En este corto reflexionamos sobre el evangelio que nos ofrece la liturgia para este domingo, y el diálogo que se suscita entre Jesús y la mujer cananea que le suplica la curación de su hija, especialmente el significado de la frase de Jesús que sirve de título a este vídeo.
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,24-30) nos
presenta a Jesús en territorio pagano, en la región de Tiro, en Fenicia. Había
marchado allí huyendo del bullicio y el gentío que le seguía a todas partes.
Tenía la esperanza de pasar desapercibido, pero no lo logró. Jesús nunca busca
protagonismo ni reconocimiento. Por el contrario, se limita a curar y echar
demonios, pidiéndole a los que cura que no se lo digan a nadie (el famoso
“secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos). Así es la obra de Dios;
así debe ser la de todo discípulo de Jesús; sin hacer ruido. Cada vez que veo a
uno de esos llamados “evangelistas”, o autodenominados “apóstoles” que hacen de
su misión un verdadero espectáculo digno de Broadway o Hollywood, me pregunto
qué dirá Jesús cuando los ve…
A pesar de mantener un perfil bajo, una mujer
sirofenicia que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró, y enseguida
fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su
hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el
contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien
echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el
aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros,
debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras
ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en
los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que
por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y
continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13;
18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus
palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del
pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del
“alimento de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado
primero al pueblo de Israel. Las migajas que los niños tiran a los “perros” se
refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos
“paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles, lo expresó
con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada,
pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los
que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús,
sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre
esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál.
26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a
todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.
La primera lectura de hoy
(Gn 13,2.5-18) nos plantea un conflicto entre los pastores de
Abrán (todavía Yahvé no le había cambiado en nombre a Abraham – Gn 17,5) y
los de su sobrino Lot. Cabe señalar que, aunque la narración se refiere a Lot
como “hermano” de Abrán, era en realidad su sobrino (Cfr. Gn 11,27).
Abrán, hombre de Dios,
antes de entrar en conflicto con su sobrino, decidió que lo mejor era que se
separaran, y actuó con magnanimidad, dándole a escoger qué tierras quería para
sí: “No haya disputas entre nosotros dos, ni entre nuestros pastores, pues
somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la
izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.
Lot, por supuesto escogió
las mejores tierras, y Abrán se quedó con las tierras más secas. Ese gesto de
Abrán, que constituyó un acto de fe en la promesa que Yahvé le había hecho (Gn
12,1-3), resultó agradable a Dios, quien se dirigió a Abrán reiterando su promesa
de darle la tierra de Canaán, y una descendencia tan numerosa “como el polvo”.
Si Abrán no hubiese confiado en la Palabra de Dios, habría tratado de retener
las mejores tierras para sí. Después de todo, él era el tío de Lot (hermano de
su padre Harán) y podía imponer su autoridad.
Si nos encontráramos en
una situación similar, ¿cómo actuaríamos? ¿Nos dejaríamos llevar por nuestro
egoísmo? ¿O seríamos desprendidos y generosos con nuestro hermano como lo fue
Abrán, escogiendo al Señor por encima de los bienes materiales?
Abrán fue más allá. Cuando
Yahvé lo premió por su gesto noble, no se vanaglorió ni sintió que, después de
todo, él “se lo merecía”. Antes bien, reconoció que el gesto de Dios era a su
vez producto de Su gratuidad y “construyó un altar en honor del Señor” para
adorarle y darle gracias.
La lectura evangélica para
hoy (Mt 7,6.12-14) podríamos dividirla en tres enseñanzas o “instrucciones” de
Jesús a sus discípulos. La primera: “No deis lo santo a los perros, ni les
echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para
destrozaros”. Lo “santo”, las “perlas”, se refieren a la Palabra de Dios, al
Evangelio. Los perros y los cerdos se refieren a aquellos que tienen una
actitud “cerrada” hacia el mensaje de Jesucristo. Nos está diciendo que tenemos
que ser prudentes al momento de evangelizar, que dediquemos nuestra energía a
aquellos que se muestran receptivos o, al menos, no ponen trabas al Evangelio.
El mismo Jesús más adelante dirá a sus discípulos que cuando su mensaje no
fuese bien recibido en algún lugar, se “sacudieran el polvo de los pies” y se
marcharan a otro lugar (Mt 10,14; Mc 6,11).
La segunda es la llamada
“regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto
consiste la Ley y los profetas” (ama al prójimo como a ti mismo). Eso fue lo
que hizo Abrán con su sobrino.
La tercera es “Entrad por
la puerta estrecha” (que es la que nos lleva a la Vida). La puerta estrecha, el
camino angosto, son incómodos, difíciles de transitar. Así es el camino que
Jesús nos invita a recorrer; el camino de la Cruz. “El
que quiera seguirme…”
Las lecturas para este vigésimo domingo del
tiempo ordinario nos presentan un tema común. La universalidad de la salvación.
La primera lectura, tomada del profeta Isaías
(56,1.6-7), nos anuncia que en los tiempos mesiánicos, contrario a la
concepción judía, la salvación no alcanzará solamente al “pueblo elegido”, sino
a todos los que acepten Su mensaje: “A los extranjeros que se han dado al
Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, … los
traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración, … porque mi casa
es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos”.
En la segunda lectura (Rm 11,13-15.29-32) san
Pablo le recuerda a los romanos que del mismo modo que ellos han recibido y aceptado
el mensaje de salvación, los judíos, quienes rechazaron y crucificaron a
Cristo, también tienen oportunidad de salvarse, pues “los dones y la llamada de
Dios son irrevocables”.
El Evangelio (Mt 15,21-28) nos presenta a
Jesús en territorio pagano. Allí se le acercó una mujer cananea que comenzó a seguirlo
pidiéndole a gritos: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene
un demonio muy malo”. Como Jesús la ignoraba, los discípulos le pidieron que la
atendiera, a lo que Jesús replicó que había sido enviado “a la ovejas
descarriadas de Israel”.
En eso la mujer llegó hasta Él y se postró a
sus pies reiterando su súplica. La reacción de Jesús puede dejarnos
desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “No está
bien echar a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por
el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor; pero también los perros
se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús se conmovió ante
aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y
enfermedades de sus hijos?): “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que
deseas”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó
insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis;
llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus
palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del
pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del “pan de
los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado primero al
pueblo de Israel. Las migajas que caen y se comen los “perros” se refieren a la
Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos “paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa
con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada,
pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los
que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús,
sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre
esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál.
26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a
todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,24-30) nos
presenta a Jesús en territorio pagano, en la región de Tiro, en Fenicia. Había
marchado allí huyendo del bullicio y el gentío que le seguía a todas partes.
Tenía la esperanza de pasar desapercibido, pero no lo logró. Jesús nunca busca
protagonismo ni reconocimiento. Por el contrario, se limita a curar y echar
demonios, pidiéndole a los que cura que no se lo digan a nadie (el famoso
“secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos). Así es la obra de Dios;
así debe ser la de todo discípulo de Jesús; sin hacer ruido. Cada vez que veo a
uno de esos llamados “evangelistas”, o autodenominados “apóstoles” que hacen de
su misión un verdadero espectáculo digno de Broadway o Hollywood, me pregunto
qué dirá Jesús cuando los ve…
A pesar de mantener un perfil bajo, una mujer
sirofenicia que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró, y enseguida
fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su
hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el
contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien
echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el
aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros,
debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras
ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en
los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que
por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su
Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y
continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13;
18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus
palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del
pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del
“alimento de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado
primero al pueblo de Israel. Las migajas que los niños tiran a los “perros” se
refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos
“paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles, lo expresó
con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada,
pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los
que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús,
sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre
esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál.
26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a
todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.
La primera lectura de hoy
(Gn 13,2.5-18) nos plantea un conflicto entre los pastores de
Abrán (todavía Yahvé no le había cambiado en nombre a Abraham – Gn 17,5) y
los de su sobrino Lot. Cabe señalar que aunque la narración se refiere a Lot
como “hermano” de Abrán, era en realidad su sobrino (Cfr. Gn 11,27).
Abrán, hombre de Dios,
antes de entrar en conflicto con su sobrino, decidió que lo mejor era que se
separaran, y actuó con magnanimidad, dándole a escoger qué tierras quería para
sí: “No haya disputas entre nosotros dos, ni entre nuestros pastores, pues
somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la
izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.
Lot, por supuesto escogió
las mejores tierras, y Abrán se quedó con las tierras más secas. Ese gesto de
Abrán, que constituyó un acto de fe en la promesa que Yahvé le había hecho (Gn
12,1-3), resultó agradable a Dios, quien se dirigió a Abrán reiterando su
promesa de darle la tierra de Canaán, y una descendencia tan numerosa “como el
polvo”. Si Abrán no hubiese confiado en la Palabra de Dios, habría tratado de
retener las mejores tierras para sí. Después de todo, él era el tío de Lot
(hermano de su padre Harán) y podía imponer su autoridad.
Si nos encontráramos en
una situación similar, ¿cómo actuaríamos? ¿Nos dejaríamos llevar por nuestro
egoísmo? ¿O seríamos desprendidos y generosos con nuestro hermano como lo fue
Abrán, escogiendo al Señor por encima de los bienes materiales?
Abrán fue más allá. Cuando
Yahvé lo premió por su gesto noble, no se vanaglorió ni sintió que, después de
todo, él “se lo merecía”. Antes bien, reconoció que el gesto de Dios era a su
vez producto de Su gratuidad y “construyó un altar en honor del Señor” para
adorarle y darle gracias.
La lectura evangélica para
hoy (Mt 7,6.12-14) podríamos dividirla en tres enseñanzas o “instrucciones” de
Jesús a sus discípulos. La primera: “No deis lo santo a los perros, ni les
echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros”.
Lo “santo”, las “perlas”, se refieren a la Palabra de Dios, al Evangelio. Los
perros y los cerdos se refieren a aquellos que tienen una actitud “cerrada”
hacia el mensaje de Jesucristo. Nos está diciendo que tenemos que ser prudentes
al momento de evangelizar, que dediquemos nuestra energía a aquellos que se
muestran receptivos o, al menos, no ponen trabas al Evangelio. El mismo Jesús
más adelante dirá a sus discípulos que cuando su mensaje no fuese bien recibido
en algún lugar, se “sacudieran el polvo de los pies” y se marcharan a otro
lugar (Mt 10,14; Mc 6,11).
La segunda es la llamada
“regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto
consiste la Ley y los profetas” (ama al prójimo como a ti mismo). Eso fue lo
que hizo Abrán con su sobrino.
La tercera es “Entrad por
la puerta estrecha” (que es la que nos lleva a la Vida). La puerta estrecha, el
camino angosto, son incómodos, difíciles de transitar. Así es el camino que
Jesús nos invita a recorrer; el camino de la Cruz. “El
que quiera seguirme…”
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,24-30) nos presenta a Jesús en territorio pagano, en la región de Tiro, en Fenicia. Había marchado allí huyendo del bullicio y el gentío que le seguía a todas partes. Tenía la esperanza de pasar desapercibido, pero no lo logró. Jesús nunca busca protagonismo ni reconocimiento. Por el contrario, se limita a curar y echar demonios, pidiéndole a los que cura que no se lo digan a nadie (el famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos). Así es la obra de Dios; así debe ser la de todo discípulo de Jesús; sin hacer ruido. Cada vez que veo a uno de esos llamados “evangelistas”, o autodenominados “apóstoles” que hacen de su misión un verdadero espectáculo digno de Broadway o Hollywood, me pregunto qué dirá Jesús cuando los ve…
A pesar de mantener un perfil bajo, una mujer sirofenicia que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró, y en seguida fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del “alimento de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado primero al pueblo de Israel. Las migajas que los niños tiran a los “perros” se refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos “paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles, lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,24-30) nos presenta a Jesús en territorio pagano, en la región de Tiro, en Fenicia. Había marchado allí huyendo del bullicio y el gentío que le seguía a todas partes. Tenía la esperanza de pasar desapercibido, pero no lo logró. Jesús nunca busca protagonismo ni reconocimiento. Por el contrario, se limita a curar y echar demonios, pidiéndole a los que cura que no se lo digan a nadie (el famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos). Así es la obra de Dios; así debe ser la de todo discípulo de Jesús; sin hacer ruido. Cada vez que veo a uno de esos llamados “evangelistas”, o autodenominados “apóstoles” que hacen de su misión un verdadero espectáculo digno de Broadway o Hollywood, me pregunto qué dirá Jesús cuando los ve…
A pesar de mantener un perfil bajo, una mujer sirofenicia que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró, y enseguida fue a buscarlo y se le echó a los pies, rogándole que echase el demonio de su hija. La reacción de Jesús puede dejarnos desconcertados si no la leemos en el contexto y cultura de la época: “Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el pan de los hijos”. La mujer no se dejó disuadir por el aparente desplante de Jesús: “Tienes razón, Señor: pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Como sucede en otras ocasiones, Jesús se conmueve ante aquél despliegue de fe (¿qué madre no pone en los pies de Jesús los problemas y enfermedades de sus hijos?): “Anda vete, que por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.
Aquella mujer pagana creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Otro detalle de este pasaje es que, con sus palabras y su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. La figura del “alimento de los hijos” se refiere al mensaje de salvación que había sido dado primero al pueblo de Israel. Las migajas que los niños tiran a los “perros” se refieren a la Buena Noticia de salvación que se comparte con los pueblos “paganos”.
Pablo, el apóstol de los gentiles, lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios. Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).
Una Iglesia universal (católica), abierta a todo el que crea en Jesús y su mensaje salvífico.