La liturgia para hoy nos presenta como primera lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún. Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.
Por eso es que los discípulos le preguntan a Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías, pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).
Los judíos no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.
Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos (o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de Dios, estamos ignorando a Dios.
El Adviento bien vivido nos hace desear con fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos” que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador. ¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.
En esta época de Adviento, pidamos al Señor que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).
Hoy celebramos la Fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. La existencia de esos “seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama ángeles, es una vedad de fe” (Catecismo de la Iglesia Católica 328). Continúa diciendo el CEC que estos seres “en tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales e inmortales (Cfr. Lc 20,36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles” (330). De ahí que en la Carta a los Hebreos, se nos diga: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el Hijo del hombre para que lo tomes en cuenta? Por un momento lo hiciste más bajo que los ángeles;… (Hb 2,6-7)”.
Vemos a los ángeles interviniendo como mensajeros de Dios a lo largo de toda la historia de la salvación. La Biblia y la Tradición nos enumeran a los ángeles en tres jerarquías divididas en tres coros cada una, para un total de nueve coros u órdenes angélicos. En la tercera jerarquía se cuentan los “Principados”, los “Arcángeles” y los “Ángeles”.
San Agustín dice al respecto que “[e]l nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel” (Cfr. CEC 329). Así cada uno de los ángeles tiene un oficio, como aquellos encargados de custodiarnos (los llamados ángeles custodios o ángeles de la guarda, cuya memoria celebramos el 2 de octubre). De hecho, el significado de sus nombres apunta hacia su oficio. Miguel significa “¿quién como Dios?”, Gabriel significa “fuerza de Dios”, y Rafael significa “Dios ha curado” o “medicina de Dios”.
A los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael los encontramos interviniendo directamente en la vida de los hombres (Cfr. Ex 23,20) para llevar a cabo una misión encomendada por el mismo Dios. Sus nombres se mencionan en la Sagrada Escritura. Así por ejemplo, encontramos a San Miguel en el libro de Daniel (10,13; 12,1; Ap 12,7-9); a San Gabriel en Dn 9,21; Lc 1,26 (la Anunciación); y a Rafael en Tb 12,15. Por eso celebramos esta fiesta litúrgica.
La liturgia de hoy nos presenta dos textos alternativos como primera lectura (Dn 7,9-10, o Ap 12,7-12a). El primero nos presenta una visión del profeta sobre la corte celestial con miles de ángeles sirviéndole. El segundo es el conocido texto de la batalla final entre Miguel, al mando de las legiones angélicas, contra el “dragón” que intentaba comerse el hijo de la “mujer”, y cómo éste queda derrotado y es arrojado para siempre del cielo.
Sin pretender entrar en una exégesis de este pasaje tan provocador, baste señalar que podemos ver cómo Dios se vale de sus seres angélicos para proteger a los que le creen. Por tanto, siendo seres que están cerca de Dios, no debemos vacilar en pedir su intercesión.
La lectura evangélica (Jn 1,47-51), por su parte, nos narra la vocación de Bartolomé, a quien Juan llama Natanael, que la liturgia coloca dentro de esta fiesta por la sentencia pronunciada por Jesús al final del pasaje, que confirma la existencia de los ángeles: “En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”.
La palabra que sirve de hilo conductor a las lecturas que nos ofrece la liturgia para este vigésimo domingo del tiempo ordinario es “conflicto”.
La primera lectura, tomada del libro de Jeremías (38,4-6.8-10), nos presenta el resultado de la fidelidad a la palabra de Dios por parte del profeta, palabra que desenmascara el pecado de los hombres y provoca reacciones que llegan incluso a la violencia. Por eso todo el que es fiel a la Palabra provoca conflicto. En el caso de Jeremías estuvo a punto de costarle la vida: “Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia”.
Con la frase “no busca el bien del pueblo” lo que querían decir los príncipes que pedían la muerte de Jeremías es que su discurso no se amoldaba a los deseos del pueblo. Es bien fácil adoptar un discurso que acomode los deseos o preferencias del pueblo, aunque estos sean contrarios a la Palabra de Dios.
No tenemos que ir muy lejos, basta mirar a nuestro alrededor para encontrarnos con gobernantes que adoptan un discurso reñido con los valores cristianos, especialmente los relacionados con la vida, la familia y el matrimonio, con tal de ganarse la simpatía de un grupo de personas, aunque ello implique darle la espalda a Dios. Y lo peor es que pretenden justificar su conducta con la misma Palabra que pisotean. Se trata de “fabricar” una imagen de Dios que se acomode a nuestros deseos y, ¿por qué no?, a nuestro pecado.
A estas personas se les olvida que con Jesús no hay términos medios; o estás con Él o en contra de Él: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23). O como nos dice el Espíritu en el libro del Apocalipsis: “Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (3,15-16). No se trata de “quedar bien”, tampoco de “no hacer sentir mal” al otro. Se trata de ser fiel a Dios y a su Palabra salvífica. En eso Jesús es radical.
La lectura evangélica de hoy (Lc 12,49-53) no puede ser más clara: “He venido a prender fuego en el mundo… ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. Todo el que acepta y proclama la Palabra de Dios va entrar en conflicto con el mundo, comenzando con su propia familia. Porque esa Palabra, más cortante que espada de doble filo, “penetra hasta la división entre alma y espíritu” (Cfr. Hb 4,12). Por eso resulta incómoda para muchos.
No podemos caer en la trampa del relativismo moral. Por eso nuestra sociedad está cada vez más alejada de Dios. Corresponde a nosotros “prender fuego en el mundo” o, como nos dijo el papa Francisco, “hacer lío”. Pero… ¡ojo!, eso tiene un costo bien alto. Si vas a seguir a Jesús, prepárate para la prueba (Cfr. Sir 2,1).
“‘Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta’. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”. Con estas palabras termina el pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 13,54-58).
Esas palabras fueron pronunciadas por Jesús luego de que los suyos lo increparan por sentirse “escandalizados” ante sus palabras. Sí, esos mismos que unos minutos antes se sentían “admirados” ante la sabiduría de sus palabras. ¿Qué pudo haber causado ese cambio de actitud tan dramático?
A muchos de nosotros nos pasa lo mismo cuando escuchamos el mensaje de Jesús. Asistimos a un retiro o una predicación y se nos hincha el corazón. Nos conmueven las palabras; sentimos “algo” que no podemos expresar de otro modo que no sea con lágrimas de emoción. ¡Qué bonito se siente! Estamos enamorados de Jesús…
Hasta que nos percatamos que esa relación tan hermosa conlleva negaciones, responsabilidades, sacrificios: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Lo mismo suele ocurrir en otras relaciones como, por ejemplo, el matrimonio. Luego de ese “enamoramiento” inicial en el que todo luce color de rosa, surgen todos los eventos que no estaban en el libreto cuando dijimos: “en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…”, junto a otras obligaciones. El libro del Apocalipsis lo describe así: “Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date cuenta pues, de dónde has caído,…” (Ap 2,4-5).
No hay duda; el mensaje de Jesús es impactante, nos sentimos “admirados” como se sintieron sus compueblanos de Nazaret. Pero cuando profundizamos en las exigencias de su Palabra, al igual que aquellos, nos “escandalizamos”. Queremos las promesas sin las obligaciones. Por eso “los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la naturaleza humana.
Ese es el mayor obstáculo que enfrentamos a diario los que proclamamos el mensaje de Jesús entre “los nuestros”; cuando llega la hora de la verdad, la hora de “negarnos a nosotros mismos”, muchos nos miran con desdén y comienzan a menospreciarnos, y hasta intentan ridiculizarnos. Esos son los que no tiene fe: “Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe”.
En el caso del profeta Jeremías, al igual que a Jesús, le costó la vida, siendo eventualmente torturado y asesinado por aquellos a quienes quería ayudar. La primera lectura de hoy (Jr 26,1-9) nos presenta el pasaje en que se le declara “reo de muerte” por el mero hecho de anunciar la Palabra de Dios y denunciar los pecados del pueblo (la misión profética): “Y cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo, diciendo: ‘Eres reo de muerte’”.
Hoy, pidamos al Señor que nos fortalezca el don de la fe para que podamos interiorizar su Palabra y ser sus testigos (Cfr. Hc 1,8).
Que pasen un hermoso fin de semana, y recuerden visitar la Casa del Padre; Él les espera con los brazos abiertos.
El evangelio de hoy nos presenta la última de las parábolas del Reino que ocupan el capítulo 13 de san Mateo (13,47-53), la parábola de la red. Esta es otra de esas parábolas con “sabor” escatológico, Compara el Reino de los cielos con una red que saca toda clase de peces del mar, buenos y malos. Y nos dice que al final de los tiempos los ángeles harán con nosotros lo mismo que hacen los pescadores con los peces que atrapan en la red: “separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido”, seguido de esa frase que encontramos en Mateo y en Lucas: “Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. El rechinar de dientes es una frase tomada del Antiguo Testamento (Job16,9; Sal 35,16), que expresa odio y rabia, pero que unida al llanto expresa la desesperación y el dolor de los que quedarán excluidos de la salvación.
Esa imagen del Reino como una red en la que caben tanto los peces buenos como los malos, nos apunta también al hecho de que el Reino ya está aquí, que ha comenzado. La ventaja que tenemos es que el Pescador nos da la oportunidad de ser contados entre los “peces buenos”. Y de la misma manera que nos creó del barro (Gn 2,7), si nos entregamos a las manos del Alfarero, Él puede triturarnos y hacernos de nuevo, creaturas nuevas nacidas de la conversión, el “hombre nuevo” de que nos hablaba san Pablo (Cfr. Ef 4,24). Y seremos contados entre los elegidos (Cfr. Ap 7).
Precisamente la primera lectura de hoy, tomada del profeta Jeremías (18,1-6), nos presenta la figura del alfarero. Con esta figura Dios está diciéndole al profeta que de la misma manera que cuando el alfarero no está satisfecho con la vasija que ha hecho, lejos de desanimarse, hace una bola nueva con el mismo barro y comienza otra pieza con el mismo barro, Él hará lo mismo con el pueblo, Así actúa Dios con nosotros. Otra muestra de la infinita paciencia de Dios que nunca se cansa de esperar nuestra conversión.
En la celebración eucarística entonamos un cántico que dice “Yo quiero ser Señor amado, como el barro en manos del alfarero, toma mi vida hazla de nuevo, yo quiero ser un vaso nuevo”.
Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a entregarme en Sus manos para que Él me moldee en un “vaso nuevo” que sea de Su agrado?
“Señor, concédeme ser cada día más dócil a los impulsos de tus dedos divinos. Termina en mí tu creación”.
“Estudiáis las Escrituras pensando encontrar
en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis
venir a mí! (Jn 5,31-47). Los judíos se concentraban tanto en las Escrituras,
escudriñando, debatiendo, teorizando, que eran incapaces de ver la gloria de
Dios que estaba manifestándose ante sus ojos en la persona de Jesús. “Las obras
que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de
mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, Él mismo ha dado
testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su
palabra no habita en vosotros, porque al que Él envió no le creéis”.
Nosotros muchas veces caemos en el mismo
error; “teorizamos” nuestra fe y nos perdemos en las ramas del árbol de las
Escrituras en una búsqueda de los más rebuscados análisis de estas, mientras
desatendemos las obras de misericordia, que son las que dan verdadero
testimonio de nuestra fe y, en última instancia, de la presencia de Jesús en
nosotros.
Jesús dice a los judíos: “No penséis que yo os
voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis
vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí
escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis
palabras?” Jesús se refería al libro del Deuteronomio (que los judíos atribuían
a Moisés), en el que Yahvé le dice a Moisés: “Por eso, suscitaré entre sus hermanos
un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo
que yo le ordene. Al que no escuche mis palabras, las que este profeta
pronuncie en mi Nombre, yo mismo le pediré cuenta” (Dt 18,18-19). En Jesús se
cumplió esta profecía, y los suyos no le recibieron (Cfr. Jn 1,11).
Jesús se nos presenta como el “nuevo Moisés”,
que intercede por nosotros ante el Padre, de la misma manera que lo hizo Moisés
en la primera lectura de hoy (Ex 32,7-14) por los de su pueblo cuando adoraron
un becerro de oro, haciendo que Dios se “arrepintiera” de la amenaza que había
pronunciado contra ellos. Jesús llevará esa intercesión hasta las últimas
consecuencias, ofrendando su vida por nosotros.
En la lectura evangélica de ayer Jesús (Jn 5,17-30)
nos decía: “En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al
que me envió posee la vida eterna”.
Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Hemos acogido a Jesús, escuchado su Palabra, y reconocido e interpretado justamente las grandes obras que ha hecho en nosotros? Habiéndole reconocido e interpretado sus obras, ¿seguimos sus pasos a pesar de nuestra débil naturaleza y ponemos en práctica su Palabra (pienso en el mensaje del papa Francisco para esta Cuaresma: “No nos cansemos del hacer el bien”)? ¿O somos de los que “no creen al que (el Padre) envió”?
Durante esta Cuaresma, pidamos al Señor que
reavive nuestra fe y afiance nuestro compromiso en Su seguimiento, de manera
que podamos imitarle en su entrega total por nuestros hermanos. Esto incluye
interceder ante el Padre por los pecadores, incluyendo aquellos que nos hacen
daño o nos persiguen. Lo hemos dicho en ocasiones anteriores. El seguimiento de
Jesús ha de ser radical. No hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16).
Hoy la liturgia nos ofrece como primera
lectura el pasaje del segundo libro de los Reyes (5,1-15a) sobre Naamán, el
general del ejército sirio que padecía de lepra, y una criada judía le
recomendó a su esposa que fuera a Israel a ver al “profeta de Samaria”, quien
lo curaría. Debemos recordar que Siria era un país que vivía en constante
guerra con Israel. La sierva que dirige al general al profeta había sido
llevada a Siria como esclava. El general era un hombre poderoso, pero estaba
afectado por la lepra, una enfermedad catastrófica en su época (y considerada
producto del pecado). A aquella sierva no le importó que hubiese sido llevada a
Siria como esclava ni que aquél hombre fuera pagano. Estaba enfermo, necesitaba
curación. Ella se compadeció de él, no le importó su religión, practicó la
misericordia. “Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaria: él lo libraría
de su enfermedad”. Se refería al profeta Eliseo.
El rey sirio envió a Naamán con una carta ante
el rey de Israel para que dirigiera a su general ante el profeta. Cuando
finalmente llegó ante la puerta de Eliseo “con sus caballos y su carroza” y los
tesoros que había traído (como si con ellos pudiera comprar su salud), se
molestó porque Eliseo ni tan siquiera le recibió, sino que mandó a decirle: “Ve
a bañarte siete veces en el Jordán, y tu carne quedará limpia”. Él se molestó
porque Eliseo no salió a recibirle y, luego de decir: “Yo me imaginaba que
saldría en persona a verme, y que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios,
pasaría la mano sobre la parte enferma y me libraría de mi enfermedad”, dio
media vuelta y se marchó.
Si no es porque sus siervos, tal vez por ser
más sencillos, intervinieron y le dijeron: “Señor, si el profeta te hubiera
prescrito algo difícil, lo harías. Cuanto más si lo que te prescribe para
quedar limpio es simplemente que te bañes”. Naamán se bañó siete veces en el Jordán
como había dicho el profeta, y quedó limpio de su lepra.
Naamán estaba acostumbrado al ritualismo
pagano, vacío. El gesto sencillo de bañarse en el Jordán no tenía sentido. Le
faltaba la fe. La fe es la que nos sana y nos salva. Los ritos, los sacrificios,
el incienso, las fórmulas sacramentales, no tienen sentido, no tienen efecto,
si nos falta la fe. Lo mismo nos pasa a nosotros al acercarnos a los
sacramentos. Algo tan sencillo como bañarse en el Jordán, acompañado de la fe,
podía limpiar aquél hombre de su lepra. Sus siervos le transmitieron la fe. Él
creyó, se bañó, y fue sanado. No basta con creer, hay que actuar conforme a lo
que creemos.
“Y muchos leprosos había en Israel en tiempos
del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán,
el sirio”, nos dice Jesús en la lectura evangélica de hoy (Lc 4,24-30). Se
refería a la falta de fe de los suyos. El orgullo, el considerarse miembros del
“pueblo elegido” les hacía creerse “salvados”. No tenían la humildad de
reconocer su “lepra” y acercarse a Dios con humildad. Por eso no creyeron en
Él.
En este tiempo de Cuaresma, pidamos al Señor
la humildad de reconocer la “lepra” de nuestros pecados y experimentar la
necesidad de volvernos hacia Él, con la certeza de que “una palabra [s]uya
bastará para sanarnos”.
La primera lectura que nos propone la liturgia
para hoy (Jr 17,5-10) nos recuerda que solo obtendremos la bendición del Señor
si ponemos nuestra confianza en Él, y no en nuestras propias fuerzas o
habilidades (nuestra “carne”): “Maldito quien confía en el hombre, y en la
carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la
estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre
e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces;
cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no
se inquieta, no deja de dar fruto”.
Esta opción, esta decisión, ocurre en lo más
profundo de nuestro corazón, el que Jeremías tilda de “falso y enfermo”. Y el
resultado de nuestros actos dependerá de si optamos por uno u otro camino, si
confiamos en nuestras propias fuerzas, o en Dios.
En este tiempo de Cuaresma se nos llama a la
conversión y, del mismo modo, no podemos lograr esa conversión por nuestras
propias fuerzas; esa conversión solo es posible con la ayuda del Santo Espíritu
de Dios (Cfr. Lam 5,21).
El relato evangélico (Lc 16,19-31) nos
presenta la parábola del rico epulón y el mendigo Lázaro. Aunque el nombre del
rico no se menciona en el relato, se le llama el rico “epulón” y muchas
personas creen que ese es su nombre (y hasta lo escriben con mayúscula), lo
cierto es que epulón es un adjetivo que significa: “hombre que come y se regala
mucho”.
La parábola, con cierto aire escatológico (del
final de los tiempos), nos muestra el contraste entre un hombre rico que gozaba
de banquetear y darse buena vida, y un pobre mendigo que se acercaba a la
puerta de la casa del rico con la esperanza de comer algo “de lo que tiraban de
la mesa del rico”. De la lectura no surge que el hombre rico fuera malo. Tan
solo que era rico y que disfrutaba de su riqueza (que de por sí no es malo), lo
que nos da a entender que ponía su confianza en esa riqueza y de nada le
sirvió, a juzgar por el final que tuvo. El pobre, por el contrario, dentro de su
pobreza, puso su confianza en el Señor y eso le llevó a la felicidad eterna, al
“seno de Abraham”, al sheol que iban
las almas de los justos en espera de la llegada del Redentor, pues las puertas
del paraíso estaban cerradas. Esas son las almas que Jesús fue a liberar cuando
decimos en el Credo que “descendió a los infiernos” (pero eso será objeto de
otra enseñanza).
En esta parábola hallan eco las palabras de
Jeremías, que parecen tomadas del Salmo 1. La Cuaresma nos prepara para la
gloriosa Resurrección de Jesús, pero la Palabra, como el pasaje de hoy, nos
interpela, nos llama a hacer una opción, recordándonos que también habrá un
juicio. ¿En qué o en quién vamos a poner nuestra confianza? ¿En nuestra
fuerzas, nuestras capacidades, nuestras habilidades, nuestras posesiones
materiales? ¿O, por el contrario, vamos a poner nuestra confianza en nuestro
Señor y Salvador y seguir sus enseñanzas?
Las lecturas que nos presenta la liturgia para
hoy tienen un tema común. La Palabra de Dios es cortante, pone al descubierto
los pecados de los hombres. Por eso incomoda a muchos, especialmente a aquellos
que no son sinceros. La reacción es siempre la misma: Hay que eliminar el
mensajero.
En la primera lectura (Jr 18,18-20) vemos cómo
sus detractores conspiran para difamar a Jeremías, desprestigiarlo para
restarle credibilidad a su mensaje, que es Palabra de Dios. Él es tan solo un
profeta, un portavoz de Dios.
Los malvados dijeron: “Venid, maquinemos
contra Jeremías”. De este modo Jeremías se convierte en prefigura de Cristo,
quien será perseguido y difamado a causa de esa Palabra (Él mismo es la Palabra
encarnada). “Venid, lo heriremos con su propia lengua”. Lo que hacen los
difamadores, tergiversan las palabras del que quieren difamar, tratan de
herirlo con sus propias palabras. Me recuerda la Pasión. Jesús habla del Reino
y lo acusan de proclamarse rey (Jn 18, 18-20); dice que destruirá el templo y
lo reconstruirá en tres días (refiriéndose a su muerte y resurrección), y lo
acusan de blasfemo y terrorista (Mt 26,60b-61). El poder de la lengua… Capaz de
herir a una persona en lo más profundo de su ser, de “matar” su reputación. No
solo peca contra el quinto mandamiento el que mata físicamente a su prójimo;
también el que mata su reputación (Cfr.
Mt 5,21-22).
La lectura evangélica de hoy (Mt 20,17-28) nos
presenta el tercer anuncio de la pasión por parte de Jesucristo a sus
discípulos en el Evangelio según san Mateo. Ya anteriormente lo había hecho en
Mt 16, 21-23 y 17, 22-23; 20.
Este tercer anuncio, a diferencia de los
anteriores, tiene un aire de inminencia. Jesús sabe que su hora está cerca, el
pasaje comienza diciendo que Jesús iba “subiendo a Jerusalén”. Su última subida
a Jerusalén, en donde culminaría su misión, enfrentaría su muerte: “Mirad,
estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los
sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a
los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer
día resucitará”. Anuncia su misterio pascual.
Pero a pesar de que era el tercer anuncio, los
discípulos no parecieron comprender la seriedad ni el alcance del mismo. Siguen
pensando en “pequeño”, en su “mundillo”, en “puestos”, en reconocimiento. Ya se
acerca la hora definitiva y todavía no han captado el mensaje de Jesús, del que
vino a servir y no a ser servido. Por eso Jesús les dice: “el que quiera ser
grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero
entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha
venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por
muchos”.
Tal vez por eso, en la hora final, recurre al
gesto dramático de quitarse el manto, ceñirse una toalla, echar agua en un
recipiente, y lavar los pies de sus discípulos (Jn 13,4-5).
Hoy hemos de preguntarnos: ¿He captado el
mensaje de Jesús, o estoy todavía como los discípulos, pendiente de puestos y
reconocimientos?