REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS 05-06-22

Hoy celebramos la gran solemnidad de Pentecostés, que conmemora (y actualiza) la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles mientras se encontraban reunidos en oración, junto a la María, la madre de Jesús, y otros discípulos, siguiendo las instrucciones y esperando el cumplimiento de la promesa del Señor quien, según la narración de Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, en el momento en que iba a ascender al Padre les pidió que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre. La promesa “que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hc 1,4b-5). Y luego añadió: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (1,8).

Se refería Jesús a la promesa que Jesús les había hecho de enviarles su Santo Espíritu: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). Jesús ya vislumbra en el horizonte aquella Iglesia a la cual Él confiaría continuar su misión. Hasta ahora han estado juntos, él ha permanecido con ellos. Pero tienen que “ir a todo el mundo a proclamar el Evangelio”. Cada cual por su lado; y Él no puede físicamente acompañarlos a todos. Al enviarles el Espíritu Santo, este podrá acompañarlos a todos. Así podrá hacer cumplir la promesa que les hizo antes de marcharse: “Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

En ocasiones anteriores hemos dicho que la fe es la acción del creer, es actuar conforme a lo que creemos, es confiar plenamente en la palabra de Dios. Más que creer en Dios es creerle a Dios, creer en sus promesas.

Los apóstoles llevaron a cabo un acto de fe. Creyeron en Jesús y le creyeron a Jesús. Por tanto, estaban actuando de conformidad: Permanecieron en Jerusalén, y perseveraban en la oración con la certeza de que el Señor enviaría su Santo Espíritu sobre ellos. Y como sucede cada vez que llevamos a cabo un acto de fe, vemos manifestada la gloria y el poder de Dios. En este caso ese acto de fe se  tradujo en la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María la madre de Jesús, episodio que nos narra la primera lectura de hoy (Hc 2,1-11). Nos dice la lectura que “de repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban”.

Cuando pensamos en Pentecostés siempre pensamos en las “lengüitas de fuego”, y pasamos por alto la ráfaga de viento que precedió a las lenguas de fuego. Las últimas representan, no al Espíritu en sí, sino a una de sus manifestaciones, el carisma de hablar en lenguas extranjeras (xenoglosia). El poder pleno del Espíritu que recibieron aquél día está representado en la ráfaga de viento. De ahí que la Iglesia, congregada alrededor de María, recibió algo más; recibió la plenitud del Espíritu y con él la valentía, el arrojo para salir al mundo y enfrentar la persecución, la burla, la difamación que enfrenta todo el que acepta ese llamado de Jesús: “sígueme”. Así, aquellos hombres y mujeres que habían estado encerrados por miedo a las autoridades que habían asesinado a Jesús, se lanzan a predicar la buena nueva de Jesús resucitado a todo el mundo.

Si invocamos el Espíritu Santo no hay nada que nos dispongamos a hacer por el Reino que no podamos lograr. Y tú, ¿lo has invocado?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 16-05-22

“… el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.

“Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. Con estas palabras de Jesús concluye el Evangelio de hoy (Jn 14,21-26).

A partir de hoy, según vayamos acercándonos a ese gran acontecimiento de Pentecostés cuando el Espíritu se derrama sobre los apóstoles reunidos en oración en torno a María, la madre de Jesús, veremos cómo la liturgia nos irá preparando para ese día. Según la Cuaresma nos fue preparando para la Pascua, la Pascua nos sirve de preparación para Pentecostés. Según nos acerquemos a Pentecostés, las lecturas que nos presenta la liturgia continuarán intensificando las alusiones al Espíritu Santo. Ese Espíritu que infundió en los apóstoles el celo de la predicación para salir a conquistar el mundo para Cristo, a instaurar el Reino de Dios en la tierra.

Pero sabemos que esa tarea no ha concluido, que corresponde a nosotros, la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, continuarla. Por eso tenemos que invocar continuamente el Espíritu Santo para que se derrame sobre nosotros como lo hizo en aquél primer Pentecostés, y nos de la valentía y la fortaleza para continuar proclamando la Palabra de Dios en todas partes y en todo lugar, a tiempo y a destiempo, y de ese modo ayudar en la instauración del Reino que ya ha llegado pero que todavía espera su culminación en la parusía (segunda venida de Jesús).

Los santos Pablo y Bernabé nos proporcionan un ejemplo del celo apostólico que debe caracterizar a todo discípulo de Jesús. La primera lectura de hoy (Hc 14,5-18) nos presenta estos dos predicando, primero en Licaonia, y luego en Listra y Derbe.

Nos cuenta el pasaje que “había en Listra un hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar”. Este hombre escuchaba con tanta atención la predicación de Pablo, que este, “viendo que tenía una fe capaz de curarlo, le gritó, mirándolo: ‘Levántate, ponte derecho’”. Inmediatamente el hombre dio un salto y echó a andar. El poder de la Palabra, que cuando se une a un acto de fe, es capaz de mover montañas (Cfr. Mt 17,20); la Palabra de Dios, que hace morada en nuestros corazones y es capaz de desatar su poder a través de nosotros. Como nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Los que estaban allí, al ver el milagro, creyeron que Pablo y Bernabé eran dioses y quisieron adorarles ofreciéndoles sacrificios. Ambos tuvieron que reprender vigorosamente a todos hasta disuadirlos de que les ofrecieran sacrificios.

Esta es una tentación que continuamente sale al paso de todo los que predicamos la Palabra; la adulación de los que atribuyen el poder de la Palabra al mensajero y no pueden, o no quieren a ver al Autor. En esos momentos tenemos que mantener los pies en la tierra y proclamar con humildad que nuestra predicación viene del Espíritu, y al igual que Pablo y Bernabé, afirmar que tan solo somos unos instrumentos, mortales e imperfectos, del Evangelio de Nuestro Señor.

Que pasen un hermoso día y una semana llena de bendiciones.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SAN MATÍAS, APÓSTOL 14-05-22

“Echaron suertes, le tocó a Matías, y lo asociaron a los once apóstoles”.

Hoy la Iglesia universal celebra la Fiesta de san Matías, apóstol. Matías fue el escogido para ocupar el puesto de Judas en el grupo de los “Doce”. La primera lectura de hoy (Hc 1,15-17.20-26) nos narra la selección de Matías. Este episodio se desarrolla poco antes del evento de Pentecostés, que estaremos celebrando al finalizar la “cincuentena” de Pascua. Así, Matías recibió el Espíritu Santo como uno de los “Doce” mientras se encontraban reunidos en oración en la estancia superior en compañía de María, la madre de Jesús (Cfr. Hc 1,14).

El pasaje expone primero los requisitos que ha de llenar el que sea escogido: “Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección de Jesús, uno de los que nos acompañaron mientras convivió con nosotros el Señor Jesús, desde que Juan bautizaba, hasta el día de su ascensión”. Tenía que ser así porque el elegido tenía que cumplir la misión que el mismo Jesús les había encomendado justo antes de su Ascensión: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8).

Los apóstoles estaban llamados a ser testigos de la Resurrección de Jesús y, más aún, de la vida, el mensaje de Jesús. Y solo pueden ser testigos quienes han visto o experimentado algo. Y para poder llevar a cabo su misión evangelizadora Jesús les promete “la fuerza del Espíritu Santo”.

Nos dice la Escritura que: “Propusieron dos nombres: José, apellidado Barsabá, de sobrenombre Justo, y Matías. Y rezaron así: ‘Señor, tú penetras el corazón de todos; muéstranos a cuál de los dos has elegido para que, en este ministerio apostólico, ocupe el puesto que dejó Judas para marcharse al suyo propio’. Echaron suertes, le tocó a Matías, y lo asociaron a los once apóstoles”. Vemos cómo el llamado siempre es de Dios; Él es quien escoge, de una manera misteriosa que no podemos comprender. Cfr. Jr 1,5.

Todos somos llamados a ser testigos; pero no basta con leer las escrituras y estudiar sobre Jesús y la Buena Noticia del Reino. Si vamos a ser testigos tenemos que tener conocimiento personal, pues, como dijimos anteriormente, solo pueden ser testigos quienes han visto o experimentado algo. Por tanto, para poder ser “testigos” de Jesús, tenemos que tener un encuentro personal con el Resucitado. Solo así nuestro testimonio tendrá la credibilidad que mueva a otros, a su vez, a entrar en contacto con Él y conocerle personalmente. Y al igual que los apóstoles, necesitamos la ayuda de “la fuerza del Espíritu Santo”.

Como hemos dicho en innumerables ocasiones, el Espíritu Santo es el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros. Por eso en la lectura evangélica que contemplamos hoy (Jn 15,9-17), Jesús nos insta a permanecer en su Amor.

“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu Creador y renueva la faz de la tierra”. Amén.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO SANTO 16-04-22

“María mantuvo la cabeza en alto con la certeza de que iba a verlo nuevamente; que su hijo iba a resucitar”.

Hoy, Sábado Santo, no hay liturgia; por eso no hay lecturas. Durante el día de hoy tampoco se celebra la Eucaristía. La Iglesia nos brinda la oportunidad de continuar en silencio contemplando a Jesús muerto. Con la Vigilia Pascual que celebramos en la noche se inaugura el Tiempo Pascual.

Las Normas Litúrgico-Pastorales para el Sábado Santo, haciendo referencia a la Carta Circular sobre la preparación y celebración de las fiestas pascuales, establecen que durante el Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte y su descenso a los infiernos, y esperando, en la oración y el ayuno, su Resurrección. Por eso se aconseja prolongar durante ese día el “sagrado ayuno pascual” que se practicó ayer.

Hoy es un día lleno de emociones encontradas, en el cual lloramos la muerte de Jesús, pero a la vez estamos en la espera ansiosa de su gloriosa Resurrección y la alegría que experimentaremos al escuchar el Pregón Pascual.

Durante aquél primer Sábado Santo, mientras todos se dispersaron confundidos, como ovejas sin pastor, ante la muerte de Jesús, solo una persona mantuvo su fe incólume con la certeza de que si Jesús había dicho que resucitaría al tercer día, iba de hecho a resucitar: su Madre María. Ese día, dentro del profundo dolor que le causó la pérdida de su Hijo, en el mismo momento que corrieron la piedra que serviría de lápida al sepulcro, comenzó para la María lo que yo llamo su “segundo Adviento”. Aquí se pone de manifiesto la fe inquebrantable de María en su Hijo, de quien ella tiene la certeza de que es Dios.

Tuvimos un párroco que decía que tal era la certeza de María de que su Hijo iba a resucitar, que cuando finalmente abandonó el sepulcro, mientras todos seguían preguntándose qué iba a pasar ahora que Jesús había muerto, ella se fue a su casa a limpiarla y disponer todo para cuando su Hijo regresara. De hecho, si examinamos los relatos sobre la resurrección, encontraremos que su madre no estaba entre las mujeres piadosas que fueron al sepulcro para terminar de embalsamar a Jesús. Algunos se preguntan por qué. La contestación es obvia: ¿Cómo iba a ir su Madre a embalsamarlo, cuando estaba esperando su Resurrección? Y aunque las Escrituras tampoco lo dicen, yo también tengo la certeza de que Jesús fue a visitar a su Madre antes que a sus discípulos.

Como sabemos, la liturgia dedica los sábados a María. Santo Tomás nos dice que esto se debe a que en ese primer Sábado Santo solo ella tenía fe absoluta en el Redentor, y en ella descansó la fe de toda la Iglesia entre la muerte y resurrección de Jesús. Por eso la Iglesia también nos la propone como modelo de fe para todos los creyentes.

Te invitamos a ver y escuchar el Sermón de la soledad en nuestro canal de You Tube, Dela mano de María TV, pulsando el enlace sobre el título.

Hoy es un buen día para continuar meditando sobre el santo sacrificio de la Cruz ofrecido de una vez y por todas por nuestra salvación y la del mundo entero, mientras nos preparamos para la “Gran Noche”, cuando cantaremos el Aleluya anunciado la gloriosa Resurrección de Nuestro Salvador, que culminó su Misterio Pascual.

¡Vivimos para esa noche!

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR 02-02-22

“Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador”.

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex 13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la Presentación.

La entrada de Jesús en brazos de su Madre en el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.

Como lectura alterna la liturgia nos ofrece la Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.

Está claro; Jesús es Dios, no necesita presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros, excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18): “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella”.

Así, el Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el episodio de la Presentación. Lucas es el único de los evangelistas que nos narra ese importante evento en la vida de Jesús.

Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este. María corredentora…

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. (C) 16-01-22

Mi esposa y yo renovando votos matrimoniales en Caná de Galilea, en el lugar que se celebraron las bodas de Caná. Jesús escogió la celebración de un matrimonio para realizar su primer milagro.

“Porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”. Así termina la primera lectura de hoy, tomada del libro del profeta Isaías (62,1-5). Encontramos en este pasaje esa imagen que permea todo el Antiguo Testamento y nos presenta la relación entre Dios y su Pueblo, entre Dios y nosotros, como la que existe entre el marido y la mujer. Ese amor que es una mezcla perfecta del amor que llamamos “eros” y el amor “agapé” (Cfr. Encíclica Deus caritas est del papa emérito Benedicto XVI); ese amor que quiere poseer y a la vez entregarse, que quiere la intimidad, pero está dispuesto a sacrificarlo todo, hasta la misma intimidad, por el bien del ser amado.

Sí, así nos ama Dios a nosotros, a ti y a mí; ¡con pasión, con locura! “Y este, igual que un esposo que sale de su alcoba, se alegra como un atleta al recorrer su camino…” (Sal 19,6).  Así se siente Dios después de un momento de intimidad con nosotros. Nos ama hasta el punto que nos envió a su único Hijo para que se inmolara por nuestra salvación, por nuestro bien, por nuestra felicidad eterna. Y todo por amor…

Y es en ese mismo ambiente de bodas que Jesús comienza su vida pública, su primer “signo” (Juan llama “signos” a los milagros de Jesús), como vemos en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este segundo domingo del Tiempo durante el año (Jn 2,1-11), el pasaje de las bodas de Caná. Y allí, junto a Él, propiciando ese milagro, estaba su madre María, nuestra Madre. Llegada la plenitud de los tiempos (Cfr. Gál 4,4), Dios nos envió a su Hijo, el “vino nuevo”, el mejor vino reservado por el “novio” para lo último: “Y entonces (el mayordomo) llamó al novio y le dijo: ‘Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora’”. Los novios comenzaban una nueva vida. Así Jesús nos ofrece una nueva vida, la vida eterna.

Y su madre María nos da la fórmula para poder disfrutar de ese vino nuevo: “Hagan lo que él diga”. Si escuchamos su Palabra y la ponemos en práctica (Cfr. Lc 11,28), podremos sentirnos amados por Dios como la novia en su noche de bodas…

“Oh Dios, siempre fiel y lleno de amor: Tu Hijo Jesús compartió con gente ordinaria la alegría de una boda, en Caná. Prepara la mesa para nosotros y escáncianos el vino sabroso de tu alianza, atráenos más cerca hacia ti y envíanos a acercarnos más a los hermanos. Caldea nuestros corazones con tu mismo amor. Haz que nuestras vidas se conviertan en fiesta, canto sin fin de alegría y alabanza dirigido a ti, nuestro Dios vivo, por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO DE PENTECOSTÉS 23-05-21

Aposento alto o cenáculo en Jerusalén, lugar donde se celebró la última cena y luego ocurrió la manifestación del Espíritu en Pentecostés.

Hoy celebramos la gran solemnidad de Pentecostés, que conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles mientras se encontraban reunidos en oración, junto a la María, la madre de Jesús, y otros discípulos, siguiendo las instrucciones y esperando el cumplimiento de la promesa del Señor quien, según la narración de Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, en el momento en que iba a ascender al Padre les pidió que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre. La promesa “que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hc 1,4b-5). Y luego añadió: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (1,8).

Se refería Jesús a la promesa que Jesús les había hecho de enviarles su Santo Espíritu: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). Jesús ya vislumbra en el horizonte aquella Iglesia a la cual Él confiaría continuar su misión. Hasta ahora han estado juntos, él ha permanecido con ellos. Pero tienen que “ir a todo el mundo a proclamar el Evangelio”. Cada cual por su lado; y Él no puede físicamente acompañarlos a todos. Al enviarles el Espíritu Santo, este podrá acompañarlos a todos. Así podrá hacer cumplir la promesa que les hizo antes de marcharse: “Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

En ocasiones anteriores hemos dicho que la fe es la acción del creer, es actuar conforme a lo que creemos, es confiar plenamente en la palabra de Dios. Más que creer en Dios es creerle a Dios, creer en sus promesas.

Los apóstoles llevaron a cabo un acto de fe. Creyeron en Jesús y le creyeron a Jesús. Por tanto, estaban actuando de conformidad: Permanecieron en Jerusalén, y perseveraban en la oración con la certeza de que el Señor enviaría su Santo Espíritu sobre ellos. Y como sucede cada vez que llevamos a cabo un acto de fe, vemos manifestada la gloria y el poder de Dios. En este caso ese acto de fe se  tradujo en la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María la madre de Jesús, episodio que nos narra la primera lectura de hoy (Hc 2,1-11). Nos dice la lectura que “de repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban”.

Cuando pensamos en Pentecostés siempre pensamos en las “lengüitas de fuego”, y pasamos por alto la ráfaga de viento que precedió a las lenguas de fuego. Las últimas representan, no al Espíritu en sí, sino a una de sus manifestaciones, el carisma de hablar en lenguas extranjeras (xenoglosia). El poder pleno del Espíritu que recibieron aquél día está representado en la ráfaga de viento. De ahí que la Iglesia, congregada alrededor de María, recibió algo más; recibió la plenitud del Espíritu y con él la valentía, el arrojo para salir al mundo y enfrentar la persecución, la burla, la difamación que enfrenta todo el que acepta ese llamado de Jesús: “sígueme”. Así, aquellos hombres que habían estado encerrados por miedo a las autoridades que habían asesinado a Jesús, se lanzan a predicar la buena nueva de Jesús resucitado a todo el mundo.

Si invocamos el Espíritu Santo, no hay nada que nos dispongamos a hacer por el Reino que no podamos lograr. Y tú, ¿lo has invocado?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 07-05-21

“Esto les mando: que se amen unos a otros”. Con este mandato de parte de Jesús comienza y cierra el evangelio para hoy (Jn 15,12-17). Es con este mandamiento que Jesús “lleva a plenitud la ley”, y nos libera de aquella “pesada carga” en que los fariseos y sacerdotes de su tiempo habían convertido la Ley de Moisés. Ya no se trata de un mero cumplimiento ritualista, se trata de entender y cumplir los mandamientos desde una nueva óptica; la óptica del amor, conscientes de que hemos sido elegidos por Dios, por mera gratuidad, por amor, con todos nuestros defectos. Y Él mismo nos ha destinado para que vayamos y prodiguemos ese amor y demos fruto, y nuestro fruto dure.

Este celo de dar a conocer la Buena Nueva del Reino de Dios, que está cimentado en el amor, es lo que impulsa a los apóstoles en la primera lectura de hoy (Hc 15,22-31) a enviarles una palabra de aliento a aquellos primeros cristianos de Antioquía que estaban angustiados ante las pretensiones de los judaizantes y los fariseos convertidos al cristianismo, quienes predicaban que los paganos que se convertían tenían que observar las leyes y preceptos judíos, incluyendo la circuncisión. Ellos se sintieron amados por Dios, y ese amor es tan intenso que hay que compartirlo con todos, sin importar que sean “diferentes”.

Y el que dispensa ese amor es el Espíritu Santo que, como hemos dicho anteriormente, es el Amor que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese Espíritu fue el que llevó a los participantes de aquél primer concilio de Jerusalén a decidir que no era necesario “judaizarse” para hacerse cristiano; que bastaba con creer en Jesús y en la Buena Noticia del Reino para pertenecer a la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios. Por eso preceden su mensaje con las palabras: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros,…”

El mensaje de Jesús es sencillo: “Esto les mando: que se amen unos otros”. En ese corto mensaje está encerrada toda su doctrina. Porque su Palabra es la fuente inagotable de alegría; de la verdadera “alegría del cristiano”. Por eso la primera lectura nos dice que: “Al leer aquellas palabras alentadoras, se alegraron mucho”.

“Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros”… ¿Invocas al Espíritu Santo cada vez que tienes que tomar una decisión importante? ¿Te acercas con humildad a María, la madre de Jesús, la “sobreabundante”, para que comparta contigo esa Gracia divina que ha hecho maravillas en ella (Cfr. Lc 2,49)?

Hoy Jesús continúa diciéndonos lo mismo: “Esto les mando: que se amen unos a otros”. ¿De verdad crees en Jesús y le crees a Jesús? ¡Que se te note!

Te invito a que abras tu corazón al amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo, y sentirás ese torrente de amor que invadirá todo tu ser. Entonces sabrás lo que es la alegría del cristiano, y la podrás repartir a raudales con todos. De eso se trata el mandato de Jesús. Créeme, el amor es contagioso.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO SANTO 03-04-21

“María mantuvo la cabeza en alto con la certeza de que iba a verlo nuevamente; que su hijo iba a resucitar”.

Hoy, Sábado Santo, no hay liturgia; por eso no hay lecturas. Con la Vigilia Pascual que celebraremos en la noche se inaugura el Tiempo Pascual.

Hoy es un día lleno de emociones encontradas, en el cual lloramos la muerte de Jesús, pero a la vez estamos en la espera ansiosa de su gloriosa Resurrección y la alegría que experimentaremos esta noche al escuchar el Pregón Pascual. Dentro de este marco, les invito a centrar nuestra atención en la que podríamos llamar la protagonista de este día.

Durante aquél primer Sábado Santo, mientras todos se dispersaron confundidos como ovejas sin pastor ante la muerte de Jesús, solo una persona mantuvo su fe incólume con la certeza de que, si Jesús había dicho que resucitaría al tercer día, iba a resucitar: su Madre María.

Vio a su hijo siendo clavado en una Cruz; vio cuando lo bajaron de la Cruz y lo recibió en su regazo. Sabía que lo que tenía en sus brazos era un cadáver, pero lo adoraba como al Dios que era, al Dios que ella tenía la certeza que iba a resucitar. Toda esta demostración de fe se confirmó luego a María con la gloriosa resurrección de Cristo que culminó su Misterio Pascual.

La tradición coloca a María, primero dentro del sepulcro, y luego después de cerrada la piedra que lo cubría. Por eso, dentro de toda la tristeza indescriptible de la Pasión, muerte y entierro de su hijo, María mantuvo la cabeza en alto con la certeza de que iba a verlo nuevamente; que su hijo iba a resucitar.

Ese día, dentro del profundo dolor que le causó la pérdida de su Hijo, en el mismo momento que corrieron la piedra que serviría de lápida al sepulcro, comenzó para la María lo que yo llamo su “segundo Adviento”. Aquí se pone de manifiesto la fe inquebrantable de María en su Hijo, de quien ella tiene la certeza de que es Dios.

Si examinamos los relatos sobre la resurrección, encontraremos que su madre no estaba entre las mujeres piadosas que fueron al sepulcro para terminar de embalsamar a Jesús. Algunos se preguntan por qué. La contestación es obvia: ¿Cómo iba a ir su Madre a embalsamarlo, cuando estaba esperando su Resurrección?

Como sabemos, la liturgia dedica los sábados a María. Santo Tomás nos dice que esto se debe a que en ese primer Sábado Santo solo ella tenía fe absoluta en el Redentor, y en ella descansó la fe de toda la Iglesia entre la muerte y resurrección de Jesús. Por eso la Iglesia también nos la propone como modelo de fe para todos los creyentes.

Esa fe inquebrantable, esa certeza absoluta de que su hijo iba a resucitar, es tal vez la lección más grande que podemos obtener de María.

Hoy es un buen día para continuar meditando sobre el santo sacrificio de la Cruz ofrecido de una vez y por todas por nuestra salvación y la del mundo entero, mientras nos preparamos para la “Gran Noche”, cuando cantaremos el Aleluya anunciado la gloriosa Resurrección de Nuestro Salvador, que culminó su Misterio Pascual.