En este corto te explicamos por qué la Santa Cruz, que para muchos es símbolo de tortura y muerte, para los cristianos es fuente de amor y de vida. Por eso celebramos la Exaltación de la Santa Cruz.
“‘¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?’ Jesús les respondió: ‘Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!’’. Este fragmento de la lectura evangélica para este tercer domingo de Adviento (Mt 11,2-11) sienta la tónica para este día que se nos presenta como el domingo del TESTIMONIO. Testimonio gozoso que le da el nombre de “domingo gaudete”. Gaudete quiere decir “regocijaos” en latín.
Desde la primera lectura (Is 35,1-6a.10) se advierte la alegría y el gozo que acompañaría la venida del redentor que el pueblo esperaba desde el mismo momento de la caída (Gn 3,15). Venida que estaría acompañada de señales que darían testimonio de su llegada: “El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría. Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión”.
Era esa espera gozosa, la expectación de la llegada del Mesías liberador que mantenía vivas las esperanzas del pueblo. Por eso el profeta les exhorta a no ser cobardes: “‘Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará’. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Volverán los rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán”. Es el “Adviento” que vivía el pueblo de Israel durante el Antiguo Testamento, y que profetas como Isaías mantenían vivo.
Esas expectativas, esas profecías, se hacen realidad en la persona de Jesucristo. Esos son los signos de que la plenitud de los tiempos ha llegado y Él es Dios “que viene en persona”, el Mesías esperado; “los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio”. Por eso, ante la pregunta que Juan le formula desde la cárcel a través de sus discípulos (“¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?), Jesús se limita a pedirles que den TESTIMONIO de lo que han visto y oído; testimonio que ha de estar obligadamente enmarcado, no solo en el gozo natural que semejantes portentos provocan, sino en el convencimiento de que ellos apuntan que los tiempos mesiánicos ha llegado.
Hoy la Iglesia nos dice: “regocíjate” y “da testimonio” de ese gozo. Si hacemos inventario de las maravillas que Dios ha obrado en cada una de nuestras vidas, desde el mismo momento de nuestra concepción, tenemos que regocijarnos. Y ese regocijo es tal que, nos sentimos compelidos a salir y dar TESTIMONIO.
Isaías nos pide que seamos valientes. En la segunda lectura Santiago (5,7-10) nos exhorta a ser pacientes, especialmente en el sufrimiento. Es decir, a mantener la expectación gozosa en medio de la prueba y la tribulación, porque el Señor nos ama tanto que nos hará justicia. Si hemos vivido el Adviento sabemos que el Señor está cerca. ¡Regocíjate!
Si aún no te has reconciliado con el Padre, todavía estás a tiempo. Él no se cansa de esperarte…
La liturgia de hoy nos presenta la conclusión del libro de Job (42,1-3.5-6.12-16). En la primera lectura de ayer (38,1.12-21; 40,3-5) veíamos cómo Dios le planteaba a Job, y este reconocía, la grandeza y soberanía de Dios y lo insondable de sus misterios, y terminaba reconociendo su pequeñez. La semilla de la fe.
Hoy vemos la respuesta de Job: “Reconozco que lo puedes todo, y ningún plan es irrealizable para ti, yo, el que te empaño tus designios con palabras sin sentido; hablé de grandezas que no entendía, de maravillas que superan mi comprensión. Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso, me retracto y me arrepiento, echándome polvo y ceniza”. Job reconoce que tenía una idea errónea de Dios. Así, desde el sufrimiento, aprende a conocerle; se consolida su fe.
En este pasaje encontramos también el diálogo entre Dios y el hombre que constituye la verdadera oración; ese diálogo entre Dios y el hombre motivado por la fe, y que a la vez sirve para fortalecer, acrecentar esa fe. Dios nos habla; nosotros le escuchamos y le respondemos. Como nos dice Nöel Quesson, “una de las mejores definiciones de la ‘oración’: dialogar con Dios. Escuchar a Dios, hablar a Dios”. Es mediante la oración que conocemos mejor a Dios; y mientras más le conocemos, más le amamos; y mientras más le amamos, más queremos conocerle.
Y a pesar de que este libro de Job, junto a los otros libros sapienciales, ya comienzan a apuntarnos al concepto de la retribución, el “premio” en la vida eterna (contrario al concepto judío de que el hombre “justo” recibía su “recompensa” en este mundo – algo similar a esas sectas de hoy en día que predican la “prosperidad”), en Job encontramos que al final, por haber perseverado en su fe a pesar de todas las calamidades que tuvo que soportar, Dios le premia con una prosperidad superior a la anterior. Y el autor, en un final más apetecible para el lector de la época, nos dice que Job vivió una larga vida rodeado de sus hijos e hijas, nietos y biznietos. “Y Job murió anciano y satisfecho”.
Con la llegada del Cristo y su misterio pascual (su pasión, muerte, resurrección y glorificación), que nos abrió el camino a la vida eterna, vemos en este “final feliz” de Job un tímido anticipo de la verdadera felicidad que nos espera en la “Nueva Jerusalén”, cuando estemos contemplando el rostro de Dios por toda la eternidad (Cfr. Ap 21,3-5).
Hoy, pidamos al Señor que, aunque a veces por nuestra debilidad humana le reclamemos, y hasta le recriminemos en nuestros momentos de prueba, nos brinde la fortaleza y la perseverancia en la fe que mostró Job. Así nuestras tribulaciones se convertirán en experiencias de purificación que, lejos de alejarnos, nos acercarán más a Él, asemejándonos a su Hijo.
Que pasen todos un hermoso fin de semana lleno de la PAZ que sólo Dios puede brindarnos. No olviden visitar su Casa; Él les espera.
En la liturgia de hoy continuamos leyendo el libro de Job (3,1-3.11-17.20-23). En el pasaje e ayer veíamos como Job, ante las desgracias que le habían sobrevenido en un día exclamaba: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.
En la lectura de hoy vemos cómo ese mismo hombre que ayer nos presentaba el ejemplo de aceptación de la voluntad de Dios, llega el momento que se rebela y lanza un grito de angustia y dolor: “¡Muera el día en que nací, la noche que dijo: ‘Se ha concebido un varón’! ¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas? ¿Por qué me recibió un regazo y unos pechos me dieron de mamar?”
El libro de Job ha sido llamado el libro de los “por qué”, y con razón. Debemos recordar que este libro, junto a los otros libros sapienciales, fue escrito durante la época de la restauración, luego del exilio en Babilonia, y el pueblo reflexionaba sobre “por qué” Dios le había retirado su favor. Pero esa pregunta del porqué de las desgracias es la pregunta que todos nos hacemos en algún momento de nuestras vidas.
En Job encontramos el grito de angustia y frustración de todo hombre que sufre y no acaba de comprender el “por qué” de su estado, el por qué Dios aparenta haberlo abandonado a su suerte. Es el grito que recoge el salmista cuando grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 21,2), para luego convertirse en un canto de alabanza; salmo que Jesús entonará luego en su hora suprema.
Pero lo que cabe resaltar es que Job en ningún momento reniega de Dios ni le maldice; se limita a maldecir el día en que nació. Exterioriza su dolor y frustración con una reacción bien humana, deseando no haber nacido, estar muerto, pues de ese modo se hubiese librado de su desgracia. Y si se dirige a Dios, aunque sea para reclamarle, e incluso recriminarle, es porque cree en Él. Si no creyera en Dios no le preguntaría “por qué”, pues no tendría a quién preguntar. Esa fe en Dios es lo que le sostendrá en la tribulación hasta el final, cuando Yahvé restaura todo a Job, no sin antes hacerle comprender que no está en nosotros comprender los designios misteriosos de Dios.
La única respuesta de Dios a los “por qué” de Job la encontramos en la persona de Jesucristo, quien sufrió las más grandes humillaciones y la peor de las desgracias cumpliendo la voluntad del Padre, para luego verse coronado de gloria. Es decir, que en lugar de “por qué”, la pregunta debe ser “¿para qué?”.
Hoy, pidamos a Dios que nos conceda la perseverancia de Job para mantenernos fieles a Él en las pruebas que nos presenta la vida, a pesar de nuestro natural rechazo al sufrimiento. Que podamos ofrecerle inclusive nuestras frustraciones, nuestros reclamos, nuestro espíritu quebrantado que Él nunca rechaza (Cfr. Sal 50,19).
Desde hace una semana la liturgia nos ha estado presentando como primera lectura los libros sapienciales contenidos en el Antiguo Testamento de nuestra Biblia Católica. Hasta ahora hemos contemplado pasajes de Proverbios, Sabiduría y Eclesiastés (los libros sapienciales son siete, pero a la Biblia protestante le faltan dos: Sabiduría y Eclesiástico). Hoy tomados el inicio del libro de Job (1,6-22), que nos presenta la historia de un hombre recto y temeroso de Dios, a quien este había favorecido con toda clase de bendiciones.
La lectura, haciendo uso de esos antropomorfismos que encontramos en la Biblia, nos relata una conversación casual entre Dios y Satanás en la cual Dios se ufana ante este último de lo bueno que era su siervo Job. Satanás le responde que con todas las bendiciones que ha recibido, cualquiera puede ser bueno y temeroso de Dios. En una especie de “reto”, con el consentimiento de Dios, Satanás en un solo día le priva de sus hijos, sus rebaños, sus pastores y su salud. Es aquí cuando Job pronuncia su célebre exclamación: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”. Es la respuesta que se espera de un verdadero creyente. En lugar de maldecir y renegar de Dios, Job acepta su sufrimiento y continúa alabando y bendiciendo el nombre del Señor. Pero este pasaje no es más que el primer episodio de un drama que se irá desenvolviendo a lo largo del libro. Job ganó el primer “round”, pero Satanás no se dará por vencido; volverá al ataque.
El libro de Job nos plantea la milenaria pregunta de por qué los justos, los inocentes, sufren. La respuesta de Job, aunque imperfecta, es un atisbo de la respuesta definitiva que Jesús habrá de brindarnos cinco siglos más tarde. Jesús, el “justo” por excelencia, despojado de todo, torturado, crucificado y muerto en la cruz. La pregunta lleva implícita otra sobre la retribución en el más allá, en la vida eterna, donde hemos de recibir esa corona de gloria que no se marchita (Cfr. 1Pe 5,4; 1Co 9,25). Y la contestación definitiva la encontraremos en Su gloriosa resurrección.
Este pasaje pretende enseñarnos que todo lo que tenemos es por pura gratuidad de Dios y que, por tanto, nada nos pertenece. “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24; Cfr. Mc 10,17; Lc 18,18-23). La pregunta que debemos meditar hoy es: ¿Cuando sirvo a Dios y a mis hermanos, lo hago pensando en el “premio” que espero recibir en este mundo, o lo hago verdaderamente por amor a Dios y al prójimo? Piensa en lo más preciado que tienes y pregúntate: Si Dios me lo quitara hoy, ¿podría decir como Job “el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”? De la contestación a esa pregunta puede depender tu salvación…
Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones, y de la PAZ que solo Dios puede brindarnos.
“El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: ‘Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús’”. (Catecismo de la Iglesia Católica 2449).
Aunque la Fiesta universal de santa Rosa de Lima es el 23 de agosto, en muchos países, como en su natal Perú y en Puerto Rico, se celebra hoy 30 de agosto. Santa Rosa de Lima fue la primera santa americana canonizada, patrona de las Américas y, al igual que Santa Catalina de Siena, a quien siempre trató de imitar, terciaria dominica. La cita del Catecismo de la Iglesia Católica que hemos transcrito resume la vida y misión de esta insigne santa de nuestra Orden. Santa Rosa de Lima también es la patrona del Laicado Dominico de Puerto Rico y, por gracia divina, pertenezco a la Fraternidad Santa Rosa de Lima en la que, al igual que ella, hice mi profesión perpetua.
Santa Rosa supo ver el rostro de Jesús en los enfermos, en los pobres, y en los más necesitados, comprendiendo que sirviéndoles servía a Jesús, y que haciéndolo estaba haciéndose acreedora de ese gran tesoro que es la vida eterna (Cfr. Mt 25,40.46). Comprendió que valía la pena dejarlo todo con tal de servir a Jesús.
Durante su corta vida (vivió apenas treinta y un años) supo enfrentar la burla y la incomprensión y combatir las tentaciones que la asechaban constantemente. Su belleza física le ganaba el halago de todos. Con tal de no sentir vanidad y evitar ser motivo de tentación para otros, llegó al extremo de desfigurarse el rostro y las manos. Cuentan que en una ocasión su madre le colocó una hermosa guirnalda de flores en la cabeza y ella, para hacer penitencia por aquella vanidad, se clavó en la cabeza las horquillas que sostenían la corona con tanta fuerza que luego resultó difícil removerla.
La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia propia de la Fiesta (Mt 13,44-46) nos presenta las parábolas del tesoro y de la perla (dos de las llamadas “parábolas del Reino” que Mateo nos narra en el capítulo 13 de su relato):
“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró”.
Rosa de Lima había encontrado ese gran tesoro que es el amor de Dios, y ya todo palidecía, todo lo consideraba basura con tal de ganar Su amor (Cfr. Flp 3,8). Por eso, aún durante la larga y dolorosa enfermedad que precedió su muerte, su oración era: “Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor”.
Cuando leemos las vidas de los grandes santos, nos examinamos y comprendemos lo mucho que nos falta para alcanzar esa santidad a la que todos estamos llamados (1 Pe 1,15). Si ellos, humanos igual que nosotros, con nuestras mismas debilidades, lo lograron, nosotros también podemos hacerlo.
Hoy, pidamos la intercesión de Santa Rosa de Lima para que el Señor nos conceda la perseverancia para continuar en el camino hacia la santidad.
Dos frases de Jesús, contenidas en el evangelio de hoy (Mt 8,18-22), resumen su mensaje. “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. “Tú, sígueme. Deja que los muertos entierren a sus muertos” (ayer leíamos la versión de Lucas de esta conversación).
Cuando Jesús nos habla a veces su mensaje es claro, pero a veces nos confunde, y hasta nos estremece, como sucede con la última frase, en la que Jesús le pide a su discípulo que incumpla una de las obras de misericordia corporales, enterrar a los muertos, con tal de seguirlo. Como siempre que abordamos la Biblia, no podemos hacerlo con una lectura literal del texto. Hay que ver el contexto en que se dice.
En esta lectura tenemos que tomar ambas frases en conjunto y en el contexto de la vida de quien las pronuncia. Jesús abandonó su casa, el confort y la seguridad de su hogar para ir a proclamar la Buena Noticia del Reino: “para eso he sido enviado” (Lc 4,43). Por eso nos dice que no tiene dónde recostar la cabeza. Le advierte a su discípulo potencial sobre las exigencias que implica su seguimiento.
Jesús no solo abandonó su casa, sino que junto a ella abandonó también a su familia, especialmente a su madre, que era la persona que más amaba. Cuando Jesús le dice a su discípulo que seguirlo a Él es más importante que cumplir con el piadoso deber de enterrar a los muertos, lo hace con todo propósito, para recalcar la radicalidad del seguimiento, y que no hay nada más importante que el anuncio del Reino. Lo único que Jesús garantiza a los que deciden seguirle (además de las persecuciones y sufrimiento) es la vida eterna, la “corona que no se marchita” (Cfr. 1 Co 9,25).
El discípulo sigue al maestro, “se sienta a sus pies” a escucharlo, pero más importante aún, “comparte su destino”. Jesús nos está diciendo que su seguimiento tiene que ser radical; que tenemos que estar dispuestos a renunciar, dejar atrás todo lo que pueda convertirse en un obstáculo para seguirlo.
Ahí reside nuestro problema. Estamos apegados a muchas cosas y personas y, ante ellas, el seguimiento de Jesús toma un distante segundo plano. Ese “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”, se convierte para nosotros en “Señor, espera que me jubile” o, “Señor, déjame terminar de criar a mis hijos” o, “Señor, déjame terminar mis estudios” o, “Señor, déjame juntar suficiente dinero para comprar una casa, o un auto nuevo” … ¡Siempre hay una excusa válida para posponerlo! Mientras tanto, Él sigue llamando a nuestra puerta (Cfr. Ap 3,20).
Jesús quiere que le sigamos, pero ese seguimiento no puede ser a medias; no podemos ser cristianos “tibios”, part time: “Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (Ap 3,16). Palabras fuertes, pero Él quiere que no quede duda alguna sobre lo que espera de nosotros. Ese mismo Jesús te está pidiendo HOY que le sigas. ¿Cuál es tu excusa?
Finalizada la cincuentena de Pascua con la
Solemnidad de Pentecostés que celebráramos ayer, hoy retomamos en Tiempo
Ordinario de la Liturgia.
Y para hoy, la liturgia nos regala hoy la
versión de Mateo del pasaje de las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12). Esta versión
es la que da el nombre de “Sermón de Montaña” o “Sermón del Monte” a este
pasaje pues, contrario a Mateo, la versión de Lucas nos presenta a Jesús pronunciando
el discurso de las Bienaventuranzas “en un paraje llano” (Lc 6,17).
La razón para la diferencia entre una y otra
versión obedece al fin pedagógico de cada relato evangélico, y al grupo a quien
va dirigido. Lucas escribe para fortalecer la fe de los cristianos que ya
estaban siendo perseguidos por profesar su fe. Mateo escribe su relato para los
judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que
Jesús es el Mesías prometido, ya que en Él se cumplen todas las profecías del
Antiguo Testamento.
Mateo quiere demostrar además, que en la
persona de Jesús se cumple la profecía de Dt 18,18. Para ello recurre a
establecer un paralelismo entre Jesús y Moisés: Moisés y Jesús perseguidos en
su infancia; Moisés y Jesús ofreciendo un pan de vida, Moisés escribiendo cinco
libros (la autoría humana del Pentateuco se le atribuía entonces a Moisés) y
Jesús pronunciando cinco grandes discursos.
Finalmente, del mismo modo que Moisés subió al
Monte Sinaí, Mateo nos presenta a Jesús subiendo “al monte”. Con ello quiere
significar que Jesús va a llevar a cabo la fundación del “nuevo pueblo de Dios”
basado en una nueva Alianza, con Jesús como el “nuevo Moisés”.
A diferencia del decálogo, que contiene unos
mandatos y unas prohibiciones abstractas, las Bienaventuranzas se refieren a
situaciones de hecho concretas (ej. pobreza, llanto, hambre, sed), sufrimientos
que viven todos los que trabajan en la construcción de ese nuevo orden al que
Jesús se refiere como “el Reino”. Por eso los sujetos de las Bienaventuranzas
no son las situaciones, sino las personas que las sufren por causa de la
justicia y por seguir los pasos de Jesús. A esos es que quienes Jesús llama
“bienaventurados”, a los que están dispuestos a “renunciar a sí mismos” para
seguir a Jesús (Cfr. Mt 16,24; Mc
8,34).
Además de las situaciones pasivas que hemos
reseñado, hay otras activas, que nos presentan actitudes concretas que los
verdaderos discípulos de Jesús han de observar, como la mansedumbre, la
misericordia, la limpieza de corazón, y la lucha por la justicia. A estos también
Jesús llama “bienaventurados”.
El diccionario de la Real Academia Española
define “bienaventurado” como el “que goza de Dios en el cielo”. Y tiene razón,
porque las bienaventuranzas nos describen la conducta de los ciudadanos del
Reino; ese Reino que ya ha comenzado pero que todavía no ha culminado; el
famoso “ya, pero todavía”.
Hemos dicho en otras ocasiones que podemos
comenzar a vivir nuestro cielo en la tierra. ¿Cómo?, Jesús nos da la “receta”
en las Bienaventuranzas. Y si quisiéramos resumirlas podemos hacerlo en una
sola palabra: Amor.
“El que tiene mis mandamientos y los guarda,
ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y
me manifestaré a él” (Jn 14,21).
La liturgia de Pascua para hoy nos presenta
como primera lectura (Hc 14,19-28) la conclusión del primer viaje misionero de
Pablo. Si leemos cuidadosamente notaremos que a su regreso, Pablo y Bernabé
hacen el viaje original a la inversa, pasando por las mismas ciudades que ya
habían visitado, con el propósito de afianzar la fe de aquellos nuevos cristianos,
convertidos en su mayoría del paganismo. Lo mismo hará Pablo posteriormente
mediante las cartas que dirigirá a otras comunidades. Pablo estaba consciente
que la semilla de la fe tiene que ser irrigada, abonada y podada en tiempo para
que germine y de fruto.
El pasaje comienza con la lapidación de Pablo
por parte de unos judíos que resentían la forma en que el Evangelio de Jesús se
iba propagando. Luego de apedrearlo, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo
dejaron por muerto. Pero lejos de amilanarlo, esa experiencia le dio nuevos
bríos para continuar predicando. Nos evoca las palabras del Señor a Ananías en
el pasaje de la conversión de Pablo, cuando refiriéndose a Pablo le dijo: “Ve a
buscarlo, porque es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre a todas
las naciones, a los reyes y al pueblo de Israel. Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre” (Hc
9,15-16).
Pablo había vivido esas palabras. Por eso lo
encontramos al final del pasaje de hoy “animando a los discípulos y exhortándolos
a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el
reino de Dios”. Ese es un tema recurrente en la predicación de Pablo. Nuestra
fe en el Resucitado no suprime la tribulación, las pruebas; por el contrario,
parecería que acompañan al que decide seguir los pasos de Jesús. La diferencia
es que para el cristiano ese sufrimiento adquiere un significado distinto, adquiere
sentido. Y aunque para quien no tiene fe parezca un contrasentido, es también
motivo de alegría.
Sabemos que de la misma manera que Jesús fue glorificado en su pasión para luego ser resucitado e ir a reinar junto al Padre por toda la eternidad, nuestro sufrimiento es un “paso”, un peldaño, en esa escalera que nos conduce al Reino de Dios en donde reinaremos junto a Él “por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).
Cuando me enfrento a mis sufrimientos, ¿puedo
ver en ellos esa prueba que me purifica como el oro en el crisol, y me
permitirá ser enaltecido ante Dios (Cfr.
Sir 2,1-6) en el día final?
La lectura evangélica (Jn 14,27-31a) nos
muestra a Jesús anunciando a sus discípulos que con su pasión iba destronar a
Satanás como “príncipe de este mundo”. “Ya no hablaré mucho con vosotros, pues
se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es
necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me
manda yo lo hago”. Y eso implica que padezca, muera, y sea resucitado, para que
todos crean en Él, y todo el que crea en Él se salve. Ese es el mismo camino
que estamos llamados a seguir los que nos llamamos sus discípulos: “El que
quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada
día y me siga” (Lc 9,22-23).
No es cuestión de valor; se trata de creer en
el Resucitado y creer en su Palabra. Y tú, ¿le crees?
Hoy no se celebra la Santa Misa. En su lugar,
a la “hora nona” (las tres de la tarde), se celebra la Pasión del Señor con la
Liturgia de la Palabra y la Adoración de la Cruz. Luego de la Adoración de la
Santa Cruz, se distribuye la comunión con el pan consagrado el día anterior
durante la Misa de la Cena del Señor. Es día de ayuno y abstinencia. También en
este día se meditan las “siete palabras” de Jesús en la cruz. El propósito es recordar
la crucifixión de Jesús y acompañarlo en su sufrimiento.
La Liturgia de la Palabra para este día consta
de la lectura del cuarto “Cántico del Siervo de Yahvé” (Is 52,13-53,12) –
profecía del Mesías en su Misterio Pascual, el Salmo 30 (2.6.12-13.15-16.17.25)
– con la invocación de Jesús en la cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu”, el pasaje de la Carta a los Hebreos donde se proclama el sentido
sacerdotal de la vida de Jesús y especialmente en la Pasión (Hb 4,14-16;5,7-9)
y, finalmente, el relato de esta según san Juan (18,1–19,42).
La primera lectura, que a mí siempre me
conmueve, no solo profetiza, sino que explica el verdadero sentido de la Pasión
redentora de Jesús: “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros
dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, pero él fue
traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro
castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos
como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos
nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca;
como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no
abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién meditó en su
destino?… El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida
como expiación… Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes
de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre.
Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el
pecado de muchos e intercedió por los pecadores”.
Y todo fue por amor…
El salmo nos presenta la última de las siete
palabras de Jesús en la cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. En
la sexta palabra Jesús anuncia al Padre que la misión que Él le había
encomendado estaba cumplida (Jn 19,30). Ahora reclina la cabeza sobre su pecho
y, estando ya próximo el sábado, llegó la hora de descansar, como lo hizo el
Padre al concluir la creación (Cfr. Gn
1,31.2,2).
No sé exactamente qué pasaría por su mente en
esos momentos, pero prefiero creer que su último pensamiento humano fue para su
Madre bendita. Eso le hizo recordar aquellas palabras que había aprendido de
niño en el regazo de su Madre, las palabras con que todos los niños judíos
encomendaban su alma a Dios al acostarse: “Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu”.
Señor, ayúdame a comprender y apreciar el
sacrificio supremo de la Cruz, ofrecido por Ti inmerecidamente para nuestra
salvación. Amén.