En este corto te explicamos una de las razones por las que invocamos la intercesión de la Santísima Virgen María como “Espejo de Justicia” en las Letanías lauretanas.
“Mirad, yo os envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí… os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir yo a destruir la tierra”.
Basándose en este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (Mal 3,1-4.23-24), los judíos tenían la creencia de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado. Por eso en el Evangelio que leyéramos el sábado de la segunda semana de Adviento (Mt 17,10-13), cuando los discípulos le preguntaron a Jesús que por qué decían los escribas que primero tenía que venir Elías, este les respondió: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llamaba Elías, pero había cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).
Los escribas no supieron reconocer al precursor cuando lo vieron, por eso tampoco reconocieron al Mesías cuando lo tuvieron ante sí; no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías. Y uno de esos signos fue el nombre que sus padres escogen para Juan Bautista, evento que se recoge en el Evangelio de hoy, que nos narra el nacimiento de Juan el Bautista (Lc 1, 57-66). Contario a la tradición, sus padres, Zacarías e Isabel, escogen para el niño un nombre extraño, contrario a la tradición familiar. Por eso “todos se quedaron extrañados”. Es que cuando Dios escoge a una persona para llevar a cabo una misión, la misma está asociada a un nombre que Él tenía pensado desde la eternidad. ¡Y qué misión tenía Dios destinada para Juan! Ser el precursor del Mesías.
Estamos al final del Adviento. Mañana es Nochebuena. Celebraremos el nacimiento de Jesús. Un hecho salvífico del pasado que se hace presente para los que creemos, como lo hizo el Niño Jesús en aquél primer Belén viviente que preparó San Francisco de Asís en el año 1223. Lo cierto es que Jesús sigue naciendo “hoy”, en el tiempo presente, en los corazones de todos los hombres y mujeres de fe. Y a cada uno de nosotros se nos ha encomendado la misma misión que a Juan, ser testigos de la verdad, que no es otra cosa que el amor incondicional que Dios nos tiene, al punto de habernos enviado a su Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte.
Hoy debemos preguntarnos, ¿si la gente nos ve, podrán ver en nosotros el reflejo de la imagen de Jesús, de manera que cuando le tengan de frente le reconozcan? De nosotros puede depender que celebren la verdadera Navidad…
La liturgia para hoy nos presenta como primera lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún. Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.
Por eso es que los discípulos le preguntan a Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías, pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).
Los judíos no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.
Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos (o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de Dios, estamos ignorando a Dios.
El Adviento bien vivido nos hace desear con fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos” que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador. ¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.
En esta época de Adviento, pidamos al Señor que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12).
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en
cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la
purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex
13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la
madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado
sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha
tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta
cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico
que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la
Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como lectura alterna la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
Así, el Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación. Lucas es el único de los evangelistas que nos
narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el
cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora,
Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos
han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz
para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido
dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al
Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia
al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no
solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba
presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo
estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen
de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a
su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este.
María corredentora…
“Mirad, yo os envío a mi mensajero, para que
prepare el camino ante mí… os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el
día del Señor, grande y terrible. Convertirá el corazón de los padres hacia los
hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir
yo a destruir la tierra”.
Basándose en este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (Mal 3,1-4.23-24), los judíos tenían la creencia de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado. Por eso en el Evangelio que leyéramos el sábado de la segunda semana de Adviento (Mt 17,10-13), cuando los discípulos le preguntaron a Jesús que por qué decían los escribas que primero tenía que venir Elías, este les respondió: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llamaba Elías, pero había cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).
Los escribas no supieron reconocer al
precursor cuando lo vieron, por eso tampoco reconocieron al Mesías cuando lo
tuvieron ante sí; no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada
del Mesías. Y uno de esos signos fue el nombre que sus padres escogen para Juan
Bautista, evento que se recoge en el Evangelio de hoy, que nos narra el
nacimiento de Juan el Bautista (Lc 1, 57-66). Contario a la tradición, sus
padres, Zacarías e Isabel, escogen para el niño un nombre extraño, contrario a
la tradición familiar. Por eso “todos se quedaron extrañados”. Es que cuando
Dios escoge a una persona para llevar a cabo una misión, la misma está asociada
a un nombre que Él tenía pensado desde la eternidad. ¡Y qué misión tenía Dios
destinada para Juan! Ser el precursor del Mesías.
Estamos al final del Adviento. Mañana es Nochebuena.
Celebraremos el nacimiento de Jesús. Un hecho salvífico del pasado que se hace
presente para los que creemos, como lo hizo el Niño Jesús en aquél primer Belén
viviente que preparó San Francisco de Asís en el año 1223. Lo cierto es que
Jesús sigue naciendo “hoy”, en el tiempo presente, en los corazones de todos
los hombres y mujeres de fe. Y a cada uno de nosotros se nos ha encomendado la
misma misión que a Juan, ser testigos de la verdad, que no es otra cosa que el
amor incondicional que Dios nos tiene, al punto de habernos enviado a su Hijo
para rescatarnos del pecado y de la muerte.
Hoy debemos preguntarnos, ¿si la gente nos ve,
podrán ver en nosotros el reflejo de la imagen de Jesús, de manera que cuando
le tengan de frente le reconozcan? De nosotros puede depender que celebren la
verdadera Navidad…
La liturgia para hoy nos presenta como primera
lectura (Sir 48,1-4.9-11) un texto que recoge la creencia de los judíos de que
el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías
esperado, basándose en un texto de Malaquías (3,23) que los escribas
interpretaban literalmente: “He aquí que envío mi profeta, Elías, antes de que
venga el gran y terrible día del Señor”. De hecho, utilizaban ese argumento
para alegar que Jesús no podía ser el Mesías, pues Elías no había venido aún.
Continúa diciendo la primera lectura que Elías habría de venir “para
reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel”.
Por eso es que los discípulos le preguntan a
Jesús en el Evangelio (Mt 17,10-13) que por qué dicen los escribas que primero
tiene que venir Elías, a lo que Jesús responde: “Elías vendrá y lo renovará
todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo
trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de
ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba
de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llama Elías,
pero ha cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de
Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la
sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc
1,17).
Los judíos no supieron interpretar los signos
que anunciaban la llegada del Mesías; no reconocieron a Juan el Bautista como
el precursor y “lo trataron a su antojo”, decapitándolo.
Ese mismo drama se repite hoy día. No sabemos
(o no queremos) reconocer los signos de la presencia de Dios que nos presentan
sus “precursores”. Nos hacemos de la vista larga y no reconocemos a Dios que
pasa junto a nosotros a diario, que inclusive convive con nosotros, forma parte
de nuestras vidas y las vidas de nuestros hermanos; pero pasa desapercibido. Al
igual que ocurrió con Juan el Bautista, cuando ignoramos a los precursores de
Dios, estamos ignorando a Dios.
El Adviento bien vivido nos hace desear con
fuerza la venida de Cristo a nuestras vidas, a nuestro mundo, pero esa espera
ha de ser vigilante. Tenemos que estar alertas a los “signos de los tiempos”
que Dios nos envía como precursores de su venida. De lo contrario no vamos a
reconocerlo cuando toque a nuestra puerta (Cfr.
Ap 3,20). Entonces nos pasará como todas aquellas familias a cuyas puertas tocó
José pidiendo posada para él y su esposa a punto de dar a luz al Salvador.
¡Imagínense la oportunidad que dejaron pasar, de que Jesús naciera en sus
hogares! Y todo porque no supieron leer los signos que se les presentaron.
En esta época de Adviento, pidamos al Señor
que nos permita reconocer los signos que anuncian su presencia, para que
podamos recibirlo en nuestros corazones, como lo hicieron los pastores que
escucharon el anuncio de Su nacimiento de voz de los coros celestiales, y
reconocieron a Dios en un niño pobre y frágil, “envuelto en pañales y acostado
en un pesebre” (Lc 2,12).
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en
cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la
purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex
13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la
madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado
sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha
tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta
cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico
que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la
Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como lectura alterna la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
Así, el Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación. Lucas es el único de los evangelistas que nos
narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este. ¡María corredentora!…
Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, y la
liturgia nos presenta como lectura evangélica el pasaje de la Presentación del
Niño en el Templo (Lc 2, 2,22-40). En cumplimiento de la Ley de Moisés, la
Sagrada Familia acude al Templo para la purificación de la madre (Lv 12,1-4),
la ofrenda del primogénito a Dios (Ex 13,2; Núm 18,15) y su rescate mediante un
sacrificio. Según Lv 12,1-4, la madre quedaba impura por cuarenta días después
del parto por haber derramado sangre, y tenía que acudir al Templo para su
purificación. En esa misma fecha tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Lucas
es el único de los evangelistas que nos narra ese importante evento en la vida
de Jesús.
Esta Fiesta litúrgica nos enfatiza el carácter totalizante
de la Encarnación que acabamos de celebrar en la Natividad del Señor. Jesús
nació en el seno de una familia como la tuya y la mía y estuvo sujeto a todas
las reglas, leyes y ritos sociales y religiosos de su tiempo. Está claro; Jesús
es Dios, no necesitaba presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual
en todo a nosotros, excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el
cumplimiento de la Ley y la obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18): “No piensen que vine para abolir la Ley o los
Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no
desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y
la tierra, hasta que todo se realice”. Como diría el papa emérito Benedicto
XVI: “Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia,
que recorrerá hasta las últimas consecuencias”.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la
profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según
tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a
tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a
las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y
a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el
Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo
estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y
ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando
en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el
papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba
entregando también a sí misma a la misión redentora de este. ¿María corredentora?
Habiendo cumplido con la Ley, la Sagrada Familia regresó a
su hogar, donde continuaron viviendo como una familia común: “se volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se
llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba”.
En este domingo de la Sagrada Familia, pidamos al Señor la
gracia de permitir al Niño Dios hacer morada en nuestros hogares, y en nuestros
corazones.
“Mirad, yo os envío a mi mensajero, para que prepare el
camino ante mí… os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del
Señor, grande y terrible. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos,
y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir yo a
destruir la tierra”.
Basándose en este pasaje, tomado de la primera lectura de
hoy (Mal 3,1-4.23-24), los judíos tenían la creencia de que el profeta Elías
habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado. Por eso en el
Evangelio que leyéramos el sábado de la segunda semana de Adviento (Mt
17,10-13), cuando los discípulos le preguntaron a Jesús que por qué decían los
escribas que primero tenía que venir Elías, este les respondió: “Elías vendrá y
lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron,
sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a
manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se
trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se
llamaba Elías, pero había cumplido su misión: “Precederá al Señor con el
espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y
atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un
Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).
Los escribas no supieron reconocer al precursor cuando lo
vieron, por eso tampoco reconocieron al Mesías cuando lo tuvieron ante sí; no
supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías. Y uno de
esos signos fue el nombre que sus padres escogen para Juan Bautista, evento que
se recoge en el Evangelio de hoy, que nos narra el nacimiento de Juan el
Bautista (Lc 1, 57-66). Contario a la tradición, sus padres, Zacarías e Isabel,
escogen para el niño un nombre extraño, contrario a la tradición familiar. Por
eso “todos se quedaron extrañados”. Es que cuando Dios escoge a una persona
para llevar a cabo una misión, la misma está asociada a un nombre que Él tenía
pensado desde la eternidad. ¡Y qué misión tenía Dios destinada para Juan! Ser
el precursor del Mesías.
Estamos al final del Adviento. Mañana es Nochebuena.
Celebraremos el nacimiento de Jesús. Un hecho salvífico del pasado que se hace
presente para los que creemos, como lo hizo el Niño Jesús en aquél primer Belén
viviente que preparó San Francisco de Asís en el año 1223. Lo cierto es que
Jesús sigue naciendo “hoy”, en el tiempo presente, en los corazones de todos
los hombres y mujeres de fe. Y a cada uno de nosotros se nos ha encomendado la
misma misión que a Juan, ser testigos de la verdad, que no es otra cosa que el
amor incondicional que Dios nos tiene, al punto de habernos enviado a su Hijo
para rescatarnos del pecado y de la muerte.
Hoy debemos preguntarnos, ¿si la gente nos ve, podrán ver en
nosotros el reflejo de la imagen de Jesús, de manera que cuando le tengan de
frente le reconozcan? De nosotros puede depender que celebren la verdadera
Navidad…
Hoy es el cuarto domingo del tiempo ordinario, que este año coincide con la Fiesta litúrgica de la Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex 13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como segunda lectura la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
El Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación del Niño en el Templo. Lucas es el único de los
evangelistas que nos narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo.
Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este. María corredentora…