REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 03-12-22

“Rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.

El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión” (metanoia), que literalmente se refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección.

Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el llamado a la conversión que caracteriza la predicación de Juan Bautista, otra de las figuras del Adviento: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)

El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta a un Jesús misericordioso que se apiada ante el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. Tercer misterio luminoso del Rosario). Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”.

Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que Él va a la gente a anunciar la Buena Nueva del Reino (sale a las periferias – ¿le suena familiar?).

Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”. El Señor quiere que todos se salven, esa es su misión, nuestra misión. Pero para poder hacerlo, primero tenemos que experimentar nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a nuestros hermanos y lograr su conversión.

En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO DEL T.O. (C) 25-09-22

Un pobre mendigo que se acercaba a la puerta de la casa del rico con la esperanza de comer algo “de lo que tiraban de la mesa del rico”.

El relato evangélico que nos ofrece la liturgia para este vigesimosexto domingo del tiempo ordinario (Lc 16,19-31) nos presenta la parábola del rico epulón y el mendigo Lázaro. Aunque el nombre del rico no se menciona en el relato, se le llama el rico “epulón” y muchas personas creen que ese es su nombre (y hasta lo escriben con mayúscula), lo cierto es que epulón es un adjetivo que significa: “hombre que come y se regala mucho”.

La parábola, con cierto aire escatológico (del final de los tiempos), nos muestra el contraste entre un hombre rico que gozaba de banquetear y darse buena vida, y un pobre mendigo que se acercaba a la puerta de la casa del rico con la esperanza de comer algo “de lo que tiraban de la mesa del rico”. De la lectura no surge que el hombre rico fuera malo. Tan solo que era rico y que disfrutaba de su riqueza (que de por sí no es malo), lo que nos da a entender que ponía su confianza en esa riqueza y de nada le sirvió, a juzgar por el final que tuvo. El pobre, por el contrario, dentro de su pobreza, puso su confianza en el Señor y eso le llevó al “seno de Abraham”, al sheol que iban las almas de los justos en espera de la llegada del Redentor, pues las puertas del Paraíso estaban cerradas. Esas son las almas que Jesús fue a liberar cuando decimos en el Credo de los Apóstoles que “descendió a los infiernos” (pero eso será objeto de otra enseñanza).

La parábola nos enseña, además, que la opción tenemos que hacerla aquí y ahora; que después del juicio será muy tarde. El rico epulón, al verse en el infierno, intentó obtener el favor de Abraham: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Ante lo infructuoso de su gestión, entonces intentó interceder por sus hermanos que aún vivían, pidiéndole a Abraham que le permitiera a Lázaro ir a advertirles lo que les esperaba si no cambiaban su conducta.

Abraham le contesta que para eso están las enseñanzas de Moisés y los profetas, añadiendo que “si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto” (prefigurando la Resurrección de Jesús). ¿Qué podía añadir Lázaro a lo dicho por Moisés y los profetas? Hoy nosotros podemos preguntarnos, ¿hay algo que alguien pueda decirnos (aún con el dramatismo de la aparición de un muerto resucitado) que añada algo al mensaje de Jesús?

La Palabra, como el pasaje de hoy, nos interpela, nos llama a hacer una opción, recordándonos que para nosotros también habrá un juicio. ¿En qué o en quién vamos a poner nuestra confianza? ¿En nuestra fuerzas, nuestras capacidades, nuestras habilidades, nuestras posesiones materiales? ¿O, por el contario, vamos a poner nuestra confianza en nuestro Señor y Salvador y seguir sus enseñanzas?

La opción es nuestra… Y el momento es ahora.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DECIMOCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 01-08-22

“Tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”.

La lectura evangélica para hoy lunes de la decimoctava semana de tiempo ordinario (Mt 14,13-21) nos presenta el pasaje de la “primera multiplicación de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad, del amor. Nos dice la Escritura que al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se retiró a un lugar tranquilo y apartado, como solía hacer cuando quería hablar con el Padre (orar).

Esa multitud anónima que le seguía se enteró y acudieron a Él. Al ver el gentío, a Jesús “le dio lástima”. La versión de Marcos nos dice que Jesús sintió lástima de la multitud porque andaban “como ovejas sin pastor” (Mc 6,34) y se sentó a enseñarles muchas cosas. Mateo nos añade que curó a los enfermos; el prototipo del Buen Pastor que cuida de sus ovejas (Cfr. Jn 10).

Lo cierto es que al caer la tarde los discípulos le sugirieron a Jesús que despidiera la gente para que cada cual resolviera sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hizo esperar: “Dadles vosotros de comer”.

Mandó que le trajeran los cinco panes y dos peces que tenían e hizo que la gente se sentara en la yerba. Entonces, “tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”.

Como siempre, Jesús, con sus gestos, nos está mostrando el camino a seguir. No se limitó a compadecerse, sentir lástima. Pasó de compadecerse a compartir. Compartió todo lo que tenía: su Palabra, su Persona, y su Pan. Y en ese compartir todo se multiplicó. Ese milagro lo vemos a diario en los que practican la verdadera caridad; no dar lo que sobra, sino lo que tenemos; mucho o poco.

Vemos también en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

La Eucaristía, el verdadero pan, el único capaz de saciar nuestra hambre de Dios, el que nos alimenta para la vida eterna. “Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera” (Jn 6,49-50).

Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 30-03-22

“¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”.

La liturgia para este miércoles de la cuarta semana de Cuaresma comienza presentándonos la contraposición entre las tinieblas y la luz, pero esta vez por voz del profeta Isaías (49,8-15): “En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: ‘Salid’, a los que están en tinieblas: ‘Venid a la luz’”.

Este pasaje, tomado del “Segundo Isaías” o Libro de la consolación, y escrito por un profeta anónimo durante el exilio en Babilonia, pretende consolar y alentar al pueblo, anunciándoles un segundo éxodo de vuelta a Jerusalén. De paso, su oráculo prefigura la llegada del Mesías tan esperado por el pueblo de Israel, con las palabras que serán tomadas por Juan Bautista y que resuenan al comienzo del Adviento: “Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán” (Cfr. Lc 3,4-5).

Esta primera lectura termina con uno de los versículos más tiernos del Antiguo Testamento y de toda a Biblia: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. Tan grande es el amor de Dios por cada uno de nosotros. Un amor que tiene más rasgos de amor materno que paterno. De hecho, si examinamos el Antiguo Testamento libres de las “gríngolas” de la tradición patriarcal del pueblo judío (y heredada por nosotros), encontramos que pocas veces se refiere a Dios como “padre”, y las veces que lo hace, es como sinónimo de “Señor”.

Por el contrario, sobre todo cada vez que habla del amor y la misericordia divinos, lo hace con rasgos maternales, como lo hace en el pasaje que contemplamos hoy, y en otro que no puedo dejar de mencionar; el pasaje de Oseas (11,1.3-4) que nos presenta a un Dios-Madre que se inclina sobre su hijo para amamantarlo: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer”.

Esto nos remite al vocablo hebreo utilizado en el Antiguo Testamento para definir la “misericordia” (Cfr. Salmo 50): rah min, que en su raíz se deriva de la palabra rehem, que se refiere a la matriz o el útero materno. De ahí las continuas referencias al amor de Dios por el “hijo de sus entrañas”, especialmente en la literatura profética. Se trata de un amor gratuito, no fruto de ningún mérito de nuestra parte. Dios nos ama a cada uno de nosotros tal y como somos, como solo una madre puede hacerlo, con todos nuestros pecados, nuestras miserias. Por eso quiere nuestra salvación, por eso nos espera como el padre del hijo pródigo (Lc 15,11-32) para fundirse con nosotros en un abrazo, que tal parece quisiera llevarnos de vuelta al rehem de donde salimos.

Señor, durante esta Cuaresma, inunda todo mi ser con tu Santo Espíritu, para que pueda sentir ese amor incondicional que me haga arrepentirme de todos mis pecados y postrarme ante Ti con la certeza de que “un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 50,19).

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR (C) 09-01-22

“Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado”…

La Iglesia Universal celebra hoy la fiesta litúrgica del Bautismo del Señor, que marca el fin del tiempo litúrgico de Navidad. El Bautismo de Jesús es otra de las grandes epifanías (manifestaciones) de Jesús, y la liturgia nos regala como primera lectura un pasaje del profeta Isaías (42,1-4.6-7) que prefigura la lectura evangélica de hoy, que es la versión de Lucas del Bautismo de Jesús (3,15-16.21-22).

En la primera lectura el Señor se manifiesta por boca de Isaías: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu”. Como podemos apreciar, el paralelismo de este pasaje con el Evangelio es asombroso: “Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto’”.

En la Solemnidad de la Epifanía decíamos que la Iglesia celebra tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos, la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. En la que celebramos hoy, no solo experimentamos una manifestación de Jesús; tenemos una verdadera teofanía en la que se manifiestan las tres personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Ese gesto de Jesús de bautizarse como “uno más”, junto a los pecadores, sin necesitar bautismo por estar libre de todo pecado, enfatiza el carácter totalizante de la encarnación. Jesús se hizo uno con nosotros, uno de nosotros. Pero su doble naturaleza se revela en el Espíritu que desciende sobre Él y la voz del Padre que le llama “Hijo” (“Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios”. – Lc 1,35). La versión de la Biblia de Jerusalén, un poco más fiel al original, nos dice que la voz que se escuchó del cielo dijo: “Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado”.

Con esa “apertura” del cielo seguida de la frase que acabamos de escuchar, se establece una nueva relación entre Dios y la humanidad a través del Ungido. Así, todos los que nacemos del agua y del Espíritu por medio del Bautismo, que nos convierte en “hijos” del Padre y, por tanto, hermanos de Jesús y coherederos de la Gloria, podemos llamar a Dios “Padre”, y Él puede llamarnos “hijos”. San Pablo nos lo explica así: “En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,14-15).

El Espíritu Santo que impulsó a Jesús a su misión redentora, y le acompañará a lo largo de toda ella, es el mismo que se derramó sobre todos los que hemos sido bautizados, haciéndonos partícipes de la misma Vida y el mismo Espíritu del Señor, y llamándonos a continuar Su obra salvadora, convirtiéndonos en “Evangelios vivientes” en el mundo y en la historia.

Es el mismo Espíritu que hace posible la conversión de las especies eucarísticas en el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesús. ¿Quieres ser testigo de ese milagro? Anda, ve a la Casa del Padre. Él te espera con los brazos abiertos esperando que le digas Abbá y confundirse contigo en un abrazo.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DESPUÉS DE EPIFANÍA 08-01-22

Amando al prójimo amamos a Dios y seguimos creciendo en el Amor.

Juan continúa dominando la primera lectura de la liturgia para este tiempo. La primera lectura de hoy (1Jn 4,7-10), que parece un trabalenguas, es tal vez el mejor resumen de toda la enseñanza de Jesús: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación para nuestros pecados”.

El amor de Dios, y la identidad del Amor con Dios es el tema principal de Juan; nunca se cansa de insistir. Pero en esta lectura va más allá; entrelaza el tema del amor con el misterio de la Encarnación, unida a la vida, muerte y resurrección de su Hijo. De ese modo el amor no se nos presenta como algo espiritual, ideal, sino como algo real, palpable, histórico, con contenido y consecuencias humanas.

“Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”, nos dice san Juan. Nuestro amor es producto del Amor de Dios, de haber “nacido de Dios”. Si permitimos que ese Amor haga morada en nosotros, no tenemos más remedio que amar; amar con un amor que participa de la naturaleza del Amor divino. Por eso amando al prójimo amamos a Dios y seguimos creciendo en el Amor. Es un círculo que no termina. Alguien ha dicho que el amor es el único don que mientras más lo repartes más te sobra.

Y eso es precisamente lo que vemos en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,34-44), el pasaje de la “primera multiplicación de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad del amor. Al caer la tarde los discípulos le sugieren a Jesús que despida la gente para que cada cual resuelva sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hace esperar: “Dadles vosotros de comer”. Ya anteriormente Marcos nos había dicho que Jesús se había compadecido de la gente porque andaban “como ovejas sin pastor”, lo que le motivó a “enseñarles con calma”. Tenían hambre; no hambre material, sino hambre espiritual. Jesús se la había saciado con su Palabra. Ya el rebaño tiene Pastor. El Pastor tiene que procurar alimento para su rebaño. Llegó el momento del alimento, de la fracción del pan. “Dadles vosotros de comer”.

Vemos en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para que continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 23-11-21

En la visión del rey Nabucodonosor, “una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos”.

En la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Lc 21,5-11), Jesús utiliza un lenguaje simbólico muy familiar para los judíos de su época, el llamado género apocalíptico, una especie de “código” que todos comprendían. Esta lectura nos sitúa en el comienzo del último discurso de Jesús, en el cual se mezclan dos eventos: el fin de Jerusalén y el fin del mundo, siendo el primero un símbolo del segundo. De hecho, todas las lecturas que estamos contemplando durante esta última semana del tiempo ordinario tienen sabor escatológico; tratan de la destrucción de Jerusalén, el final de los tiempos, y la instauración del Reinado de Dios al final de la historia.

La primera lectura para hoy, al igual que las de los días recientes, está tomada del libro de Daniel (2,31-45). En el pasaje que contempláramos ayer (Dn 1,1-6.8-20) veíamos cómo Daniel, Ananías, Misael y Azarías, manteniéndose firmes en su fe, habían descollado sobre todos los demás jóvenes, porque “Dios les [había concedido] a los cuatro un conocimiento profundo de todos los libros del saber”, lo que hizo que el rey los tomara a su servicio, por su sabiduría. Nos decía la lectura, además, que “Daniel sabía además interpretar visiones y sueños”.

El pasaje que leemos hoy nos presenta el sueño del rey Nabucodonosor, en el que este había visto una enorme estatua, y Daniel, haciendo uso de su don de interpretación de sueños, le explica al rey el significado del mismo.

En su sueño, Nabucodonosor tuvo una visión de “una estatua majestuosa, una estatua gigantesca y de un brillo extraordinario; su aspecto era impresionante. Tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de hierro mezclado con barro”. En la visión “una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos. Del golpe, se hicieron pedazos el hierro y el barro, el bronce, la plata y el oro, triturados como tamo de una era en verano, que el viento arrebata y desaparece sin dejar rastro. Y la piedra que deshizo la estatua creció hasta convertirse en una montaña enorme que ocupaba toda la tierra.

Es una visión preñada de tantos simbolismos que resulta imposible, en tan breve espacio, intentar descifrarlos todos, más allá de la interpretación inmediata que Daniel le brinda a Nabucodonosor. Nos limitaremos a señalar que algunos exégetas ven en la “piedra se desprendió sin intervención humana”, la figura de Cristo, que nació “sin intervención humana” del vientre virginal de María (Cristo es “la roca que nos salva”). Asimismo, “montaña enorme que ocupaba toda la tierra” en que se convirtió la piedra, simboliza la instauración del Reinado definitivo de Dios al final de los tiempos (para los judíos el poder de Dios se manifiesta en la montaña), cuyo reino que “nunca será destruido ni su dominio pasará a otro”.

No hay duda que al final de los tiempos el Hijo vendrá con gloria para concretizar el Reino para toda la eternidad. La pregunta obligada es: ¿Seremos contados en el número de los elegidos? (Cfr. Ap, 7,9-11) De nosotros depende…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DÉCIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 02-08-21

“… tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”.

La primera lectura que nos propone la liturgia para este lunes de la décima octava semana del tiempo ordinario (Núm 11,4b-15), continúa presentándonos la peregrinación del pueblo de Israel a través del desierto hacia la tierra prometida. En este pasaje encontramos al pueblo quejándose de que estaban cansados de comer el maná, y añorando a carne y otros alimentos que comían mientras eran esclavos en Egipto. Aquél alimento que caía del cielo no les saciaba el hambre. Moisés se disgustó con el pueblo, y desesperado clamó al Señor: “Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas. Si me vas a tratar así, más vale que me hagas morir; concédeme este favor, y no tendré que pasar tales penas”.

La lectura evangélica de hoy (Mt 14,13-21), nos presenta el pasaje de la “primera multiplicación de los panes” (el pasado domingo XVII de este ciclo B leímos la versión de Juan de este episodio – los referimos a nuestra reflexión para ese día). Un milagro producto de la gratuidad, del amor. Nos dice la Escritura que al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se retiró a un lugar tranquilo y apartado, como solía hacer cuando quería hablar con el Padre (orar).

Esa multitud anónima que le seguía se enteró y acudieron a Él. Al ver el gentío, a Jesús “le dio lástima”. La versión de Marcos nos dice que Jesús sintió lástima de la multitud porque andaban “como ovejas sin pastor” (Mc 6,34) y se sentó a enseñarles muchas cosas. Mateo nos añade que curó a los enfermos; el prototipo del Buen Pastor que cuida de sus ovejas (Cfr. Jn 10).

Lo cierto es que al caer la tarde los discípulos le sugirieron a Jesús que despidiera la gente para que cada cual resolviera sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hizo esperar: “Dadles vosotros de comer”.

Mandó que le trajeran los cinco panes y dos peces que tenían e hizo que la gente se sentara en la yerba. Entonces, “tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”.

Como siempre, Jesús, con sus gestos, nos está mostrando el camino a seguir. No se limitó a compadecerse, sentir lástima. Pasó de compadecerse a compartir. Compartió todo lo que tenía: su Palabra, su Persona, y su Pan. Y en ese compartir todo se multiplicó. Ese milagro lo vemos a diario en los que practican la verdadera caridad; no dar lo que sobra, sino lo que tenemos; mucho o poco.

Vemos también en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

La Eucaristía, el verdadero pan, el único capaz de saciar nuestra hambre de Dios, el que nos alimenta para la vida eterna. “Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera” (Jn 6,49-50).

Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para continúen pastoreando Su rebaño y alimentándonos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 23-03-21

“Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy”.

En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este martes de la quinta semana de cuaresma (Jn 8,21-30), san Juan vuelve a poner en boca de Jesús la frase “yo soy”; el nombre que Dios le revela a Moisés en el pasaje de la zarza ardiendo, cuando al preguntarle su nombre Él le responde: “Así dirás a los Israelitas: Yo soy (יהוה – Yahvé) me ha enviado a vosotros” (Ex 3,14).

En el pasaje que contemplamos hoy, Jesús primeramente nos remite a la necesidad de creer en Él para salvarnos (Cfr. Mc 16,16): “…si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados”. Luego repite la frase para significar cómo en su “levantamiento” (su muerte y exaltación en la Cruz) es que se ha de revelar quién es Él y cuál es su verdadera misión: “Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy”. Este versículo guarda un paralelismo con la primera lectura (Núm 21,4-9), en la que muchos ven una prefiguración de la cruz y cómo por ella nos vendría la salvación.

La primera lectura nos relata cómo durante su camino a través del desierto (en la Biblia el desierto es siempre lugar de tentación y de prueba), el pueblo de Israel había comenzado a dudar de la Providencia de Dios, y a murmurar contra Él y contra Moisés: “¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo (refiriéndose al maná)”. Entonces aparecieron unas serpientes venenosas que ellos interpretaron como un castigo de Dios.

Tal como nos sucede a nosotros cuando nos hemos alejado de Dios y nos sentimos acosados por diversas circunstancias, los israelitas, al verse acosados por las serpientes venenosas, reconocieron su culpa y recurrieron a Moisés para que intercediera por ellos ante Yahvé. Como dice el refrán popular: “Nos acordamos de santa Bárbara cuando truena”.

Entonces Yahvé instruyó a Moisés construir una imagen de una serpiente venenosa y colocarla en un estandarte (la figura resultante sería similar a una cruz), para que todo el que hubiese sido mordido por una serpiente venenosa quedara sano al mirarla. ¿Quién curaba a los Israelitas, el poder de aquella serpiente de bronce? ¡Por supuesto que no! Los curaba el poder de Dios, cuya promesa ellos recordaban, y a quien invocaban al mirar la imagen. Recuerden este pasaje cuando alguien les acuse de “adorar imágenes”…

Del mismo modo, con el Yo soy de Jesús en el Evangelio de hoy, unido a la alusión a su “levantamiento”, Jesús nos exhorta a buscar la presencia salvadora de Dios en su persona, unida al sacrificio de la Cruz. En Jesús tenemos a Dios mismo que puede decir: “Yo soy entre ustedes”. De ese modo el nombre de Dios se convierte en una realidad. Ya no se trata de un Dios distante, terrible, cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar. Ahora Dios “es” entre nosotros (Cfr. Jn 1,14; Mt 28,20).

Al igual que los israelitas en el desierto eran sanados al mirar el estandarte con la serpiente, nosotros, los cristianos, somos sanados de nuestros pecados cuando fijamos nuestra vista en la Cruz, que nos remite al Crucificado, y al único y eterno sacrificio ofrecido de una vez y por todas para nuestra salvación. Si no lo has hecho aún, todavía estás a tiempo. ¡Reconcíliate! Para eso Jesús nos dejó el Sacramento…

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DEL T.O. (B) 31-01-21

“Cállate y sal de él”. Y el espíritu “dando un grito muy fuerte, salió”.

Continuamos adentrándonos en el Tiempo ordinario. La figura de Cristo-predicador sigue tomando forma y, junto con ella, se va revelando la divinidad de Jesús. El misterio de la Encarnación.

La primera lectura que nos ofrece la Liturgia (Dt 18,15-20) nos prefigura la persona de Cristo: “Un profeta, de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios. A él lo escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea: ‘No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio; no quiero morir.’ El Señor me respondió: ‘Tienen razón; suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande’”.

De ahí que a Jesús se le llame el “nuevo Moisés”, ya que en Él se cumple a plenitud la profecía contenida en este pasaje. Esto lo vemos más claramente en Mateo, cuyo objetivo es probar que Jesús es el Mesías prometido. Por eso establece un paralelo entre ambos personajes: Moisés y Jesús perseguidos en su infancia, Moisés y Jesús ofreciendo un pan de vida, y Moisés y Jesús dando la Ley en una montaña.

En la lectura evangélica de hoy (Mc 1,21-28) vemos el comienzo de la misión de Jesús. Lo encontramos entrando a Cafarnaún. Apenas cuenta con cuatro discípulos, pero no espera, tiene que cumplir su misión y sabe que tiene poco tiempo. Lo vemos predicando en la sinagoga (algo no muy común en Jesús, que prefería hacerlo al descampado). Todos se maravillaban de la autoridad con que exponía su doctrina, porque lo hacía, no como lo escribas (que no aventuraban interpretar la ley a menos que su juicio estuviera avalado por las escrituras), “sino con autoridad”. Otra muestra de la divinidad de Jesús, quien había venido a dar plenitud a la Ley y los profetas (Mt 5,17). Todos perciben que Jesús habla con una autoridad que viene desde el interior de sí mismo y que solo puede venir del mismo Dios. Tal vez todavía no tienen claro que Él es Dios, pero este episodio constituye el primer atisbo de esa divinidad que se seguirá manifestando a través del Evangelio.

Y para que no quede duda sobre su “autoridad” y su superioridad sobre todo, la Escritura nos presenta a un hombre poseído por un “espíritu inmundo” que se encuentra con Jesús en la sinagoga. El espíritu increpa a Jesús y, una vez más, Jesús habla con autoridad: “Cállate y sal de él”. Y el espíritu “dando un grito muy fuerte, salió”. Todos estaban asombrados, confundidos, y se decían: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo”. Y eso, que estamos apenas comenzando, es el primer día de predicación de Jesús.

Y yo, ¿tengo claro quién es Jesús? ¿He sido testigo de su poder? Cuando hablo de Él, ¿presento una imagen de “estampita” sobre su persona, o soy capaz de presentar mi experiencia de la divinidad de Jesús y cómo ha obrado en mí?

Que pasen un hermoso domingo, y no olviden visitar la Casa del Señor, aunque sea de manera virtual..