REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMOCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 07-08-15

toma tu cruz

“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta”. Con esa sentencia comienza la lectura evangélica que nos regala la liturgia para hoy (Mt 16,24-28).

Jesús no se cansa de repetirlo. Él nos ofrece la vida eterna, la felicidad eterna en Su presencia, arropados de ese Amor infinito que solo Dios puede prodigarnos, sin interrupciones, sin distracciones. Disfrutar de la “visión beatífica” de que nos habla santo Tomás de Aquino. ¿A quién le amarga un dulce?, dice el refrán. Pero ese dulce viene acompañado de lo que yo llamo la “letra chica”, que dice: “Carga con tu cruz y sígueme”. Uf, ¡qué difícil! Ahí es donde muchos se desaniman. Entonces resuenan las palabras de Jesús a los Doce cuando muchos de sus discípulos comenzaron a abandonarlo porque encontraban “muy duro” su mensaje: “¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6,67)”.

En una ocasión escuché una homilía en la que el predicador comparaba la cruz que Cristo nos invita a cargar para nuestra salvación, con el efecto secundario de un medicamento capaz de curarte una enfermedad. Se me ocurre tomar como ejemplo la quimioterapia, que es capaz de curar un cáncer o, al menos, prolongar considerablemente la vida del paciente, pero cuyos efectos secundarios pueden ser incómodos, desagradables, y hasta dolorosos. Así, podríamos decir que la cruz es el “efecto secundario” del seguimiento de Jesús.

Si somos capaces de soportar los efectos secundarios de un tratamiento médico para prolongar la vida terrenal, que de todos modos es temporal y va a terminar como quiera, ¿por qué se nos hace tan difícil aceptar la cruz que Cristo nos invita a cargar para alcanzar la vida eterna?

Lo mismo ocurre con los atletas, quienes sufren privaciones, se someten a estrictas disciplinas, y llevan su cuerpo a límites cada vez más extremos, a costa de dolor físico y agotamiento mental, con la esperanza (nunca la certeza) de ganar una carrera, o un partido, o cualquier otro evento deportivo. “Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros en cambio, por una incorruptible” (1 Co 9,25). ¿Cuánto más estaremos dispuestos a soportar con tal que alcanzar la “corona de gloria que no se marchita” que Cristo nos tiene prometida? Cfr. 1 Pe 5,4.

El Señor tiene una cruz para cada uno de nosotros. Cuando enfrentado con tu cruz el Señor te pregunte si tú también quieres marcharte, ¿qué le vas a contestar? Recordemos la contestación de Simón Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69).

Recuerda, el Señor te invita a seguirle. El precio es alto, pero la recompensa es eterna.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR 06-08-15

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Hoy celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor, otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos. La liturgia de hoy nos presenta la versión de Mateo (17,1-9).

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Moisés y Elías, “conversando con Él”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Los discípulos ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (primera lectura de hoy, 2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue “testigo ocular” de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”.

El simbolismo de la presencia de Moisés y Elías en este pasaje es fuerte, pues Moisés representa la Ley, y Elías a los profetas (la Ley y los Profetas son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Moisés y Elías, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DECIMOCTAVA SEMANA DEL T.O (1) 05-08-15

mujer cananaea

“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos, está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28). La importancia de la fe.

El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea (pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.

Esta actitud contrasta con la de Pedro en el evangelio que leíamos ayer, quien al distraer su mirada del Señor, comenzó a hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).

Pedro se sintió distraído por lo que ocurría en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.

Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Otro detalle de este pasaje es que, con su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).

En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe de la mujer cananea.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 04-08-15

pedro camina sobre las aguas

“Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Esa frase, pronunciada por Jesús, sienta la tónica del pasaje que nos brinda el Evangelio de hoy (Mt 14,22-36).

El trasfondo de la frase es el siguiente: Jesús acababa de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y había instruido a sus discípulos que se subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla mientras Él despedía la gente para luego retirarse a orar, como solía hacer. Tal vez Jesús no quería que los discípulos se contagiaran con la excitación del pueblo por el milagro, o mejor dicho, por el aspecto material del milagro, ignorando el verdadero significado del mismo; la tendencia que tenemos de confundir lo temporal con lo eterno. De hecho, la versión de Juan nos dice que la multitud intentaba tomar a Jesús por la fuerza y hacerle rey (Jn 6,15).

Volviendo al relato, cuando la barca en que navegaban los discípulos iba a mitad de camino, siendo ya de noche, Jesús se percató que tenían un fuerte viento contrario y estaban pasando grandes trabajos para poder adelantar, así que decidió ir caminando hasta ellos sobre las aguas. Al verlo creyeron que era un fantasma, se sobresaltaron, y dieron un grito. Fue en ese momento que Jesús les dijo: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.

Aquí se hace más obvio que los discípulos no habían comprendido en tu totalidad el verdadero significado y alcance del milagro de la multiplicación de los panes. De lo contrario, sabrían que, más que un acto de taumaturgia (capacidad para realizar prodigios), como podría hacerlo un mago, lo que ocurrió allí fue producto del Amor de Dios. Si lo hubiesen entendido, estarían inundados del Amor de Dios, estarían conscientes de la divinidad de Jesús, y no habrían sentido temor cuando lo vieron caminar sobre las aguas.

Es aquí que la narración de Mateo se aparta de los paralelos de Marcos y Juan. Nos dice Mateo que Pedro, como para confirmar la identidad de Jesús, le dijo: “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”, a lo que Él le respondió: “Ven”. Pedro comenzó a caminar hacia Jesús sobre las aguas (porque le creyó a Jesús, llevó a cabo un acto de fe), hasta que apartó su mirada de Jesús y la fijó sobre la tempestad. Entonces se asustó, comenzó a hundirse, y gritó: “Señor, sálvame”. Jesús inmediatamente le extendió su mano y lo increpó: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” Dudó porque aún no había aprendido que no podía fiarse de sus propias fuerzas. Inmediatamente la Escritura añade: “En cuanto subieron a la barca, amainó el viento”.

¡Cuántas veces en nuestras vidas nos encontramos “remando contra la corriente”, llegando al límite de nuestra resistencia! En esos momentos, si abrimos nuestros corazones al Amor misericordioso de Dios, escucharemos una dulce voz que nos dice al oído: “Ánimo, soy yo, no tengas miedo”. Créanme, ¡se puede! Yo he logrado enfrentar situaciones que de otro modo hubiesen sido aterradoras, con la alegría y tranquilidad que solo el saberme amado por Dios podían brindarme. Porque Jesús “entró en la barca [conmigo], y amainó el viento”.

“Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo” (Sal 23,4).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DECIMOCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 03-08-15

Multiplicación de los panes

La primera lectura que nos propone la liturgia para este lunes de la decimoctava semana del tiempo ordinario (Núm 11,4b-15), continúa presentándonos la peregrinación del pueblo de Israel a través del desierto hacia la tierra prometida. En este pasaje encontramos al pueblo quejándose de que estaban cansados de comer el maná, y añorando a carne y otros alimentos que comían mientras eran esclavos en Egipto. Aquél alimento que caía del cielo no les saciaba el hambre. Moisés se disgustó con el pueblo, y desesperado clamó al Señor: “Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas. Si me vas a tratar así, más vale que me hagas morir; concédeme este favor, y no tendré que pasar tales penas”.

La lectura evangélica de hoy (Mt 14,13-21), nos presenta el pasaje de la “primera multiplicación de los panes” (el pasado domingo XVII (B) leímos la versión de Juan de este episodio – los referimos a nuestra reflexión para ese día). Un milagro producto de la gratuidad, del amor. Nos dice la Escritura que al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se retiró a un lugar tranquilo y apartado, como solía hacer cuando quería hablar con el Padre (orar).

Esa multitud anónima que le seguía se enteró y acudieron a Él. Al ver el gentío, a Jesús “le dio lástima”. La versión de Marcos nos dice que Jesús sintió lástima de la multitud porque andaban “como ovejas sin pastor” (Mc 6,34) y se sentó a enseñarles muchas cosas. Mateo nos añade que curó a los enfermos; el prototipo del Buen Pastor que cuida de sus ovejas (Cfr. Jn 10).

Lo cierto es que al caer la tarde los discípulos le sugirieron a Jesús que despidiera la gente para que cada cual resolviera sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hizo esperar: “Dadles vosotros de comer”.

Mandó que le trajeran los cinco panes y dos peces que tenían e hizo que la gente se sentara en la yerba. Entonces, “tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”.

Como siempre, Jesús, con sus gestos, nos está mostrando el camino a seguir. No se limitó a compadecerse, sentir lástima. Pasó de compadecerse a compartir. Compartió todo lo que tenía: su Palabra, su Persona, y su Pan. Y en ese compartir todo se multiplicó. Ese milagro lo vemos a diario en los que practican la verdadera caridad; no dar lo que sobra, sino lo que tenemos; mucho o poco.

Vemos también en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

La Eucaristía, el verdadero pan, el único capaz de saciar nuestra hambre de Dios, el que nos alimenta para la vida eterna. “Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera” (Jn 6,49-50).

Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.

Confirman que por deseo del Papa cuerpo del Padre Pío estará en Vaticano durante Jubileo

padre-pio

VATICANO, 17 Jul. 15 / 03:28 am (ACI).- El cuerpo incorrupto de San Pío de Pietrelcina, el santo capuchino de los estigmas, será expuesto para ser venerado por los fieles en la Basílica de San Pedro del 8 al 14 de febrero de 2016, en el marco del Jubileo de la Misericordia y por deseo del Papa Francisco, informó el Convento Santuario de San Pío de Pietrelcina.

En una nota difundida en su sitio web, el Convento informó que el Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, Mons. Rino Fisichella, envió una carta al Arzobispo de Manfredonia-Vieste-San Giovanni Rotondo (Italia), Mons. Michele Castoro, para transmitir el deseo del Pontífice.

“El Santo Padre expresó el vivo deseo de que los restos de San Pío de Pietrelcina sean expuestos en la Basílica de San Pedro el … [continuar leyendo]

Tomado de: https://www.aciprensa.com/noticias/por-deseo-del-papa-francisco-cuerpo-del-padre-pio-estara-en-el-vaticano-durante-jubileo-12665/?utm_content=buffer6088d&utm_medium=social&utm_source=facebook.com&utm_campaign=buffer

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO XVIII DEL T.O. (B) 02-08-15

Jesus pan de vida

La primera lectura de hoy (Ex 16,2-4.12-15) nos sirve de marco de referencia para el evangelio (Jn 6,24-35). Esta lectura nos presenta al pueblo en el desierto, luego de haber sido liberado de la esclavitud en Egipto, “murmurando” contra Dios por haberlos enviado al desierto para morir de hambre, y a un Dios providente que les envía codornices y maná para saciar su hambre.

No habían pasado tres meses desde que Dios los había liberado de las plagas que envió sobre el pueblo egipcio, de haberlos liberado de la esclavitud en Egipto, y de haber separado las aguas del mar Rojo para huir del ejército del faraón, y ya se les había olvidado todo lo que Dios había hecho por ellos. Tan solo pensaban en hartarse de carne y pan.

Las codornices y el maná que Dios les provee son alimento material que tiene como propósito satisfacer el hambre corporal. Así mismo recibieron los judíos el pan de la multiplicación que Jesús les acababa de dar en la multiplicación de los panes que leyéramos el domingo pasado (Jn 6,1-15).

En el evangelio de hoy esas mismas personas siguen a Jesús hasta el otro lado del mar de Galilea y Jesús, que ve en lo más profundo de nuestros corazones, sabe que lo han seguido por interés, que no han comprendido el significado del milagro: “Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él”.

Ante las preguntas de los que le seguían, Jesús les asegura que no fue Moisés quien les dio a comer pan en el desierto, sino el Padre, y que ahora el verdadero pan que Dios les da “es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo”. Se nos está presentando Él mismo como ese único pan capaz de satisfacer el hambre de eternidad, de vida eterna. Por eso se presenta diciendo: “Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed”. Ese “Yo soy” que repercute a lo largo del evangelio según san Juan (“Yo soy… la luz del mundo,… la resurrección y la vida,… la puerta,… el Buen Pastor,… la vid,… el camino, la verdad y la vida”.) nos evoca el nombre con que Yahvé se presentó a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14). De ese modo Jesús revela su divinidad.

Este pasaje también prefigura la Eucaristía, ese “pan” que no solo satisface el hambre corporal, sino que también es el alimento para el alma que nos da las fuerzas para llegar a la Casa del Padre.

Hoy, día del Señor, tenemos que preguntarnos: ¿Me acerco al Señor para que Él satisfaga mis necesidades materiales, o me acerco buscando ese alimento espiritual que da la fortaleza para continuar mi camino a la vida eterna?