Para la gloria de Dios, después de cinco días fuera del aire por una falla catastrófica (“crash”) en nuestra página, estamos de vuelta en el aire para continuar llevándoles nuestro contenido católico.
Gracias a Dios, y a la ayuda y paciencia de un técnico de WordPress, logramos levantar la página para continuar el anuncio de la Buena Noticia del Reino. A partir de hoy reanudaremos la publicación de nuestras reflexiones diarias.
Hoy celebramos la Solemnidad de la Ascensión
del Señor. En la actualidad esta solemnidad se celebra el séptimo domingo de
Pascua, en lugar del jueves de la sexta semana (como se celebraba antes), que
es cuando se cumplen los cuarenta días desde la Resurrección. Y las lecturas
obligadas son las dos narraciones de la Ascensión que nos hace san Lucas en Lc
24,46-53 y Hc 1,1-11. La cuarentena surge del relato de Hechos de los Apóstoles
(1,3b). No obstante, en su relato evangélico, el mismo Lucas da la impresión de
que la Ascensión tuvo lugar el mismo día de la Resurrección, inmediatamente
después aparecerse a los discípulos, cuando los de Emaús estaban narrándoles su
encuentro con el Resucitado. Pero eso se lo dejamos a los exégetas.
La solemnidad de la Ascensión nos sirve de
preámbulo a la Fiesta de Pentecostés que observaremos el próximo domingo, cuando
se ha de cumplir la promesa de Jesús a sus discípulos antes de su Ascensión: “Pero
recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la
tierra” (Hc 1,8; Cfr. Lc 24,49).
La Ascensión es la culminación de la misión
redentora de Jesús. Deja el mundo y regresa al mismo lugar de donde “descendió”
al momento de su encarnación: a la derecha del Padre. Pero no regresa solo.
Lleva consigo aquella multitud imposible de contar de todos los justos que le
antecedieron en el mundo y fueron redimidos por su muerte de cruz. Las puertas
del paraíso que se habían cerrado con el pecado de Adán, estaban abiertas
nuevamente.
San Cirilo de Alejandría lo expresa con gran
elocuencia: “El Señor sabía que muchas de sus moradas ya estaban preparadas y
esperaban la llegada de los amigos de Dios. Por esto, da otro motivo a su
partida: preparar el camino para nuestra ascensión hacia estos lugares del
Cielo, abriendo el camino, que antes era intransitable para nosotros. Porque el
Cielo estaba cerrado a los hombres y nunca ningún ser creado había penetrado en
este dominio santísimo de los ángeles. Es Cristo quien inaugura para nosotros
este sendero hacia las alturas. Ofreciéndose él mismo a Dios Padre como
primicia de los que duermen el sueño de la muerte, permite a la carne mortal
subir al cielo. Él fue el primer hombre que penetra en las moradas celestiales…
Así, pues, Nuestro Señor Jesucristo inaugura para nosotros este camino nuevo y
vivo: ‘ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de
su carne’ (Hb 10,20)”.
Ahora que el Resucitado vive en la Gloria de
Dios Padre, pidámosle que envíe sobre nosotros su Santo Espíritu para que, al
igual que los apóstoles tengamos el valor para continuar su obra salvadora en
este mundo, para que ni uno solo de sus pequeños se pierda (Mt 18,14).
“Estudiáis las Escrituras pensando encontrar
en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis
venir a mí! (Jn 5,31-47). Los judíos se concentraban tanto en las Escrituras,
escudriñando, debatiendo, teorizando, que eran incapaces de ver la gloria de
Dios que estaba manifestándose ante sus ojos en la persona de Jesús. “Las obras
que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de
mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, Él mismo ha dado
testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su
palabra no habita en vosotros, porque al que Él envió no le creéis”.
Nosotros muchas veces caemos en el mismo
error; “teorizamos” nuestra fe y nos perdemos en las ramas del árbol de las
Escrituras en una búsqueda de los más rebuscados análisis de estas, mientras
desatendemos las obras de misericordia, que son las que dan verdadero
testimonio de nuestra fe y, en última instancia, de la presencia de Jesús en
nosotros.
Jesús dice a los judíos: “No penséis que yo os
voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis
vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí
escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis
palabras?” Jesús se refería al libro del Deuteronomio (que los judíos atribuían
a Moisés), en el que Yahvé le dice a Moisés: “Por eso, suscitaré entre sus hermanos
un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo
que yo le ordene. Al que no escuche mis palabras, las que este profeta
pronuncie en mi Nombre, yo mismo le pediré cuenta” (Dt 18,18-19). En Jesús se
cumplió esta profecía, y los suyos no le recibieron (Cfr. Jn 1,11).
Jesús se nos presenta como el “nuevo Moisés”,
que intercede por nosotros ante el Padre, de la misma manera que lo hizo Moisés
en la primera lectura de hoy (Ex 32,7-14) por los de su pueblo cuando adoraron
un becerro de oro, haciendo que Dios se “arrepintiera” de la amenaza que había
pronunciado contra ellos. Jesús llevará esa intercesión hasta las últimas
consecuencias, ofrendando su vida por nosotros.
En la lectura evangélica de ayer Jesús (Jn 5,17-30)
nos decía: “En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al
que me envió posee la vida eterna”.
Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Hemos acogido a Jesús, escuchado su Palabra, y reconocido e interpretado justamente las grandes obras que ha hecho en nosotros? Habiéndole reconocido e interpretado sus obras, ¿seguimos sus pasos a pesar de nuestra débil naturaleza y ponemos en práctica su Palabra (pienso en el mensaje del papa Francisco para esta Cuaresma: “No nos cansemos del hacer el bien”)? ¿O somos de los que “no creen al que (el Padre) envió”?
Durante esta Cuaresma, pidamos al Señor que
reavive nuestra fe y afiance nuestro compromiso en Su seguimiento, de manera
que podamos imitarle en su entrega total por nuestros hermanos. Esto incluye
interceder ante el Padre por los pecadores, incluyendo aquellos que nos hacen
daño o nos persiguen. Lo hemos dicho en ocasiones anteriores. El seguimiento de
Jesús ha de ser radical. No hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16).
La primera lectura que nos presenta la liturgia
para hoy está tomada del “Tercer Isaías” (65,17-21), que comprende los
capítulos 56 al 66 de ese libro. Estos capítulos, escritos por un autor anónimo
y atribuidos al profeta Isaías, fueron escritos durante la “era de la
restauración”, luego del regreso del pueblo judío a su país tras el destierro
en Babilonia. Es un libro lleno de esperanza y alegría, dentro de la
devastación que encontró el pueblo en Jerusalén a su regreso del destierro.
La lectura continúa el ambiente festivo del
domingo lætare que celebrábamos ayer: “Mirad: yo voy a crear un cielo
nuevo y una tierra nueva: de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento,
sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear. Mirad: voy a
transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me alegraré de
Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos”.
Es un anticipo de la promesa de la “nueva
Jerusalén” que san Juan nos presentará luego en el Apocalipsis en un ambiente
de boda (uno de mis pasajes favoritos): “Luego vi un cielo nuevo y una tierra
nueva porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no
existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de
junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una
fuerte voz que decía desde el trono: ‘Esta es la morada de Dios con los
hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él Dios – con –
ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte
ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado’” (Ap
21,1-4).
Es una promesa del Señor. Hay una sola
condición: escuchar Su Palabra y creerle al que le envió. Y eso tiene que
llenarnos de alegría. Así como el pueblo de Israel se levantó de entre las
cenizas de una Jerusalén y un Templo destruidos, esta lectura nos prepara para
la alegría de la Vigilia Pascual cuando resuene en los templos de todo el mundo
el Gloria, anunciando la Resurrección de Jesús.
La lectura evangélica (Jn 4,43-54) nos
presenta el pasaje de la curación del hijo de un funcionario real. Lo curioso
de este episodio es que es un pagano quien nos revela la verdadera naturaleza
de la fe: una confianza plena y absoluta en la palabra y la persona de Jesús,
que le hace resistir los reproches iniciales de Jesús (“Como no veáis signos y
prodigios, no creéis”) y le impulsa a actuar según esa confianza, sin necesidad
de ningún signo visible. Creyó en Jesús, y “le creyó” a Jesús. Eso fue suficiente
para emprender el camino de regreso a su casa con la certeza de que Jesús le
había dicho: “Anda, tu hijo está curado”. Él creyó que su hijo estaba sano, y este
fue sanado.
Nosotros tenemos la ventaja del testimonio de
Su gloriosa Resurrección. Aun así, tenemos que preguntarnos: ¿Realmente le creo
a Jesús?
En esta Cuaresma, oremos: “Señor yo creo, pero
aumenta mi fe”.
La liturgia para este segundo domingo de
Cuaresma nos presenta la versión de Lucas de la Transfiguración del Señor (Lc
9,28b-36). Comienza la narración con Jesús tomado a sus discípulos más íntimos,
sus “amigos” inseparables, Pedro, Santiago y Juan, con quienes compartió
experiencias especiales (como la de hoy), subiendo a lo alto de la montaña a
orar.
La oración, uno de los rasgos distintivos de
Jesús. Los relatos evangélicos nos muestran a Jesús orando en los momentos más
importantes de su vida, y antes de tomar cualquier decisión importante. Toda la
vida de Jesús transcurrió en un ambiente de oración. Su vida se nutría de ese
diálogo constante con el Padre. Así, por ejemplo, lo vemos orando en el momento
de su bautismo (Lc 3,22), antes de la elección de los “doce” (Lc 6,12), ante la
tumba de su amigo Lázaro antes de revivirlo (Jn 11,41b-42), al curar al
endemoniado epiléptico (Mc 9,28-29), en la oración de acción de gracias que
precedió la institución de la Eucaristía, en el huerto de Getsemaní (Mt
26,36-44), al pedir por sus victimarios (Lc 23,34), y al momento de entregar su
vida por nosotros (Mt 27,66; Cfr. Sal
22,2;).
Durante el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos
invita a retomar la práctica de la oración.
Hoy encontramos a Jesús nuevamente “orando” en el monte Tabor junto a
sus discípulos, y vemos cómo, estando en oración, se “transfiguró”. ¡El poder
de la oración! Sí, Jesús se transfiguró por el poder de la oración. Y Jesús
había invitado a sus amigos a acompañarle para que fueran testigos de esa
manifestación de la Gloria de Dios.
Nos dice el pasaje que contemplamos hoy que “mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos”. Del
mismo modo la oración puede “transfigurar” nuestras almas, permitiéndonos
participar de la Gloria de Dios, convirtiéndonos en otros “cristos”. Ese es el
mejor testimonio de nuestra fe, pues todo el que nos vea notará algo “distinto”
en nuestro rostro; tal vez esa sonrisa inconfundible que refleja la verdadera
“alegría del cristiano” que solo puede ser producto de haber tenido un
encuentro con Dios.
Era también en la oración que Jesús encontraba
la fuerza para continuar y completar su misión. Y esa fuerza emanaba del amor
del Padre. Como decía santa Teresa de Jesús: “La oración no es problema de
hablar o de sentir, sino de amar”. De igual modo, la oración es la “gasolina”
que nos permite seguir adelante en la misión que el Señor ha encomendado a cada
cual. De ella nos nutrimos y en ella encontramos el bálsamo que sana nuestras
heridas y alivia nuestros pesares, al sentirnos arropados por ese Amor
incondicional del Padre que se derrama sobre nosotros en la oración fervorosa.
Hoy, pidamos al Señor que nos transfigure en
la oración, para que Su luz ilumine nuestros rostros, de manera que podamos
convertirnos en “faros” que aparten las tinieblas y arrojen un rayo de
esperanza que guíe a nuestros hermanos hacia Él. Por Jesucristo nuestro Señor.
La liturgia de hoy nos presenta la versión de Marcos
de la Transfiguración (9,2-13), otro de esos eventos importantes que aparecen
en los tres evangelios sinópticos.
Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a
los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano
Juan, y los llevó a un “monte alto”, que la tradición nos dice fue el Monte
Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por
unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Elías
y Moisés, conversando con Él.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta
narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en
estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la
transfiguración representó para aquellos discípulos.
Aunque nos dice la lectura que los discípulos
no sabían qué decir porque “estaban asustados”, no hay duda que ya han
comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo,
sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado
percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él
decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar
esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que
vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos
que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del
Maestro.
Pedro quedó tan impactado por esa experiencia,
que cuando escribió su segunda carta (2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción,
recalcando que fue testigo ocular de la grandeza de Jesús, añadiendo que
escuchó la voz del Padre que les dijo: “Este es mi Hijo muy amado en quien me
complazco”.
El simbolismo de la presencia de Elías y
Moisés en este pasaje es fuerte, pues Elías representa a los profetas y Moisés
representa la Ley (los profetas y la Ley son otra forma de referirse al Antiguo
Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa
el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los
términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.
Pero hay algo que siempre me ha llamado la
atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los
apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Elías y Moisés, si ellos no
los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin
agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.
Una posibilidad es que al quedar arropados de
la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los
personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos
lograron identificarlos.
Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos
discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración”
que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos
al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos
permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz
del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.
La liturgia continúa llevándonos de la mano en
este recorrido por el Evangelio según san Marcos. La lectura de hoy (Mc
5,21-43) nos presenta a Jesús regresando de “la otra orilla” luego de haber
sido echado de Gerasa según leíamos ayer (Mc 5,1-20). En el pasaje de hoy
Marcos nos narra dos milagros de Jesús entrelazados en una sola trama: la revivificación
de la hija de Jairo (debemos recordar que Jesús “revive” los muertos, no los
“resucita”, pues el que resucita no muere jamás y todos los que Jesús revive en
los evangelios están destinados a morir) y la curación de la hemorroísa.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores,
Marcos escribe su relato evangélico para paganos de la región itálica, con el
propósito de demostrar que Jesús es el verdadero y único Dios. Para ello, nos
presenta a Jesús como el gran “taumaturgo” o hacedor de milagros. Él solo hace
lo que en la mitología requiere de muchos dioses. Así, ayer lo veíamos
demostrando su poder sobre el diablo y sus demonios, y hoy lo vemos demostrando
su poder sobre la enfermedad y sobre la muerte. En ambos milagros que
contemplamos hoy, Marcos destaca el componente de la fe como elemento esencial
para lograr que Jesús obre el milagro.
En el relato de la mujer que sufría flujos de
sangre, ella tenía la certeza de que con solo tocar el manto de Jesús se
curaría, y actuó conforme a lo que creía: se arrastró entre la multitud hasta
tocar el manto de Jesús. De eso se trata la fe. Por eso decimos que la fe es
algo “que se ve”. Nos dice la escritura que cuando tocó el ruedo del manto de
Jesús, se curó instantáneamente, y Jesús sintió que “había salido una fuerza de
Él”. Jesús aprovecha la oportunidad y pregunta, con un fin pedagógico (Jesús es
Dios, y Dios lo sabe todo) que quién le había tocado. Y cuando ella confiesa
que había sido ella, le dice, en presencia de todos: “Hija, tu fe te ha curado”.
No bien había terminado de realizar ese
milagro, llegaron emisarios de la casa de Jairo, quien le había pedido a Jesús
que curara a su hija que estaba muy enferma, y le dijeron que la niña había
muerto. Jesús aprovecha la coyuntura para reafirmar su enseñanza y le dice a
Jairo: “No temas; basta que tengas fe”. Jesús le dijo a Jairo que su hija
dormía. Jairo creyó en las palabras de Jesús, y actuó conforme a lo que creía,
acompañando a Jesús hasta su casa, y luego junto a su esposa hasta la
habitación de la niña. Jesús la tomó de la mano y esta se levantó ante el
asombro de todos. Si Jairo no hubiese actuado conforme a lo que creía, no
hubiese perdido el tiempo llevando a Jesús a su casa (¿para qué?, la niña ya
estaba muerta). Pero Jairo creyó, y actuó conforme a lo que creía. No tuvo
miedo ante la noticia de la muerte de su hija, tuvo fe.
No basta con creer (hasta el demonio “cree” en
Dios), hay que actuar conforme a lo que creemos. Hay que “vivir” la fe.
Entonces verás manifestarse la gloria de Dios.
La primera lectura para hoy (1 Sam 1,9-20) es
continuación de la de ayer, y nos presenta la oración de Ana, madre de Samuel,
quien le pedía un hijo al Señor, y cómo Dios escuchó su oración: “Ana concibió,
dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel”.
Como Salmo (1Sam 2,1.4-5.6-7.8abcd), la
liturgia nos presenta el “cántico de Ana”, que ésta entona luego del nacimiento
de Samuel, y guarda un paralelismo asombroso con el Magníficat que la Virgen María proclama al escuchar de labios de su
prima Isabel decir: “¡Feliz la ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor!”. Les invito a leer con detenimiento este
hermoso cántico de Ana y compararlo con el Magníficat:
“Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder
se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu
salvación. Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen
de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos
engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos
queda baldía. El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da
la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que
herede un trono de gloria”.
El mensaje es claro: Aquél que pone su
confianza en el Señor, el que “ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor”, verá la Gloria de Dios manifestarse en su
vida. Así lo vivió Ana. María lo llevó un paso más allá. Ana tuvo que unirse a
su esposo Elcaná para concebir, como otras tantas mujeres estériles que nos
presentan las Sagradas Escrituras quienes concibieron gracias a la intervención
divina (para Dios nada es imposible). En el caso de María, la llena de gracia, la
concepción y nacimiento de Jesús representan la culminación: nacido de una
mujer virgen, un regalo absoluto de Dios.
La lectura evangélica (Mc 1,21-28) nos presenta a ese hijo, Jesús, en pleno ministerio “enseñando” en la sinagoga de Cafarnaún, en donde todos se quedaban asombrados, especialmente porque “porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. Él está consciente de que los profetas y la Ley adquieren plenitud en su persona y su mensaje (Cfr. Mt 5,17). Él es el hijo a quien el Padre ha entregado todo (Mt 11,27). Por eso tiene autoridad para expulsar demonios, como de hecho lo hace en la lectura de hoy. Los propios demonios así lo reconocen: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.
Ana concibió a pesar de su esterilidad y María
concibió siendo virgen porque creyeron. Jesús prometió a “los que crean”, el
poder de expulsar demonios (Cfr. Mc
16,17). “En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las
obras que yo hago, y hará mayores aún” (Jn 14,12). Y no se trata necesariamente
de exorcismos espectaculares. ¿Cuántos demonios tienes? Odios, resentimientos, vagancia,
tibieza… Todos huyen cuando permites que Jesús haga morada en tu corazón.
¡Piénsalo!
La liturgia dominical continúa llevándonos de
la mano en este recorrido por el Evangelio según san Marcos. La lectura de hoy
(Mc 5,21-43) nos presenta a Jesús regresando de “la otra orilla” luego de haber
sido echado de Gerasa. (Ver: Mc 5,1-20). En el pasaje de hoy Marcos nos narra
dos milagros de Jesús entrelazados en una sola trama: la revivificación de la
hija de Jairo (debemos recordar que Jesús “revive” los muertos, no los
“resucita”, pues el que resucita no muere jamás y todos los que Jesús revive en
los evangelios están destinados a morir) y la curación de la hemorroísa.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores,
Marcos escribe su relato evangélico para paganos de la región itálica, con el
propósito de demostrar que Jesús es el verdadero y único Dios. Para ello, nos
presenta a Jesús como el gran “taumaturgo” o hacedor de milagros. Él solo hace
lo que en la mitología requiere de muchos dioses. Así en el pasaje anterior lo
veíamos demostrando su poder sobre el diablo y sus demonios, y hoy lo vemos demostrando
su poder sobre la enfermedad y sobre la muerte.
En el relato de la mujer que sufría flujos de
sangre, ella tenía la certeza de que con solo tocar el manto de Jesús se
curaría, y actuó conforme a lo que creía: se arrastró entre la multitud hasta
tocar el manto de Jesús. De eso se trata la fe. Por eso decimos que la fe es
algo “que se ve”. Nos dice la escritura que cuando tocó el ruedo del manto de
Jesús, se curó instantáneamente, y Jesús sintió que “había salido una fuerza de
Él”. Se ha dicho que la fe es el “gatillo” que dispara el poder de Dios. Y eso
fue lo que la hemorroísa hizo, “disparar” el poder de Dios, al punto que Jesús
sintió cuando ese poder se activó, y se realizó el milagro. Jesús aprovecha la
oportunidad y pregunta, con un fin pedagógico (Jesús es Dios, y Dios lo sabe
todo) que quién le había tocado, y cuando ella confiesa que había sido ella, le
dice, en presencia de todos: “Hija, tu fe te ha curado”.
No bien había terminado de realizar ese
milagro, llegaron emisarios de la casa de Jairo, quien le había pedido a Jesús
que curara a su hija que estaba muy enferma, y le dijeron que la niña había
muerto. Jesús aprovecha la coyuntura para reafirmar su enseñanza y le dice a
Jairo: “No temas; basta que tengas fe”. Jesús le dijo a Jairo que su hija
dormía. Jairo creyó en las palabras de Jesús, y actuó conforme a lo que creía,
acompañando a Jesús hasta su casa, y luego junto a su esposa hasta la
habitación de la niña. Con su fe “disparó” el poder de Dios, y Jesús la tomó de
la mano y esta se levantó ante el asombro de todos. Si Jairo no hubiese actuado
conforme a lo que creía, no hubiese perdido el tiempo llevando a Jesús a su
casa (¿para qué?, la niña ya estaba muerta). Peo Jairo creyó, y actuó conforme
a lo que creía. No tuvo miedo ante la muerte de su hija, tuvo fe.
No basta con creer (hasta el demonio “cree” en
Dios), hay que actuar conforme a lo que creemos. Hay que “vivir” la fe.
Entonces verás manifestarse la gloria de Dios.
Continuamos nuestra ruta Pascual en la
liturgia. Como primera lectura (Hc 7,51-8,1a) retomamos la historia de Esteban.
San Esteban, diácono, se había convertido en un predicador fogoso, lleno del
Espíritu Santo, que le daba palabra y valentía para enfrentar a sus
perseguidores. Hoy se nos presenta su testimonio final del martirio.
Esteban continuó denunciando a sus
interlocutores y acusándolos de no haber reconocido al Mesías y de haberle dado
muerte. Esto enfureció tanto a los ancianos y escribas que decidieron darle
muerte. La Escritura nos dice que antes de que lo asesinaran Esteban “lleno de
Espíritu Santo” tuvo una visión: “vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la
derecha de Dios”. Fue como si el Señor quisiera confirmarle que su fe era
fundada. ¡Jesús vive!, el Resucitado está ya en la Gloria a la derecha del
Padre, y justo antes de entregar su vida por esa verdad, esta le fue revelada
por parte del Padre.
Aquí Lucas nos presenta un paralelismo entre
la muerte de Esteban y la de Jesús. Ambos fueron llevados ante el Sanedrín y
acusados con falsos testimonios, ambos son ajusticiados fuera de la ciudad, y
ambos encomiendan su espíritu a Dios y piden perdón para sus victimarios: “Señor
Jesús, recibe mi espíritu”… “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.
Siempre que leo este pasaje la pregunta es
obligada. Enfrentado con la misma situación, ¿actuaría yo con la misma valentía
que Esteban? Estamos celebrando la Pascua en la que se nos invita a creer que
Jesús resucitó, más no solo como un hecho histórico o algo teórico, sino que
estamos llamados a “vivir” esa misma Pascua, a imitar a Cristo, quien nos amó
hasta el extremo, al punto de dar su vida por nosotros.
Cuando tomamos el paso y damos el “sí”
definitivo a Jesús y a su Evangelio, vamos a enfrentar dificultades, pruebas,
persecuciones, burlas… Nuestras palabras van a resultar “incómodas” para mucha
gente, y la reacción no se hará esperar. Y cuando no encuentren argumentos para
rebatirnos, recurrirán a la calumnia y los falsos testigos. Con toda
probabilidad nunca nos veamos obligados a ofrendar nuestras vidas, pero nos
encontraremos en situaciones que nos harán preguntarnos si vale la pena seguir
adelante. Es en esos momentos que debemos recordar el ejemplo del diácono
Esteban.
La lectura evangélica es continuación de la de
ayer y sigue presentándonos el “discurso del pan de vida” del capítulo 6 de
Juan (6,30-35). La conversación entre Jesús y la multitud que había alimentado
en la multiplicación, gira en torno a la diferencia entre el pan que Moisés
“dio” al pueblo en el desierto y el pan de Dios, “que es el que baja del cielo
y da vida al mundo” (Cfr. Sal 77,24).
Cuando la multitud, cautivada por esa promesa le dice: “Señor, danos siempre de
este pan”, Jesús responde con uno de los siete “Yo soy” que encontramos en el relato de Juan: “Yo soy el pan de la
vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.
Nuestra fe Pascual nos permite reconocer a
Jesús, glorioso y resucitado, como el “pan de vida” que se nos da a Sí mismo en
las especies eucarísticas, y que es el único capaz de saciar todas nuestras
hambres, especialmente el hambre de esa vida eterna que podemos comenzar a
disfrutar desde ahora si nos unimos a Él en la Eucaristía, “el pan que baja del
cielo y da vida al mundo”.