REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 20-03-14

Rico epulon

La primera lectura que nos propone la liturgia para hoy (Jr 17,5-10) nos recuerda que solo obtendremos la bendición del Señor si ponemos nuestra confianza en Él, y no en nuestras propias fuerzas o habilidades (nuestra “carne”): “Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto”.

Esta opción, esta decisión ocurre en lo más profundo de nuestro corazón, el que Jeremías tilda de “falso y enfermo”. Y el resultado de nuestros actos dependerá de si optamos por uno u otro camino, si confiamos en nuestras propias fuerzas, o en Dios.

En este tiempo de Cuaresma se nos llama a la conversión y, del mismo modo, no podemos lograr esa conversión por nuestras propias fuerzas; esa conversión solo es posible con la ayuda del Santo Espíritu de Dios.

El relato evangélico (Lc 16,19-31) nos presenta la parábola del rico epulón y el mendigo Lázaro. Aunque el nombre del rico no se menciona en el relato, se le llama el rico “epulón” y muchas personas creen que ese es su nombre (y hasta lo escriben con mayúscula), lo cierto es que epulón es un adjetivo que significa: “hombre que come y se regala mucho”.

La parábola, con cierto aire escatológico (del final de los tiempos), nos muestra el contraste entre un hombre rico que gozaba de banquetear y darse buena vida, y un pobre mendigo que se acercaba a la puerta de la casa del rico con la esperanza de comer algo “de lo que tiraban de la mesa del rico”. De la lectura no surge que el hombre rico fuera malo. Tan solo que era rico y que disfrutaba de su riqueza (que de por sí no es malo), lo que nos da a entender que ponía su confianza en esa riqueza y de nada le sirvió, a juzgar por el final que tuvo. El pobre, por el contrario, dentro de su pobreza, puso su confianza en el Señor y eso le llevó a la felicidad eterna, al “seno de Abraham”, al “sheol” que iban las almas de los justos en espera de la llegada del Redentor, pues las puertas del paraíso estaban cerradas. Esas son las almas que Jesús fue a liberar cuando decimos en el Credo que “descendió a los infiernos” (pero eso será objeto de otra enseñanza).

En esta parábola hallan eco las palabras de Jeremías, que parecen tomadas del Salmo 1. La Cuaresma nos prepara para la gloriosa Resurrección de Jesús, pero la Palabra, como el pasaje de hoy, nos interpela, nos llama a hacer una opción, recordándonos que también habrá un juicio. ¿En qué o en quién vamos a poner nuestra confianza? ¿En nuestra fuerzas, nuestras capacidades, nuestras habilidades, nuestras posesiones materiales? ¿O, por el contrario, vamos a poner nuestra confianza en nuestro Señor y Salvador y seguir sus enseñanzas?

La opción es nuestra…

 

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA (A) 16-03-14

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

La liturgia para este segundo domingo de Cuaresma nos presenta la versión de Mateo de la Transfiguración del Señor (Mt 17,1-9). Comienza la narración con Jesús tomado a sus discípulos más íntimos, sus “amigos” inseparables, Pedro, Santiago y Juan, con quienes compartió experiencias especiales (como la de hoy), subiendo a lo alto de la montaña.

Durante el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos invita a retomar la práctica de la oración. Nos dice el pasaje que contemplamos hoy que Jesús “se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. La versión de Lucas (Lc 9,28b-36) nos dice que esto ocurrió “mientras oraba”. ¡El poder de la oración! Sí, Jesús se transfiguró por el poder de la oración. Jesús había invitado a sus amigos a acompañarle para que fueran testigos de esa manifestación de la Gloria de Dios.

Del mismo modo la oración puede “transfigurar” nuestras almas, permitiéndonos participar de la Gloria de Dios, convirtiéndonos en otros “cristos”. Ese es el mejor testimonio de nuestra fe, pues todo el que nos vea notará algo “distinto” en nuestro rostro; tal vez esa sonrisa inconfundible que refleja la verdadera “alegría del cristiano” que solo puede ser producto de haber tenido un encuentro personal con Jesús.

La oración, uno de los rasgos distintivos de Jesús. Los relatos evangélicos nos muestran a Jesús orando en los momentos más importantes de su vida, y antes de tomar cualquier decisión importante. Toda la vida de Jesús transcurrió en un ambiente de oración. Su vida se nutría de ese diálogo constante con el Padre. Así, por ejemplo, lo vemos orando en el momento de su bautismo (Lc 3,22), antes de la elección de los “doce” (Lc 6,12), ante la tumba de su amigo Lázaro antes de revivirlo (Jn 11,41b-42), al curar al endemoniado epiléptico (Mc 9,28-29), en la oración de acción de gracias que precedió la institución de la Eucaristía, en el huerto de Getsemaní (Mt 26,36-44), al pedir por sus victimarios (Lc 23,34), y al momento de entregar su vida por nosotros (Mt 27,66; Cfr. Sal 22,2;).

Era también en la oración que Jesús encontraba la fuerza para continuar y completar su misión. Y esa fuerza emanaba del amor del Padre. Como decía santa Teresa de Jesús: “La oración no es problema de hablar o de sentir, sino de amar”. De igual modo, la oración es la “gasolina” que nos permite seguir adelante en la misión que el Señor ha encomendado a cada cual. De ella nos nutrimos y en ella encontramos el bálsamo que sana nuestras heridas y alivia nuestros pesares, al sentirnos arropados por ese Amor incondicional del Padre que se derrama sobre nosotros en la oración fervorosa.

Hoy, pidamos al Señor que nos transfigure en la oración, para que Su luz ilumine nuestros rostros, de manera que podamos convertirnos en “faros” que aparten las tinieblas y arrojen un rayo de esperanza que guíe a nuestros hermanos hacia Él. Por Jesucristo nuestro Señor.

Termina el pasaje que contemplamos hoy con Jesús diciendo a sus discípulos: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Está adelantándoles (y adelantándonos a nosotros) la gloriosa Resurrección que ha de culminar su Misterio Pascual. ¡Vivimos para esa noche!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DESPUÉS DE CENIZA 06-03-14

seguimiento cruz

Estamos comenzando el tiempo de Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc 9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

Pero Jesús va más allá. Nos invita a seguirle, señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Vemos que la fórmula que Jesús nos propone está matizada por tres verbos: “negarse”, “tomar la cruz” y “seguirle”. Examinemos brevemente el significado y alcance de cada uno.

El “negarse a sí mismo” implica que el verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a “cargar con la cruz”.

El “cargar con la cruz” tiene un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en la ambiente cultural de la época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (“patibulum”), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna, solo, abandonado. De igual modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la soledad, la burla y el desprecio, aún de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento, sino en la resurrección del día final (Cfr. Jn 6,54).

El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior, una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante esta Cuaresma, en la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!

¡Esa es nuestra fe!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO 23-11-13

viuda de siete maridos

“No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Con esta aseveración Jesús remata su contestación a otra pregunta capciosa que los saduceos que le habían planteado en la lectura evangélica que contemplamos hoy (Lc 20,27-40).  Este es uno de esos pasajes del Evangelio que nos narran los tres sinópticos (Ver: Mt 22,23-33; Mc 12,18-27) con un paralelismo asombroso. Lo podemos enmarcar en el contexto de las polémicas de Jesús con sus opositores, los “intelectuales” de la época (escribas, ancianos, fariseos, herodianos, saduceos), todos conocedores de la Ley y las Escrituras. Las preguntas que estos le plantean son hipócritas, formuladas no con el deseo de saber la respuesta, sino para ver si Jesús “resbala” o contradice la Escritura, y así hacerle lucir mal.

Pero en este, como en los otros episodios similares encontramos a un Jesús conocedor de las Escrituras y maestro del arte de debate, que sabe utilizar las mismas escrituras para rebatir los argumentos de sus detractores.

El mismo pasaje nos dice que los saduceos no creían en la resurrección. Aun así, le formulan la pregunta: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.

Jesús, conocedor de la Escritura y de las doctrinas de las diversas sectas religiosas de la época, sabía que los saduceos no reconocían la totalidad de la Biblia Judía, sino solo el Pentateuco (los primeros cinco libros del Antiguo Testamento). Por eso, además de decirles que están equivocados, que la resurrección no conlleva una reanimación de nuestro cuerpo mortal con todas sus apetencias, sino que seremos “como ángeles del cielo”, hace referencia al pasaje del Pentateuco (Ex 3,6) que citamos al principio.

Jesús aclara este concepto también para beneficio de los fariseos quienes, a pesar de que creían en la resurrección, tenían un concepto más físico del fenómeno. Él deja claro que en la “la vida futura” ya las personas no se casarán ni tendrán hijos, pues no habrá necesidad de descendencia, porque “ya no pueden morir” (Cfr. Ap 21,4), y estaremos disfrutando de la vida que no acaba.

El mensaje central de este pasaje evangélico es este: que Dios “no es Dios de muertos, sino de vivos”. Por eso los cristianos no le tememos a la muerte, pues sabemos que esta no es más que el paso a la vida eterna, donde disfrutaremos de la presencia de Dios por toda la eternidad.

“Oh Dios, danos la esperanza inquebrantable de que has preparado para nosotros una vida y una felicidad más allá de los poderes de la muerte. Que esta firme esperanza nos sostenga para encontrar alegría en la vida y para afrontar resueltamente y sin temor sus dificultados y desafíos, por Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES 19-11-13

Macabeos-6-Martirio-Eleazar

Para beneficio de los hermanos de otros países que leen nuestras reflexiones, les brindamos esta sobre las lecturas correspondientes al martes de la vigésimo tercera semana del tiempo ordinario (en Puerto Rico hoy celebramos la Solemnidad de nuestra Patrona, María Madre de la Divina Providencia).

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia este día (Lc 19,1-10) es la historia de Zaqueo, el publicano que tuvo un encuentro personal con Jesús que cambió su vida para siempre. Como ya hemos reflexionado sobre esa lectura en más de una ocasión, hoy centraremos nuestra reflexión en la primera lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (6,18-31). Los libros de los Macabeos forman parte de los llamados libros “deuterocanónicos” que no están contenidos en la Biblia protestante. Y es una verdadera lástima, pues contienen una parte importantísima de la historia del pueblo de Israel, sin la cual la narración bíblica queda trunca.

Estos libros nos narran la historia de la victoria espiritual de la familia de un asmoneo llamado Judas “Makabi” durante el período comprendido desde el advenimiento del rey Antíoco IV Epifanes hasta la muerte de Simón Macabeo. Además, nos presenta la creencia en la resurrección de los muertos, el purgatorio, y la perseverancia y verticalidad en la fe.

El pasaje de hoy nos presenta a un anciano llamado Eleazar, a quien querían obligar a comer carnes prohibidas en cumplimiento de un decreto real. Ante la negativa de este, “le abrían la boca a la fuerza para que comiera carne de cerdo. Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida de infamia, escupió la carne y avanzó voluntariamente al suplicio, como deben hacer los que son constantes en rechazar manjares prohibidos, aun a costa de la vida”.

Hasta ahí la historia ya nos presenta un modelo del testimonio genuino, del “mártir” (en ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra mártir quiere decir “testigo”). Pero la verdadera riqueza de este pasaje reside en lo que ocurre después. Los que presidían aquél sacrificio ilegal, que eran viejos amigos de Eleazar, le propusieron sustituir la carne prohibida por carne permitida, “haciendo como que comía la carne del sacrificio ordenado por el rey, para que así se librara de la muerte”.

“Haciendo como que…” Un gesto exterior, un ritualismo vacío sin creer en lo que pretendía hacer, un engaño. Se trataba del ritualismo formal de los fariseos que Jesús tanto criticaría años más tarde. Eliazar era incapaz de semejante hipocresía. Por el contrario, era una persona que conformaba toda su vida, todo su ser a la voluntad de Dios. “¡Enviadme al sepulcro! Que no es digno de mi edad ese engaño. Van a creer muchos jóvenes que Eleazar, a los noventa años, ha apostatado, y, si miento por un poco de vida que me queda, se van a extraviar con mi mal ejemplo. Eso sería manchar e infamar mi vejez. Y, aunque de momento me librase del castigo de los hombres, no escaparía de la mano del Omnipotente, ni vivo ni muerto”.

¡Cuántas veces pretendemos, “hacemos como que…”, cumplimos con los mandamientos, con el único propósito de quedar bien ante los demás, ante el sacerdote, ante los demás feligreses!  Como a los fariseos, se nos olvida que no se trata de ser “fiel” a los mandamientos, sino de serle fiel a Dios, y que ante Él no podemos “hacer como que…”. O fríos o calientes, porque a los tibios Él los “vomitará de su boca” (Ap 3,16).

REFLEXIÓN PARA EL TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. 10-11-13

vida med

El tema dominante de la liturgia de este trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario (Ciclo C) es la resurrección de los muertos.

La primera lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (7,1-2.914) nos narra la historia de siete hermanos que fueron arrestados y hechos azotar junto a su madre por negarse a cumplir con el mandato del rey Antíoco IV Epifanes que pretendía obligarles a comer carne de cerdo prohibida por la Ley. Pero ellos se mantuvieron firmes en su fe. Uno de ellos le dijo: “¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres”. Mientras otro manifestaba su confianza en la resurrección a la vida eterna: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna”.

En la lectura evangélica (Lc 20,27-38), continuamos acompañando a Jesús en esa “última subida” que comenzó en Galilea y culminará en Jerusalén, durante la cual Jesús ha estado instruyendo a sus discípulos. Hoy se le acercan unos saduceos y le ponen a prueba con una de esas preguntas cargadas que sus detractores suelen formularle. Los saduceos eran un “partido religioso” de los tiempos de Jesús quienes no creían en la resurrección, porque entendían que esa doctrina no formaba parte de la revelación de Dios que habían recibido de Moisés. De hecho, la doctrina de la resurrección aparece hacia el siglo VI antes de Cristo en una de las revelaciones contenidas en el libro de Daniel (12,2): “Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán”.

Hoy los saduceos le plantean a Jesús el caso hipotético de la mujer que enviuda del primero de siete hermanos sin tener descendencia, se casa con el hermano de su esposo (Cfr. Dt 25,5-10), enviuda de este y así de con todos los demás. Entonces le preguntan que al ésta morir, “cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.

La explicación de Jesús es sencilla: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección”. En otras palabras, como no pueden morir, ya no tendrán necesidad de multiplicarse, que es el fin primordial del matrimonio (Cfr. Gn 1,28).

Y como para rematar, dice a sus detractores: “Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Podemos afirmar que hay resurrección porque Dios nos creó para la vida, no para la muerte, y la resurrección es la culminación de nuestra existencia (Cfr. Ap 7,9).

El “Dios de vivos” te espera en Su casa. No desaproveches la invitación. Si no lo has hecho, todavía estás a tiempo.

 

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN 06-08-13

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la Transfiguración, uno de esos eventos en la vida de Jesús que por su trascendencia hallan eco en los tres evangelios sinópticos. La liturgia para este ciclo C nos presenta la versión de Lucas (9,28-36).

Jesús tomó consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro, Santiago, y su hermano Juan, y los llevó a lo alto de una montaña (la tradición nos dice que fue el Monte Tabor). Allí, en presencia de ellos, se “transfiguró”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.

Esta narración está tan preñada de simbolismos, que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos. Trataremos, por tanto, de resumir lo que la transfiguración representó para los discípulos que tuvieron el privilegio de presenciarla.

Los discípulos ya habían comprendido que Jesús era el Mesías; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro. En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Pero aun así los discípulos no estaban muy seguros de lo que habían presenciado, al punto que Pedro, aturdido por la experiencia, lo único que atinó a decir fue: “Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Nos dice la Escritura que Pedro “no sabía lo que decía”. No será hasta después que ellos comprenderán la magnitud del hecho que acababan de presenciar.

Nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron en aquél momento; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística.

Una de las dos lecturas que se nos ofrece como primera la lectura para la liturgia de hoy es de la segunda carta del apóstol san Pedro (1,16-19). Ya para cuando el apóstol escribe esta carta (a finales del siglo I), había sido testigo de su gloriosa resurrección. Esa experiencia le permitió comprender el alcance de aquella experiencia privilegiada que el Señor había compartido con él y los hijos de Zebedeo. Por eso puede afirmar con certeza la gloria y divinidad de Jesús: “Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz: «Éste es mi Hijo amado, mi predilecto.» Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada”.

Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES 22-07-13, MEMORIA OBLIGATORIA DE SANTA MARÍA MAGDALENA

Santa María Magdalena

Hoy celebramos la memoria obligatoria de santa María Magdalena, discípula del Señor y protectora de la Orden de Predicadores (Dominicos). Pocos personajes de la Biblia han sido tan mal entendidos, y hasta difamados, como María de Magdala, a quien se refieren como una pecadora pública y prostituta.

Lo cierto es que hay tres personajes en los relatos evangélicos cuyas identidades se confunden, pero que no necesariamente son la misma persona: María Magdalena, María la hermana de Lázaro y Marta, de quien nos hablaba el relato evangélico de ayer (Lc 10,38-42) y es mencionada en otros relatos (Jn 11,1; 12,3), y la pecadora anónima que unge los pies de Jesús (Lc 7,36-50).

María Magdalena, con su nombre completo, aparece en algunos de los pasajes más significativos del Evangelio, destacándose entre las mujeres que siguen a Jesús (Mt 27,56; Mc 15,47; Lc 8,2), especialmente en el drama de la Pasión (Mc 15,40), al pie de la cruz junto a María, la Madre de Jesús (Jn 19,25), y en el entierro del Señor (Mc 15,47). Igualmente fue la primera en llegar al sepulcro del Señor en la mañana de la Pascua (Jn 20,15) y la primera a quien Jesús se le apareció luego de resucitar (Mt 28,1-10; Mc 16,9; Jn 20,14). De ese modo se convierte en “apóstol” de los apóstoles, al anunciarles la Resurrección de Jesús (Jn 20,17-18). Trato de imaginar la alegría que se reflejaría en el rostro de María Magdalena al decir a los apóstoles: “¡He visto al Señor; ha resucitado!”

Aunque la tradición presentaba a María Magdalena como una gran pecadora, la Iglesia, sobre todo después del Concilio Vaticano II, ha establecido una distinción entre los tres personajes que mencionamos al inicio, reivindicando el nombre de María Magdalena, eliminando toda referencia a ella como “adúltera”, “prostituta” y “pecadora pública”. Así, hoy la Iglesia la reconoce como una fiel seguidora de Cristo, guiada por un profundo amor que solo puede ser producto de haber conocido el Amor de Dios.

La liturgia de la memoria nos ofrece como primera lectura (Ct 3,1-4a) un pasaje hermoso del Cantar de los Cantares (¿qué pasaje de ese libro no es hermoso?) que nos abre el apetito para el evangelio: “En mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: ‘¿Visteis al amor de mi alma?’ Pero, apenas los pasé, encontré al amor de mi alma”.

La lectura evangélica (Jn 20,1.11-18) nos narra el encuentro de María Magdalena con el Resucitado. ¡Cuánto debe haber amado a Jesús aquella santa mujer, que le valió el privilegio de ser escogida por Él para ser la primera testigo de su Resurrección! Me imagino que su corazón querría estallar de emoción al reconocer la voz de su “Rabonni” que la llamó por su nombre: “¡María!”. Aunque la lectura no lo dice, por las palabras de Jesús que siguen no hay duda que intentó abrazarlo, o al menos tocar sus pies. Trato de pensar cómo reaccionaría yo, y no creo que haya forma de describirlo. Recuerda, Jesús te llama por tu nombre igual que lo hizo con María Magdalena… Solo si amas como amó María, podrás escuchar Su voz. ¡Santa María Magdalena, ruega por nosotros!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES 10-07-13

jesus-envia-apostoles

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (10,1-7) es el comienzo del llamado discurso misionero, o de envío, de Jesús a sus apóstoles, que ocupa todo capítulo 10 del Evangelio según san Mateo. El pasado domingo XIV del tiempo ordinario leíamos el envío de los “setenta y dos” (Lc 10,1-9), que irían delante de Jesús a prepararle el camino a los lugares que pensaba visitar. La lectura que Mateo nos presenta hoy es el envío de los “doce”. Ya no se trata de una “avanzada”; se trata de aquellos que van a compartir con Él la responsabilidad de llevar a cabo y continuar la misión que el Padre le había encomendado.

Por eso nos dice la escritura que en primer lugar, “llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”. Les delegó su autoridad. Los primeros obispos. El primer signo de la Iglesia apostólica.

Luego Mateo se toma el trabajo de mencionarlos a todos por su nombre. Ya no se trata de un grupo anónimo de setenta y dos discípulos. Se trata de los “doce”, a quienes Mateo llama “apóstoles” al identificarlos por sus nombres. Estos son aquellos a quienes Jesús, luego de pasar una noche entera en oración, escogió de entre sus discípulos para que continuaran Su misión, llamándoles apóstoles (Lc 6,12-13).

Luego de delegarles su autoridad, comenzó a darles las instrucciones, la primera de las cuales la que recoge la lectura de hoy: “No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”.

Recordemos que Mateo escribió su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, para demostrar que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas; que en el Él se cumplían todas las profecías y promesas del Antiguo Testamento. Por eso Mateo enfatiza que Jesús envió a los apóstoles en primera instancia a proclamar el anuncio del Reino al pueblo judío, que ellos entendían era el recipiente de todas esas promesas.

Es decir, que a pesar de que luego de su Resurrección nos diría que su mensaje liberador iba dirigido a toda la humanidad (Mt 28,19), instando a los apóstoles a ir a hacer discípulos a todas las naciones, decidió “comenzar por la casa”.

Si examinamos nuestra Iglesia, vemos que, al igual que aquellos primeros apóstoles, debemos comenzar evangelizando, formando a los “nuestros” antes que a los “de afuera”. Fortalecer nuestra Iglesia para entonces poder llevar nuestra misión evangelizadora a todas las gentes. De ahí nuestra insistencia en la formación de nuestra feligresía. Personas cuya fe se “enfría” y terminan alejándose, por desconocimiento de la riqueza de nuestra tradición, nuestra liturgia y, sobre todo, de los fundamentos bíblicos de nuestra Iglesia, la única fundada por Jesucristo. Personas que se “aburren” en nuestras celebraciones litúrgicas, sencillamente porque desconocen lo que está ocurriendo. No se puede amar lo que no se conoce.

Todos estamos llamados a evangelizar. Pero vayamos primeramente “a las ovejas descarriadas” de nuestra Iglesia. Comencemos pues, al igual que “los doce”, por nuestra familia, nuestra comunidad parroquial, especialmente a los que se han alejado…

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SANTO TOMÁS, APÓSTOL 03-07-13

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Hoy celebramos la fiesta de Santo Tomás, apóstol.  La tradición nos dice que Tomás partió a evangelizar en Persia y en la India, donde fue martirizado el 3 de julio del año 72. La lectura que nos presenta la liturgia para esta fiesta es la narración de la primera aparición de Jesús a los apóstoles luego de su gloriosa resurrección (Jn 20,24-29). La Resurrección de Jesús culminó su Misterio Pascual, y con ella la Iglesia adquirió una nueva vida. “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14).

Cuando el Resucitado se apareció por primera vez a los apóstoles, Tomás no estaba con ellos. Al integrarse nuevamente al grupo, le dijeron: “Hemos visto al Señor”. Tomás, quien al igual que los demás no había captado el anuncio de la resurrección que Jesús les había hecho en innumerables ocasiones, reaccionó con incredulidad: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.

La actitud de Tomás es muy similar a  nuestra. Como reza el dicho popular: “Ver para creer”. En ocasiones nuestra fe flaquea. Entonces tratamos de aferrarnos a algo tangible, que nos brinde “seguridad” física; y nos preguntamos si en realidad “alguien” escucha nuestras oraciones, sobre todo cuando no vemos los resultados que queremos (Cfr. Hb 11,1).

En la lectura evangélica de hoy Jesús le dice a Tomás: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. ¡Qué diferencia con María, la que “creyó sin haber visto”! (Cfr. Lc 1,45;).

La fe es una de las virtudes teologales (llamadas también “infusas”) que recibimos en nuestro bautismo. Pero lo que en realidad recibimos es como una semilla que hay que alimentar e irrigar adecuadamente para que pueda germinar y dar fruto. Si la abandonamos corre el peligro de secarse y morir. Y el agua y alimento que necesita la encontramos en la oración, la Palabra y los sacramentos.

El problema estriba en que hoy día vivimos en un mundo secularizado, esclavo de la tecnología, en el que resulta más fácil creer lo que dice la internet (sin cuestionarnos la fuente ni las intenciones de quien escribe), que creer en Dios y en su Palabra salvífica, que es Palabra de Vida eterna (Cfr. Jn 6,68).

Los apóstoles creyeron esa Palabra de Vida eterna. El mismo Tomás, a pesar de su incredulidad inicial, no tuvo que meter los dedos en las manos ni la mano en el costado del Señor para hacer una profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”

Por eso, hoy, en la fiesta de Santo Tomás, apóstol, digamos a Nuestro Señor: “Señor Jesús, al celebrar hoy con admiración y alegría la fiesta de santo Tomás, te pedimos que nosotros –tus discípulos- y cuantos nos rodean y no te conocen por la fe experimentemos tu presencia en nuestras vidas mostrándote llagado y resucitado, predicador del Reino y pastor de ovejas perdidas, salvador y amigo. Amén” (oración tomada de Dominicos 2003).