En este corto te explicamos por qué celebramos la Natividad de la Santísima Virgen María el 8 de septiembre, y el significado de su nacimiento en la historia de la salvación.
Hoy celebramos el cumpleaños de nuestra Mamá, María la Madre de Dios y madre nuestra. Y como todo cumpleaños, es motivo de alegría y de fiesta. La fiesta coincide con el cumplimiento del término de nueve meses desde la fiesta de la Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de diciembre.
Esta es una de solo tres fiestas litúrgicas que conmemoran el nacimiento de alguien (las otras dos son el nacimiento de Jesús, y el de San Juan Bautista). Y con razón, pues con el nacimiento de María ya entra en la historia la que estaba predestinada a ser la madre del Mesías anhelado, de ese que iba a liberarnos del pecado y de la muerte. María, la nueva Arca de la Alianza, la “primera custodia” que llevó dentro de sí por nueve meses nada más ni nada menos que al mismo Dios encarnado; ese que hizo saltar de alegría al precursor en el vientre de su madre cuando María fue a visitarle.
Con el nacimiento de María comienza la culminación de la divina revelación en la persona de Cristo Jesús. Es el umbral de la “plenitud de los tiempos”. No debemos olvidar que María concebiría sin ayuda de varón. Por tanto, la sangre de Jesús, derramada en la Cruz, fue la misma sangre de María; la composición genética humana de Jesús, que le dio carne al Verbo, fue la misma de María. Por eso se dice que el nacimiento de María constituye una especie de “prólogo” de la Encarnación. Es en este punto que comienza propiamente el Nuevo Testamento.
María es la “llena de gracia”, aquella virgen que habían anunciado los profetas, según nos refiere Mateo en la conclusión de lectura evangélica de hoy (Mt 1,1-16.18-23): “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’.” Por eso celebramos con alegría su cumpleaños.
“…La liturgia no acostumbra celebrar el nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su Madre. Y así como de Cristo celebra la concepción (Anunciación) el 25 de marzo y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8 de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen. San Andrés de Creta, refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: ‘Hoy, en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al Supremo Hacedor’.” (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger – papa emérito Benedicto XVI) La fiesta de la plenitud y el alivio publicada en el libro El Rostro de Dios, de Editorial Sígueme).
En la primera lectura de hoy (1 Pe 1,10-16),
san Pedro recalca la “continuidad” de la revelación divina. El mensaje de
salvación que anunciaron los profetas en el Antiguo Testamento es el mismo que
nos traen ahora los predicadores del Evangelio. Pedro nos recuerda que lo que
los antiguos profetas anunciaban está sucediendo “ahora”. De paso nos recuerda
que lo que le da continuidad al mensaje de salvación es el “Espíritu de Cristo”.
Que el Espíritu que inspiró a los profetas es el mismo que inspira a los que
ahora predican el Evangelio.
A la misma vez, nos está haciendo un llamado a
la santidad: “El que os llamó es santo; como él, sed también vosotros santos en
toda vuestra conducta, porque dice la Escritura: «Seréis santos, porque yo soy
santo»”. Para adquirir la santidad, para ser verdaderos cristianos, es preciso
aceptar sin reparos el mensaje de salvación contenido en las Sagradas
Escrituras. Para ello tenemos que creer que el Espíritu está presente en esos
textos sagrados, y en nuestros corazones para poder captar en toda su plenitud
ese mensaje de salvación. Tengo que aspirar a la santidad, tengo que
convertirme en otro “Cristo”.
La segunda lectura (Mc 10,28-31) nos recalca
que no basta tampoco con creer y “cumplir” lo que dice la Escritura. Ayer
leíamos el pasaje del hombre rico que cumplía todos los mandamientos, pero no
pudo seguir a Jesús abandonado su riqueza. Hoy Jesús nos lleva más allá,
recalcándonos que no hay nada más importante que Él, ni “casa, o hermanos o
hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras”. El seguimiento de Jesús tiene
que ser radical, no hay términos medios, una vez decidimos seguirlo no hay
marcha atrás (Lc 9,60.62; Ap 3,16). Cuando nos habla de relegar a un segundo
plano todo lo que nos impida seguirle libremente, no se trata tan solo de las
“cosas” materiales o el dinero. Se trata también de los lazos afectivos que a
veces nos atan con tanta o más fuerza que las cosas materiales. De nuevo, no se
trata de “abandonar” a nuestros seres queridos; se trata de no permitir que se
conviertan en un impedimento para seguir a Jesús (Cfr. Lc 12,53).
Él no se cansa de repetirlo. Él es santo, y si
queremos seguirlo, tenemos que ser “santos”. La santidad va atada a la
filiación divina, lo que implica formar parte de la nueva familia de Dios
fundamentada en la Nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo derramada en
la cruz. En el Antiguo Testamento se pasaba a formar parte del “pueblo elegido”
por la sangre, por herencia. Ahora Jesús nos dice que pasamos a formar parte de
la nueva familia de Dios cumpliendo la voluntad del Padre (Mc 3,35; Mt
12,49-50; Lc 8,21).
Lo que Jesús nos pide para alcanzar la
salvación no es tarea fácil. Nos exige romper con todas las estructuras que
generan apegos, para entregarnos de lleno a una nueva vida donde lo
verdaderamente importante son los valores del Reino.
La promesa que Jesús nos hace al final de
pasaje no se trata de cálculos aritméticos. No podemos esperar “cien casas”, o
“cien” hermanos, o padres, o madres, o hijos biológicos, o tierras a cambio de
dejar los que tenemos ahora. Lo que se nos promete es que vamos a recibir algo
mucho más valioso a cambio. Y no hablamos de valor monetario. ¿Quién puede
ponerle precio al amor de Dios; a la vida eterna; a la “corona de gloria que no
se marchita” (1 Pe 5,4)?
Durante toda esta semana hemos estado leyendo
el libro de la Sabiduría. Este libro, escrito durante la era de la
restauración, después del destierro a Babilonia, forma parte de los llamados
“libros sapienciales” del Antiguo Testamento. Es una lástima que este libro,
tan rico en sabios consejos para ayudarnos a vivir una vida más ordenada, fuera
excluido de la Biblia protestante, máxime, cuando según los entendidos, este
libro sirve de “puente” entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
La primera lectura que nos ofrece la liturgia
para hoy (Sab 13,1-9), hace una exposición de la llamada “revelación
cosmológica”, que junto a la revelación sobrenatural (contenida en la Tradición
y las Sagradas Escrituras) conforman la totalidad de lo que conocemos como
Divina Revelación:
“Eran naturalmente vanos todos los hombres que
ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que es, partiendo de las
cosas buenas que están a la vista, y no reconocieron al Artífice, fijándose en
sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a
las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras
del mundo. Si, fascinados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto
los aventaja su Dueño, pues los creó el autor de la belleza; y si los asombró
su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo; pues, por
la magnitud y belleza de las criaturas, se descubre por analogía el que les dio
el ser”.
Como digo a mis estudiantes cuando tratamos el
tema de la revelación cosmológica, nadie que haya observado la belleza de un
atardecer en el mar, o de una noche estrellada, o los colores de la campiña
cuando las plantas están florecidas, o haya tenido la dicha de ser testigo del
nacimiento de una criatura, o estudiado la complejidad (y fragilidad) del
cuerpo humano, puede negar la existencia de ese Dios que se nos revela a través
de la creación. Y mientras más adelanta la ciencia, y el hombre continúa
desenmarañando los misterios de la naturaleza y del universo entero, más
patente se hace la mano creadora de Dios, más se revela su Artífice.
“El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos, el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra” (Salmo 18). Años más tarde san Pablo dirá: “Porque todo cuanto se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos: Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles –su poder eterno y su divinidad– se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras” (Rm 1,19-20).
La lectura evangélica de hoy (Lc 17,26-37) nos
muestra cómo Dios se vale de esa misma naturaleza, obra de sus manos, para
impartir la Justicia Divina, acabando con todos mediante el diluvio en tiempos
de Noé, y destruyendo Sodoma y todos sus habitantes con “fuego y azufre” del
cielo el día que Lot salió de allí.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda la Sabiduría
para aprender a descubrirle en Su creación, y actuar de manera que sea
agradable a Él, que es en lo que consiste la verdadera Sabiduría.
Hoy celebramos el cumpleaños de nuestra Mamá,
María la Madre de Dios y madre nuestra. Y como todo cumpleaños, es motivo de
alegría y de fiesta. La fiesta coincide con el cumplimiento del término de
nueve meses desde la fiesta de la Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de
diciembre.
Esta es una de solo tres fiestas litúrgicas
que conmemoran el nacimiento de alguien (las otras dos son el nacimiento de
Jesús, y el de San Juan Bautista). Y con razón, pues con el nacimiento de María
ya entra en la historia la que estaba predestinada a ser la madre del Mesías
anhelado, de ese que iba a liberarnos del pecado y de la muerte. María, la
nueva Arca de la Alianza, la “primera custodia” que llevó dentro de sí por
nueve meses nada más ni nada menos que al mismo Dios encarnado; ese que hizo
saltar de alegría al precursor en el vientre de su madre cuando María fue a
visitarle.
Con el nacimiento de María comienza la
culminación de la divina revelación en la persona de Cristo Jesús. Es el umbral
de la “plenitud de los tiempos”. No debemos olvidar que María concebiría sin
ayuda de varón. Por tanto, la sangre de Jesús, derramada en la Cruz, fue la misma
sangre de María; la composición genética humana de Jesús, que le dio carne al
Verbo, fue la misma de María. Por eso se dice que el nacimiento de María
constituye una especie de “prólogo” de la Encarnación. Es en este punto que
comienza propiamente el Nuevo Testamento.
María es la “llena de gracia”, aquella virgen
que habían anunciado los profetas, según nos refiere Mateo en la conclusión de
lectura evangélica de hoy (Mt 1,1-16.18-23): “Mirad: la Virgen concebirá y dará
a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’.”
Por eso celebramos con alegría su cumpleaños.
“…La liturgia no acostumbra celebrar el
nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan
Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies
natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se
trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja
a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su
Madre. Y así como de Cristo celebra la concepción (Anunciación) el 25 de marzo
y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8
de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección
y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen.
San Andrés de Creta, refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: ‘Hoy,
en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la
creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al
Supremo Hacedor’.” (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger – papa emérito
Benedicto XVI) La fiesta de la plenitud y el alivio publicada en el
libro El Rostro de Dios, de Editorial Sígueme).
Hoy celebramos el cumpleaños de nuestra Mamá, María la Madre de Dios y madre nuestra. Y como todo cumpleaños, es motivo de alegría y de fiesta. La fiesta coincide con el cumplimiento del término de nueve meses desde la fiesta de la Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de diciembre.
Esta es una de solo tres fiestas litúrgicas
que conmemoran el nacimiento de alguien (las otras dos son el nacimiento de
Jesús, y el de San Juan Bautista). Y con razón, pues con el nacimiento de María
ya entra en la historia la que estaba predestinada a ser la madre del Mesías
anhelado, de ese que iba a liberarnos del pecado y de la muerte. María, la
nueva Arca de la Alianza, la “primera custodia” que llevó dentro de sí por
nueve meses nada más ni nada menos que al mismo Dios encarnado; ese que hizo
saltar de alegría al precursor en el vientre de su madre cuando María fue a
visitarle.
Con el nacimiento de María comienza la
culminación de la divina revelación en la persona de Cristo Jesús. Es el umbral
de la “plenitud de los tiempos”. No debemos olvidar que María concebiría sin
ayuda de varón. Por tanto, la sangre de Jesús, derramada en la Cruz, fue la misma
sangre de María; la composición genética humana de Jesús, que le dio carne al
Verbo, fue la misma de María. Por eso se dice que el nacimiento de María
constituye una especie de “prólogo” de la Encarnación. Es en este punto que
comienza propiamente el Nuevo Testamento.
María es la “llena de gracia”, aquella virgen
que habían anunciado los profetas, según nos refiere Mateo en la conclusión de
lectura evangélica de hoy (Mt 1,1-16.18-23): “Mirad: la Virgen concebirá y dará
a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’.”
Por eso celebramos con alegría su cumpleaños.
“…La liturgia no acostumbra celebrar el nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su Madre. Y así como de Cristo celebra la concepción (Anunciación) el 25 de marzo y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8 de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen. San Andrés de Creta, refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: ‘Hoy, en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al Supremo Hacedor’.” (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger – papa emérito Benedicto XVI) La fiesta de la plenitud y el alivio publicada en el libro El Rostro de Dios, de Editorial Sígueme).
En la primera lectura de hoy (1 Pe 1,10-16), san Pedro recalca la “continuidad” de la revelación divina. El mensaje de salvación que anunciaron los profetas en el Antiguo Testamento es el mismo que nos traen ahora los predicadores del Evangelio. Pedro nos recuerda que lo que los antiguos profetas anunciaban está sucediendo “ahora”. De paso nos recuerda que lo que le da continuidad al mensaje de salvación es el “Espíritu de Cristo”. Que el Espíritu que inspiró a los profetas es el mismo que inspira a los que ahora predican el Evangelio.
A la misma vez, nos está haciendo un llamado a la santidad: “El que os llamó es santo; como él, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, porque dice la Escritura: «Seréis santos, porque yo soy santo»”. Para adquirir la santidad, para ser verdaderos cristianos, es preciso aceptar sin reparos el mensaje de salvación contenido en las Sagradas Escrituras. Para ello tenemos que creer que el Espíritu está presente en esos textos sagrados, y en nuestros corazones para poder captar en toda su plenitud ese mensaje de salvación. Tengo que aspirar a la santidad, tengo que convertirme en otro “Cristo”.
La lectura evangélica (Mc 10,28-31) nos recalca que no basta tampoco con creer y “cumplir” lo que dice la Escritura. Ayer leíamos el pasaje del hombre rico que cumplía todos los mandamientos, pero no pudo seguir a Jesús abandonado su riqueza. Hoy Jesús nos lleva más allá, recalcándonos que no hay nada más importante que Él, ni “casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras”. El seguimiento de Jesús tiene que ser radical, no hay términos medios, una vez decidimos seguirlo no hay marcha atrás (Lc 9,60.62; Ap 3,16). Cuando nos habla de relegar a un segundo plano todo lo que nos impida seguirle libremente, no se trata tan solo de las “cosas” materiales o el dinero. Se trata también de los lazos afectivos que a veces nos atan con tanta o más fuerza que las cosas materiales. De nuevo, no se trata de “abandonar” a nuestros seres queridos; se trata de no permitir que se conviertan en un impedimento para seguir a Jesús (Cfr. Lc 12,53).
Él no se cansa de repetirlo. Él es santo, y si queremos seguirlo, tenemos que ser “santos”. La santidad va atada a la filiación divina, lo que implica formar parte de la nueva familia de Dios fundamentada en la Nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo derramada en la cruz. En el Antiguo Testamento se pasaba a formar parte del “pueblo elegido” por la sangre, por herencia. Ahora Jesús nos dice que pasamos a formar parte de la nueva familia de Dios cumpliendo la voluntad del Padre (Mc 3,35; Mt 12,49-50; Lc 8,21).
Lo que Jesús nos pide para alcanzar la salvación no es tarea fácil. Nos exige romper con todas las estructuras que generan apegos, para entregarnos de lleno a una nueva vida donde lo verdaderamente importante son los valores del Reino.
La promesa que Jesús nos hace al final de pasaje no se trata de cálculos aritméticos. No podemos esperar “cien casas”, o “cien” hermanos, o padres, o madres, o hijos biológicos, o tierras a cambio de dejar los que tenemos ahora. Lo que se nos promete es que vamos a recibir algo mucho más valioso a cambio. Y no hablamos de valor monetario. ¿Quién puede ponerle precio al amor de Dios; a la vida eterna; a la “corona de gloria que no se marchita” (1 Pe 5,4)?
La liturgia continúa preparándonos para la Fiesta de Pentecostés que estaremos celebrando dentro de poco más de una semana. Tanto el libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos ha venido mostrando el papel protagónico del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia primitiva, como el relato evangélico de Juan con las promesas de Jesús respecto al Defensor, nos ponen en perspectiva para “saborear” el evento de Pentecostés en toda su grandeza.
En la lectura evangélica de hoy (Jn 16,12-15), Jesús nos revela la tarea fundamental del Espíritu que hemos recibido de Él: nos “guiará hasta la verdad plena”; porque es “el Espíritu de la verdad”. Y esa verdad plena no es otra que Dios es amor. Un Padre que nos ama “hasta el extremo”; que ha sido capaz de sacrificar a su único Hijo para tengamos vida eterna.
Y podemos participar de esa vida eterna gracias al amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano (el Credo “largo” que rezamos en la liturgia eucarística): “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena.
Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).
Jesús nos asegura, además, que lo que el Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que oye y [n]os comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre (Jn 14,7).
No se trata de que el Espíritu nos revele nuevas verdades. No. La revelación de Dios culminó, terminó, con la persona de Jesucristo. Pero el Espíritu nos conducirá al pleno conocimiento de esa Verdad revelada por Cristo que encontramos en su Palabra, que es Él mismo y que nos conduce al Padre (Cfr. Jn 14,6).
Pidamos al Espíritu Santo que se derrame sobre nosotros para poder acceder al depósito de la fe (constituido por la Palabra y la Santa Tradición), guiados por el Magisterio de la Iglesia, para poder llegar a la “verdad plena” que Jesús nos reveló.
Hoy celebramos la memoria libre de nuestro primer beato puertorriqueño, Carlos Manuel (“Charlie”) Rodríguez. En una ocasión anterior publicamos su biografía. Les invitamos a leerla para conocer mejor a este cristiano ejemplar.
El calendario litúrgico-pastoral para la Provincia de Puerto Rico nos sugiere unas lecturas opcionales para esta celebración litúrgica. Como primera lectura se nos ofrecen dos lecturas alternas. Hemos escogido 1 Co 1,26-31: “Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios. Por él, ustedes están unidos a Cristo Jesús, que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y justicia, en santificación y redención, a fin de que, como está escrito: El que se gloría, que se gloríe en el Señor”.
Basta leer la biografía de nuestro beato Charlie para ver personificada esta lectura. Un humilde oficinista, de constitución débil y acosado por la enfermedad, que supo compenetrarse de tal modo con el Resucitado y la liturgia de la Iglesia, que se convirtió en precursor de los cambios en la liturgia que serían adoptados por los sabios y entendidos en el Concilio Vaticano II. Su secreto fue “estar unido a Cristo Jesús, que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y justicia, en santificación y redención”. En comparación con Cristo, nada puede ni tan siquiera considerarse como una alternativa real. Él es la fuente última de sabiduría, justicia y redención.
Vemos constantemente esa preferencia de Jesús por los débiles, lo pequeños, los humildes, cuando se trata de la Revelación de los grandes misterios del Reino. Así encontramos una santa Catalina de Siena, una santa Teresa del Niño Jesús, un beato Charlie, junto a los grandes pensadores y eruditos con todos los títulos académicos posibles. No es que Dios desprecie a los sabios e intelectuales; es que tal vez los pequeños y humildes no se sienten apegados a su propia “sabiduría” o a su éxito, y por ello pueden sentirse más receptivos y dependientes de Dios, quien les hace partícipes del Misterio.
San Pablo enfatiza que “nadie podrá gloriarse delante de Dios”, es decir, que la sabiduría humana es incapaz de conocer por sí misma la sabiduría de Dios. Solo el que se despoje de sus pretensiones humanas, es decir, el que se “gloría en el Señor” y no en su propia sabiduría, podrá alcanzar la verdadera Sabiduría.
Esa Sabiduría hizo posible que el beato, adelantándose al Concilio Vaticano II, entendiera y proclamara la importancia del Misterio Pascual, y cómo toda la liturgia de la Iglesia tenía que girar alrededor de la Madre de todas las vigilas, la Vigilia Pascual. Él supo vivir la alegría y la esperanza que Cristo nos regaló con Su Pascua. De ahí su lema: ¡VIVIMOS PARA ESA NOCHE!
Hoy celebramos el cumpleaños de nuestra Mamá, María la Madre de Dios y madre nuestra. Y como todo cumpleaños, es motivo de alegría y de fiesta. La fiesta coincide con el cumplimiento del término de nueve meses desde la fiesta de la Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de diciembre.
Esta es una de solo tres fiestas litúrgicas que conmemoran el nacimiento de alguien (las otras dos son el nacimiento de Jesús, y el de San Juan Bautista). Y con razón, pues con el nacimiento de María ya entra en la historia la que estaba predestinada a ser la madre del Mesías anhelado, de ese que iba a liberarnos del pecado y de la muerte. María, la nueva Arca de la Alianza, la “primera custodia” que llevó dentro de sí por nueve meses nada más ni nada menos que al mismo Dios encarnado; ese que hizo saltar de alegría al precursor en el vientre de su madre cuando María fue a visitarle.
Con el nacimiento de María comienza la culminación de la divina revelación en la persona de Cristo Jesús. Es el umbral de la “plenitud de los tiempos”. No debemos olvidar que María concebiría sin ayuda de varón. Por tanto, la sangre de Jesús, derramada en la Cruz, fue la misma sangre de María; la composición genética humana de Jesús, que le dio carne al Verbo, fue la misma de María. Por eso se dice que el nacimiento de María constituye una especie de “prólogo” de la Encarnación. Es en este punto que comienza propiamente el Nuevo Testamento.
María es la “llena de gracia”, aquella virgen que habían anunciado los profetas, según nos refiere Mateo en la conclusión de lectura evangélica de hoy (Mt 1,1-16.18-23): “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’.” Por eso celebramos con alegría su cumpleaños.
“…La liturgia no acostumbra celebrar el nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su Madre. Y así como de Cristo celebra la Concepción el 25 de marzo y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8 de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen. San Andrés de Creta, refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: ‘Hoy, en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al Supremo Hacedor’.” (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger La fiesta de la plenitud y el alivio publicada en el libro El Rostro de Dios, de Editorial Sígueme).