En este corto te explicamos por qué la Santa Cruz, que para muchos es símbolo de tortura y muerte, para los cristianos es fuente de amor y de vida. Por eso celebramos la Exaltación de la Santa Cruz.
“‘Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta’. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”. Con estas palabras termina el pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 13,54-58).
Esas palabras fueron pronunciadas por Jesús luego de que los suyos lo increparan por sentirse “escandalizados” ante sus palabras. Sí, esos mismos que unos minutos antes se sentían “admirados” ante la sabiduría de sus palabras. ¿Qué pudo haber causado ese cambio de actitud tan dramático?
A muchos de nosotros nos pasa lo mismo cuando escuchamos el mensaje de Jesús. Asistimos a un retiro o una predicación y se nos hincha el corazón. Nos conmueven las palabras; sentimos “algo” que no podemos expresar de otro modo que no sea con lágrimas de emoción. ¡Qué bonito se siente! Estamos enamorados de Jesús…
Hasta que nos percatamos que esa relación tan hermosa conlleva negaciones, responsabilidades, sacrificios: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Lo mismo suele ocurrir en otras relaciones como, por ejemplo, el matrimonio. Luego de ese “enamoramiento” inicial en el que todo luce color de rosa, surgen todos los eventos que no estaban en el libreto cuando dijimos: “en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…”, junto a otras obligaciones. El libro del Apocalipsis lo describe así: “Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date cuenta pues, de dónde has caído,…” (Ap 2,4-5).
No hay duda; el mensaje de Jesús es impactante, nos sentimos “admirados” como se sintieron sus compueblanos de Nazaret. Pero cuando profundizamos en las exigencias de su Palabra, al igual que aquellos, nos “escandalizamos”. Queremos las promesas sin las obligaciones. Por eso “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la naturaleza humana.
Ese es el mayor obstáculo que enfrentamos a diario los que proclamamos el mensaje de Jesús entre “los nuestros”; cuando llega la hora de la verdad, la hora de “negarnos a nosotros mismos”, muchos nos miran con desdén y comienzan a menospreciarnos, y hasta intentan ridiculizarnos. Esos son los que no tiene fe: “Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”.
En el caso del profeta Jeremías, al igual que a Jesús, le costó la vida, siendo eventualmente torturado y asesinado por aquellos a quienes quería ayudar. La primera lectura de hoy (Jr 26,1-9) nos presenta el pasaje en que se le declara “reo de muerte” por el mero hecho de anunciar la Palabra de Dios y denunciar los pecados del pueblo (la misión profética): “Y cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo, diciendo: ‘Eres reo de muerte’”.
Hoy, pidamos al Señor que nos fortalezca el don de la fe para que podamos interiorizar su Palabra y ser sus testigos (Cfr. Hc 1,8).
Que pasen un hermoso fin de semana, y recuerden visitar la Casa del Padre; Él les espera con los brazos abiertos.
Jesús se crio entre gente de trabajo; artesanos, carpinteros, agricultores, pastores. Por eso vemos que constantemente utiliza figuras que son conocidas a los de su tiempo para transmitir sus enseñanzas. En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 7,15-20) nos habla de lobos y ovejas, uvas y zarzas, higos y cardos, árboles y frutos… “Por sus frutos los conoceréis”, repite en dos ocasiones.
Este pasaje es uno de esos que no requiere mucha explicación. Lo que Jesús nos plantea se puede dividir en dos enseñanzas íntimamente ligadas entre sí.
Primero, nos advierte que nos cuidemos de los falsos profetas (otras versiones dicen falsos “pastores”) que “se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces”. Se refiere a aquellos que se nos acercan con “cantos de sirena” a vendernos unas doctrinas que nos “hacen sentir bonito”, cuando lo cierto es que están detrás del fruto de nuestro trabajo.
El ejemplo perfecto lo encontramos en los llamados “tele-evangelistas” que nos predican un mensaje de prosperidad y felicidad terrenal a cambio de un diezmo. Para lograrlo montan todo un espectáculo digno de Hollywood, que crea un ambiente de euforia, una histeria colectiva que produce una sensación de bienestar y felicidad. Mientras tanto, sus cuentas bancarias continúan creciendo.
Eso dista mucho del verdadero mensaje de Jesús: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24).
Segundo, Jesús nos recuerda que a la larga esos falsos pastores se desenmascaran a sí mismos a través de sus propios actos, ya que el verdadero valor de una persona se manifiesta por lo que hace. Jesús debe haber estado pensando en los fariseos de su tiempo, figura que Él utiliza en muchas ocasiones.
“Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos”. El mismo Jesús sentencia a esos falsos profetas: “El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego”.
Aunque Jesús parece referirse a los fariseos de su tiempo, nosotros hoy, lejos de levantar un dedo acusador contra aquellos que podamos considerar “falsos profetas”, debemos ver en esta lectura una invitación a examinar nuestra propia vida interior y nuestra fe.
Mis actuaciones, ¿son realmente un reflejo de mi disposición interior, o son una “piel de oveja” que oculta el lobo rapaz que habita en mi interior? Mis actuaciones en la vida parroquial y comunitaria, ¿guardan relación con mis pensamientos y mis actuaciones cuando “nadie me ve”? ¿Soy un árbol sano? Podremos engañar a los hombres, pero no a Dios, que “ve en lo secreto” y nos recompensará según lo que hay en nuestro corazón (Cfr. Mt 6,4).
¡Cuidado! Jesús es misericordioso pero también es un juez severo: “El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego”… En Mateo, Jesús nos advierte en al menos cinco ocasiones: “entonces será el llanto y el rechinar de dientes”… (Mt 8,12; 13,42; 13,50; 22,13; 24,51). El que tenga oídos para oír, que oiga…
Acabamos de comenzar el “tiempo fuerte” de
Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves
después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc
9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la
Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. Así, dice a
sus discípulos: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por
los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer
día”.
Luego, dirigiéndose “a todos” (a ti y a mí) nos
invita a seguirle, señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que
quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se
venga conmigo”. Vemos que la fórmula que Jesús nos propone está matizada por
tres verbos: “negarse”, “tomar” la cruz y “seguirle”. Examinemos brevemente el
significado y alcance de cada uno.
El “negarse a sí mismo” implica que el
verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su
interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la
cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente
libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida
generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a
“cargar con la cruz”.
El “tomar la cruz”, o cargar con la cruz, tiene
un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para
comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en el ambiente cultural de la
época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la
ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a
efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (patibulum), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban
de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por
todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba
muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna. De igual
modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a
cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la burla y el desprecio, aún
de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento,
sino en la resurrección del día final (Cfr.
Jn 6,54).
El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho
más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El
seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior,
una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a
compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante
esta Cuaresma, durante la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y
muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la
antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección
gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!
El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy
(Mc 2,18-22) contiene el primer anuncio de la pasión de parte de Jesús:
“Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”. Es la primera
vez que Jesús hace alusión su muerte, pero sus discípulos no lo captan.
Junto con el anuncio, Jesús recalca la novedad
de su mensaje, que había resumido en el sermón de la montaña, recogido en el
capítulo 5 de Mateo. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada
(5,17). Por tanto, hay que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la
ley del Amor. Es una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de aquel
ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del hombre
viejo para revestirse del hombre nuevo del que nos habla san Pablo (Ef
4,22-24). En fin, se trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios y con
nuestro prójimo. No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado.
Este anuncio está implícito en la utilización
por parte de Jesús de la figura del “novio” cuando los fariseos le cuestionan
por qué sus discípulos no ayunan. De su contestación se desprende que sus
discípulos no ayunan porque no tienen nada que esperar, ya que los tiempos
mesiánicos han llegado, no tienen que hacer penitencia para la llegada de un Mesías
que ellos ya han encontrado.
Por eso Jesús nos dice que no se echa vino
nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los
odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas
se conservan. Este simbolismo del “vino nuevo” junto con la figura del “novio” lo
veíamos también ayer en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con su
poder, nos brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo que
simboliza la novedad de su mensaje, que no es otra cosa que el Amor.
El problema es que nosotros muchas veces
pretendemos aplicar nuestros propios criterios, nuestros viejos paradigmas al
mensaje de Jesús. Queremos abrazarlo, recibirlo, pero no estamos dispuestos a
vivir en forma radical la ley del Amor, no estamos dispuestos a amar y perdonar
a todos, especialmente a los que más nos han herido, no estamos dispuestos a
abrazar la cruz… “Si alguien quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz
y me siga” (Mt 16,24). Uf, ¡qué difícil!
Hoy, pidámosle al Padre que nos ayude a
despojarnos de los “odres viejos”, y que nos de “odres nuevos” para recibir y
retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.
Que pasen una hermosa semana, y no olviden
visitar la Casa del Padre al menos una vez a la semana y, de ser posible, más
de una vez. De paso, dejen a la entrada del templo sus “odres viejos”, y
acepten el “odre nuevo” que allí se les ofrece… ¡Es gratis!
El evangelio de hoy (Lc 6,27-38) nos presenta una
especie de “secuela” a las Bienaventuranzas, en el que Jesús pretende dar
contenido a las mismas. Jesús nos está diciendo que las normas contenidas en
las Bienaventuranzas no son algo teórico, sino que podemos identificar a
nuestros “enemigos” con unos personajes concretos: los que nos odian, los que
nos maldicen, los que nos injurian, los que nos pegan, los que nos engañan, los
que nos roban… Contrario a la reacción natural de nosotros ante esas
situaciones, Jesús nos pide que amemos, que bendigamos, que hagamos el bien,
que “presentemos la otra mejilla”, que no reclamemos, que no esperemos nada…
Si miramos a nuestro alrededor, no será muy
difícil encontrar varias personas a quienes se nos hace difícil amar; personas
que parecen vivir para “hacernos la vida cuadritos”. Y Jesús nos está pidiendo
que amemos a esas personas; que les deseemos el bien de todo corazón, que
oremos por ellas, que seamos generosos con ellas, que no les reclamemos, que
seamos compasivos. Jesús no se está refiriendo a meros sentimientos; nos está
hablando de asumir actitudes concretas respecto a esos enemigos. “Pues, si
amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a
los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito
tenéis?” Esa es la “prueba de fuego” del
que quiere seguir a Jesús, del verdadero “discípulo” que quiere vivir el
Evangelio.
Jesús nos pide que nos pongamos en el lugar de
estos “enemigos”; que los tratemos como nos gustaría que nos trataran a
nosotros, porque la misma medida que usemos con ellos la usarán con nosotros: “Sed
compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados;
no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se
os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. La
Palabra siempre nos interpela, nos hace enfrentarnos con nosotros mismos. Si
todo el mundo nos tratara como merecemos, ¿cómo sería ese trato?
¡Uf! Nadie ha dicho que esto de ser cristiano
es fácil: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame” (Mt 16,24). ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. “Todo lo puedo en
Aquél que me fortalece” (Fil 4,13).
Hace tiempo leí un relato de un sabio que
decía: “Amar es una decisión, y el fruto de esa decisión es el amor”. Jesús nos
está pidiendo que asumamos unas actitudes concretas hacia nuestros “enemigos”;
en otras palabras, que tomemos la decisión de amarlos, amarlos como Dios los
ama y como nos ama a nosotros, a pesar de todas nuestras faltas.
Por otro lado, un viejo proverbio chino nos
recuerda que un viaje de mil leguas comienza con un paso. Hoy Jesús nos invita
a dar ese “primer paso” con la promesa de que Él nos brindará la fortaleza para
continuar adelante, para que esa decisión de amar a nuestros enemigos rinda
fruto. Y ese fruto ha de ser el amor…
Acabamos de comenzar el “tiempo fuerte” de
Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves
después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc
9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la
Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. Así, dice a
sus discípulos: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por
los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer
día”.
Luego, dirigiéndose “a todos” (a ti y a mí) nos
invita a seguirle, señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que
quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se
venga conmigo”. Vemos que la fórmula que Jesús nos propone está matizada por
tres verbos: “negarse”, “tomar” la cruz y “seguirle”. Examinemos brevemente el
significado y alcance de cada uno.
El “negarse a sí mismo” implica que el
verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su
interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la
cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente
libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida
generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a
“cargar con la cruz”.
El “tomar la cruz”, o cargar con la cruz, tiene
un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para
comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en la ambiente cultural de la
época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la
ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a
efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (patibulum), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban
de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por
todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba
muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna. De igual
modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a
cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la burla y el desprecio, aún
de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento,
sino en la resurrección del día final (Cfr.
Jn 6,54).
El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho
más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El
seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior,
una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a
compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante
esta Cuaresma, durante la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y
muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la
antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección
gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!
El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy (Mc 2,18-22), contiene el primer anuncio de la pasión de parte de Jesús: “Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”. Es la primera vez que Jesús hace alusión su muerte, pero sus discípulos no lo captan.
Junto con el anuncio, Jesús recalca la novedad
de su mensaje, que había resumido en el sermón de la montaña, recogido en el
capítulo 5 de Mateo. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada
(5,17). Por tanto, hay que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la
ley del Amor. Es una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de aquel
ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del hombre
viejo para revestirse del hombre nuevo del que nos habla san Pablo (Ef
4,22-24). En fin, se trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios y con
nuestro prójimo. No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado.
Este anuncio está implícito en la utilización
por parte de Jesús de la figura del “novio” cuando los fariseos le cuestionan
por qué sus discípulos no ayunan. De su contestación se desprende que sus
discípulos no ayunan porque no tienen nada que esperar, ya que los tiempos
mesiánicos han llegado, no tienen que hacer penitencia para la llegada de un Mesías
que ellos ya le han encontrado.
Por eso Jesús nos dice que no se echa vino
nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los
odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas
se conservan. Este simbolismo del “vino nuevo” junto con la figura del “novio” lo
vemos también en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con su poder, nos
brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo que simboliza la
novedad de su mensaje, que no es otra cosa que el Amor.
El problema es que nosotros muchas veces
pretendemos aplicar nuestros propios criterios, nuestros viejos paradigmas al
mensaje de Jesús. Queremos abrazarlo, recibirlo, pero no estamos dispuestos a
vivir en forma radical la ley del Amor, no estamos dispuestos a amar y perdonar
a todos, especialmente a los que más nos han herido, no estamos dispuestos a
abrazar la cruz… “Si alguien quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz
y me siga” (Mt 16,24). Uf, ¡qué difícil!
Hoy, pidámosle al Padre que nos ayude a
despojarnos de los “odres viejos”, y que nos de “odres nuevos” para recibir y
retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.
Que pasen todos una hermosa semana, y no olviden visitar la Casa del Padre al menos una vez a la semana, aunque sea de manera virtual mientras dure la pandemia y, de ser posible, más de una vez. De paso, dejen a la entrada del templo sus “odres viejos”, y acepten el “odre nuevo” que allí se les ofrece… ¡Es gratis!
Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de
la Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz
Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera
Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron
construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la
reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue
recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a
Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre
en este día.
Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz,
símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He
ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor
1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella
Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en
el acto de amor más sublime en la historia, derrotó la muerte, liberándonos de
ésta y del pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y
de vida.
Por eso el verdadero discípulo de Cristo no
teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y
seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a
los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col
1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma
un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Es la
paradoja de la Cruz.
La primera lectura de hoy nos presenta una
prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes
venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo
por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo,
arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las
instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un
estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al
mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa
serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene
que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna”.
Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado, nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto, somos sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia, de perdón. Si nos acercamos a la cruz con la mirada en el Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).
Hoy te invito a posar tu mirada sobre el crucifijo más cercano que tengas; allí encontrarás al Hijo que te espera con los brazos abiertos…
El evangelio de hoy (Lc 6,27-38) nos presenta una
especie de “secuela” a las Bienaventuranzas que contemplábamos ayer. En este
pasaje Jesús pretende dar contenido a las Bienaventuranzas. Jesús nos está
diciendo que las normas contenidas en las Bienaventuranzas no son algo teórico,
sino que podemos identificar a nuestros “enemigos” con unos personajes
concretos: los que nos odian, los que nos maldicen, los que nos injurian, los
que nos pegan, los que nos engañan, los que nos roban… Contrario a la reacción
natural de nosotros ante esas situaciones, Jesús nos pide que amemos, que
bendigamos, que hagamos el bien, que “presentemos la otra mejilla”, que no
reclamemos, que no esperemos nada…
Si miramos a nuestro alrededor, no será muy
difícil encontrar varias personas a quienes se nos hace difícil amar; personas
que parecen vivir para “hacernos la vida cuadritos”. Y Jesús nos está pidiendo
que amemos a esas personas; que les deseemos el bien de todo corazón, que
oremos por ellas, que seamos generosos con ellas, que no les reclamemos, que
seamos compasivos. Jesús no se está refiriendo a meros sentimientos; nos está
hablando de asumir actitudes concretas respecto a esos enemigos. “Pues, si
amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a
los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito
tenéis?” Esa es la “prueba de fuego” del
que quiere seguir a Jesús, del verdadero “discípulo” que quiere vivir el
Evangelio.
Jesús nos pide que nos pongamos en el lugar de
estos “enemigos”; que los tratemos como nos gustaría que nos trataran a
nosotros, porque la misma medida que usemos con ellos la usarán con nosotros: “Sed
compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados;
no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se
os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. La
Palabra siempre nos interpela, nos hace enfrentarnos con nosotros mismos. Si
todo el mundo nos tratara como merecemos, ¿cómo sería ese trato?
¡Uf! Nadie ha dicho que esto de ser cristiano
es fácil: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame” (Mt 16,24). ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. “Todo lo puedo en
Aquél que me fortalece” (Fil 4,13).
Hace tiempo leí un relato de un sabio que
decía: “Amar es una decisión, y el fruto de esa decisión es el amor”. Jesús nos
está pidiendo que asumamos unas actitudes concretas hacia nuestros “enemigos”;
en otras palabras, que tomemos la decisión de amarlos, amarlos como Dios los
ama y como nos ama a nosotros, a pesar de todas nuestras faltas.
Por otro lado, un viejo proverbio chino nos
recuerda que un viaje de mil leguas comienza con un paso. Hoy Jesús nos invita
a dar ese “primer paso” con la promesa de que Él nos brindará la fortaleza para
continuar adelante, para que esa decisión de amar a nuestros enemigos rinda
fruto. Y ese fruto ha de ser el amor…