REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 20-10-22

El símbolo ichtus o ichthys, creado por la combinación de las letras griegas ΙΧΘΥΣ en una rueda. Foto tomada en Éfeso, durante nuestra peregrinación por la ruta de san Pablo. El vocablo significa pez, pero constituye además un acrónimo: Ἰησοῦς Χριστός, Θεοῦ Υἱός, Σωτήρ (Iēsoûs Christós, Theoû Hyiós, Sōtḗr), que se traduce al español como Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador.

Como primera lectura hemos estado contemplando en los días pasados la carta del apóstol san Pablo a los Efesios. El texto de hoy (Ef 3,14-21) nos remite a la gratuidad del amor de Dios, ese amor que nos permite conocerle en la medida que nuestra capacidad finita lo permite.

“Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, pidiéndole que, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano” (14-19).

Pablo habla de “doblar rodillas”, un gesto poco común entre los judíos, que acostumbran a orar de pie o sentados. El doblar rodillas implica postrarse en total adoración. Esa frase nos indica la profundidad de su oración por la comunidad de Éfeso, por la que pide que sus corazones sean “robustecidos” en la fe que, según Pablo, ha de estar enraizada y cimentada en el amor. Porque ese amor de Dios que se derrama sobre nosotros es lo que le da sentido a toda la doctrina de Jesús (Cfr. 1 Cor 13,1-3), lo que nos permite llegar al conocimiento de la verdad, esa verdad que nos hace conocer la verdadera libertad (Cfr. Jn 8,31-32). Y esa verdad no es otra cosa que la fidelidad del amor de Dios al hombre tal y como es. Es el amor de “Dios madre”, que ama a los hijos de sus entrañas no importa lo que hagan, y que siempre está presta a perdonarlos cuando regresan arrepentidos (Cfr. Lc 15,20-24).

Jesús nos ha dicho: “Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Y como nos dice Piet van Breemen: “Esta verdad es designada en el Antiguo Testamento con el término ‘emet’, que significa en el pensamiento judío, la solidez del amor de Dios. Cristo no vivió más que para eso: para convencernos de la verdad de que somos amados por Dios y de que ese amor es de fiar, hagamos lo que hagamos”. Pablo por su parte nos recuerda que solo cuando llegamos a ese conocimiento podemos llegar a nuestra “plenitud, según la plenitud total de Dios”.

Hoy, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para que podamos recibir la plenitud de la auténtica verdad: que somos amados por Él, y que nos ama tal cual somos. Entonces no tendremos más remedio que reciprocar ese amor, y ese será nuestro camino a la conversión total de corazón.

Y de la misma manera que Pablo “dobla rodillas” por los de Éfeso, nosotros debemos hacer lo propio por nuestros hermanos para todos se salven, pues “esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2,3-4).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 26-09-22

“El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.

Desde hace una semana la liturgia nos ha estado presentando como primera lectura los libros sapienciales contenidos en el Antiguo Testamento de nuestra Biblia Católica. Hasta ahora hemos contemplado pasajes de Proverbios, Sabiduría y Eclesiastés (los libros sapienciales son siete, pero a la Biblia protestante le faltan dos: Sabiduría y Eclesiástico). Hoy tomados el inicio del libro de Job (1,6-22), que nos presenta la historia de un hombre recto y temeroso de Dios, a quien este había favorecido con toda clase de bendiciones.

La lectura, haciendo uso de esos antropomorfismos que encontramos en la Biblia, nos relata una conversación casual entre Dios y Satanás en la cual Dios se ufana ante este último de lo bueno que era su siervo Job. Satanás le responde que con todas las bendiciones que ha recibido, cualquiera puede ser bueno y temeroso de Dios. En una especie de “reto”, con el consentimiento de Dios, Satanás en un solo día le priva de sus hijos, sus rebaños, sus pastores y su salud. Es aquí cuando Job pronuncia su célebre exclamación: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”. Es la respuesta que se espera de un verdadero creyente. En lugar de maldecir y renegar de Dios, Job acepta su sufrimiento y continúa alabando y bendiciendo el nombre del Señor. Pero este pasaje no es más que el primer episodio de un drama que se irá desenvolviendo a lo largo del libro. Job ganó el primer “round”, pero Satanás no se dará por vencido; volverá al ataque.

El libro de Job nos plantea la milenaria pregunta de por qué los justos, los inocentes, sufren. La respuesta de Job, aunque imperfecta, es un atisbo de la respuesta definitiva que Jesús habrá de brindarnos cinco siglos más tarde. Jesús, el “justo” por excelencia, despojado de todo, torturado, crucificado y muerto en la cruz. La pregunta lleva implícita otra sobre la retribución en el más allá, en la vida eterna, donde hemos de recibir esa corona de gloria que no se marchita (Cfr. 1Pe 5,4; 1Co 9,25). Y la contestación definitiva la encontraremos en Su gloriosa resurrección.

Este pasaje pretende enseñarnos que todo lo que tenemos es por pura gratuidad de Dios y que, por tanto, nada nos pertenece. “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24; Cfr. Mc 10,17; Lc 18,18-23). La pregunta que debemos meditar hoy es: ¿Cuando sirvo a Dios y a mis hermanos, lo hago pensando en el “premio” que espero recibir en este mundo, o lo hago verdaderamente por amor a Dios y al prójimo? Piensa en lo más preciado que tienes y pregúntate: Si Dios me lo quitara hoy, ¿podría decir como Job “el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”? De la contestación a esa pregunta puede depender tu salvación…

Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones, y de la PAZ que solo Dios puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 10-11-21

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 17,11-19) es el relato de la curación de los diez leprosos. Esta narración, exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.

En tiempos de Jesús los leprosos eran separados de la sociedad (Cfr. Lv 13), no podían acercarse a las personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar “impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir tocando una campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar con estos “a lo lejos”.

Notamos que en este relato Jesús ni tan siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en su palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y, mientras iban de camino, quedaron limpios”.

Esta parte del relato sirve de preámbulo a la parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al “pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”

Tal vez el samaritano fue el único que experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Más aún, contrario a los demás, que fueron directamente a cumplir con la prescripción legal de comparecer al sacerdote para que les declarara puros, este antepuso la alabanza y el agradecimiento al que le había curado, por encima del cumplimiento de la letra de la ley. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.

Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?

Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 22-06-21

“Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

La primera lectura de hoy (Gn 13,2.5-18) nos plantea un conflicto entre los pastores de Abrán (todavía Yahvé no le había cambiado en nombre a Abraham – Gn 17,5) y los de su sobrino Lot. Cabe señalar que, aunque la narración se refiere a Lot como “hermano” de Abrán, era en realidad su sobrino (Cfr. Gn 11,27).

Abrán, hombre de Dios, antes de entrar en conflicto con su sobrino, decidió que lo mejor era que se separaran, y actuó con magnanimidad, dándole a escoger qué tierras quería para sí: “No haya disputas entre nosotros dos, ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

Lot, por supuesto escogió las mejores tierras, y Abrán se quedó con las tierras más secas. Ese gesto de Abrán, que constituyó un acto de fe en la promesa que Yahvé le había hecho (Gn 12,1-3), resultó agradable a Dios, quien se dirigió a Abrán reiterando su promesa de darle la tierra de Canaán, y una descendencia tan numerosa “como el polvo”. Si Abrán no hubiese confiado en la Palabra de Dios, habría tratado de retener las mejores tierras para sí. Después de todo, él era el tío de Lot (hermano de su padre Harán) y podía imponer su autoridad.

Si nos encontráramos en una situación similar, ¿cómo actuaríamos? ¿Nos dejaríamos llevar por nuestro egoísmo? ¿O seríamos desprendidos y generosos con nuestro hermano como lo fue Abrán, escogiendo al Señor por encima de los bienes materiales?

Abrán fue más allá. Cuando Yahvé lo premió por su gesto noble, no se vanaglorió ni sintió que, después de todo, él “se lo merecía”. Antes bien, reconoció que el gesto de Dios era a su vez producto de Su gratuidad y “construyó un altar en honor del Señor” para adorarle y darle gracias.

La lectura evangélica para hoy (Mt 7,6.12-14) podríamos dividirla en tres enseñanzas o “instrucciones” de Jesús a sus discípulos. La primera: “No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros”. Lo “santo”, las “perlas”, se refieren a la Palabra de Dios, al Evangelio. Los perros y los cerdos se refieren a aquellos que tienen una actitud “cerrada” hacia el mensaje de Jesucristo. Nos está diciendo que tenemos que ser prudentes al momento de evangelizar, que dediquemos nuestra energía a aquellos que se muestran receptivos o, al menos, no ponen trabas al Evangelio. El mismo Jesús más adelante dirá a sus discípulos que cuando su mensaje no fuese bien recibido en algún lugar, se “sacudieran el polvo de los pies” y se marcharan a otro lugar (Mt 10,14; Mc 6,11).

La segunda es la llamada “regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas” (ama al prójimo como a ti mismo). Eso fue lo que hizo Abrán con su sobrino.

La tercera es “Entrad por la puerta estrecha” (que es la que nos lleva a la Vida). La puerta estrecha, el camino angosto, son incómodos, difíciles de transitar. Así es el camino que Jesús nos invita a recorrer; el camino de la Cruz. “El que quiera seguirme…”

¿Te animas?

REFLEXIÓN PERSONAL PARA EL FIN DEL AÑO 2020

Tan solo espero que el año que está por comenzar continúe acercándome al amor de Dios. Lo demás, es ganancia y pura gratuidad de su parte.

El año que está por finalizar ha sido atípico por demás. Leo comentarios de personas en las redes sociales quejándose del distanciamiento físico, de no poder abrazar y besar a amigos y familiares, de no poder fiestear, “maldiciendo” el año que está por terminar, y hasta veo mensajes televisivos hablando de la “maldita” mascarilla o tapaboca. Y no digamos de la “maldita” pandemia. Todos tienen un denominador común: destilan amargura, infelicidad.

Y miran el año que está por comenzar con la esperanza de una “felicidad” basada en las cosas de este mundo, de volver a la “normalidad” que teníamos antes.

Siempre he tenido claro que Dios nos creó para ser felices. El problema es que nos empeñamos en buscar la felicidad en las cosas de este mundo, y esa termina siendo nuestra mayor causa de tristeza y amargura. Porque la verdadera felicidad no se “busca”, no depende de las cosas que tenemos; se alcanza. ¿Y cómo se logra eso? ¿Cuál es el secreto de la “verdadera” felicidad?

Parafraseando a San Agustín, el fin último de toda la conducta humana y Bien Supremo es la felicidad, que no se puede alcanzar con los bienes exteriores finitos, ni perfeccionando nuestra mente, y sí en la vida beatífica, es decir, en la presencia de nuestra alma ante Dios. Por eso nos pide que mezclemos las amarguras con las alegrías terrenales, a fin de llevarnos a aquella felicidad y alegría, cuya dulzura nunca engaña y que solo se encuentra en Dios. O como nos dice san Pablo: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Fil 3,8). Se trata, como hemos dicho en varias ocasiones, de comenzar a vivir el cielo desde esta tierra.

Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28).

Nuestro problema es que queremos que Dios disponga “todas las cosas” para satisfacer nuestros deseos, aquellas cosas terrenales que nos proporcionan “felicidad” aquí y ahora (cfr. St 4,3), pasando por alto que el “bien” que Dios quiere para nosotros es la vida eterna en Su presencia, la “visión beatífica” (cfr. Ap 22,3-5).

Dicho eso, los invito a hacer introspección. Miremos todas las cosas positivas que este año nos ha brindado. Son muchas, demasiadas para enumerar aquí. Pensemos, a manera de ejemplo, en el tiempo precioso para dedicar a la oración, a la lectura edificante, a retomar y culminar aquellos proyectos que habíamos estado posponiendo; cómo hemos aprendido a valorar la Eucaristía y los demás sacramentos, nuestras relaciones interpersonales con los seres queridos; cómo hemos tenido que reinventar nuestra forma de interactuar, y hasta obtener bienes y servicios, haciendo uso de la tecnología, adquiriendo nuevas destrezas. Y si hemos sabido aprovechar nuestro tiempo, cómo nos hemos acercado a Dios y aprendido a ver su mano en la cotidianidad.

Puede que algunos piensen que soy “extraterrestre” o lunático, pero puedo decir, desde lo más profundo de mi alma, que el año que está por terminar ha sido uno de los más felices y productivos de mi vida, y tan solo espero que el año que está por comenzar continúe acercándome al Amor de Dios. Lo demás, es ganancia y pura gratuidad de su parte.

Ese es mi deseo para todos ustedes para el año 2021. Créanme, si yo he podido, ustedes también pueden lograrlo.

¡Feliz Año Nuevo!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 11-11-20

“Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 17,11-19) es el relato de la curación de los diez leprosos. Esta narración, exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.

En tiempos de Jesús los leprosos eran separados de la sociedad (Cfr. Lv 13), no podían acercarse a las personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar “impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir tocando una campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar con estos “a lo lejos”.

Notamos que en este relato Jesús ni tan siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en su palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y, mientras iban de camino, quedaron limpios”.

Esta parte del relato sirve de preámbulo a la parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al “pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”

Tal vez el samaritano fue el único que experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Más aún, contrario a los demás, que fueron directamente a cumplir con la prescripción legal de comparecer al sacerdote para que les declarara puros, este antepuso la alabanza y el agradecimiento al que le había curado, por encima del cumplimiento de la letra de la ley. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.

Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?

Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 22-10-20

El símbolo ichtus o ichthys, creado por la combinación de las letras griegas ΙΧΘΥΣ en una rueda. Foto tomada en Éfeso, durante nuestra peregrinación por la ruta de san Pablo. El vocablo significa pez, pero constituye además un acrónimo: Ἰησοῦς Χριστός, Θεοῦ Υἱός, Σωτήρ (Iēsoûs Christós, Theoû Hyiós, Sōtḗr), que se traduce al español como Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador.

Como primera lectura hemos estado contemplando en los días pasados la carta del apóstol san Pablo a los Efesios. El texto de hoy (Ef 3,14-21) nos remite a la gratuidad del amor de Dios, ese amor que nos permite conocerle en la medida que nuestra capacidad finita lo permite.
“Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, pidiéndole que, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano” (14-19).
Pablo habla de “doblar rodillas”, un gesto poco común entre los judíos, que acostumbran a orar de pie o sentados. El doblar rodillas implica postrarse en total adoración. Esa frase nos indica la profundidad de su oración por la comunidad de Éfeso, por la que pide que sus corazones sean “robustecidos” en la fe que, según Pablo, ha de estar enraizada y cimentada en el amor. Porque ese amor de Dios que se derrama sobre nosotros es lo que le da sentido a toda la doctrina de Jesús (Cfr. 1 Cor 13,1-3), lo que nos permite llegar al conocimiento de la verdad, esa verdad que nos hace conocer la verdadera libertad (Cfr. Jn 8,31-32). Y esa verdad no es otra cosa que la fidelidad del amor de Dios al hombre tal y como es. Es el amor de “Dios madre”, que ama a los hijos de sus entrañas no importa lo que hagan, y que siempre está presta a perdonarlos cuando regresan arrepentidos (Cfr. Lc 15,20-24).
Jesús nos ha dicho: “Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Y como nos dice Piet van Breemen: “Esta verdad es designada en el Antiguo Testamento con el término ‘emet’, que significa en el pensamiento judío, la solidez del amor de Dios. Cristo no vivió más que para eso: para convencernos de la verdad de que somos amados por Dios y de que ese amor es de fiar, hagamos lo que hagamos”. Pablo por su parte nos recuerda que solo cuando llegamos a ese conocimiento podemos llegar a nuestra “plenitud, según la plenitud total de Dios”.
Hoy, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para que podamos recibir la plenitud de la auténtica verdad: que somos amados por Él, y que nos ama tal cual somos. Entonces no tendremos más remedio que reciprocar ese amor, y ese será nuestro camino a la conversión total de corazón.
Y de la misma manera que Pablo “dobla rodillas” por los de Éfeso, nosotros debemos hacer lo propio por nuestros hermanos para todos se salven, pues “esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2,3-4).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 28-09-20

“Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.

Desde hace una semana la liturgia nos ha estado presentando como primera lectura los libros sapienciales contenidos en el Antiguo Testamento de nuestra Biblia Católica. Hasta ahora hemos contemplado pasajes de Proverbios, Sabiduría y Eclesiastés (los libros sapienciales son siete, pero a la Biblia protestante le faltan dos: Sabiduría y Eclesiástico). Hoy tomados el inicio del libro de Job (1,6-22), que nos presenta la historia de un hombre recto y temeroso de Dios, a quien este había favorecido con toda clase de bendiciones.

La lectura, haciendo uso de esos antropomorfismos que encontramos en la Biblia, nos relata una conversación casual entre Dios y Satanás en la cual Dios se ufana ante este último de lo bueno que era su siervo Job. Satanás le responde que con todas las bendiciones que ha recibido, cualquiera puede ser bueno y temeroso de Dios. En una especie de “reto”, con el consentimiento de Dios, Satanás en un solo día le priva de sus hijos, sus rebaños, sus pastores y su salud. Es aquí cuando Job pronuncia su célebre exclamación: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”. Es la respuesta que se espera de un verdadero creyente. En lugar de maldecir y renegar de Dios, Job acepta su sufrimiento y continúa alabando y bendiciendo el nombre del Señor. Pero este pasaje no es más que el primer episodio de un drama que se irá desenvolviendo a lo largo del libro. Job ganó el primer “round”, pero Satanás no se dará por vencido; volverá al ataque.

El libro de Job nos plantea la milenaria pregunta de por qué los justos, los inocentes, sufren. La respuesta de Job, aunque imperfecta, es un atisbo de la respuesta definitiva que Jesús habrá de brindarnos cinco siglos más tarde. Jesús, el “justo” por excelencia, despojado de todo, torturado, crucificado y muerto en la cruz. La pregunta lleva implícita otra sobre la retribución en el más allá, en la vida eterna, donde hemos de recibir esa corona de gloria que no se marchita (Cfr. 1Pe 5,4; 1Co 9,25). Y la contestación definitiva la encontraremos en Su gloriosa resurrección.

Este pasaje pretende enseñarnos que todo lo que tenemos es por pura gratuidad de Dios y que, por tanto, nada nos pertenece. “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24; Cfr. Mc 10,17; Lc 18,18-23). La pregunta que debemos meditar hoy es: ¿Cuando sirvo a Dios y a mis hermanos, lo hago pensando en el “premio” que espero recibir en este mundo, o lo hago verdaderamente por amor a Dios y al prójimo? Piensa en lo más preciado que tienes y pregúntate: Si Dios me lo quitara hoy, ¿podría decir como Job “el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”? De la contestación a esa pregunta puede depender tu salvación…

Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones, y de la PAZ que solo Dios puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 13-11-19

“Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 17,11-19) es el relato de la curación de los diez leprosos. Esta narración, exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.

En tiempos de Jesús los leprosos eran separados de la sociedad (Cfr. Lv 13), no podían acercarse a las personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar “impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir tocando una campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar con estos “a lo lejos”.

Notamos que en este relato Jesús ni tan siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en su palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y, mientras iban de camino, quedaron limpios”.

Esta parte del relato sirve de preámbulo a la parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al “pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”

Tal vez el samaritano fue el único que experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Más aún, contrario a los demás, que fueron directamente a cumplir con la prescripción legal de comparecer al sacerdote para que les declarara puros, este antepuso la alabanza y el agradecimiento al que le había curado, por encima del cumplimiento de la letra de la ley. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.

Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?

Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 09-09-19

“Extiende la mano”.

Comenzamos la liturgia de esta semana con la lectura de la versión de Lucas de la curación del hombre con el brazo derecho paralizado (6,6-11). El pasaje sitúa a Jesús “un sábado”, otro sábado, en la sinagoga, enseñando. Con esto nos señala que era costumbre de Jesús acudir a la sinagoga a orar, pero sobre todo a “enseñar”. De ahí que sus contemporáneos le llamaban “rabboní” (rabbûnî en arameo), o maestro. Ya los escribas y fariseos comenzaban a resentirse y a discutir “qué había que hacer con Jesús”. Los estaba opacando y se sentían amenazados. Había que “sacarlo de circulación”. Va tomando forma la conspiración que culminará con su muerte.

Conociendo las enseñanzas de Jesús, y ante la presencia del hombre con el brazo paralizado, se ponen al acecho para ver si curaba en sábado y así encontrar de qué acusarlo (la ley del sábado prohibía curar en sábado, por ser el día de descanso dedicado exclusivamente al Señor). Y Jesús, que ve en lo oculto de los corazones y conoce sus pensamientos, manda al hombre a ponerse de pie en medio de la asamblea. Allí es Él quien pone a prueba a los fariseos, y les pregunta: “¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o el mal, salvar a uno o dejarlo morir?”. Ante el silencio producido por la contundencia de sus palabras, Jesús ordena al hombre extender el brazo y este queda curado. La versión de Marcos (3,5), que es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús, es mucho más dramática: “Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: ‘Extiende la mano’.” Esto exacerbó más aún la furia de los escribas y fariseos.

Lo primero que nos llama la atención de este milagro, y que lo hace diferente, es que ni el hombre, ni sus familiares, ni sus amigos, pidieron el milagro; fue iniciativa de Jesús, producto de su gratuidad. Jesús toma la iniciativa porque percibe la necesidad del hombre, demuestra su capacidad de ponerse en el lugar de otros. Y estando toda su enseñanza matizada por el amor, todas sus actuaciones se rigen por el imperativo del amor. Sí, el descanso sabatino tenía el propósito de honrar al Señor, pero Jesús nos está diciendo con su actuación que no hay mejor manera de honrar a Dios que ayudando a nuestro prójimo, socorriendo a los necesitados, haciendo el bien. Esa es la mejor forma de “santificar” el sábado.

Una vez más vemos a Jesús enfatizando la caridad por encima de la oración y el ritualismo vacíos que caracterizaban a los escribas y fariseos. La rabia de estos parecería estar ligada al hecho que Jesús, con sus hechos y palabras, los desenmascara, no solo ante los demás, sino ante ellos mismos.

En este día y esta semana que comienza, pidamos al Señor que, al igual que Jesús, nos permita estar atentos, y nos conceda la gracia de percibir las necesidades materiales y espirituales de nuestros hermanos, y la voluntad para prestarles toda la ayuda que esté a nuestro alcance sin esperar que nos pidan ayuda, tal como hizo Jesús con el hombre del Evangelio de hoy.

Que pasen todos una hermosa semana llena de la PAZ que solo Dios puede brindarnos. ¡Bendiciones!