En este corto te explicamos por qué la Santa Cruz, que para muchos es símbolo de tortura y muerte, para los cristianos es fuente de amor y de vida. Por eso celebramos la Exaltación de la Santa Cruz.
Hoy celebramos la Fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, que constituye la sede de la Cátedra del Papa en su carácter de Obispo de Roma, es decir, que es la catedral de Roma. La tradición de celebrar esta Fiesta se remonta al siglo XII, y tiene como propósito honrar esa basílica que es llamada “madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe”, por ser, como hemos dicho, la “cátedra de Pedro”.
Las lecturas que la liturgia nos propone hoy, abarcan toda la dimensión de lo que constituye el “templo” para nosotros los cristianos. En el segundo texto que se nos propone como lectura (1 Cor 3,9c-11.16-17) Pablo nos recuerda que nosotros somos el verdadero templo de Dios: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros”. “Vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23); “¿No sabéis que sois templo de Dios?”. No hay duda de que Dios está en todas partes, por lo que su presencia no está circunscrita a los templos edificados por manos humanas. Es algo que aprendemos desde la catequesis infantil.
No obstante, ya desde el Antiguo Testamento Dios enseña a su pueblo la importancia de separar una estructura sagrada para congregarnos con el propósito de rendirle el culto de adoración que solo Él merece (la palabra “sagrado” quiere decir “separado”). El mismo Jesús fue presentado en el Templo (Lc 2,22-40), acudía al Templo para observar las fiestas religiosas (Lc 2,41-42; Jn 2,13), y lo encontramos en innumerables ocasiones enseñando en el Templo o en la sinagoga.
En el Evangelio que contemplamos hoy (Jn 2,13-22) se hace patente la importancia que Jesús le reconoce al Templo, y el respeto que le merece, cuando cita el Salmo 69,10: “El celo de tu casa me devora”. Este es el pasaje en que Jesús expulsa por la fuerza a los mercaderes del templo, increpándolos por haber convertido “en un mercado la casa de [su] Padre”. Pero al mismo tiempo reconoce que su cuerpo (del cual todos formamos parte – Cfr. 1 Cor 10,17; 12,12-27; Ef 1,13; 2,16; 3,6; 4, 4.12-16; Col 1,18.24; 2,19; 3,15) es también un templo: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”.
“El celo de tu casa me devora”. Cada vez que entro en un templo y me encuentro a todo el mundo “socializando” y hablando nimiedades, y hasta murmurando contra otros hermanos, en presencia de Jesús sacramentado, cuya presencia es reconocida por apenas dos o tres personas, entiendo lo que sintió Jesús cuando volcó las mesas de los cambistas y expulsó a los mercaderes. Entonces voy y me postro ante Él y pido por ellos, y ruego al Señor que al verme, descubran Su presencia en el sagrario y cesen de convertir su Casa en un mercado, que es precisamente lo que el nivel de ruido que se percibe nos evoca.
Hoy, pidamos al Señor que nos permita reconocer nuestros cuerpos como templos suyos, respetándolos como tal, reconocer los templos de nuestra Iglesia como lugares sagrados en los que Él habita también, y comportarnos con el respeto que merecen.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 8,4-15), la parábola del sembrador, es uno de esos que no requiere interpretación, pues el mismo Jesús se encargó de explicarla a sus discípulos. La conclusión destaca la importancia de escuchar y guardar la Palabra de Dios. En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa conclusión: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). De esta manera Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por haberlo parido. Como el mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.
Como primera lectura tenemos la continuación de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,35-37.42-49). El pasaje que contemplamos hoy es secuela de la primera lectura que leyéramos el pasado jueves (1 Cor 15,1-11), que nos presentaba la veracidad del hecho de la resurrección de Jesús. Hoy Pablo aborda el tema de nuestra resurrección. La manera en que lo plantea apunta a que la controversia que pretende explicar surge no tanto del “hecho” de la resurrección, sino del “cómo”: “¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?”. La controversia parece girar en torno a la diferencia entre la concepción judía y la concepción griega de la relación entre el alma y el cuerpo, y cómo esto podría afectar el “proceso” de la resurrección.
Sin pretender entrar en disquisiciones filosóficas profundas (cosa que tampoco haremos aquí), Pablo le plantea a sus opositores el ejemplo de la semilla, que para poder tener plenitud de vida, tiene que morir primero: “Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual”. De esta manera Pablo explica la naturaleza del cuerpo glorificado (Cfr. Fil 3,21) que hemos de adquirir en el día final cuando todos resucitaremos (Jn 5,29; Mt 25,46); ese día en que esperamos formar parte de esa enorme muchedumbre, “imposible de contar”, de gentes que comparecerán frente al Cordero a rendirle culto por toda la eternidad, vestidas con túnicas blancas y palmas en las manos (Cfr. Ap 7,9.15).
El “hecho” de la resurrección no está en controversia. En cuanto al “cómo”, eso es una cuestión de fe. Si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús y a su Palabra salvífica, tenemos la certeza de que si Él lo dijo, por su poder lo va a hacer. “Para Dios, nada es imposible” (Lc 1,37). Jesús resucitó gracias a su naturaleza divina; y gracias al Espíritu que nos dejó, y a su presencia en la Eucaristía, nosotros también participamos de su naturaleza divina. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).
Mañana, cuando acudamos a la Casa del Padre y nos acerquemos a la mesa del Señor a recibir la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de semana a todos.
La primera lectura de la liturgia para hoy (1 Cor 12,12-14.27-31a) está enmarcada dentro de los capítulos 12 al 14 de la primera Carta a los Corintios, que nos presentan a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Pablo, preocupado por las divisiones que amenazaban la integridad de la joven comunidad de Corinto (que ya veíamos en la primera lectura de ayer), aprovecha la coyuntura para enfatizar que la unidad está en la diversidad.
Debemos recordar que, a diferencia de la Antigua Alianza que se “heredaba” por la carne, la Nueva Alianza en la persona de Cristo se transmite por la infusión del Espíritu que recibimos en nuestro Bautismo. Así todos, al ser bautizados en un mismo Espíritu, a pesar de nuestras diferencias étnicas, sociales, económicas, de género, pasamos a formar parte de un todo, del “nuevo pueblo de Dios” que es la Iglesia.
La lectura de hoy está enmarcada en los versículos precedentes: “Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común. El Espíritu da a uno la sabiduría para hablar; a otro, la ciencia para enseñar, según el mismo Espíritu; a otro, la fe, también en el mismo Espíritu. A este se le da el don de curar, siempre en ese único Espíritu; a aquel, el don de hacer milagros; a uno, el don de profecía; a otro, el don de juzgar sobre el valor de los dones del Espíritu; a este, el don de lenguas; a aquel, el don de interpretarlas. Pero en todo esto, es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones a cada uno en particular como él quiere” (ver. 4-11).
El Espíritu nos ha dotado a cada cual con unos talentos, unos dones, que podemos y debemos poner al servicio de nuestras comunidades. Podemos señalar, entre otros, la música o el canto, la animación, la cocina, la lectura, la enseñanza (en todas sus manifestaciones), la predicación, la contabilidad, el confortar a los enfermos, la habilidad de limpiar, ayudar en el altar, utilizar computadoras y otros medios electrónicos, orar, organizar. En fin, son tantos que resulta difícil enumerarlos. Como decimos en nuestros cursos de formación, la persona que barre y trapea el templo parroquial es tan importante para el buen funcionamiento de la comunidad, como el que predica en un retiro, o el que imparte la catequesis. “Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo” (ver. 12).
La Oración Colecta para hoy nos dice: “Señor, Tú nos enriqueces a cada uno de nosotros con dones y con personalidades diferentes, obra del mismo Espíritu Santo. Danos a todos y a cada uno de nosotros la mentalidad y actitudes de nuestro Señor Jesucristo, única cabeza del cuerpo, para que juntos contribuyamos, con las riquezas y diversidad de talentos recibidos, a edificar tu Iglesia, que es el único cuerpo místico de tu Hijo, Jesucristo nuestro Señor”. ¡Lindo día!
En la primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy (1 Cor 9,16-19.22b-27), san Pablo nos recuerda la misión a que todos hemos sido llamados, anunciar la Buena Nueva del Reino, sin esperar reconocimiento ni recompensa alguna que no sea la satisfacción de dar a conocer el Evangelio: “El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio”.
Nos recuerda, además, que el anuncio del Evangelio implica privaciones, pero esas privaciones deben servirnos de estímulo, teniendo presente que nuestra recompensa no está en el reconocimiento ni en la gloria terrenal sino en la vida eterna que se nos tiene prometida. Pare ello se compara con un atleta: “Ya sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio. Corred así: para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones. Ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (Cfr. 1 Pe 5,4).
En la lectura evangélica para hoy (Lc 6,39-42) Jesús utiliza la figura de la vista (“ciego” – “ojo”), que nos evoca la contraposición luz-tinieblas (Cfr. Jn 12,46), para recordarnos que no debemos seguir a nadie a ciegas, como tampoco podemos guiar a otros si no conocemos la luz. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. El mensaje es claro: No podemos guiar a nadie hacia la verdad si no conocemos la verdad. No podemos proclamar el Evangelio si no lo vivimos, porque terminaremos apartándonos de la verdad y arrastrando a otros con nosotros.
Ese peligro se hace más patente cuando caemos en la tentación de juzgar a otros sin antes habernos juzgado a nosotros mismos, cuando pretendemos enseñarle a otros cómo poner su casa en orden cuando la nuestra está en desorden: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.
Con toda probabilidad Jesús estaba pensando en los fariseos cuando pronunció esas palabras tan fuertes. Pero esa verdad no se limita a los fariseos. Somos muy dados a juzgar a los demás con severidad, pero cuando se trata de nosotros, buscamos (y encontramos) toda clase de justificaciones e inclusive nos negamos a ver nuestras propias faltas.
“Padre de bondad, que por medio de tu gracia nos has hecho hijos de la luz, concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén”.
La Orden de Predicadores (Dominicos) celebra hoy la Solemnidad de nuestro padre y fundador Santo Domingo de Guzmán, y en esta fecha celebramos la liturgia propia de la solemnidad, apartándonos de las lecturas correspondientes al tiempo ordinario.
Como primera lectura propia de la Solemnidad, se nos ofrece un texto de la Primera Carta del Apóstol san Pablo a los Corintios (2,1-10a), que nos presenta el secreto de la predicación de Pablo: “Cuando vine a ustedes a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre ustedes me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a ustedes débil y temeroso; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”. Pablo termina este pasaje diciendo: “«Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman». Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”.
Ahí está el secreto de la evangelización: predicar a Jesús muerto y resucitado, y las maravillas que ha obrado en cada uno de nosotros a través de su Santo Espíritu. El Padre Emiliano Tardiff lo expresó de manera elocuente: “Un evangelizador es ante todo un testigo que tiene experiencia personal de la muerte y resurrección de Cristo Jesús y que transmite a los demás, más que una doctrina, una persona que está viva, que comunica vida y vida en abundancia. Después, solo después y siempre después, se debe enseñar la catequesis y la moral. A veces estamos muy preocupados en que la gente cumpla los mandamientos de Dios antes de que conozcan al Dios de los mandamientos”.
De Santo Domingo se dice que “hablaba con Dios y de Dios”. Hablaba con Dios porque era hombre de oración, estudio de la Palabra y contemplación de la verdad revelada a través del estudio. El fruto de esa contemplación, que es el conocimiento de Dios, es lo que le permitía “hablar de Dios”, es decir, compartir con otros su experiencia de Dios como “una persona que está viva que comunica vida y vida en abundancia”. Ese fue el secreto de Pablo, y el secreto de Domingo de Guzmán, y es el ejemplo que debemos emular.
Como lectura evangélica contemplamos a Lc 9,57-62, que nos presenta dos frases que resumen las exigencias del seguimiento de Jesús: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. “Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Jesús no solo abandonó su casa, sino que junto a ella abandonó también a su familia, especialmente a su madre, que era la persona que más amaba. Cuando Jesús le dice a su discípulo que seguirlo a Él es más importante que cumplir con el piadoso deber de enterrar a los muertos, lo hace con todo propósito, para recalcar la radicalidad del seguimiento, y que no hay nada más importante que el anuncio del Reino.
Domingo de Guzmán vivió esa radicalidad en el seguimiento de Jesús, e imprimió a la Orden ese carisma, que me honro compartir.
“Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos”. En estas palabras, con las que concluye el Evangelio de hoy (Mt 7,6.12-14), Jesús nos plantea los dos caminos que, en prácticamente todas las culturas y religiones, simbolizan los dos tipos de conducta humana (Cfr. Salmo 1).
No hay duda de que el camino de la perdición es cómodo, llevadero; por eso es atrayente, mientras el camino que Jesús nos propone es uno lleno de sacrificios, de obstáculos, dolor, de entrega a los demás. No hay duda, estrecha es la puerta y angosto el camino, pero vale la pena recorrerlo, porque nos lleva a la vida (eterna).
Él se hizo hombre para mostrarnos ese camino de salvación, para demostrarnos que es posible, como lo han hecho tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia; aquellos que llamamos “santos” y “santas”.
No hay duda, el Camino es arduo, pero el premio que nos espera hace palidecer las dificultades y sacrificios que implica. Pienso en los anuncios que normalmente preceden a los juegos olímpicos. En ellos se nos presentan las historias de diferentes atletas, y cómo se preparan sacrificando las fiestas, las diversiones, y hasta la familia, entrenando con una sola meta, la medalla olímpica; una medalla hecha de metal que eventualmente perderá su brillo y morirá llena de polvo en un armario o una gaveta.
Lo que Jesús nos promete es algo más preciado que una mera medalla de oro, o plata, o bronce, es la vida eterna. “Los atletas se privan de todo; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (1 Co 9, 25). Pablo entendió el mensaje de Cristo, y entendió además que Él no nos está pidiendo nada que Él, como hombre, no estuvo dispuesto a hacer.
Hoy te invito a pedir a Nuestro Padre que está en los cielos que nos de la perseverancia para continuar nuestro “entrenamiento” para la vida eterna, sin sucumbir ante la tentación del “camino cómodo, llevadero” que nos brinda la gratificación instantánea, pero nos lleva a la condenación eterna. La invitación es clara, como lo son las opciones.
“Señor Dios nuestro, Tú nos preguntas a través de tu Hijo Jesucristo: ¿Qué camino quieren ustedes tomar: el menos exigente y sin esfuerzo, ¿o el camino y la puerta estrechos, difíciles y llenos de obstáculos? Señor, que, al elegir, nos decidamos siempre por el camino de tu Hijo, porque él es nuestro Señor por los siglos de los siglos” (Oración colecta).
Hoy celebramos la memoria libre de nuestro primer beato puertorriqueño, Carlos Manuel (“Charlie”) Rodríguez. En una ocasión anterior publicamos su biografía. Les invitamos a leerla para conocer mejor a este cristiano ejemplar.
El calendario litúrgico-pastoral para la
Provincia de Puerto Rico nos sugiere unas lecturas opcionales para esta
celebración litúrgica. Como primera lectura se nos ofrecen dos lecturas
alternas. Hemos escogido 1 Co 1,26-31: “Hermanos, tengan en cuenta quiénes son
los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando
humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios
eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el
mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y
despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie
podrá gloriarse delante de Dios. Por él, ustedes están unidos a Cristo Jesús,
que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y
justicia, en santificación y redención, a fin de que, como está escrito: El que
se gloría, que se gloríe en el Señor”.
Basta leer la biografía de nuestro beato
Charlie para ver personificada esta lectura. Un humilde oficinista, de
constitución débil y acosado por la enfermedad, que supo compenetrarse de tal
modo con el Resucitado y la liturgia de la Iglesia, que se convirtió en
precursor de los cambios en la liturgia que serían adoptados por los sabios y
entendidos en el Concilio Vaticano II. Su secreto fue “estar unido a Cristo
Jesús, que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y
justicia, en santificación y redención”. En comparación con Cristo, nada puede
ni tan siquiera considerarse como una alternativa real. Él es la fuente última
de sabiduría, justicia y redención.
Vemos constantemente esa preferencia de Jesús
por los débiles, lo pequeños, los humildes, cuando se trata de la Revelación de
los grandes misterios del Reino. Así encontramos una santa Catalina de Siena,
una santa Teresa del Niño Jesús, un beato Charlie, junto a los grandes
pensadores y eruditos con todos los títulos académicos posibles. No es que Dios
desprecie a los sabios e intelectuales; es que tal vez los pequeños y humildes no
se sienten apegados a su propia “sabiduría” o a su éxito, y por ello pueden sentirse
más receptivos y dependientes de Dios, quien les hace partícipes del Misterio.
San Pablo enfatiza que “nadie podrá gloriarse
delante de Dios”, es decir, que la sabiduría humana es incapaz de conocer por
sí misma la sabiduría de Dios. Solo el que se despoje de sus pretensiones
humanas, es decir, el que se “gloría en el Señor” y no en su propia sabiduría,
podrá alcanzar la verdadera Sabiduría.
Esa Sabiduría hizo posible que el beato,
adelantándose al Concilio Vaticano II, entendiera y proclamara la importancia
del Misterio Pascual, y cómo toda la liturgia de la Iglesia tenía que girar
alrededor de la Madre de todas las vigilas, la Vigilia Pascual. Él supo vivir
la alegría y la esperanza que Cristo nos regaló con Su Pascua. De ahí su lema: ¡VIVIMOS
PARA ESA NOCHE!
Hoy hacemos otro paréntesis en la liturgia pascual para celebrar la Fiesta litúrgica de los santos Felipe y Santiago, apóstoles. La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy coincide con la que contemplaremos el sábado de la cuarta semana de Pascua (Jn 14,6-14), que ya habíamos comentado anteriormente. En este pasaje Jesús se presenta como el único camino al Padre, por la identidad que existe entre ambos: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Les refiero a nuestra reflexión anterior, publicada en http://delamanodemaria.com/?p=15418.
Como primera lectura para esta Fiesta, nos
apartamos momentáneamente del libro de los Hechos de los Apóstoles para visitar
la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15, 1-8). En este
pasaje encontramos a Pablo reiterando la proclamación de su fe pascual a los
cristianos de la comunidad de Corinto: “Porque lo primero que yo os transmití,
tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados,
según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las
Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se
apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven
todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos
los apóstoles; por último, se me apareció también a mí”. Como parte de la
proclamación de fe pascual, Pablo nos presenta a Santiago y los demás apóstoles
(lo que incluiría a Felipe) como testigos de la Resurrección.
La comunidad de Corinto fue una de las que más
dolores de cabeza le causaron a Pablo. Basta leer ambas cartas para ver la
cantidad de problemas que enfrentaba esa joven comunidad, causados
primordialmente por estar ubicada en un puerto marítimo lleno de vicios, pecado
(especialmente de índole sexual), idolatría, etc. De ahí la insistencia de
Pablo en reiterarles la tradición apostólica que él había recibido, no sin antes recordarles que hay una sola fe y
una sola doctrina: el Evangelio de Jesucristo. Les dice que no pueden apartarse
de ese Evangelio, pues, “de lo contrario, se ha malogrado vuestra adhesión a la
fe”. Ese es nuestro Camino de salvación, el único Camino que nos ha de conducir
al Padre, como nos recuerda Jesús en la lectura evangélica.
Se trata de un Cristo que nos amó “hasta el
extremo”, que murió por nuestros pecados. Por eso, si nos adherimos plenamente a
Él (como tiene que ser, pues para Jesús no hay términos medios; el seguimiento
ha de ser radical), no solo anunciaremos lo que sabemos de Él que hemos
recibido de las Escrituras y la santa Tradición, sino que daremos testimonio
con nuestra propia vida, que se convertirá en predicación viviente de la Buena
Noticia del amor salvador de Jesús para toda la humanidad.
Señor, hoy que celebramos la Fiesta de los
apóstoles Felipe y Santiago, concédenos la gracia de convertirnos en testigos del
Resucitado mediante nuestro testimonio de vida, para que todos le conozcan y,
conociéndole crean en la Buena Noticia y le reconozcan como el único Camino que
conduce a Ti.
La liturgia para el Jueves Santo es un
verdadero festín. En la Misa Vespertina de la Cena del Señor celebramos la
institución de la Eucaristía (que quiere decir “acción de gracias”) y el
sacerdocio. Es el comienzo del Triduo Pascual. A pesar de estar tan cercanos a
la Pasión, estamos de fiesta; por eso los ornamentos litúrgicos son blancos.
Las primeras lecturas tratan más directamente
el tema de la Eucaristía, mientras el pasaje evangélico nos presenta un episodio
relacionado: el lavatorio de los pies.
La primera lectura, tomada del libro del Éxodo
(12,1-8.11-14), hace memoria del hecho liberador más importante en la historia
del pueblo de Israel, su liberación de la esclavitud en Egipto. La primera Pascua,
y la celebración de la primera cena pascual, signo de la Alianza entre Dios y
su pueblo a través de la persona de Moisés. Ese hecho liberador se convirtió en
“memorial” (zikkaron) para los judíos. Por eso, al celebrar la Pascua,
cada judío se considera que él mismo (no sus antepasados) fue liberado de la
esclavitud en Egipto.
La segunda lectura nos presenta la mejor
narración de la institución de la Eucaristía que encontramos en el Nuevo
Testamento, curiosamente por alguien que no estuvo allí, pero que la recibió
por la Tradición: el apóstol san Pablo (1 Cor 11,23-26). Esa institución se dio
durante la cena de Pascua que Jesús compartía con sus discípulos. Y en medio de
esa celebración, Jesús se ofrece a sí mismo como signo de la Alianza nueva y
eterna, y al ofrecer el pan y el vino pronunciando la acción de gracias,
instituye la cena como zikkaron (memorial) de su Pasión: “Haced esto en
memoria mía”.
La lectura evangélica, tomada del evangelio
según san Juan (13, 1-15), contiene una de las frases más hermosas y profundas
del Nuevo Testamento, y que le da sentido al Triduo Pascual que estamos
comenzando: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo”. Tanto nos amó que no quiso separarse de nosotros. Por el contrario, quiso
quedarse con nosotros en todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las
especies eucarísticas de pan y vino. Nos amó hasta el extremo, nos amó con
pasión…
Este pasaje nos narra, como dijimos, el
lavatorio de pies, que ocurre justo antes de la cena pascual. Todos conocemos
el episodio. Lo importante es lo que Jesús les dice al terminar de lavarles los
pies: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’
y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor,
os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros;
os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también
lo hagáis”.
Él estaba a punto de marcharse, pero quería
“sentar la tónica” del comportamiento que sus discípulos debían seguir.
Podríamos desarrollar toda una catequesis sobre el significado de este gesto de
Jesús, pero, como he dicho antes, el Espíritu Santo nos ha regalado la persona
del papa Francisco, quien encarna ese mensaje de humildad y servicio. Les
invito una vez más a mirarlo e imitarlo. Nuestra Iglesia está viviendo una
nueva era, y nos ha tocado la gracia de ser testigos.