REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 15-10-22

Hoy continuamos la lectura de la Carta a los Efesios (1,15-23) que comenzáramos ayer. Al final del pasaje que contemplamos hoy vemos cómo Pablo entra ya “en materia” con lo que constituye el tema central de la Carta a los Efesios: la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. “Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

“Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

La lectura comienza con una acción de gracias de parte de Pablo por la fe de los destinatarios de la carta, unida a una oración pidiéndole a Dios que les conceda el “espíritu de sabiduría” y revelación a fin de que lleguen a conocer plenamente a Jesucristo. ¿Qué mejor podríamos pedir para alguien? Si llegamos a conocer a Jesús y su Palabra, que es el Amor, conoceremos la verdad, y esa verdad es la que nos proporcionará la libertad que solo los hijos de Dios y hermanos de Jesucristo pueden disfrutar (Cfr. Jn 8,32).

Pero no se detiene ahí. Continúa pidiendo a Dios que “ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”.

Las implicaciones de lo que Pablo está pidiendo para sus hermanos de Éfeso son más profundas de lo que parece a simple vista. ¡Le está pidiendo a Dios que derrame sobre ellos la misma fuerza y poder que utilizó para resucitar a su Hijo! Cuando pedimos a Dios, y sobre todo cuando pedimos por nuestros hermanos, tenemos que aprender a ser generosos en nuestras peticiones, recordando que estamos pidiendo a nuestro “Abba”, que siempre nos escucha y no se cansa de prodigar dones a sus hijitos (Cfr. Mt 8,7-8). Y esa “fuerza” que resucitó a Jesús no es otra que la fuerza del Espíritu que el mismo Jesús nos prometió. Pero tenemos que invocarla y dejarnos arropar de ella. Y al igual que el amor, que mientras más se reparte más crece, mientras más la pedimos para nuestros hermanos, con mayor fuerza la recibimos.

Ese mismo Espíritu es el que nos permite incorporarnos a la Iglesia, que es el “cuerpo” de Cristo, donde encontramos su esencia misma, su persona, el Cristo total, la continuación de su obra eterna en el tiempo y el espacio.

Hoy, pidamos a Dios como lo hacemos en la liturgia eucarística: “no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, de manera que siga derramando sobre ella su Santo Espíritu, para que sea lo que Él quiere que sea, a pesar de nuestra fragilidad humana.

Lindo fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 17-10-20

“Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

Hoy continuamos la lectura de la Carta a los Efesios (1,15-23) que comenzáramos ayer. Al final del pasaje que contemplamos hoy vemos cómo Pablo entra ya “en materia” con lo que constituye el tema central de la Carta a los Efesios: la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. “Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

La lectura comienza con una acción de gracias de parte de Pablo por la fe de los destinatarios de la carta, unida a una oración pidiéndole a Dios que les conceda el “espíritu de sabiduría” y revelación a fin de que lleguen a conocer plenamente a Jesucristo. ¿Qué mejor podríamos pedir para alguien? Si llegamos a conocer a Jesús y su Palabra, que es el Amor, conoceremos la verdad, y esa verdad es la que nos proporcionará la libertad que solo los hijos de Dios y hermanos de Jesucristo pueden disfrutar (Cfr. Jn 8,32).

Pero no se detiene ahí. Continúa pidiendo a Dios que “ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”.

Las implicaciones de lo que Pablo está pidiendo para sus hermanos de Éfeso son más profundas de lo que parece a simple vista. ¡Le está pidiendo a Dios que derrame sobre ellos la misma fuerza y poder que utilizó para resucitar a su Hijo! Cuando pedimos a Dios, y sobre todo cuando pedimos por nuestros hermanos, tenemos que aprender a ser generosos en nuestras peticiones, recordando que estamos pidiendo a nuestro “Abba”, que siempre nos escucha y no se cansa de prodigar dones a sus hijitos (Cfr. Mt 8,7-8). Y esa “fuerza” que resucitó a Jesús no es otra que la fuerza del Espíritu que el mismo Jesús nos prometió. Pero tenemos que invocarla y dejarnos arropar de ella. Y al igual que el amor, que mientras más se reparte más crece, mientras más la pedimos para nuestros hermanos, con mayor fuerza la recibimos.

Ese mismo Espíritu es el que nos permite incorporarnos a la Iglesia, que es el “cuerpo” de Cristo, donde encontramos su esencia misma, su persona, el Cristo total, la continuación de su obra eterna en el tiempo y el espacio.

Hoy, pidamos a Dios como lo hacemos en la liturgia eucarística: “no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, de manera que siga derramando sobre ella su Santo Espíritu, para que sea lo que Él quiere que sea, a pesar de nuestra fragilidad humana.

Lindo fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre, aunque sea de forma virtual.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 15-05-19

“Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe”, nos dice el Salmo que nos propone la liturgia para hoy (Sal 66). Este Salmo sirve para unir la primera lectura (Hc 12,24-13,5) y la lectura evangélica (Jn 12,44-50). Y todas tienen como tema central la misión de la Iglesia de llevar la Buena Noticia a todas las naciones.

La primera lectura nos presenta la acción del Espíritu Santo en el desarrollo inicial de la Iglesia. En ocasiones anteriores hemos dicho que el libro de los Hechos de los Apóstoles recoge la actividad divina del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia.

El pasaje que contemplamos hoy nos muestra una comunidad de fe (Antioquía) entregada a la oración y el ayuno, y dócil a la voz del Espíritu, y cómo en un momento dado el Espíritu les habla y les dice: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado”. Es el lanzamiento de la misión que les llevará a evangelizar todo el mundo pagano. El momento que cambiará la historia de la Iglesia y de la humanidad entera; la culminación del mandato de Jesús a sus apóstoles antes de partir: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15). Es la característica sobresaliente de la Iglesia: “La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Decreto Ad gentes de SS. Pablo VI).

El pasaje que nos brinda la lectura evangélica ocurre luego de la resurrección de Lázaro y la unción en Betania, y marca el final de la primera parte del relato de Juan, para dar paso a la Pasión. En él vemos a Jesús que se presenta a sí mismo como “el enviado” (missus, en latín; apóstolos en griego). Es decir, se nos presenta como “apóstol” del Padre, “enviado” del Padre, “misionero” del Padre: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado”. De ahí que la Iglesia, llamada a continuar la misión del Jesús en el tiempo, tenga ese talante misionero.

“El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, ésa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre”.

Jesús quiere conducirnos a descubrir al Padre; esa es su misión. Pero va más allá, hace que veamos al Padre en su propia persona. Nosotros estamos llamados a conducir a los que nos rodean a descubrir a Jesús y, al igual que Él hace con el Padre, siguiendo su ejemplo, tenemos que hacer que los demás lo vean en nuestra propia persona. Tenemos que convertirnos en otros “cristos”, de manera que quien nos vea, le vea a Él y, más aún, conozca su Amor. Esa es la verdadera “misión” a la que todos estamos llamados.

¡Atrévete!