En este corto te explicamos por qué las letanías lauretanas, al igual que todas las oraciones y devociones marianas son cristocéntricas. ¡A Jesús por María!
En este corto te comentamos sobre el carácter trinitario de la Iglesia, que nace de la promesa del Padre que se hace realidad en Pentecostés, a fin de que la comunidad dé testimonio de Jesús, guiados y fortalecidos por el Espíritu en su obra evangelizadora.
Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y la liturgia nos presenta la misma lectura evangélica que contemplamos el miércoles de la sexta semana de Pascua (Jn 16,12-15).
En ese momento en que nos preparábamos para la
solemnidad de Pentecostés, nuestra mirada estaba centrada en la tercera Persona
de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles
recibirían reunidos en torno a María, la madre de Jesús y madre nuestra.
La solemnidad que celebramos hoy nos recuerda que
ese Espíritu es Uno con el Padre y el Hijo, y nos remite a ellos, pues el
Espíritu es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones (ver
segunda lectura de hoy: Rm 5,1-15).
Y podemos participar de esa vida eterna
gracias a ese amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la
forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo
Niceno-Constantinopolitano: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de
vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una
misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama
al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de
la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena, que es
el amor incondicional de Dios.
Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del
Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que
Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones,
porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la
virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará
defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).
Jesús nos asegura, además, que lo que el
Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que
oye y [nos] comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le
glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es
decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena
que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce
al Padre (Jn 14,7).
De este modo, en esta acción del Espíritu Santo
se nos revela, no solo el amor de Dios, sino la plenitud de la Trinidad. Solo a
través de una comunicación plena en la oración, que trasciende todo ejercicio
intelectual, podemos acercarnos al misterio del Dios Uno y Trino que se nos
revela en el Espíritu que nos permite clamar ¡Abba! al Padre (Rm 8,15), junto
al Hijo.
Hoy les invito a orar al Espíritu Santo: “Por
Ti conozcamos al Padre, y también al Hijo; y que en Ti, Espíritu de entrambos,
creamos en todo tiempo. Gloria a Dios Padre, y al Hijo que resucitó, y al
Espíritu Consolador, por los siglos infinitos. Amén”.
Hoy celebramos la Fiesta de la Visitación de
la Santísima Virgen María a su prima Isabel. La liturgia nos regala ese hermoso
pasaje del Evangelio según san Lucas (1,39-56) que nos relata el encuentro
entre María e Isabel. Comentando sobre este pasaje san Ambrosio dice que fue
María la que se adelantó a saludar a Isabel puesto que es la Virgen María la
que siempre se adelanta a dar demostraciones de cariño a quienes ama.
Continúa narrándonos la lectura que al
escuchar el saludo de María, Isabel se llenó de Espíritu Santo y dijo a voz en
grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién
soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis
oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.
¿Qué fuerza tan poderosa acompañó aquél saludo
de María? Nada más ni nada menos que la presencia viva de Jesús en su vientre,
unida a la fuerza del Espíritu Santo que la había cubierto con su sombra
produciendo el milagro de la Encarnación. En ocasiones anteriores hemos dicho
que el Espíritu Santo es el Amor infinito que se profesan el Padre y el Hijo
que se derrama sobre nosotros. Ese mismo Espíritu contagió a Isabel y a la
criatura que llevaba en su vientre, haciéndoles comprender el misterio que
tenían ante sí, llenándolos de la alegría que solo podemos experimentar cuando nos
sentimos inundados del Amor de Dios.
Una anécdota cuenta de un prisionero en un
campo de concentración que, en sus momentos de más aflicción, imploraba este
don con una sencilla jaculatoria: “¡Salúdame, María!”
En el momento de la Anunciación, el mismo
Espíritu que fue responsable del lanzamiento de la Iglesia misionera (Hc 2,1-40),
impulsó a María a partir en su primera misión para asistir a su pariente
Isabel, quien por ser de edad avanzada necesitaba ayuda. ¡Y qué ayuda le llevó!
La fuerza del Espíritu Santo que le permitió reconocer la presencia del Hijo,
bajo la mirada amorosa del Padre. ¡La Santísima Trinidad!
Así, la primera misión de María comenzó allí
mismo, en la Anunciación. Ante la insinuación de Ángel de que su prima Isabel
estaba encinta, inmediatamente se puso en camino, presurosa, hacia el hogar de
su prima. Pudo haberse quedado en la comodidad y tranquilidad de su hogar
adorando a Jesús recién concebido en su seno.
Tampoco se detuvo a pensar en los peligros del
camino. Más bien, se armó de valor y, a pesar de su corta edad (unos dieciséis
años), partió con el Niño en su seno virginal. María misionera salió de
Nazaret, simplemente para servir… Algunos autores, al describir esta primera
misión de María, la llaman “custodia viva”, describiendo ese viaje como la
primera “procesión de Corpus”. El alma de María había sido tocada por el que
vino a servir y no a ser servido, y optó por seguir sus pasos no obstante los
obstáculos, mostrándonos el ejemplo a seguir.
Del mismo modo, cada vez que visitamos a un
enfermo, o a un envejeciente, o a cualquier persona que necesita ayuda o
consuelo, y le llevamos el amor del Padre y el Hijo que se derrama sobre
nosotros en la forma del Espíritu Santo, estamos siguiendo los pasos de María
misionera.
En esta Fiesta de la Visitación, imploremos a
María con la misma jaculatoria del prisionero de la anécdota, diciendo con fe:
“¡Salúdame María!”
Hoy celebramos la Fiesta de la Visitación de
la Santísima Virgen María a su prima Isabel. La liturgia nos regala ese hermoso
pasaje del Evangelio según san Lucas (1,39-56) que nos relata el encuentro
entre María e Isabel. Comentando sobre este pasaje san Ambrosio dice que fue
María la que se adelantó a saludar a Isabel puesto que es la Virgen María la
que siempre se adelanta a dar demostraciones de cariño a quienes ama.
Continúa narrándonos la lectura que al
escuchar el saludo de María, Isabel se llenó de Espíritu Santo y dijo a voz en
grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién
soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis
oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.
¿Qué fuerza tan poderosa acompañó aquél saludo
de María? Nada más ni nada menos que la presencia viva de Jesús en su vientre,
unida a la fuerza del Espíritu Santo que la había cubierto con su sombra
produciendo el milagro de la Encarnación. En ocasiones anteriores hemos dicho
que el Espíritu Santo es el Amor infinito que se profesan el Padre y el Hijo
que se derrama sobre nosotros. Ese mismo Espíritu contagió a Isabel y a la
criatura que llevaba en su vientre, haciéndoles comprender el misterio que
tenían ante sí, llenándolos de la alegría que solo podemos experimentar cuando nos
sentimos inundados del Amor de Dios.
Una anécdota cuenta de un prisionero en un
campo de concentración que, en sus momentos de más aflicción, imploraba este
don con una sencilla jaculatoria: “¡Salúdame, María!”
En el momento de la Anunciación, el mismo
Espíritu que fue responsable del lanzamiento de la Iglesia misionera (Hc 2,1-40),
impulsó a María a partir en su primera misión para asistir a su pariente
Isabel, quien por ser de edad avanzada necesitaba ayuda. ¡Y qué ayuda le llevó!
La fuerza del Espíritu Santo que le permitió reconocer la presencia del Hijo,
bajo la mirada amorosa del Padre. ¡La Santísima Trinidad!
Así, la primera misión de María comenzó allí
mismo, en la Anunciación. Ante la insinuación de Ángel de que su prima Isabel
estaba encinta, inmediatamente se puso en camino, presurosa, hacia el hogar de
su prima. Pudo haberse quedado en la comodidad y tranquilidad de su hogar
adorando a Jesús recién concebido en su seno.
Tampoco se detuvo a pensar en los peligros del
camino. Más bien, se armó de valor y, a pesar de su corta edad (unos dieciséis
años), partió con el Niño en su seno virginal. María misionera salió de
Nazaret, simplemente para servir… Algunos autores, al describir esta primera
misión de María, la llaman “custodia viva”, describiendo ese viaje como la
primera “procesión de Corpus”. El alma de María había sido tocada por el que
vino a servir y no a ser servido, y optó por seguir sus pasos no obstante los
obstáculos, mostrándonos el ejemplo a seguir.
Del mismo modo, cada vez que visitamos a un
enfermo, o a un envejeciente, o a cualquier persona que necesita ayuda o
consuelo, y le llevamos el amor del Padre y el Hijo que se derrama sobre
nosotros en la forma del Espíritu Santo, estamos siguiendo los pasos de María
misionera.
En esta Fiesta de la Visitación, imploremos a
María con la misma jaculatoria del prisionero de la anécdota, diciendo con fe:
“¡Salúdame María!”
Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio
insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y la lectura
evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Mt 28,16-20) es la conclusión
del Evangelio según san Mateo. En ese pasaje Jesús afirma en forma inequívoca
que todo el poder que se le ha dado, y que Él transmite a sus discípulos al
enviarlos a hacer discípulos de todos los pueblos proviene del Dios Uno y
Trino. Por eso los envía a bautizar “en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo”.
Durante la cincuentena de Pascua, mientras nos
preparábamos para la solemnidad de Pentecostés, leíamos el libro de los Hechos
de los Apóstoles que centraba nuestra mirada en la tercera Persona de la
Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles recibirían en
Pentecostés reunidos en torno a María, la madre de Jesús y madre nuestra, dando
origen a la Iglesia misionera.
Eso le infunde un carácter Trinitario a la
Iglesia, ya que esta nace de la promesa del Padre que se hace realidad en
Pentecostés a fin de que la comunidad dé testimonio de Jesús; y es el Espíritu
quien guía la obra de evangelización y le da la fuerza necesaria para dar
testimonio de Jesús en medio de persecuciones y luchas.
“Los que se dejan llevar por el Espíritu de
Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud,
para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace
gritar: ‘¡Abba!’ (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio
concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos;
herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Segunda lectura de hoy (Rm
8,14-17).
Es decir, que podemos participar de la vida
eterna gracias a ese amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre
nosotros en la forma del Espíritu Santo. La fórmula es sencilla: El Padre ama
al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor es
el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la
Verdad plena, que es el Amor incondicional de Dios.
Esa identidad entre el Padre, el Hijo y el
Espíritu es la que hace posible la promesa de Jesús a sus discípulos al final
del Evangelio de hoy: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el fin del mundo”. Porque donde está el Padre está el Hijo, y está también el
Espíritu; y donde está el Espíritu están el Padre y el Hijo. De este modo, en la
acción del Espíritu Santo se nos revela, no solo el amor de Dios, sino la
plenitud de la Trinidad.
De eso se trata la Trinidad, pues todo el
misterio de Dios se reduce al amor: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el
amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no
ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1Jn 4,7-8).
Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio
insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y en la lectura
evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 3,16-18) Jesús reafirma en
forma inequívoca la identidad entre el Padre y Él, y cómo un en acto de amor
nos “entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en
él, sino que tengan vida eterna”.
Este pasaje tenemos que leerlo en su contexto:
La conversación de Jesús con Nicodemo que ocupa más de la primera mitad del
capítulo 3 del Evangelio según san Juan, en la cual Jesús acaba de decirle a
Nicodemo que “el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino
de Dios”.
Durante la cincuentena de Pascua, mientras nos
preparábamos para la solemnidad de Pentecostés, leíamos el libro de los Hechos
de los Apóstoles que centraba nuestra mirada en la tercera Persona de la
Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles y los otros
discípulos congregados en torno a ellos recibirían en Pentecostés junto a
María, la madre de Jesús y madre nuestra, dando origen a la Iglesia misionera.
Eso le infunde un carácter Trinitario a la
Iglesia, ya que esta nace de la promesa del Padre que se hace realidad en
Pentecostés a fin de que la comunidad dé testimonio de Jesús; y es el Espíritu
quien guía la obra de evangelización y le da la fuerza necesaria para dar
testimonio de Jesús en medio de persecuciones y luchas.
Es decir, que podemos participar de la vida
eterna gracias a ese amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre
nosotros en la forma del Espíritu Santo. La fórmula es sencilla: El Padre ama
al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que
se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros
y nos conduce a la Verdad plena, que es el Amor incondicional de Dios. Por eso
decimos en el Credo nicenoconstantinopolitano: “Creo en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que
con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria…”
Esa identidad entre el Padre, el Hijo y el
Espíritu es la que hace posible la promesa de Jesús a sus discípulos al final
del Evangelio según san Mateo: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los
días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Porque donde está el Padre está el
Hijo, y está también el Espíritu; y donde está el Espíritu están el Padre y el
Hijo. De este modo, en la acción del Espíritu Santo se nos revela, no solo el
amor de Dios, sino la plenitud de la Trinidad.
Por eso Pablo termina su segunda carta a los
Corintios (segunda lectura de hoy) diciendo: “La gracia del Señor Jesucristo,
el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos
vosotros”.
De eso se trata la Trinidad, pues todo el
misterio de Dios se reduce al amor: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el
amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no
ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1Jn 4,7-8).
Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y la liturgia nos presenta la misma lectura evangélica que contemplamos el miércoles de la sexta semana de Pascua (Jn 16,12-15).
En ese momento en que nos preparábamos para la
solemnidad de Pentecostés, nuestra mirada estaba centrada en la tercera Persona
de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles
recibirían reunidos en torno a María, la madre de Jesús y madre nuestra.
La solemnidad que celebramos hoy nos recuerda que
ese Espíritu es Uno con el Padre y el Hijo, y nos remite a ellos, pues el
Espíritu es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones (ver
segunda lectura de hoy: Rm 5,1-15).
Y podemos participar de esa vida eterna
gracias a ese amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la
forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo
Niceno-Constantinopolitano: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de
vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una
misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama
al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de
la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena, que es
el amor incondicional de Dios.
Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del
Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que
Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones,
porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la
virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará
defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).
Jesús nos asegura, además, que lo que el
Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que
oye y [nos] comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le
glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es
decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena
que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce
al Padre (Jn 14,7).
De este modo, en esta acción del Espíritu Santo
se nos revela, no solo el amor de Dios, sino la plenitud de la Trinidad. Solo a
través de una comunicación plena en la oración, que trasciende todo ejercicio
intelectual, podemos acercarnos al misterio del Dios Uno y Trino que se nos
revela en el Espíritu que nos permite clamar ¡Abba! al Padre (Rm 8,15), junto
al Hijo.
Hoy les invito a orar al Espíritu Santo: “Por
Ti conozcamos al Padre, y también al Hijo; y que en Ti, Espíritu de entrambos,
creamos en todo tiempo. Gloria a Dios Padre, y al Hijo que resucitó, y al
Espíritu Consolador, por los siglos infinitos. Amén”.
Hoy celebramos la Fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen María a su pariente Isabel. La liturgia nos regala ese hermoso pasaje del Evangelio según san Lucas (1,39-56) que nos relata el encuentro entre María e Isabel. Comentando sobre este pasaje san Ambrosio dice que fue María la que se adelantó a saludar a Isabel puesto que es la Virgen María la que siempre se adelanta a dar demostraciones de cariño a quienes ama.
Continúa narrándonos la lectura que al escuchar el saludo de María, Isabel se llenó de Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.
¿Qué fuerza tan poderosa acompañó aquél saludo de María? Nada más ni nada menos que la presencia viva de Jesús en su vientre, unida a la fuerza del Espíritu Santo que la había cubierto con su sombra produciendo el milagro de la Encarnación. En ocasiones anteriores hemos dicho que el Espíritu Santo es el Amor infinito que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese mismo Espíritu contagió a Isabel y a la criatura que llevaba en su vientre, haciéndoles comprender el misterio que tenían ante sí, llenándolos de la alegría que solo podemos experimentar cuando nos sentimos inundados del Amor de Dios.
Una anécdota cuenta de un prisionero en un campo de concentración que, en sus momentos de más aflicción, imploraba este don con una sencilla jaculatoria: “¡Salúdame, María!”
En el momento de la Anunciación, el mismo Espíritu que más tarde sería responsable del lanzamiento de la Iglesia misionera (Hc 2,1-40), impulsó a María a partir en su primera misión para asistir a su pariente Isabel, quien por ser de edad avanzada necesitaba ayuda. ¡Y qué ayuda le llevó! La fuerza del Espíritu Santo que le permitió reconocer la presencia del Hijo, bajo la mirada amorosa del Padre. ¡La Santísima Trinidad!
Así, la primera misión de María comenzó allí mismo, en la Anunciación. Ante la insinuación de Ángel de que Isabel estaba encinta, inmediatamente se puso en camino, presurosa, hacia el hogar de su prima. Pudo haberse quedado en la comodidad y tranquilidad de su hogar adorando a Jesús recién concebido en su seno.
Tampoco se detuvo a pensar en los peligros del camino. Más bien, se armó de valor y, a pesar de su corta edad (unos dieciséis años), partió con el Niño en su seno virginal. María misionera salió de Nazaret, simplemente para servir… Algunos autores, al describir esta primera misión de María, la llaman “custodia viva”, describiendo ese viaje como la primera “procesión de Corpus”. El alma de María había sido tocada por el que vino a servir y no a ser servido, y optó por seguir sus pasos no obstante los obstáculos, mostrándonos el ejemplo a seguir.
Del mismo modo, cada vez que visitamos a un enfermo, o a un envejeciente, o a cualquier persona que necesita ayuda o consuelo, y le llevamos el amor del Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo, estamos siguiendo los pasos de María misionera.
En esta Fiesta de la Visitación, imploremos a María con la misma jaculatoria del prisionero de la anécdota, diciendo con fe: “¡Salúdame María!”