dónde has caído,…” (Ap 2,4-5).

No hay duda; el mensaje de Jesús es impactante, nos sentimos “admirados” como se sintieron sus compueblanos de Nazaret. Pero cuando profundizamos en las exigencias de su Palabra, al igual que aquellos, nos “escandalizamos”. Queremos las promesas sin las obligaciones. Por eso “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la naturaleza humana.

Ese es el mayor obstáculo que enfrentamos a diario los que proclamamos el mensaje de Jesús entre “los nuestros”; cuando llega la hora de la verdad, la hora de “negarnos a nosotros mismos”, muchos nos miran con desdén y comienzan a menospreciarnos, y hasta intentan ridiculizarnos. Esos son los que no tiene fe: “Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”.

En el caso del profeta Jeremías, al igual que a Jesús, le costó la vida, siendo eventualmente torturado y asesinado por aquellos a quienes quería ayudar. La primera lectura de hoy (Jr 26,1-9) nos presenta el pasaje en que se le declara “reo de muerte” por el mero hecho de anunciar la Palabra de Dios y denunciar los pecados del pueblo (la misión profética): “Y cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo, diciendo: ‘Eres reo de muerte’”.

Hoy, pidamos al Señor que nos fortalezca el don de la fe para que podamos interiorizar su Palabra y ser sus testigos (Cfr. Hc 1,8).

Que pasen un hermoso fin de semana, y recuerden visitar la Casa del Padre; Él les espera con los brazos abiertos.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 28-07-22

“Yo quiero ser Señor amado, como el barro en manos del alfarero, toma mi vida hazla de nuevo, yo quiero ser un vaso nuevo”.

El evangelio de hoy nos presenta la última de las parábolas del Reino que ocupan el capítulo 13 de san Mateo (13,47-53), la parábola de la red. Esta es otra de esas parábolas con “sabor” escatológico, Compara el Reino de los cielos con una red que saca toda clase de peces del mar, buenos y malos. Y nos dice que al final de los tiempos los ángeles harán con nosotros lo mismo que hacen los pescadores con los peces que atrapan en la red: “separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido”, seguido de esa frase que encontramos en Mateo y en Lucas: “Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. El rechinar de dientes es una frase tomada del Antiguo Testamento (Job16,9; Sal 35,16), que expresa odio y rabia, pero que unida al llanto expresa la desesperación y el dolor de los que quedarán excluidos de la salvación.

Esa imagen del Reino como una red en la que caben tanto los peces buenos como los malos, nos apunta también al hecho de que el Reino ya está aquí, que ha comenzado. La ventaja que tenemos es que el Pescador nos da la oportunidad de ser contados entre los “peces buenos”. Y de la misma manera que nos creó del barro (Gn 2,7), si nos entregamos a las manos del Alfarero, Él puede triturarnos y hacernos de nuevo, creaturas nuevas nacidas de la conversión, el “hombre nuevo” de que nos hablaba san Pablo (Cfr. Ef 4,24). Y seremos contados entre los elegidos (Cfr. Ap 7).

Precisamente la primera lectura de hoy, tomada del profeta Jeremías (18,1-6), nos presenta la figura del alfarero. Con esta figura Dios está diciéndole al profeta que de la misma manera que cuando el alfarero no está satisfecho con la vasija que ha hecho, lejos de desanimarse, hace una bola nueva con el mismo barro y comienza otra pieza con el mismo barro, Él hará lo mismo con el pueblo, Así actúa Dios con nosotros. Otra muestra de la infinita paciencia de Dios que nunca se cansa de esperar nuestra conversión.

En la celebración eucarística entonamos un cántico que dice “Yo quiero ser Señor amado, como el barro en manos del alfarero, toma mi vida hazla de nuevo, yo quiero ser un vaso nuevo”.

Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a entregarme en Sus manos para que Él me moldee en un “vaso nuevo” que sea de Su agrado?

“Señor, concédeme ser cada día más dócil a los impulsos de tus dedos divinos. Termina en mí tu creación”.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 27-07-22

En la lectura evangélica (Mt 13,44-46) que nos ofrece la liturgia para hoy, volvemos a contemplar, en forma abreviada, dos de las siete parábolas del Reino: la del tesoro escondido y la de la perla de gran valor, que hemos comentado en días anteriores. ¿Por qué la insistencia de la Liturgia en repetir una y otra vez las parábolas del Reino?

Toda la misión de Jesús puede resumirse en una frase: “[T]engo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4,43). Habiendo sido esa la misión de Jesús no puede ser otra la misión de la Iglesia. Por eso en sus últimas palabras antes de ascender al Padre, delegó esa misión a la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva (del Reino de Dios) a toda la creación” (Mc 16,15).

Anteriormente hemos señalado que Jesús nos está diciendo que en la vida del cristiano, de su verdadero seguidor, no puede haber nada más valioso que los valores del Reino. Por eso tenemos que estar dispuestos a “venderlo” todo con tal de adquirirlos, con tal de asegurar ese gran tesoro que es la vida eterna. Eso incluye dejar “casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos y campos” por el nombre de Jesús. O sea, que no puede haber nada que se interponga entre nosotros y los valores del Reino.

El que decide acompañar a Jesús en ese anuncio de la Buena Nueva del Reino, el que pone su vida al servicio de la Palabra para que el Pueblo se convierta, tarde o temprano va a enfrentar el dedo acusador de sus detractores, tal como le sucedió al profeta Jeremías en la primera lectura de hoy (Jr 15,10.16-21): “Soy hombre que trae líos y contiendas a todo el país. No les debo dinero, ni me deben; ¡pero todos me maldicen!”.

Cuando nos enfrentamos a la burla, la persecución, la difamación, en ocasiones nuestra naturaleza humana nos hace dudar, flaquear, como le sucedió a Jeremías: “¿Por qué mi dolor no tiene fin y no hay remedio para mi herida? ¿Por qué tú, mi manantial, me dejas de repente sin agua?” Jeremías se encuentra en un momento de crisis espiritual. En esos momentos de “desierto”, o de “noche oscura”, la voz de Dios no se hace esperar: “Haré que tú seas como una fortaleza y una pared de bronce frente a ellos; y si te declaran la guerra, no te vencerán, pues yo estoy contigo para librarte y salvarte. Te protegeré contra los malvados y te arrancaré de las manos de los violentos”. ¡Qué promesa!

Jeremías se lamenta de ser un “hombre que trae líos” con su predicación. Al releer este pasaje no puedo menos que recordar las palabras del papa Francisco a los jóvenes (y a todo el Pueblo de Dios) durante la JMJ en Río de Janeiro: “Espero lío… quiero lío en las diócesis, quiero que se salga afuera, quiero que la Iglesia salga a la calle”. De eso se trata el anuncio del Reino. ¿Qué estás esperando?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 08-04-22

“Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos”.

“Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos”. Esa ha sido la constante en los relatos evangélicos de los días recientes. La autoridades, los componentes del poder ideológico-religioso de la época, ya habían puesto en marcha su conspiración para acabar con Jesús. Había que eliminarlo. Pero su hora no había llegado aún. Cuando llegue la hora Él no opondrá resistencia, y enfrentará con valentía, no solo el poder ideológico-religioso, representado por el Sumo Sacerdote Caifás y el Sanedrín, sino también el poder político, representado por el rey Herodes Antipas y el Procurador romano Poncio Pilato.

En el relato evangélico de hoy (Jn 10,31-42) encontramos a Jesús enfrentando a unos judíos que se disponían a apedrearlo. Jesús los confronta con todos los portentos y prodigios que ha obrado “por encargo” de su Padre, y ellos insisten en apedrearlo, no por las buenas obras que ha realizado, sino por blasfemo, al atribuirse a sí mismo el ser Dios. Los judíos que le rodean están tan concentrados en la letra de la Ley que no pueden ver que tienen a Dios delante de ellos, no tienen fe. Creen en Dios pero no creen en Su Palabra que se hace presente entre ellos.

En el sermón de la Montaña Jesús había dicho: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Si no abro mi corazón al amor incondicional de Dios (la Verdad) y comparto ese amor con mi prójimo, especialmente los más necesitados, jamás veré el rostro de Dios aunque lo tenga delante de mí (Cfr. Mt 25,31-46). Me pasará igual que a aquellos judíos que lo tuvieron ante sí y no le reconocieron, a pesar de todas las pruebas que se les presentaron.

Como no había llegado su hora, el Señor lo protegió y permitió que escapara. En la misma situación vemos al profeta Jeremías en la primera lectura (Jr 20,10-13). Jeremías fue llamado por Dios al profetismo a temprana edad. Por eso puso resistencia cuando recibió su vocación: “¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven”. El Señor le dijo que no aceptaba esa excusa, y le prometió su protección (1,8).

A pesar de su corta edad, Jeremías fue llamado a denunciar los graves pecados del pueblo, sus infidelidades a la Alianza. Y al igual que Cristo, fue perseguido, y conspiraron para atraparlo y acabar con él. “‘Pavor en torno; delatadlo, vamos a delatarlo’. Mis amigos acechaban mi traspié: ‘A ver si se deja seducir, y lo abatiremos, lo cogeremos y nos vengaremos de él’”. Pero el profeta confió en la palabra de Dios y siguió adelante. “El Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo”.

Es la oración de petición confiada y fervorosa que encontramos en el Salmo (17) de hoy: “En el peligro invoqué al Señor, y me escuchó”.

Asimismo tenemos que aprender a confiar en el Señor cuando se nos persiga, o se mofen de nosotros causa del Evangelio. “Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador”.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 02-04-22

Ya se ve en el horizonte el drama de la Pasión…

En las lecturas que contemplamos hoy se percibe un ambiente de tensión. Ya se ve en el horizonte el drama de la Pasión…

La primera lectura (Jr 11,18-20) continúa prefigurando la Pasión, con la imagen del “cordero manso, llevado al matadero”. Seis siglos antes que Jesús, Jeremías también había sido perseguido por anunciar la palabra de Dios e invitar a su pueblo a la conversión.

Esa imagen del cordero, tan asociada al “cordero pascual” que representa la figura de Cristo, enfatiza la inocencia de la víctima y la injusticia del sacrificio; sacrificio que fue justificado por la Ley.

En la lectura evangélica (Jn 7,40-53) encontramos a los judíos divididos en cuanto a su opinión sobre Jesús. Jesús siempre se presentó como una figura controversial. Ya Simeón había profetizado que Jesús iba a ser “signo de contradicción” (Lc 2,34). Por otro lado, vemos que los sumos sacerdotes y fariseos ya estaban poniendo en marcha su conspiración para acabar con Jesús. Pero sus esfuerzos por arrestarlo resultaban en vano. Los guardias del templo que tenían esa encomienda regresaron ante ellos con las manos vacías. Furiosos ante el fracaso de su gestión, increparon a los guardias: “¿Por qué no lo habéis traído?”, a lo que éstos respondieron: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre”. El poder del Verbo, la Palabra de Dios que creó el universo (Cfr. Gn 1), que separó las tinieblas de la luz; que es capaz de apartar las tinieblas de los corazones que se abren a ella. Los guardias no habían podido resistir ese Poder.

Los fariseos estaban tan concentrados en estudiar la Ley y los profetas, en aprenderlos de memoria, en debatir sobre su interpretación, en el estricto “cumplimiento” de la Ley, que no reconocieron a Aquél de quien hablaban los profetas. Por eso insultan a los guardias: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos”.

Los compararon con los llamados “pecadores” de su época. Este grupo lo conformaban aquellos que por falta de instrucción, y desconocimiento de la Ley, estaban constantemente expuestos a incumplir sus normas o preceptos, especialmente aquellos relativos a la pureza ritual, y eso los convertía en “pecadores”. Los judíos los denominaban el “pueblo de la tierra” o ham ha’ares. Solo esta gente “ignorante” podía dejarse “embaucar” por Jesús.

Los fariseos estaban convencidos que solo mediante el estudio de la Ley y las escrituras se podía alcanzar el favor de Dios. Todavía, en pleno siglo XXI, existen sectas fundamentalistas que sostienen que el que no sabe leer no puede salvarse, pues no puede leer la Biblia. Los fariseos confundían el conocimiento de la Ley con el conocimiento de Dios. Esa actitud resalta el contraste entre ellos y Jesús. Ellos se sienten “superiores”, por encima de la plebe, mientras Jesús se identifica con los pobres y marginados.

Al final del pasaje vemos que los fariseos también apoyan sus prejuicios en las Escrituras cuando insultan a Nicodemo: “verás que de Galilea no salen profetas”.

Hagamos examen de conciencia. Nosotros, ¿utilizamos las Escrituras para juzgar, y fundamentar nuestros prejuicios contra ciertas personas o grupos? ¿Ponemos los preceptos por encima del amor?

“Misericordia quiero, y no sacrificio”…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 24-03-22

“El que no está conmigo está contra mí”.

La primera lectura que contemplamos en la liturgia de hoy (Jr 7,23-28) nos presenta a un Dios desilusionado y amargado con su pueblo, porque le ha dado la espalda: “Ésta fue la orden que di a mi pueblo: ‘Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo. Seguid el camino que os señalo, y todo os irá bien’. Pero no escucharon ni prestaron caso. Al contrario, caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara. Desde que salieron vuestros padres de Egipto hasta hoy, os envié a mis siervos, los profetas, un día tras otro; pero no me escucharon ni me hicieron caso: Al contrario, endurecieron la cerviz y fueron peores que sus padres”.

Estamos ante un pueblo que le da la espalda al Dios de la Alianza. Alianza que está recogida en la frase “Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Cfr. Lv 26,12). Jeremías profetizó en el reino del sur (Judá), alertando al pueblo que si continuaban dando la espalda a Yahvé y apartándose de la Alianza les sobrevendría un castigo en la forma de la deportación a Babilonia. Pero el pueblo no le escuchó, no escuchó la Palabra de Dios pronunciada por boca del profeta.

Dios se queja del que el pueblo no le ha querido escuchar: “no me escucharon ni prestaron oído”. Y advierte al profeta que a él tampoco le escucharán: “Ya puedes repetirles este discurso, que no te escucharán; ya puedes gritarles, que no te responderán”. “Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón”, nos dice el Salmo responsorial (94).

El relato evangélico (Lc 11,14-23) nos muestra a Jesús curando a un mudo (“echando un demonio que era mudo”), y apenas salió el demonio, el mudo habló. Algunos de los presentes le acusaron de echar demonios por arte del príncipe de los demonios, mientras otros pedían un signo en el cielo. Resultaba más “cómodo” para ellos creer que Jesús actuaba por el poder del demonio, que aceptar que el Reino había llegado, para no tener que asumir las responsabilidades que ello implicaba. Tenían un signo enfrente de sí, tenían la Palabra encarnada y, al igual que los del tiempo de Jeremías, le dieron la espalda, se negaron a escucharle, tenían el corazón endurecido. La sentencia de Jesús no se hace esperar: “El que no está conmigo está contra mí”.

Miramos a nuestro alrededor. Vemos a nuestro pueblo, y tenemos que preguntarnos: ¿qué diferencia hay entre nuestro pueblo hoy, y el pueblo de Israel en tiempos de Jeremías, o en tiempos de Jesús? Vemos que nuestro pueblo, incluyendo muchos de nuestros gobernantes, al igual que aquellos, le han dado la espalda a Dios, se niegan a escuchar su voz, tienen el corazón endurecido.

Esa voz nos habla con mayor intensidad durante este tiempo de Cuaresma. Nosotros, los bautizados, ¿también nos negamos a escuchar lo que se nos está diciendo durante esta Cuaresma? ¿O estamos prestando atención al llamado a la conversión que se nos hace durante este tiempo?

Pensemos por un momento: ¿estoy con Jesús, o contra Él? El seguimiento de Jesús no puede ser a medias, tiene que ser radical (Cfr. Lc 9,62; Ap 3,15-16). Todavía estamos a tiempo.