REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 12-11-21

Nadie que haya observado la belleza de un atardecer en el mar, o de una noche estrellada, o los colores de la campiña puede negar la existencia de ese Dios que se nos revela a través de la creación.

Durante toda esta semana hemos estado leyendo el libro de la Sabiduría. Este libro, escrito durante la era de la restauración, después del destierro a Babilonia, forma parte de los llamados “libros sapienciales” del Antiguo Testamento. Es una lástima que este libro, tan rico en sabios consejos para ayudarnos a vivir una vida más ordenada, fuera excluido de la Biblia protestante, máxime, cuando según los entendidos, este libro sirve de “puente” entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (Sab 13,1-9), hace una exposición de la llamada “revelación cosmológica”, que junto a la revelación sobrenatural (contenida en la Tradición y las Sagradas Escrituras) conforman la totalidad de lo que conocemos como Divina Revelación:

“Eran naturalmente vanos todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que es, partiendo de las cosas buenas que están a la vista, y no reconocieron al Artífice, fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo. Si, fascinados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Dueño, pues los creó el autor de la belleza; y si los asombró su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo; pues, por la magnitud y belleza de las criaturas, se descubre por analogía el que les dio el ser”.

Como digo a mis estudiantes cuando tratamos el tema de la revelación cosmológica, nadie que haya observado la belleza de un atardecer en el mar, o de una noche estrellada, o los colores de la campiña cuando las plantas están florecidas, o haya tenido la dicha de ser testigo del nacimiento de una criatura, o estudiado la complejidad (y fragilidad) del cuerpo humano, puede negar la existencia de ese Dios que se nos revela a través de la creación. Y mientras más adelanta la ciencia, y el hombre continúa desenmarañando los misterios de la naturaleza y del universo entero, más patente se hace la mano creadora de Dios, más se revela su Artífice.

“El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos, el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra” (Salmo 18). Años más tarde san Pablo dirá: “Porque todo cuanto se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos: Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles –su poder eterno y su divinidad– se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras” (Rm 1,19-20).

La lectura evangélica de hoy (Lc 17,26-37) nos muestra cómo Dios se vale de esa misma naturaleza, obra de sus manos, para impartir la Justicia Divina, acabando con todos mediante el diluvio en tiempos de Noé, y destruyendo Sodoma y todos sus habitantes con “fuego y azufre” del cielo el día que Lot salió de allí.

Hoy, pidamos al Señor nos conceda la Sabiduría para aprender a descubrirle en Su creación, y actuar de manera que sea agradable a Él, que es en lo que consiste la verdadera Sabiduría.

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA (B) 21-02-21

Vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús.

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los pecadores, a la conversión, a reconciliarnos con Él.

Nuestra débil naturaleza humana, esa inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la tentación. Jesús experimentó en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). De paso, en un acto de misericordia, nos dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en comunión plena con el Dios uno y trino.

La lectura evangélica de hoy (Mc 1,12-15) nos presenta la versión más corta de las tentaciones en el desierto, unida a un llamado de conversión: “En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio’”.

En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su Misterio Pascual, su muerte y resurrección.

La versión de Lucas de este pasaje nos dice que luego de tentar a Jesús el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr. 1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar. De ahí el llamado constante a la conversión.

La segunda lectura (1 Pe 3,18-22), haciendo referencia a la primera (Gn 9,8-15), en la cual Dios establece una alianza con Noé y los suyos salvándolos del diluvio, nos la presenta como “un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Jesucristo, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios”.

Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador” (Sal 24).

Apenas comienza la Cuaresma. El Rey nos invita al banquete bodas de su Hijo, pero tenemos que ir con traje de fiesta (Cfr. Mt 22,12-13). Todavía estamos a tiempo… ¡Reconcíliate!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 15-11-19

“Eran naturalmente vanos todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que es, partiendo de las cosas buenas que están a la vista, y no reconocieron al Artífice”…

Durante toda esta semana hemos estado leyendo el libro de la Sabiduría. Este libro, escrito durante la era de la restauración, después del destierro a Babilonia, forma parte de los llamados “libros sapienciales” del Antiguo Testamento. Es una lástima que este libro, tan rico en sabios consejos para ayudarnos a vivir una vida más ordenada, fuera excluido de la Biblia protestante, máxime, cuando según los entendidos, este libro sirve de “puente” entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

La primer lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (Sab 13,1-9), hace una exposición de la llamada “revelación cosmológica”, que junto a la revelación sobrenatural (contenida en la Tradición y las Sagradas Escrituras) conforman la totalidad de lo que conocemos como Divina Revelación:

“Eran naturalmente vanos todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que es, partiendo de las cosas buenas que están a la vista, y no reconocieron al Artífice, fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo. Si, fascinados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Dueño, pues los creó el autor de la belleza; y si los asombró su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo; pues, por la magnitud y belleza de las criaturas, se descubre por analogía el que les dio el ser”.

Como digo a mis estudiantes cuando tratamos el tema de la revelación cosmológica, nadie que haya observado la belleza de un atardecer en el mar, o de una noche estrellada, o los colores de la campiña cuando las plantas están florecidas, o haya tenido la dicha de ser testigo del nacimiento de una criatura, o estudiado la complejidad (y fragilidad) del cuerpo humano, puede negar la existencia de ese Dios que se nos revela a través de la creación. Y mientras más adelanta la ciencia, y el hombre continúa desenmarañando los misterios de la naturaleza y del universo entero, más patente se hace la mano creadora de Dios, más se revela su Artífice.

“El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos, el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra” (Sal 18). Años más tarde san Pablo dirá: “Porque todo cuanto se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos: Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles –su poder eterno y su divinidad– se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras” (Rm 1,19-20).

La lectura evangélica de hoy (Lc 17,26-37) nos muestra cómo Dios se vale de esa misma naturaleza, obra de sus manos, para impartir la Justicia Divina, acabando con todos mediante el diluvio en tiempos de Noé, y destruyendo Sodoma y todos sus habitantes con “fuego y azufre” del cielo el día que Lot salió de allí.

Hoy, pidamos al Señor nos conceda la Sabiduría para aprender a descubrirle en Su creación, y actuar de manera que sea agradable a Él, que es en lo que consiste la verdadera Sabiduría.

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA (B) 18-02-18

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los pecadores, a la conversión, a reconciliarnos con Él.

Nuestra débil naturaleza humana, esa inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la tentación. Jesús experimentó en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). De paso, en un acto de misericordia, nos dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en comunión plena con el Dios uno y trino.

La lectura evangélica de hoy (Mc 1,12-15) nos presenta la versión más corta de las tentaciones en el desierto, unida a un llamado de conversión: “En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio’”.

En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su Misterio Pascual, su muerte y resurrección.

La versión de Lucas de este pasaje nos dice que luego de tentar a Jesús el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr. 1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar. De ahí el llamado constante a la conversión.

La segunda lectura (1 Pe 3,18-22), haciendo referencia a la primera (Gn 9,8-15), en la cual Dios establece una alianza con Noé y los suyos salvándolos del diluvio, nos la presenta como “un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Jesucristo, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios”.

Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador” (Sal 24).

Apenas comienza la Cuaresma. El Rey nos invita al banquete bodas de su Hijo, pero tenemos que ir con traje de fiesta (Cfr. Mt 22,12-13). Todavía estamos a tiempo… ¡Reconcíliate!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DÉCIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 08-08-16

pedro-encontra-moeda-na-boca-do-peixe

La primera lectura de hoy nos presenta al profeta Ezequiel (1,2-5.24-2,1a). Ezequiel fue el primer profeta del exilio en Babilonia. Los judíos habían perdido su libertad, sus tierras, pero más importante aún, habían perdido su Templo, el lugar sagrado en que habitaba Yahvé. Se sentían desamparados. Por eso Ezequiel, quien se había mantenido fiel a Dios en medio de la tribulación, cae “rostro en tierra” ante la presencia de Yahvé, a quien él percibe en la visión que nos narra, con todos los “efectos especiales” a la Steven Spielberg, típico del género apocalíptico. Muy distinto de la “suave brisa” con que el profeta Elías percibió la presencia de Yahvé (1 Re 19,12-13). Se trata del mismo Dios; pero un género literario diferente.

Lo cierto es que Ezequiel nos presenta a un Yahvé que no ha abandonado a su pueblo, y con Templo o sin Templo, se manifiesta en toda su gloria, con una visión que incluye cuatro “seres vivientes”, que en la literatura apocalíptica representan seres angélicos de alto rango, y encima de todo, “una figura que parecía un hombre” rodeado de un resplandor “como el arco que aparece en las nubes cuando llueve”. Esto último nos recuerda el arcoíris con el que Yahvé selló su pacto con Noé de que no volvería a destruir la humanidad con otro diluvio (Gn 9,14-17). Una promesa de restauración y, más aún, una promesa mesiánica.

El evangelio (Mt 17,22-27), por su parte, nos presenta uno de esos pasajes en que Jesús no aparece haciendo grandes portentos, sino más bien en su vida diaria como uno más de nosotros. El impuesto de los “dos dracmas” que el colector de impuestos reclama es uno que se cobraba para el mantenimiento del Templo. Jesús es superior al Templo, pero aun así paga sus impuestos; no reclama privilegios para sí, cumple con su deber ciudadano.

Hace un tiempo leía una reflexión sobre este pasaje que señalaba un simbolismo profundo en ese gesto de Jesús de decirle a Pedro que eche un anzuelo, coja el primer pez que pique, coja la moneda de plata que va encontrar en la boca del pez, y con ella pague el impuesto por ambos: “Cógela y págales por mí y por ti”. Con ese gesto parece decirle a Pedro que sus destinos están unidos, que han de correr la misma suerte (al principio del pasaje acababa de hacer el segundo anuncio de su pasión), que persevere en su misión.

Más adelante Jesús habría de pagar, “por ti y por mí”, con su propia vida, nuestra redención (en el mundo antiguo “redención” era el precio que se pagaba por la libertad de un esclavo), para luego resucitar en toda su gloria y mostrarnos el camino que le espera a todo el que le siga.

Jesús ya pagó por ti y por mí y te entrega el boleto de entrada a la Casa del Padre. El boleto tiene una sola condición: “Ámense unos a otros, como yo los amo a ustedes” (Jn 13,14). ¿Lo aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA (B) 22-02-15

tentaciones desierto

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los pecadores, a la conversión, a reconciliarnos con Él.

Nuestra débil naturaleza humana, esa inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la tentación. Jesús experimentó en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). De paso, en un acto de misericordia, nos dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en comunión plena con el Dios uno y trino.

La lectura evangélica de hoy (Mc 1,12-15) nos presenta la versión más corta de las tentaciones en el desierto, unida a un llamado de conversión: “En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio’”.

En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su Misterio Pascual, su muerte y resurrección.

La versión de Lucas de este pasaje nos dice que luego de tentar a Jesús el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr. 1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar. De ahí el llamado constante a la conversión.

La segunda lectura (1 Pe 3,18-22), haciendo referencia a la primera (Gn 9,8-15), en la cual Dios establece una alianza con Noé y los suyos salvándolos del diluvio, nos la presenta como “un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Jesucristo, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios”.

Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador” (Sal 24).

Apenas comienza la Cuaresma. El Rey nos invita al banquete bodas de su Hijo, pero tenemos que ir con traje de fiesta (Cfr. Mt 22,12-13). Todavía estamos a tiempo… ¡Reconcíliate!