REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 04-02-20

“Hija, tu fe te ha curado”.

La liturgia continúa llevándonos de la mano en este recorrido por el Evangelio según san Marcos. La lectura de hoy (Mc 5,21-43) nos presenta a Jesús regresando de “la otra orilla” luego de haber sido echado de Gerasa según leíamos ayer (Mc 5,1-20). En el pasaje de hoy Marcos nos narra dos milagros de Jesús entrelazados en una sola trama: la revivificación de la hija de Jairo (debemos recordar que Jesús “revive” los muertos, no los “resucita”, pues el que resucita no muere jamás y todos los que Jesús revive en los evangelios están destinados a morir) y la curación de la hemorroísa.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Marcos escribe su relato evangélico para paganos de la región itálica, con el propósito de demostrar que Jesús es el verdadero y único Dios. Para ello, nos presenta a Jesús como el gran “taumaturgo” o hacedor de milagros. Él solo hace lo que en la mitología requiere de muchos dioses. Así, ayer lo veíamos demostrando su poder sobre el diablo y sus demonios, y hoy lo vemos demostrando su poder sobre la enfermedad y sobre la muerte. En ambos milagros que contemplamos hoy, Marcos destaca el componente de la fe como elemento esencial para lograr que Jesús obre el milagro.

En el relato de la mujer que sufría flujos de sangre, ella tenía la certeza de que con solo tocar el manto de Jesús se curaría, y actuó conforme a lo que creía: se arrastró entre la multitud hasta tocar el manto de Jesús. De eso se trata la fe. Por eso decimos que la fe es algo “que se ve”. Nos dice la escritura que cuando tocó el ruedo del manto de Jesús, se curó instantáneamente, y Jesús sintió que “había salido una fuerza de Él”. Jesús aprovecha la oportunidad y pregunta, con un fin pedagógico (Jesús es Dios, y Dios lo sabe todo) que quién le había tocado, y cuando ella confiesa que había sido ella, le dice, en presencia de todos: “Hija, tu fe te ha curado”.

No bien había terminado de realizar ese milagro, llegaron emisarios de la casa de Jairo, quien le había pedido a Jesús que curara a su hija que estaba muy enferma, y le dijeron que la niña había muerto. Jesús aprovecha la coyuntura para reafirmar su enseñanza y le dice a Jairo: “No temas; basta que tengas fe”. Jesús le dijo a Jairo que su hija dormía. Jairo creyó en las palabras de Jesús, y actuó conforme a lo que creía, acompañando a Jesús hasta su casa, y luego junto a su esposa hasta la habitación de la niña. Jesús la tomó de la mano y esta se levantó ante el asombro de todos. Si Jairo no hubiese actuado conforme a lo que creía, no hubiese perdido el tiempo llevando a Jesús a su casa (¿para qué?, la niña ya estaba muerta). Pero Jairo creyó, y actuó conforme a lo que creía. No tuvo miedo ante la noticia de la muerte de su hija, tuvo fe.

No basta con creer (hasta el demonio “cree” en Dios), hay que actuar conforme a lo que creemos. Hay que “vivir” la fe. Entonces verás manifestarse la gloria de Dios.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 03-02-20

“Los espíritus inmundos salieron del hombre y se metieron en los cerdos; y la piara, unos dos mil, se abalanzó acantilado abajo al lago y se ahogó en el lago”.

El Evangelio de hoy (Mc 5,1-20) nos presenta a Jesús en territorio pagano. La lectura evangélica que contemplamos el sábado pasado nos mostraba a Jesús dirigiéndose a territorio pagano, a Gerasa, que quedaba al otro lado del lago de Galilea. El pasaje nos relata un suceso ocurrido cuando Jesús llegó junto a sus discípulos a su destino, después de calmar la tormenta que enfrentaron en la barca que los traía. Gerasa era una antigua ciudad de la Decápolis, una de las siete divisiones políticas (“administraciones”) de la provincia Romana de Palestina en tiempos de Jesús.

Al llegar allí le salió al encuentro “un hombre poseído de espíritu inmundo” que vivía en el cementerio entre los sepulcros. Jesús exorciza al endemoniado, y los espíritus inmundos que lo tenían poseído salieron del hombre y se metieron en una gran piara de cerdos (unos dos mil), que “se abalanzó acantilado abajo al lago y se ahogó en el lago”. Al enterarse de la curación del endemoniado, todos quedaron maravillados (“espantados”). Pero tan pronto se enteraron de lo ocurrido con los cerdos, “le rogaban que se marchase de su país”.

Debemos recordar que aunque la carne de cerdo está prohibida para los judíos, los gerasenos la consumen. Por tanto, la muerte de dos mil cerdos representaba para ellos una pérdida económica considerable. De nuevo, la admiración que sintieron por Jesús ante la curación del endemoniado se tornó en desprecio ante las consecuencias materiales. Para esta gente, los cerdos, y el valor económico que ellos representaban, eran más importantes que la calidad de vida de un solo hombre. La liberación de un hombre valía menos que una piara de cerdos. Antepusieron los valores materiales a los valores del Reino. El mensaje de Jesús resultó demasiado incómodo. Nos recuerda la parábola del joven rico: “Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico” (Cfr. Mt 19,16-22). Hoy no es diferente. Cuando el seguimiento de Jesús interfiere con nuestras “seguridades” materiales, preferimos ignorar el llamado a renunciar a estas.

Se trata de la economía de la exclusión e inequidad que critica el papa Francisco en el número 53 de su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual (lectura recomendada para todo cristiano del siglo XXI): “No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad”.

Otro detalle cabe resaltar. Cuando echaron a Jesús del lugar, el hombre que había curado pidió acompañarle, y Jesús no se lo permitió. Jesús deja claro que Él es quien escoge a sus discípulos (los llama por su nombre). Además, contrario a su conducta usual (el “secreto mesiánico” que hemos discutido en ocasiones anteriores), le pidió al hombre que fuera a anunciar a los suyos “lo que el Señor ha hecho contigo por su misericordia”. Jesús quiere sembrar la semilla del Reino entre los paganos. Él vino para redimirnos a todos, sin distinción. A ti, y a mí. Y nos invita a hacer lo mismo. ¿Aceptas? ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DEL T.O. (FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR) 02-02-20

“Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor”…

Hoy es el cuarto domingo del tiempo ordinario, que este año coincide con la Fiesta litúrgica de la Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex 13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la Presentación.

La entrada de Jesús en brazos de su Madre en el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.

Como segunda lectura la liturgia nos ofrece la Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.

Está claro; Jesús es Dios, no necesita presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros, excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18): “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella”.

El Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el episodio de la Presentación del Niño en el Templo. Lucas es el único de los evangelistas que nos narra ese importante evento en la vida de Jesús.

Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo.

Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este. María corredentora…