REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 04-08-20

“De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua”.

“Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Esa frase, pronunciada por Jesús, sienta la tónica del pasaje que nos brinda el Evangelio de hoy (Mt 14,22-36).

El trasfondo de la frase es el siguiente: Jesús acababa de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y había instruido a sus discípulos que se subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla mientras Él despedía la gente para luego retirarse a orar, como solía hacer. Tal vez Jesús no quería que los discípulos se contagiaran con la excitación del pueblo por el milagro, o mejor dicho, por el aspecto material del milagro, ignorando el verdadero significado del mismo; la tendencia que tenemos de confundir lo temporal con lo eterno. De hecho, la versión de Juan nos dice que la multitud intentaba tomar a Jesús por la fuerza y hacerle rey (Jn 6,15).

Volviendo al relato, cuando la barca en que navegaban los discípulos iba a mitad de camino, siendo ya de noche, Jesús se percató que tenían un fuerte viento contrario y estaban pasando grandes trabajos para poder adelantar, así que decidió ir caminando hasta ellos sobre las aguas. Al verlo creyeron que era un fantasma, se sobresaltaron, y dieron un grito. Fue en ese momento que Jesús les dijo: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.

Aquí se hace más obvio que los discípulos no habían comprendido en tu totalidad el verdadero significado y alcance del milagro de la multiplicación de los panes. De lo contrario, sabrían que, más que un acto de taumaturgia (capacidad para realizar prodigios), como podría hacerlo un mago, lo que ocurrió allí fue producto del Amor de Dios. Si lo hubiesen entendido, estarían inundados del Amor de Dios, estarían conscientes de la divinidad de Jesús, y no habrían sentido temor cuando lo vieron caminar sobre las aguas.

Es aquí que la narración de Mateo se aparta de los paralelos de Marcos y Juan. Nos dice Mateo que Pedro, como para confirmar la identidad de Jesús, le dijo: “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”, a lo que Él le respondió: “Ven”. Pedro comenzó a caminar hacia Jesús sobre las aguas (porque le creyó a Jesús; llevó a cabo un acto de fe), hasta que apartó su mirada de Jesús y la fijó sobre la tempestad. Entonces se asustó, comenzó a hundirse, y gritó: “Señor, sálvame”. Jesús inmediatamente le extendió su mano y lo increpó: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” Dudó porque aún no había aprendido que no podía fiarse de sus propias fuerzas. Inmediatamente la Escritura añade: “En cuanto subieron a la barca, amainó el viento”.

¡Cuántas veces en nuestras vidas nos encontramos “remando contra la corriente”, llegando al límite de nuestra resistencia! En esos momentos, si abrimos nuestros corazones al Amor misericordioso de Dios, escucharemos una dulce voz que nos dice al oído: “Ánimo, soy yo, no tengas miedo”. Créanme, ¡se puede! Yo he logrado enfrentar situaciones que de otro modo hubiesen sido aterradoras, con la alegría y tranquilidad que solo el saberme amado por Dios podían brindarme. Porque Jesús “entró en la barca [conmigo], y amainó el viento”.

“Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo” (Sal 23,4).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DÉCIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 03-08-20

“Tú has roto un yugo de madera, yo… pondré yugo de hierro al cuello de todas estas naciones.”

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 14,13-21) es la misma que leímos ayer, décimo octavo domingo del T.O., la versión de Mateo de la “primera multiplicación de los panes”, por lo que les referimos a nuestra reflexión para ese día.

La primera lectura (Jr 28,1-17) nos presenta una situación que no es ajena a nuestro tiempo: los falsos profetas. Jeremías ha venido denunciando los pecados del pueblo y anunciando el castigo que habría de sobrevenir a manos del rey Nabucodonosor. Como gesto simbólico de lo que le esperaba al pueblo, Yahvé había ordenado a Jeremías colocarse un yugo de madera al cuello, y advertirles al rey Josías y a los embajadores de los reinos vecinos, que no importaba lo que éstos hicieran, Él los iba a someter a todos bajo el yugo de Nabucodonosor (Jr 27).

Dios, conociendo la naturaleza humana, les advirtió: “Vosotros, pues, no oigáis a vuestros profetas, adivinos, soñadores, augures ni hechiceros que os hablan diciendo: “No serviréis al rey de Babilonia”, porque cosa falsa os profetizan para alejaros de sobre vuestro suelo, de suerte que yo os arroje y perezcáis”.

A pesar de esas advertencias, en el pasaje de hoy encontramos a Ananías, profeta de la corte, quien, contrario a lo profetizado por Jeremías, dice que el Señor le reveló que Nabucodonosor sería derrotado por Sedecías y sus aliados, devolviendo al templo todos los tesoros, y a Judea aquellos que ya había sido desterrados (para este momento todavía no se había completado la deportación a Babilonia, y el Templo no había sido destruido aún). Y para enfatizar su “profecía”, Ananías le quitó el yugo de madera que Jeremías llevaba al cuello y lo rompió, diciendo: “Así dice el Señor: ‘Así es como romperé el yugo del rey de Babilonia, que llevan al cuello tantas naciones, antes de dos años’”.

Jeremías, que había deseado que las palabras de Ananías fueran ciertas (“Amén, así lo haga el Señor”), no quiso confrontarlo y decidió marcharse. Pero el Señor le detuvo y le ordenó regresar para decirle a Ananías: “Así dice el Señor: Tú has roto un yugo de madera, yo… pondré yugo de hierro al cuello de todas estas naciones, para que sirvan a Nabucodonosor, rey de Babilonia”. De paso, le anunció la muerte de Ananías antes de un año, lo que, de hecho, ocurrió.

Ananías se presenta como el prototipo del profeta que “acomoda” el mensaje de Dios, escogiendo solo aquellas partes que todos queremos escuchar. ¡Cuántos de esos “profetas de la prosperidad” escuchamos a diario! Por el contrario, tendemos a rechazar el mensaje de aquellos que nos predican el verdadero Evangelio, que implica negaciones, sacrificios, “tomar nuestra cruz de cada día” y abandonarlo todo para seguir a Jesús.

Es bien fácil anunciar la felicidad (es lo que todos deseamos, ¿no?). Por eso cuando escuchamos un mensaje como “Pare de sufrir”, todos corren a buscar el aceite, o el pañuelo, o la rosa, que les va a traer la felicidad y la prosperidad aquí y ahora. Lo cierto es que a quien único trae prosperidad ese mensaje es al falso profeta que vende sueños a quienes el mensaje de Jesús les resulta incómodo.

¡Ojo!, mantengamos los ojos abiertos para no caer presa de esos embaucadores (Cfr. Mt 7,15).

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO OCTAVO DOMINGO DEL T.O. (A) 02-08-20

“Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo…”

Las lecturas de hoy nos hablan de la generosidad de Dios para con su pueblo; de cómo su Palabra nos alimenta con su Amor, que nos sacia y nos da las fuerzas para enfrentar las adversidades que indefectiblemente acompañan al seguimiento (Cfr. Sir 2,1).

En la primera lectura (Is 55,1-3) Dios nos dice: “Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad el oído, venid a mí: escuchadme, y viviréis”. Esos “platos sustanciosos” nos refieren al Amor incondicional de Dios.

En la segunda lectura (Rm 8,35.37-39) san Pablo nos dice que “ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.

La lectura evangélica (Mt 14,13-21) nos presenta el pasaje de la “primera multiplicación de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad del Amor. Al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se retiró a un lugar tranquilo y apartado, como solía hacer cuando quería hablar con el Padre (orar).

Esa multitud anónima que le seguía se enteró y acudieron a Él. Nos dice la Escritura que al ver el gentío, a Jesús “le dio lástima”. La versión de Marcos nos dice que Jesús sintió lástima de la multitud porque andaban “como ovejas sin pastor” (Mc 6,34) y se sentó a enseñarles muchas cosas. Mateo nos añade que curó a los enfermos; el prototipo del Buen Pastor que cuida de sus ovejas (Cfr. Jn 10).

Al caer la tarde los discípulos le sugirieron a Jesús que despidiera a la gente para que cada cual resolviera sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hizo esperar: “Dadles vosotros de comer”.

Mandó que le trajeran los cinco panes y dos peces que tenían e hizo que la gente se sentara en la yerba. Entonces, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, se los dio a los discípulos, y estos se los dieron a la gente.

Como siempre, Jesús, con sus gestos, nos está mostrando el camino a seguir. No se limitó a compadecerse, sentir lástima. Pasó de compadecerse a compartir. Compartió todo lo que tenía: su Palabra, su Persona, y su Pan. Y en ese compartir todo se multiplicó. Ese milagro lo vemos a diario en los que practican la verdadera caridad; no dar lo que sobra, sino lo que tenemos; mucho o poco.

Vemos también en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

La Eucaristía, el verdadero pan, el único capaz de saciar nuestra hambre de Dios, el que nos alimenta para la vida eterna. “Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera” (Jn 6,49-50).

Que pasen un bendecido domingo y una hermosa semana.