En este corto te explicamos el origen del título “Reina de a familia” con el que invocamos la intercesión de la Santísima Virgen María en las letanías lauretanas.
Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, y la liturgia nos presenta como lectura evangélica (Mt 2,13-15.19-23) un pasaje entrelazado con el que leíamos hace dos días, fiesta de los Santos Inocentes, Mártires (Mt 2,13-18).
El Evangelio de hoy, leído a la luz de la Fiesta de la Sagrada Familia que celebramos, nos presenta a José protegiendo a su familia, a María y al Niño Dios. Una obligación nacida del amor, que es el “pegamento” que le da sentido y unidad a la familia cristiana; el mismo amor que hace a María, recién casada y acabando de dar a luz a su primogénito, seguir a su marido sin cuestionar cuando este le dice que tienen que marchar a Egipto, regresar cuando es el momento propicio, y establecerse en Nazaret, no como un acto de sumisión servil, sino de conciencia de que todo lo que dispone el marido es producto del mismo amor, y para beneficio de la familia.
Como primera lectura la fiesta nos propone dos opciones. La primera, tomada del libro de Eclesiástico (3,3-7.14-17) nos enfatiza la importancia del amor y respeto en las relaciones familiares, especialmente entre padres e hijos y madres e hijos, y cómo ese amor y respeto son agradables a Dios: “el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha”. Jesús, aún después de cobrar conciencia de su divinidad, y de manifestárselo a sus padres, no dejó por eso de cumplir con su obligación de honrarles y obedecerles en todo. Así, en el pasaje del Niño perdido y hallado en el Templo, Lucas nos dice que luego que sus padres le “encontraron” en el Templo: “Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad” (Lc 2,51a).
En la segunda (Col 3,12-21), san Pablo enfatiza la armonía que debe existir en las familias, incluyendo las “familias extendidas” de nuestra comunidad, nuestra parroquia, nuestros grupos de fe: misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión, perdón, agradecimiento. Y que todo sea “en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él”.
La Fiesta litúrgica de la Sagrada Familia nos presenta una faceta importantísima del misterio de la Encarnación. Dios pudo simplemente haber optado por “aparecer”, pero optó por encarnarse en el seno de una familia como la tuya y la mía, la “Sagrada Familia”, proporcionándonos de ese modo el modelo a seguir; no como los “nuevos” modelos que se nos pretenden imponer.
Hoy es un buen día para hacer introspección sobre nuestras relaciones familiares, las relaciones con nuestros cónyuges, con nuestros padres e hijos, con nuestros hermanos. ¿Están esas relaciones fundamentadas en el amor? ¿Servimos de ejemplo a nuestros hijos para que nos obedezcan, no por autoritarismo, sino por amor? ¿Honramos y respetamos a nuestros padres y madres? “El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros” (Eclo 3,3-4).
En esta fiesta de la Sagrada Familia, pidamos al Señor la gracia de permitir al Niño Dios hacer morada en nuestros hogares, y en nuestros corazones.
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en
cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la
purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex
13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la
madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado
sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha
tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta
cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico
que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la
Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como lectura alterna la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
Así, el Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación. Lucas es el único de los evangelistas que nos
narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el
cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora,
Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos
han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz
para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido
dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al
Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia
al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no
solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba
presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo
estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen
de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a
su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este.
María corredentora…
Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, y la liturgia nos presenta como lectura evangélica el pasaje conocido como “el niño perdido y hallado en el Templo” (Lc 2,41-52). Cabe señalar que aunque la tradición se refiere a Jesús como un “niño” en este episodio, la realidad es que para la cultura judía, a los doce años Jesús ya no es un niño, está en el umbral de su adultez, que se alcanza a los trece años. El pasaje nos muestra a Jesús haciendo su primera peregrinación a Jerusalén por las fiestas de Pascua, una de tres fiestas en que los adultos judíos “subían” al templo de Jerusalén a ofrecer sacrificios. Esas tres fiestas eran la Pascua, Pentecostés, y la fiesta de los Tabernáculos.
Este relato es uno de los más comentados del Nuevo Testamento, y los exégetas ven en él inclusive una prefiguración del Misterio Pascual de Jesús (su Pasión, muerte y Resurrección), porque contiene elementos del mismo, a saber: Jesús cumple la voluntad de Dios, es interrogado por los doctores en el Templo, es causa de angustia, no entienden sus palabras, y es hallado al tercer día de ausencia.
No obstante, hoy nos limitaremos a señalar el aspecto de las relaciones de Jesús con sus “padres”, mientras a su vez manifiesta su filiación divina y su relación con el Padre, en ese Misterio de la Encarnación, que hemos estado reflexionando durante esta octava de Navidad.
Nos encontramos con un Jesús casi adulto, que está consciente de su divinidad y de su misión, que rebasa los límites de su relación con sus padres terrenales. Hasta este momento Jesús no ha pronunciado palabra alguna en este relato evangélico. Y sus primeras palabras testimonian el misterio de su Encarnación, mientras la reacción de sus padres pone de manifiesto la incapacidad de ellos (y la nuestra) para captar el mismo: “‘¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?’ Pero ellos no comprendieron lo que quería decir”.
El pasaje continúa diciendo que María “conservaba todo esto en su corazón”. Aunque María no comprendía del todo el Misterio salvífico que se iba realizando en su Hijo, iba creciendo su comprensión del mismo en la medida que su fe le permitía aceptar los designios del Padre (“He aquí la esclava del Señor…”). Hay que tener presente que, en el lenguaje bíblico, el “corazón” no se refiere a los sentimientos, sino al “lugar” de la reflexión, la fe y la voluntad. Esto nos presenta a una María totalmente envuelta y comprometida con la misión redentora de su Hijo.
Aunque Jesús tiene consciencia de su divinidad, y se lo manifiesta a sus padres, no deja por eso de cumplir con su obligación de honrarles y obedecerles en todo. El Evangelio nos dice que luego que sus padres le “encontraron” en el Templo: “Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad”. El misterio de la Encarnación. Dios pudo simplemente “aparecer”, pero optó por encarnarse en el seno de una familia como la tuya y la mía, la “Sagrada Familia”, proporcionándonos el modelo a seguir.
En este domingo de la Sagrada Familia, pidamos al Señor la gracia de permitir al Niño Dios vivir en nuestros hogares, y en nuestros corazones.
Comparto con ustedes el enlace para nuestro vídeo con motivo de la clausura del Año de San José, que celebramos mañana 8 de diciembre de 2021. El vídeo, intitulado San José y la elocuencia del silencio, va al aire a partir de hoy, 7 de diciembre, a las 3:00 PM. Espero que lo disfruten.
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en
cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la
purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex
13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la
madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado
sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha
tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta
cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico
que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la
Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como lectura alterna la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
Así, el Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación. Lucas es el único de los evangelistas que nos
narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este. ¡María corredentora!…
Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, y la
liturgia nos presenta como lectura evangélica el pasaje de la Presentación del
Niño en el Templo (Lc 2, 2,22-40). En cumplimiento de la Ley de Moisés, la
Sagrada Familia acude al Templo para la purificación de la madre (Lv 12,1-4),
la ofrenda del primogénito a Dios (Ex 13,2; Núm 18,15) y su rescate mediante un
sacrificio. Según Lv 12,1-4, la madre quedaba impura por cuarenta días después
del parto por haber derramado sangre, y tenía que acudir al Templo para su
purificación. En esa misma fecha tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Lucas
es el único de los evangelistas que nos narra ese importante evento en la vida
de Jesús.
Esta Fiesta litúrgica nos enfatiza el carácter totalizante
de la Encarnación que acabamos de celebrar en la Natividad del Señor. Jesús
nació en el seno de una familia como la tuya y la mía y estuvo sujeto a todas
las reglas, leyes y ritos sociales y religiosos de su tiempo. Está claro; Jesús
es Dios, no necesitaba presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual
en todo a nosotros, excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el
cumplimiento de la Ley y la obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18): “No piensen que vine para abolir la Ley o los
Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no
desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y
la tierra, hasta que todo se realice”. Como diría el papa emérito Benedicto
XVI: “Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia,
que recorrerá hasta las últimas consecuencias”.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la
profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según
tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a
tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a
las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y
a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el
Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo
estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y
ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando
en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el
papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba
entregando también a sí misma a la misión redentora de este. ¿María corredentora?
Habiendo cumplido con la Ley, la Sagrada Familia regresó a
su hogar, donde continuaron viviendo como una familia común: “se volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se
llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba”.
En este domingo de la Sagrada Familia, pidamos al Señor la
gracia de permitir al Niño Dios hacer morada en nuestros hogares, y en nuestros
corazones.
Hoy es el cuarto domingo del tiempo ordinario, que este año coincide con la Fiesta litúrgica de la Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex 13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como segunda lectura la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
El Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación del Niño en el Templo. Lucas es el único de los
evangelistas que nos narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo.
Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este. María corredentora…
Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia,
y la liturgia nos presenta como lectura evangélica (Mt 2,13-15.19-23) un pasaje
entrelazado con el que leíamos ayer, fiesta de los Santos Inocentes, Mártires (Mt
2,13-18).
El Evangelio de hoy, leído a la luz de la
Fiesta de la Sagrada Familia que celebramos, nos presenta a José protegiendo a
su familia, a María y al Niño Dios. Una obligación nacida del amor, que es el
“pegamento” que le da sentido y unidad a la familia cristiana; el mismo amor
que hace a María, recién casada y acabando de dar a luz a su primogénito,
seguir a su marido sin cuestionar cuando este le dice que tienen que marchar a
Egipto, regresar cuando es el momento propicio, y establecerse en Nazaret, no
como un acto de sumisión servil, sino de conciencia de que todo lo que dispone
el marido es producto del mismo amor, y para beneficio de la familia.
La primera lectura, tomada del libro de
Eclesiástico (3,3-7.14-17) nos enfatiza la importancia del amor y respeto en
las relaciones familiares, especialmente entre padres e hijos y madres e hijos,
y cómo ese amor y respeto son agradables a Dios: “el que respeta a su padre
tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha”. Jesús, aún
después de cobrar conciencia de su divinidad, y de manifestárselo a sus padres,
no dejó por eso de cumplir con su obligación de honrarles y obedecerles en
todo. Así, en el pasaje del Niño perdido y hallado en el Templo, Lucas nos dice
que luego que sus padres le “encontraron” en el Templo: “Él bajó con ellos a
Nazaret y siguió bajo su autoridad” (Lc 2,51a).
En la Segunda lectura (Col 3,12-21) san Pablo
enfatiza la armonía que debe existir en las familias, incluyendo las “familias
extendidas” de nuestra comunidad, nuestra parroquia, nuestros grupos de fe: misericordia
entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión, perdón, agradecimiento. Y
que todo sea “en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio
de él”.
La Fiesta litúrgica de la Sagrada Familia nos
presenta una faceta importantísima del misterio de la Encarnación. Dios pudo
simplemente haber optado por “aparecer”, pero optó por encarnarse en el seno de
una familia como la tuya y la mía, la “Sagrada Familia”, proporcionándonos de
ese modo el modelo a seguir.
Hoy es un buen día para hacer introspección
sobre nuestras relaciones familiares, las relaciones con nuestros cónyuges, con
nuestros padres e hijos, con nuestros hermanos. ¿Están esas relaciones
fundamentadas en el amor? ¿Servimos de ejemplo a nuestros hijos para que nos
obedezcan, no por autoritarismo, sino por amor? ¿Honramos y respetamos a
nuestros padres y madres? “El que honra a su padre expía sus pecados, el que
respeta a su madre acumula tesoros” (Eclo 3,3-4).
En esta fiesta de la Sagrada Familia, pidamos
al Señor la gracia de permitir al Niño Dios hacer morada en nuestros hogares, y
en nuestros corazones.
Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia,
y la liturgia nos presenta como lectura evangélica el pasaje conocido como “el
niño perdido y hallado en el Templo” (Lc 2,41-52). Cabe señalar que aunque la
tradición se refiere a Jesús como un “niño” en este episodio, la realidad es
que para la cultura judía, a los doce años Jesús ya no es un niño, está en el
umbral de su adultez, que se alcanza a los trece años. El pasaje nos muestra a
Jesús haciendo su primera peregrinación a Jerusalén por las fiestas de Pascua,
una de tres fiestas en que los adultos judíos “subían” al templo de Jerusalén a
ofrecer sacrificios. Esas tres fiestas eran la Pascua, Pentecostés, y la fiesta
de los Tabernáculos.
Este relato es uno de los más comentados del
Nuevo Testamento, y los exégetas ven en él inclusive una prefiguración del
Misterio Pascual de Jesús (su Pasión, muerte y Resurrección), porque contiene
elementos del mismo, a saber: Jesús cumple la voluntad de Dios, es interrogado
por los doctores en el Templo, es causa de angustia, no entienden sus palabras,
y es hallado al tercer día de ausencia.
No obstante, hoy nos limitaremos a señalar el
aspecto de las relaciones de Jesús con sus “padres”, mientras a su vez
manifiesta su filiación divina y su relación con el Padre, en ese Misterio de
la Encarnación, que hemos estado reflexionando durante esta octava de Navidad.
Nos encontramos con un Jesús casi adulto, que
está consciente de su divinidad y de su misión, que rebasa los límites de su
relación con sus padres terrenales. Hasta este momento Jesús no ha pronunciado
palabra alguna en este relato evangélico. Y sus primeras palabras testimonian
el misterio de su Encarnación, mientras la reacción de sus padres pone de
manifiesto la incapacidad de ellos (y la nuestra) para captar el mismo: “‘¿Por
qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?’ Pero
ellos no comprendieron lo que quería decir”.
El pasaje continúa diciendo que María “conservaba
todo esto en su corazón”. Aunque María no comprendía del todo el Misterio
salvífico que se iba realizando en su Hijo, iba creciendo su comprensión del
mismo en la medida que su fe le permitía aceptar los designios del Padre (“He
aquí la esclava del Señor…”). Hay que tener presente que, en el lenguaje
bíblico, el “corazón” no se refiere a los sentimientos, sino al “lugar” de la
reflexión, la fe y la voluntad. Esto nos presenta a una María totalmente
envuelta y comprometida con la misión redentora de su Hijo.
Aunque Jesús tiene consciencia de su divinidad,
y se lo manifiesta a sus padres, no deja por eso de cumplir con su obligación
de honrarles y obedecerles en todo. El Evangelio nos dice que luego que sus
padres le “encontraron” en el Templo: “Él bajó con ellos a Nazaret y siguió
bajo su autoridad”. El misterio de la Encarnación. Dios pudo simplemente
“aparecer”, pero optó por encarnarse en el seno de una familia como la tuya y
la mía, la “Sagrada Familia”, proporcionándonos el modelo a seguir.
En este domingo de la Sagrada Familia, pidamos
al Señor la gracia de permitir al Niño Dios vivir en nuestros hogares, y en
nuestros corazones.