La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la
disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la
Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su
punto Jesús nos propone dos ejemplos.
El primero de ellos nos refiere al quinto
mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que
mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano
será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante
el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La
“condena del fuego” se refería a la gehena
de fuego, el equivalente judío del infierno.
Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo
Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud” (Mt 5,17-19). La ley de
Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana,
un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales
en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del
problema.
Jesús no se queda en el exterior; Él
“interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea
malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación;
todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es
contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación
eterna.
La importancia de nuestra disposición de
corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo
secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará
de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo
comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, a sabiendas de van a
herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento
como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el
Amor, el principal de todos los mandamientos.
El segundo ejemplo, prácticamente una
consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando
vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano
tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a
reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano,
y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre
el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que
amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias
con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su
fundamento que es el Amor.
Esto no se limita a cuando nosotros tengamos
una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene
quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que
demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces
nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será
agradable a Él.
Señor, durante esta Cuaresma y durante todo el
año, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis
propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva
agradable a Ti.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la
disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la
Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su
punto Jesús nos propone dos ejemplos.
El primero de ellos nos refiere al quinto
mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que
mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano
será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante
el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La
“condena del fuego” se refería a la gehena
de fuego, el equivalente judío del infierno.
Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo
Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud”, tal y como leíamos en
el relato evangélico de ayer (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una
prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la
no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad
actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.
Jesús no se queda en el exterior; Él
“interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea
malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación;
todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es
contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de
condenación eterna.
La importancia de nuestra disposición de
corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo
secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará
de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo
comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, que sabemos le van a
herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento
como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el
Amor, el principal de todos los mandamientos.
El segundo ejemplo, prácticamente una
consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando
vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano
tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a
reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano,
y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre
el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que
amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias
con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su
fundamento que es el Amor.
Esto no se limita a cuando nosotros tengamos
una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene
quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que
demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces
nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será
agradable a Él.
Señor, ayúdame a ser agente de reconciliación
fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo
mismo como hostia viva agradable a Ti.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la
disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la
Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su
punto Jesús nos propone dos ejemplos.
El primero de ellos nos refiere al quinto
mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que
mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano
será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante
el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La
“condena del fuego” se refería a la gehena
de fuego, el equivalente judío del infierno.
Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo
Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud” (Mt 5,17-19). La ley de
Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana,
un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales
en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del
problema.
Jesús no se queda en el exterior; Él
“interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea
malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación;
todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es
contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación
eterna.
La importancia de nuestra disposición de
corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo
secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará
de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo
comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, a sabiendas de van a
herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento
como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el
Amor, el principal de todos los mandamientos.
El segundo ejemplo, prácticamente una
consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando
vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano
tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a
reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano,
y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre
el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que
amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias
con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su
fundamento que es el Amor.
Esto no se limita a cuando nosotros tengamos
una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene
quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que
demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces
nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será
agradable a Él.
Señor, durante esta Cuaresma y durante todo el
año, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis
propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva
agradable a Ti.
La liturgia dominical continúa presentándonos
el discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las
relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus
seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el
tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre
los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a
otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o
tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe
señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra
“hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús,
en el Evangelio Según san Mateo.
La conducta que Jesús propone a sus discípulos
en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de
los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la
reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la
reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.
Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los
pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera
corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el
cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los
versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la
comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un
miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos
representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a
Pedro (Mt 16,19).
El principio detrás de todo esto es que el
pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que
existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le
da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su
identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el
amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son
como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene
cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había
perdido por el pecado. La clave está en el Amor.
Por eso en la segunda lectura (Rm 13,8-10),
san Pablo nos dice: “A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a
su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, [todos los]
mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Uno
que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera”.
Espero que estén pasando un hermoso fin de semana. Y no olviden visitar la Casa del Padre, aunque sea de manera virtual. Él siempre nos está esperando…
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para este sexto domingo del tiempo ordinario (Mt 5,17-37), nos reitera
la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el
cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no
sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los
cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.
El primero de ellos nos refiere al quinto
mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que
mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano
será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante
el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La
“condena del fuego” se refería a la “gehena” de fuego, el equivalente judío del
infierno.
Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo
Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud”, como nos dice al
comienzo del pasaje. La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción
importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo
mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se
limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.
Jesús no se queda en el exterior; Él
“interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea
malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación;
todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es
contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de
condenación eterna.
La importancia de la disposición de corazón
por encima de los gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6),
nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos
haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, que sabemos le
van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto
mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado
contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.
El segundo ejemplo, prácticamente una
consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando
vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano
tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a
reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano,
y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre
el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que
amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias
con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su
fundamento que es el Amor.
Esto no se limita a cuando tengamos una
desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene
quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que
demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces
nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será
agradable a Él.
Señor, ayúdame a ser agente de reconciliación
fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo
mismo como hostia viva agradable a Ti.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.
El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.
Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud”, tal y como leíamos en el relato evangélico de ayer (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.
Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.
La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, que sabemos le van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.
El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.
Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.
Señor, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este sexto domingo del tiempo ordinario (Mt 5,17-37), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.
El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la “gehena” de fuego, el equivalente judío del infierno.
Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud”, como nos dice al comienzo del pasaje. La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.
Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.
La importancia de la disposición de corazón por encima de los gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, que sabemos le van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.
El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.
Esto no se limita a cuando tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.
Señor, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.
Celebrando la Eucaristía en Filipos, en un pequeño islote en medio del río justo en el lugar en que Pablo bautizó a Lidia, la primera cristiana bautizada en el continente europeo (Hc 16,13-15). Una experiencia inolvidable. Allí celebramos la misa de la vigilia de Pentecostés. Foto tomada durante nuestra peregrinación del 2014.
Durante los próximos días estaremos contemplando como primera lectura la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses. Esta es una de las cartas que Pablo escribe desde la cárcel (junto con Efesios, Colosenses y Filemón). La lectura de hoy (Fil 1,1-11) nos presenta el saludo, que es la primera parte de las cartas paulinas, y en él podemos percibir el amor genuino que Pablo siente por esta comunidad, la primera evangelizada por Pablo en el continente europeo (Hch 16,11-15): “Doy gracias a mi Dios cada vez que os menciono; siempre que rezo por todos vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio, desde el primer día hasta hoy… os llevo dentro”.
Pablo no solo reconoce el trabajo que junto a él los de Filipos desplegaron en la misión de evangelizar, sino que los alienta y exhorta a mantenerse firmes: “Ésta es mi convicción: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús”. Por eso termina el saludo diciendo: “Y ésta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores”.
Dentro del mensaje de exhortación al amor fraterno, Pablo reconoce la labor que han realizado y cuán importante han sido para su tarea evangelizadora. Pablo nos está presentando un ejemplo que debemos emular todos los que dirigimos o estamos encargados de algún ministerio, grupo o movimiento dentro de la Iglesia (incluyendo la iglesia doméstica). No podemos atribuirnos el mérito de los logros; tenemos que reconocer el trabajo de los demás componentes del grupo, por mínimo que sea, pues eso les entusiasma a seguir contribuyendo, y tal vez sea el estímulo que necesitan para aportar más al éxito de esa “empresa buena”.
El Evangelio (Lc 14,1-6) nos presenta a Jesús aceptando una invitación a comer en casa de un fariseo, uno de sus “adversarios” religiosos. Jesús aprovecha cada oportunidad para evangelizar, y eso incluye sentarse a la mesa con sus adversarios, con el significado que ese gesto tiene en la cultura de su tiempo. Una vez allí, ve a uno que sufría de hidropesía y lo cura. Pero el milagro, del que se nos brinda poco detalle, juega un papel secundario en la narración, cuyo tema es uno también recurrente en Jesús: el verdadero sentido del sábado, y cómo los fariseos habían tergiversado la Ley de Moisés incluyendo el curar entre las 39 tareas o trabajos que estaban prohibidas en sábado. Jesús lo sabe, pero aun así, antes de curar al hombre le formula a sus anfitriones la pregunta: “¿Es lícito curar los sábados, o no?”
Ante el silencio de sus interlocutores, luego de curar y despedir a hombre, les dijo: “Si a uno de vosotros se le cae al pozo el burro o el buey, ¿no lo saca en seguida, aunque sea sábado?” De nuevo, silencio.
El mensaje de Jesús es claro. La Ley no puede estar por encima de la caridad. A veces nosotros mismos ponemos toda clase de excusas para no ayudar a un hermano que lo necesita, incluyendo nuestras “obligaciones” para con la Iglesia. ¿Qué nos dirá Jesús?
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.
El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.
Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud”, tal y como leíamos en el relato evangélico de ayer (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.
Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.
La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, que sabemos le van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.
El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.
Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.
Señor, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.