REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 15-06-17

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.

El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.

Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud”, tal y como leíamos en el relato evangélico de ayer (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.

Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.

La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, que sabemos le van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.

El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.

“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.

Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.

Señor, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 22-03-17

El pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Esa plenitud la encontramos en la Ley del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama, el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma de vida.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese precepto amar como Cristo me ama?

La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos, el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12). Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el carapacho varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos. Y ha logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo Jesús nos dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa de Jesús al momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16,18).

El Concilio Vaticano II, convocado por san Juan XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico” para nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de “darle plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de los cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por la explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la necesidad de un nuevo ejercicio de aggiornamento en la Iglesia.

En estos tiempos, ese mismo Espíritu nos ha regalado la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus promesas (Cfr. Mt 28,20).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 10-03-17

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.

El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.

Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud” (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.

Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.

La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, a sabiendas de van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.

El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.

“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.

Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.

Señor, durante esta Cuaresma y durante todo el año, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 09-06-16

Reconcíliate con tu hermano 2

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.

El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.

Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud”, tal y como leíamos en el relato evangélico de ayer (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.

Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.

La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, que sabemos le van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.

El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.

“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.

Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.

Señor, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 02-03-16

dios_es_amor_01

El pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Esa plenitud la encontramos en la Ley del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama, el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma de vida.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese precepto amar como Cristo me ama?

La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos, el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12). Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el carapacho varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos. Y ha logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo Jesús nos dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa de Jesús al momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16,18).

El Concilio Vaticano II, convocado por san Juan XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico” para nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de “darle plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de los cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por la explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la necesidad de un nuevo ejercicio de aggiornamento en la Iglesia.

Recientemente ese mismo Espíritu nos regaló la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus promesas (Cfr. Mt 28,20).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 19-02-16

reconciliarte-con-tu-hermano

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.

El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.

Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud” (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.

Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.

La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, a sabiendas de van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.

El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.

“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.

Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.

Señor, durante esta Cuaresma y durante todo el año, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.