REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD 26-05-13

Santisima Trinidad 2

Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y la liturgia nos presenta la misma lectura evangélica que contemplamos el miércoles de la sexta semana de Pascua (Jn 16,12-15).

En ese momento en que nos preparábamos para la solemnidad de Pentecostés, nuestra mirada estaba centrada en la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles recibirían reunidos en torno a María, la madre de Jesús y madre nuestra.

La solemnidad que celebramos hoy nos recuerda que ese Espíritu es Uno con el Padre y el Hijo, y nos remite a ellos, pues el Espíritu es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones (ver segunda lectura de hoy: Rm 5,1-15).

Y podemos participar de esa vida eterna gracias a ese amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena, que es el amor incondicional de Dios.

Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).

Jesús nos asegura, además, que lo que el Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que oye y [n]os comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre (Jn 14,7).

De este modo, en esta acción del Espíritu Santo se nos revela, no solo el amor de Dios, sino la plenitud de la Trinidad. Solo a través de una comunicación plena en la oración, que trasciende todo ejercicio intelectual, podemos acercarnos al misterio del Dios Uno y Trino que se nos revela en el Espíritu que nos permite clamar ¡Abba! al Padre (Rm 8,15), junto al Hijo.

“Oh Dios nuestro, Uno y Trino: Tú quisiste ser una comunión de tres personas de forma que pudieras compartir vuestro único amor; Tú te hiciste uno de nosotros en Jesús, tu Hijo, y así podernos atraer hacia ese amor. Danos la gracia de responder a Tu bondad por medio del Espíritu derramado en nuestros corazones” (de la Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO 25-05-13

Jesus ninos

En ocasiones anteriores hemos dicho que de todos los evangelistas Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús. El pasaje que nos presenta la lectura evangélica que contemplamos hoy (Mc 10,13-16) es un ejemplo vivo de ello.

Nos dice la Escritura que la gente le acercaba a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al ver esta actitud en sus discípulos, Jesús se enfadó (otras versiones dicen que se “indignó”) y les dijo la tan conocida frase: “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Añade la lectura que “los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos”.

Este es uno de esos pasajes que nos narran los tres sinópticos (Ver: Mt 19, 13-15; Lc 18, 15-17). Mateo menciona el hecho de que los discípulos les “reñían”, pero se limita a decir que Jesús pidió que permitieran a los niños acercarse y que les imponía las manos. Lucas se limita a mencionar lo primero, pero ni tan siquiera menciona de que les impusiera las manos.

Marcos nos revela un Jesús muy humano, igual a nosotros en todo menos en el pecado (Cfr. Hb 4,15). Un Jesús capaz de enojarse ante la torpeza y falta de caridad de sus discípulos, y a la vez un Jesús tierno, amoroso, que abraza… sobre todo a los niños. ¡Qué diferencia entre la actitud de Jesús y la de sus discípulos! Hemos señalado que en tiempos de Jesús los niños eran seres insignificantes, ni tan siquiera se sentaban a la mesa con sus padres; se sentaban con los criados. Jesús se identifica con ellos, los acoge, los abraza. Con su gesto nos está demostrando, no solo sus sentimientos, sino su preferencia por los más pequeños, los más débiles, los más indefensos, los marginados.

Pero con sus palabras también nos está señalando la actitud que tenemos que seguir frente a Dios y las cosas de Reino. Tenemos que ser capaces de maravillarnos, ver las cosas sin dobleces, actuar espontáneamente, sin segundas intenciones ni agendas ocultas, ser capaces de acercarnos a Dios con la confianza y la inocencia de un niño: “el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.

No se trata de asumir una actitud “infantil” respecto a las cosas de Dios y del Reino. Se trata de confiar en la Divina Providencia, aprender a depender de Dios como lo hace un niño con su padre o, más aun, con su madre.

Para entrar en el Reino hay que despojarse de toda pretensión; hay que recordar que queremos entrar en un Reino donde el que reina se hizo servidor de todos.

Te lo aseguro. Si logras despojarte de toda ínfula de autosuficiencia, y bajar todas tus “defensas” ante la presencia de Dios, sentirás Su tierno y cálido abrazo, que sin necesidad de palabras te expresará el amor más grande que hayas experimentado jamás. Y no tendrás más remedio que compartirlo. De eso se trata el Reino.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES 24-05-13

Matrimonio

“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mc 10,9).

La liturgia de tiempo ordinario retoma el Evangelio según san Marcos, y nos presenta a los fariseos una vez más poniendo a prueba a Jesús, para ver si “resbala” para poder acusarlo de predicar contrario a la Ley de Moisés o, al menos, desprestigiarlo (Mc 10,1-12). El asunto que le plantean tiene tanta o más vigencia hoy, que en aquél momento.

La pregunta es una cargada: “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?” Jesús no pierde tiempo y, sabiendo lo que le van a contestar, les devuelve la pregunta: “¿Qué os ha mandado Moisés?” La respuesta no se hace esperar: “Moisés permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio”. Jesús lo sabe, en su tiempo el divorcio era legal en ciertas circunstancias. Jesús, un verdadero maestro del debate, los desarma con su respuesta: “Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios ‘los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne’. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Jesús deja establecida la diferencia entre un precepto y un mandamiento. La ley del Deuteronomio no es un mandamiento; es un precepto, un “permiso” que Moisés se vio prácticamente obligado a concederles “por vuestra terquedad”. Pero ese precepto no alteró de modo alguno la ley fundamental del matrimonio, que permaneció intacta. Jesús va a las mismas raíces de la ley, a la creación, a la ley del matrimonio contenida en la Palabra de Dios (Gn 1,27; 2,24): “macho y hembra los creó”… “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”. Cualquier desviación de esa ley no es mandamiento de Dios, es precepto de hombre, y no puede prevalecer en contra de aquél.

Todo está en la voluntad expresa de Dios al crear al hombre y a la mujer con diferentes sexos para que se complementaran, para que pudieran unirse y formar “una sola carne”, para cumplir el mandato de: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla”. Esa es la base del matrimonio establecido por Dios. Y su indisolubilidad la encontramos, tanto en el hecho de que en lo adelante ya no serán dos, sino que “serán los dos una sola carne”, como en la radicalidad del voto, que implica romper con todos los lazos familiares sagrados para los judíos: “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre”. No hay términos medios; no hay marcha atrás. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Hoy día vivimos en una sociedad sujeta a las “modas”, al relativismo moral, al culto al placer, a la búsqueda constante de la satisfacción personal, la que se ha elevado a nivel de “derecho”. Es la cultura del “yo”; y “como Dios es amor”, Él tiene que reconocer mi derecho a buscar mi propia “felicidad” aunque ello implique negar unos principios y mandamientos fundamentales de la Ley de Dios. En otras palabras, pretendemos imponerle a Dios nuestras propias pautas de lo que es lícito y lo que no lo es. Estamos dispuestos a quemar el Decálogo, y hasta al mismo Dios, en aras de nuestra “felicidad”. Pretendemos redefinir el matrimonio y, de paso, hacerlo sujeto a la voluntad de los contrayentes.

¿Hasta dónde vamos a llegar? Señor, ten piedad de nosotros…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES 22-05-13

El Antiguo Testamento nos narra el siguiente episodio: Siguiendo las instrucciones del Señor, Moisés reunió a setenta ancianos en la Carpa del Encuentro. Entonces el Señor “tomó parte del espíritu que estaba sobre él [Moisés] y lo infundió a los setenta ancianos. Y apenas el espíritu se posó sobre ellos, comenzaron a hablar en éxtasis”, es decir, a profetizar. Había dos hombres, Eldad y Medad, que no habían sido llamados a la Carpa, y el espíritu también se posó sobre ellos. Inmediatamente se pusieron a profetizar también. Un muchacho vino a darle la noticia a Moisés, y Nun le dijo: “Moisés, señor mío, no se lo permitas”. A lo que Moisés replicó: “¿Acaso estás celoso a causa de mí? ¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor, porque Él les infunde su espíritu!” (Núm 11,16-30).

El egoísmo, el protagonismo, la mezquindad, se repiten a lo largo de la historia, y los que pretenden seguir al Señor no son la excepción. En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mc 9,38-40), se repite el episodio. Nada menos que Juan, “el discípulo amado”, dice a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros”. “No es de los nuestros…” ¿Podemos pensar en una frase más egoísta, más excluyente, más discriminatoria, más “clasista”, más divisoria que esa? ¿Dónde quedó aquello de “en esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35)?

Hoy día no es diferente. ¿Cuántas veces vemos esas divisiones, esas distinciones, entre los diversos grupos o movimientos dentro de una misma parroquia? ¿Cuántos celos entre feligreses porque alguien que “acaba de llegar” puede y hace algo igual o mejor que los que lo han venido haciendo hasta ahora y pretenden excluirlo porque “no es de los nuestros”?

La respuesta de Jesús a Juan, al igual que la de Moisés a Nun, no se hace esperar: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro”. Si estamos actuando en nombre de Jesús, ¿cómo podemos estar en contra de que otros lo hagan? ¿Acaso pretendemos tener el monopolio de la persona y el nombre de Jesús?

Acabamos de celebrar la solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia. A veces se nos olvida que el Espíritu reparte sus carismas según lo estima necesario para el funcionamiento de la Iglesia, que no es otra cosa que el pueblo santo de Dios reunido en su nombre. ¿Quiénes somos nosotros para dictar a quién o quiénes el Espíritu reparte sus carismas?

¡Ojalá todos tuvieran el carisma de profetizar, o de hablar en lenguas, o de interpretarlas, o de enseñar, o de la oración, o de hacer milagros, o de tantos otros múltiples carismas que el Espíritu pueda estimar necesarios para el buen funcionamiento del cuerpo místico de Cristo!

Pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre toda su Santa Iglesia, y alegrémonos cuando veamos a nuestros hermanos desarrollar los carismas que ese Espíritu ha dado a cada cual.

Exorcista Fortea explica en nuevo libro papel de laicos en lucha contra el demonio

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REDACCIÓN CENTRAL, 16 Abr. 13 / 03:01 pm (ACI).- ACI Prensa pone a disposición de sus lectores, de forma gratuita, el libro “Un Dios Misterioso”, en el que el famoso sacerdote exorcista José Antonio Fortea responde a la interrogante de “¿qué podemos hacer los laicos respecto a la lucha contra el demonio?”.

El sacerdote español señaló que “en todos los países hay grupos de laicos que desean hacer oración de liberación respecto a los malos espíritus”.
“Una de las preguntas que más insistentemente me han hecho en todos mis viajes dando conferencias ha sido: ¿qué podemos hacer los laicos respecto a la lucha…

[continuar leyendo] http://www.aciprensa.com/noticias/exorcista-fortea-explica-en-nuevo-libro-papel-de-laicos-en-lucha-contra-el-demonio-78390/#.UZrH7UvD92E

VIDEO: ¿El Papa hizo un exorcismo en San Pedro?

VATICANO, 20 May. 13 / 03:20 pm (ACI).- El domingo 19 de mayo, Solemnidad de Pentecostés, cuando la Iglesia celebra la efusión del Espíritu Santo sobre la Virgen María y los Apóstoles, el Papa Francisco habría realizado un rito de exorcismo en la Plaza de San Pedro.

Al final de la Misa que presidió por Pentecostés, a la que asistieron más de 200 mil personas en su mayoría pertenecientes a los nuevos movimientos eclesiales, el Santo Padre saludó a los enfermos que estuvieron en la Eucaristía pero se detuvo en uno que estaba acompañado por un sacerdote.

El Papa saludó al muchacho y al presbítero que le comentó que el chico necesitaba un exorcismo. El Santo Padre cambió la expresión en el rostro, se puso serio y colocó ambas manos sobre su cabeza y rezó.

La prensa italiana señala que de acuerdo a algunos exorcistas que han visto las imágenes, el Papa habría hecho una oración de liberación del demonio o un exorcismo efectivamente.

El video de la oración del Papa Francisco será transmitido y comentado el viernes 24 de mayo en el canal TV 2000 de la Conferencia Episcopal Italiana en el programa Vade Retro.

Para ver el video, pulse aquí: http://www.aciprensa.com/noticias/el-papa-hizo-un-exorcismo-en-san-pedro-en-pentecostes-82046/#.UZrEQUvD92E

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE T.O. 21-05-13

Todo el que se ensalza sera humillado

“Hijo mío, cuando te acerques al temor de Dios, prepárate para las pruebas; mantén el corazón firme, sé valiente, no te asustes en el momento de la prueba; pégate a él, no lo abandones, y al final serás enaltecido”. Con esta oración comienza la primera lectura que nos brinda la liturgia hoy (Sir 2,1-13). Otras versiones comienzan diciendo: “Si te acercas a servir al Señor,…”

El autor del libro plantea una realidad que no podemos escapar. El mal existe y en algún momento nos va a alcanzar. Pero a diferencia de Job, que se plantea las interrogantes fundamentales del hombre respecto al mal y trata de encontrar respuestas, Ben Sirac se limita a exponerlas y brindar al lector consejos sobre cómo y por qué los que decidimos sequir al Señor debemos enfrentar las pruebas cuando estas sobrevengan.

El primer consejo es la paciencia: “Acepta cuanto te suceda, aguanta enfermedad y pobreza, porque el oro se acrisola en el fuego, y el hombre que Dios ama, en el horno de la pobreza. Confía en Dios, que él te ayudará; espera en él, y te allanará el camino”.

Así, aconseja también, esperanza: “esperad en su misericordia, y no os apartéis, para no caer”; confianza: “confiad en él, que no retendrá vuestro salario hasta mañana”; fe en la recompensa futura: “esperad bienes, gozo perpetuo y salvación; los que teméis al Señor, amadlo, y él iluminará vuestros corazones”…, “porque el oro se acrisola en el fuego, y el hombre que Dios ama, en el horno de la humillación”.

Sobre doscientos años después, Jesús resumirá esta sabiduría en una frase: “todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11).

La lectura evangélica de hoy (Mc 9,30-37), nos presenta a los apóstoles discutiendo entre sí sobre quién era el más importante entre ellos. Resulta claro que no comprenderán el mensaje de Jesús hasta después de su Pascua. De momento, Jesús les dice: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y para enfatizar su punto, acercó un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”.

Para entender el alcance de este gesto tenemos que entender lo que significaba un niño en tiempos de Jesús. En aquella época un niño era un ser insignificante, sin derechos, una posesión de su padre, menos valioso que un animal de carga o de trabajo. Por tanto, acoger a un niño equivale a hacerse menos que un niño, el más insignificante de todos. Aun así, los apóstoles no comprendieron las palabras de Jesús. Más adelante, en la última cena, Jesús acentuaría su enseñanza con el gesto de lavar los pies a los apóstoles (Jn 13,1-15), tarea reservada en esa época a los esclavos o sirvientes y, en ausencia de estos, a los niños.

Nadie dijo que el seguimiento de Jesús es fácil. Implica renuncias, privaciones, humillaciones, burla, persecuciones. “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24). El camino es arduo, pero la recompensa es segura: “el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras” (16,27). Y tú, ¿estás dispuesto a seguirle?

El Papa cuenta lo que hizo Dios en una niña argentina de siete años para reafirmar que los milagros existen

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(Agencias/InfoCatólica) El papa Francisco aseguró hoy que los milagros se producen, pero que para que ello ocurra es necesario rezar «con el corazón», rezar de manera «valiente, humilde y con fuerza». Así se pronunció durante la homilía que predicó en la Misa que celebró en la capilla de la residencia de Santa Marta, donde se aloja. El Papa afirmó que el milagro no se cumple si el corazón del hombre no se abre, «no deja el control de las cosas a Jesús». El Santo Padre contó el testimonio de un…

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REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DEL T. O. 20-05-13

echa demonios

Hoy retomamos el tiempo ordinario del ciclo litúrgico, y la lectura evangélica que contemplamos (Mc 9,14-29) nos narra el pasaje de la “curación del endemoniado epiléptico”, llamado así porque a pesar de que en el pasaje se habla de que el joven estaba poseído por un espíritu inmundo, la  descripción de los efectos de la “posesión” apuntan a un episodio de epilepsia. Recordemos que en aquél tiempo, toda condición similar que no tuviera explicación se la atribuían a los espíritus inmundos o demonios. De todos modos, epilepsia o posesión, el hecho es que Jesús curó al joven.

Jesús llega y se encuentra con el padre del joven, quien le explica que sus discípulos no han sido capaces de echar el espíritu. Jesús se molesta e increpa a sus discípulos: “¡Gente sin fe! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo”. Le llevaron al joven, y tan pronto el espíritu “vio a Jesús, retorció al niño; cayó por tierra y se revolcaba, echando espumarajos”. En ese momento el padre se desespera (trato de imaginar la angustia del padre) y le suplica a Jesús que lo ayude: “Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos”. A lo que Jesús replicó: “¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe”.

Luego de un intercambio entre Jesús y el padre, en el que el último le confiesa su fe débil, Jesús increpó al espíritu inmundo y éste salió del joven. Imagino la vergüenza de los discípulos ante su fracaso estrepitoso enfrente de los presentes. A la primera oportunidad que tuvieron a solas con Jesús le preguntaron: “¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?”. La contestación de Jesús fue tajante: “Esta especie sólo puede salir con oración y ayuno”.

Jesús confió su “secreto” a los discípulos. Jesús era una persona de oración constante, vivió toda su vida terrena en un ambiente de oración. Los relatos evangélicos lo muestran constantemente retirándose a orar (a veces pasaba la noche entera en oración), u orando en público. Invocaba la ayuda de lo alto, y el Espíritu de Dios (Espíritu Santo) le arropaba y le daba fuerzas para seguir adelante en su misión y realizar todos los milagros y portentos que vemos en los evangelios. Por eso la oración se considera el arma o instrumento que toma el primer plano en el combate espiritual contra las fuerzas del mal.

Antes de partir Jesús nos dijo que los que creyéramos en Él tendríamos poder para echar demonios, curar enfermos, etc. (Cfr. Mc 16,17). Y si creemos en Él y le creemos, seguiremos sus pasos, y eso incluye ser personas de oración. Para eso nos dejó el Espíritu Santo. El Espíritu que nos ayuda a llamar “Padre” a Dios, nos dará también la fuerza para echar demonios. Pero para eso tenemos que invocarlo con fe, el tipo de fe que nos lleva a actuar como si ya se nos hubiese concedido lo que pedimos al Padre, como lo hizo Jesús al resucitar a Lázaro (Cfr. Jn 11,41).

Hoy te invito a desarrollar una relación íntima con el Espíritu Santo, y verás los portentos que puedes realizar. Y, ¿cómo lograr esa relación? Jesús te confió su secreto: la oración.

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO DE PENTECOSTÉS 19-05-13

Pentecostes-fano

Hoy celebramos la gran solemnidad de Pentecostés, que conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles mientras se encontraban reunidos en oración, junto a la María, la madre de Jesús, siguiendo las instrucciones y esperando el cumplimiento de la promesa del Señor quien, según la narración de Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, en el momento en que iba a ascender al Padre les pidió que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre: “La promesa, les dijo, que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hc 1,4b-5). Y luego añadió: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (1,8).

Se refería Jesús a la promesa que Jesús les había hecho de enviarles su Santo Espíritu: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). Jesús ya vislumbra en el horizonte aquella Iglesia a la cual Él confiaría continuar su misión. Hasta ahora han estado juntos, él ha permanecido con ellos. Pero tienen que “ir a todo el mundo a proclamar el Evangelio”. Cada cual por su lado; y Él no puede físicamente acompañarlos a todos. Al enviarles el Espíritu Santo, este podrá acompañarlos a todos. Así podrá hacer cumplir la promesa que les hizo antes de marcharse: “Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Estamos celebrando este Pentecostés dentro del marco del Año de la fe. Ya anteriormente hemos dicho que la fe es la acción del creer, es actuar conforme a lo que creemos, es confiar plenamente en la palabra de Dios. Más que creer en Dios es creerle a Dios, creer en sus promesas.

Los apóstoles estaban realizando un acto de fe. Creyeron en Jesús y le creyeron a Jesús. Por tanto, estaban actuando de conformidad: Permanecieron en Jerusalén, y perseveraban en la oración con la certeza de que el Señor enviaría su Santo Espíritu sobre ellos. Y como sucede cada vez que llevamos a cabo un acto de fe, vemos manifestada la gloria y el poder de Dios. En este caso ese acto de fe se  tradujo en la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María la madre de Jesús, episodio que nos narra la primera lectura de hoy (Hc 2,1-11). Nos dice la lectura que “de repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban”.

Cuando pensamos en Pentecostés siempre pensamos en las “lengüitas de fuego”, y pasamos por alto la ráfaga de viento que precedió a las lenguas de fuego. Las últimas representan, no al Espíritu en sí, sino a una de sus manifestaciones, el carisma de hablar en lenguas (glosolalia). El poder pleno del Espíritu que recibieron aquél día está representado en la ráfaga de viento. De ahí que la Iglesia, congregada alrededor de María, recibió algo más; recibió la plenitud del Espíritu y con él la valentía, el arrojo para salir al mundo y enfrentar la persecución, la burla, la difamación que enfrenta todo el que acepta ese llamado de Jesús: “sígueme”. Así, aquellos hombres que habían estado encerrados por miedo a las autoridades que habían asesinado a Jesús, se lanzan a predicar la buena nueva de Jesús resucitado a todo el mundo.

Si invocamos el Espíritu Santo, no hay nada que nos dispongamos a hacer por el Reino que no podamos lograr. Y tú, ¿lo has invocado?