En este corto te explicamos por qué la Santa Cruz, que para muchos es símbolo de tortura y muerte, para los cristianos es fuente de amor y de vida. Por eso celebramos la Exaltación de la Santa Cruz.
Nuestra Señora de los Dolores, ruega por nosotros.
Ayer celebrábamos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz que nos invitaba a fijar nuestra mirada en el Crucificado. Hoy la Iglesia nos invita a contemplar a aquella que fue testigo y partícipe del sacrificio de la Cruz, celebrando la memoria obligatoria de Nuestra Señora la Virgen de los Dolores (la “Dolorosa”). Y a propósito de esta memoria la liturgia nos brinda uno de los pasajes evangélicos más conocidos e interpretados del Nuevo Testamento (Jn 19,25-27). El pasaje nos muestra a las tres Marías (María, la Madre de Jesús, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena) al pie de la cruz, y “cerca” al discípulo amado. Nos dice la Escritura que “Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa”.
Aparte de la cuestión legal-cultural de la necesidad de una mujer no quedarse sin la protección de un hombre que velara por sus derechos, la interpretación de este pasaje ha ido evolucionando a lo largo de la historia de la Iglesia, especialmente en cuanto al papel de María en ese momento crucial de su misión. Las palabras de Jesús en esos, sus últimos momentos de vida, sirven para proyectar el significado de la escena más allá del ámbito de aquél momento tan íntimo entre la Madre y el Hijo.
En las palabras de Jesús podemos ver cómo Jesús constituye a María madre espiritual de todos los creyentes; tanto de la Iglesia, como de cada uno de nosotros individuamente, representados en la persona del discípulo amado. Como dijera el Papa León XIII: “En la persona de Juan, según el pensamiento constante de la Iglesia, Cristo quiere referirse al género humano y particularmente a todos los que habrían de adherirse a él con la fe”.
María ejerció su papel de madre de la Iglesia, y de los discípulos, desde los comienzos de la Iglesia, reuniendo a estos últimos junto a ella en oración tras la muerte y resurrección de Jesús (Hc 1,14).
Yo no tengo la menor duda de que la presencia de María, la llena de gracia, en aquella estancia superior, precipitó la venida del Espíritu Santo sobre los presentes aquél día de Pentecostés. María, constituida ya por su Hijo en madre espiritual de todos, continuó animando y ejerciendo su cuidado maternal sobre aquellos que continuarían la labor misionera de su Hijo. Así, como Madre solícita, está siempre pendiente a nuestras necesidades para recabar la intervención de su Hijo cuando sea necesario para que la obra de su Hijo no se vea frustrada. Si lo hizo en Caná de Galilea por los novios (Jn 2-1-11), ¿cómo no lo va a hacer por nosotros, los que seguimos a su Hijo, el mismo que nos la entregó como madre al pie de la Cruz?
¿Qué hijo no va a recurrir a su madre en los momentos difíciles, con la certeza de que en sus brazos va a encontrar el consuelo, la paz que tanto necesita? No temas acudir a ella en tus momentos de tribulación; ella te acogerá en su regazo y allí te sentirás seguro, amado… Y ya nada podrá perturbarte.
Nuestra Señora de los Dolores, ruega por nosotros.
Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre en este día.
Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz, símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor 1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en el acto de amor más sublime en la historia, derrotó la muerte, liberándonos de ésta y del pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y de vida.
Por eso el verdadero discípulo de Cristo no teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Es la paradoja de la Cruz.
La primera lectura de hoy nos presenta una prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo, arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.
Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado, nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto, somos sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia, de perdón. Si nos acercamos la cruz con la mirada en el Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).
Si no lo has hecho aún, ve hoy a la Casa del Padre y mira hacia el altar; allí encontrarás a su Hijo que te espera con los brazos abiertos…
“Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que Yo soy”.
En la lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para este martes de la quinta semana de cuaresma (Jn 8,21-30), san
Juan vuelve a poner en boca de Jesús la frase “yo soy”; el nombre que Dios le revela
a Moisés en el pasaje de la zarza ardiendo, cuando al preguntarle su nombre Él
le responde: “Así dirás a los Israelitas: Yo soy (יהוה – Yahvé) me ha enviado a vosotros”
(Ex 3,14).
En el pasaje que contemplamos hoy, Jesús primeramente
nos remite a la necesidad de creer en Él para salvarnos (Cfr. Mc 16,16): “…si no creéis que yo soy, moriréis por
vuestros pecados”. Luego repite la frase para significar cómo en su
“levantamiento” (su muerte y exaltación en la Cruz) es que se ha de revelar
quién es Él y cuál es su verdadera misión: “Cuando levantéis al Hijo del
hombre, sabréis que yo soy”. Este versículo guarda un paralelismo con la
primera lectura (Núm 21,4-9), en la que muchos ven una prefiguración de la cruz
y cómo por ella nos vendría la salvación.
La primera lectura nos relata cómo durante su
camino a través del desierto (en la Biblia el desierto es siempre lugar de
tentación y de prueba), el pueblo de Israel había comenzado a dudar de la
Providencia de Dios, y a murmurar contra Él y contra Moisés: “¿Por qué nos has
sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da
náusea ese pan sin cuerpo (refiriéndose al maná)”. Entonces aparecieron unas
serpientes venenosas que ellos interpretaron como un castigo de Dios.
Tal como nos sucede a nosotros cuando nos
hemos alejado de Dios y nos sentimos acosados por diversas circunstancias, los
israelitas, al verse acosados por las serpientes venenosas, reconocieron su
culpa y recurrieron a Moisés para que intercediera por ellos ante Yahvé. Como
dice el refrán popular: “Nos acordamos de santa Bárbara cuando truena”.
Entonces Yahvé instruyó a Moisés construir una
imagen de una serpiente venenosa y colocarla en un estandarte (la figura
resultante sería similar a una cruz), para que todo el que hubiese sido mordido
por una serpiente venenosa quedara sano al mirarla. ¿Quién curaba a los
Israelitas, el poder de aquella serpiente de bronce? ¡Por supuesto que no! Los
curaba el poder de Dios, cuya promesa ellos recordaban, y a quien invocaban al
mirar la imagen. Recuerden este pasaje cuando alguien les acuse de “adorar
imágenes”…
Del mismo modo, con
el Yo soy de Jesús en el Evangelio de hoy, unido a la alusión a su
“levantamiento”, Jesús nos exhorta a buscar la presencia salvadora de Dios en
su persona, unida al sacrificio de la Cruz. En Jesús tenemos a Dios mismo que puede
decir: “Yo soyentre ustedes”. De ese modo el nombre de Dios se
convierte en una realidad. Ya no se trata de un Dios distante, terrible, cuyo
nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar. Ahora Dios “es” entre nosotros (Cfr. Jn 1,14; Mt 28,20).
Al igual que los
israelitas en el desierto eran sanados al mirar el estandarte con la serpiente,
nosotros, los cristianos, somos sanados de nuestros pecados cuando fijamos
nuestra vista en la Cruz, que nos remite al Crucificado, y al único y eterno
sacrificio ofrecido de una vez y por todas para nuestra salvación. Si no lo has
hecho aún, todavía estás a tiempo. ¡Reconcíliate! Para eso Jesús nos dejó el
Sacramento…
Ayer celebrábamos la Fiesta de la Exaltación
de la Santa Cruz que nos invitaba a fijar nuestra mirada en el Crucificado. Hoy
la Iglesia nos invita a contemplar a aquella que fue testigo y partícipe del
sacrificio de la Cruz, celebrando la memoria obligatoria de Nuestra Señora la
Virgen de los Dolores (la “Dolorosa”). Y a propósito de esta memoria la
liturgia nos brinda uno de los pasajes evangélicos más conocidos e
interpretados del Nuevo Testamento (Jn 19,25-27). El pasaje nos muestra a las
tres Marías (María, la Madre de Jesús, María, la de Cleofás, y María, la
Magdalena) al pie de la cruz, y “cerca” al discípulo amado. Nos dice la
Escritura que “Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería,
dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: «Ahí
tienes a tu madre.» Y desde aquella
hora, el discípulo la recibió en su casa”.
Aparte de la cuestión legal-cultural de la
necesidad de una mujer no quedarse sin la protección de un hombre que velara
por sus derechos, la interpretación de este pasaje ha ido evolucionando a lo
largo de la historia de la Iglesia, especialmente en cuanto al papel de María en
ese momento crucial de su misión. Las palabras de Jesús en esos, sus últimos
momentos de vida, sirven para proyectar el significado de la escena más allá
del ámbito de aquél momento tan íntimo entre la Madre y el Hijo.
En las palabras de Jesús podemos ver cómo
Jesús constituye a María madre espiritual de todos los creyentes; tanto de la
Iglesia, como de cada uno de nosotros individuamente, representados en la
persona del discípulo amado. Como dijera el Papa León XIII: “En la persona de
Juan, según el pensamiento constante de la Iglesia, Cristo quiere referirse al
género humano y particularmente a todos los que habrían de adherirse a él con
la fe”.
María ejerció su papel de madre de la Iglesia,
y de los discípulos, desde los comienzos de la Iglesia, reuniendo a estos
últimos junto a ella en oración tras la muerte y resurrección de Jesús (Hc 1,14).
Yo no tengo la menor duda de que la presencia
de María, la llena de gracia, en aquella estancia superior, precipitó la venida
del Espíritu Santo sobre los presentes aquél día de Pentecostés. María,
constituida ya por su Hijo en madre espiritual de todos, continuó animando y
ejerciendo su cuidado maternal sobre aquellos que continuarían la labor
misionera de su Hijo. Así, como Madre solícita, está siempre pendiente a
nuestras necesidades para recabar la intervención de su Hijo cuando se
necesario para que la obra de su Hijo no se vea frustrada. Si lo hizo en Caná
de Galilea por los novios (Jn 2-1-11), ¿cómo no lo va a hacer por nosotros, los
que seguimos a su Hijo, el mismo que nos la entregó como madre al pie de la
Cruz?
¿Qué hijo no va a recurrir a su madre en los
momentos difíciles, con la certeza de que en sus brazos va a encontrar el
consuelo, la paz que tanto necesita? No temas acudir a ella en tus momentos de
tribulación; ella te acogerá en su regazo y allí te sentirás seguro, amado… Y
ya nada podrá perturbarte.
Nuestra Señora de los Dolores, ruega por
nosotros.
La Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia, de perdón.
Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de
la Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz
Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera
Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron
construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la
reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue
recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a
Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre
en este día.
Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz, símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor 1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en el acto de amor más sublime en la historia, derrotó al maligno, liberándonos de la muerte y el pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y de vida.
Por eso el verdadero discípulo de Cristo no
teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y
seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a
los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col
1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma
un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Es la
paradoja de la Cruz.
La primera lectura de hoy nos presenta una
prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes
venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo
por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo,
arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las
instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un
estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al
mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa
serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene
que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna”.
Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado,
nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto, somos
sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia,
de perdón. Si nos acercamos la cruz con la mirada en el Crucificado,
encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san
Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!”
(Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos
apoyamos en ella” (San Agustín).
Si no lo has hecho aún, ve hoy a la Casa del
Padre y mira hacia el altar; allí encontrarás a su Hijo que te espera con los
brazos abiertos…
Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
Ayer celebrábamos la Fiesta de la Exaltación
de la Santa Cruz que nos invitaba a fijar nuestra mirada en el Crucificado. Hoy
la Iglesia nos invita a contemplar a aquella que fue testigo y partícipe del
sacrificio de la Cruz, celebrando la memoria obligatoria de Nuestra Señora la
Virgen de los Dolores (la “Dolorosa”). Y a propósito de esta memoria la
liturgia nos brinda uno de los pasajes evangélicos más conocidos e
interpretados del Nuevo Testamento (Jn 19,25-27). El pasaje nos muestra a las
tres Marías (María, la Madre de Jesús, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena)
al pie de la cruz, y “cerca” al discípulo amado. Nos dice la Escritura que
“Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su
madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a
tu madre.» Y desde aquella hora, el
discípulo la recibió en su casa”.
Aparte de la cuestión legal-cultural de la
necesidad de una mujer no quedarse sin la protección de un hombre que velara
por sus derechos, la interpretación de este pasaje ha ido evolucionando a lo
largo de la historia de la Iglesia, especialmente en cuanto al papel de María en
ese momento crucial de su misión. Las palabras de Jesús en esos, sus últimos
momentos de vida, sirven para proyectar el significado de la escena más allá
del ámbito de aquél momento tan íntimo entre la Madre y el Hijo.
En las palabras de Jesús podemos ver cómo
Jesús constituye a María madre espiritual de todos los creyentes; tanto de la
Iglesia, como de cada uno de nosotros individuamente, representados en la
persona del discípulo amado. Como dijera el Papa León XIII: “En la persona de
Juan, según el pensamiento constante de la Iglesia, Cristo quiere referirse al
género humano y particularmente a todos los que habrían de adherirse a él con
la fe”.
María ejerció su papel de madre de la Iglesia,
y de los discípulos, desde los comienzos de la Iglesia, reuniendo a estos
últimos junto a ella en oración tras la muerte y resurrección de Jesús (Hc 1,14).
Yo no tengo la menor duda de que la presencia
de María, la llena de gracia, en aquella estancia superior, precipitó la venida
del Espíritu Santo sobre los presentes aquél día de Pentecostés. María,
constituida ya por su Hijo en madre espiritual de todos, continuó animando y
ejerciendo su cuidado maternal sobre aquellos que continuarían la labor misionera
de su Hijo. Así, como Madre solícita, está siempre pendiente a nuestras
necesidades para recabar la intervención de su Hijo cuando se necesario para
que la obra de su Hijo no se vea frustrada. Si lo hizo en Caná de Galilea por
los novios (Jn 2-1-11), ¿cómo no lo va a hacer por nosotros, los que seguimos a
su Hijo, el mismo que nos la entregó como madre al pie de la Cruz?
¿Qué hijo no va a recurrir a su madre en los
momentos difíciles, con la certeza de que en sus brazos va a encontrar el
consuelo, la paz que tanto necesita? No temas acudir a ella en tus momentos de
tribulación; ella te acogerá en su regazo y allí te sentirás seguro, amado… Y
ya nada podrá perturbarte.
Nuestra Señora de los Dolores, ruega por
nosotros.
El verdadero discípulo de Cristo no teme a la “cruz”
Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de
la Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz
Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera
Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron
construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la
reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue
recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a
Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre
en este día.
Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz,
símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He
ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor
1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella
Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en
el acto de amor más sublime en la historia, derrotó la muerte, liberándonos de
ésta y del pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y
de vida.
Por eso el verdadero discípulo de Cristo no
teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y
seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a
los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col
1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma
un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Es la
paradoja de la Cruz.
La primera lectura de hoy nos presenta una
prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes
venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo
por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo,
arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las
instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un
estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al
mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa
serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene
que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna”.
Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado, nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto, somos sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia, de perdón. Si nos acercamos a la cruz con la mirada en el Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).
Hoy te invito a posar tu mirada sobre el crucifijo más cercano que tengas; allí encontrarás al Hijo que te espera con los brazos abiertos…
Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de
la Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz
Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera
Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron
construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la
reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue
recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a
Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre
en este día.
Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz,
símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He
ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor
1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella
Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en
el acto de amor más sublime en la historia, derrotó la muerte, liberándonos de
ésta y del pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y
de vida.
Por eso el verdadero discípulo de Cristo no
teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y
seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a
los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col
1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma
un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Es la
paradoja de la Cruz.
La primera lectura de hoy nos presenta una
prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes
venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo
por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo,
arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las
instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un
estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al
mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa
serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene
que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna”.
Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado,
nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto, somos
sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia,
de perdón. Si nos acercamos a la cruz con la mirada en el Crucificado,
encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san
Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!”
(Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos
apoyamos en ella” (San Agustín).
Si no lo has hecho aún, ve hoy a la Casa del
Padre y mira hacia el altar; allí encontrarás a su Hijo que te espera con los
brazos abiertos…
Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre en este día.
Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz, símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor 1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en el acto de amor más sublime en la historia, derrotó la muerte, liberándonos de ésta y del pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y de vida.
Por eso el verdadero discípulo de Cristo no teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Es la paradoja de la Cruz.
La primera lectura de hoy nos presenta una prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo, arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.
Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado, nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto, somos sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia, de perdón. Si nos acercamos la cruz con la mirada en el Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).
Si no lo has hecho aún, ve hoy a la Casa del Padre y mira hacia el altar; allí encontrarás a su Hijo que te espera con los brazos abiertos…