REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 17-06-22

“No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra”…

El pasado miércoles de la décima semana del tiempo ordinario, leíamos el pasaje en el que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos” (Mt 5,17-19).

En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5, 38-42), Jesús continúa su catequesis sobre la nueva interpretación de la Ley basada en el Amor. “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas”.

Jesús está enfatizando la primacía de la Ley del Amor sobre la Ley del Talión (el “ojo por ojo y diente por diente”), nos está diciendo a nosotros, sus discípulos, que no debemos “pagar con la misma moneda”, que no debemos responder al mal con mal. Por el contrario, nos pide que respondamos con amor, que amemos a los que nos odian. Es un lenguaje duro y sumamente exigente.

Pero, ¡ojo! Tenemos que estar claros que no podemos tomar estos ejemplos que Jesús nos plantea en forma literal, pues se trata de una actitud interior, de corazón, que va más allá de la ley civil y de la justa defensa de nuestros derechos.

Lo que Jesús nos está diciendo es que el amor es la fuerza más poderosa del universo, pues proviene del mismo Dios, y que esa fuerza es la única capaz de superar el mal. La ley de los hombres busca restablecer el “equilibrio” en la sociedad, pero con eso no va eliminar la maldad del mundo. La única forma de superar el mal es con el “desequilibrio” del Amor, que es el mejor antídoto para la tendencia humana de caer en la venganza y en la tentación de combatir la violencia con la violencia.

¡Uf, qué difícil nos lo plantea Jesús! Difícil cuando lo vemos desde la perspectiva del mundo secular que nos llama a “dar a cada cual según se merece”, al éxito, al confort, a acumular posesiones, al egoísmo; la cultura del “yo”. Pero para el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha conocido su Amor, esa exhortación de parte de Jesús resulta fácil, y hasta lógica.

Cuando Dios se convierte en el centro de nuestras vidas, todo adquiere un nuevo significado al punto que todo lo demás lo estimamos “basura” (Cfr. Fil 8,8).

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Él te ha llamado por tu nombre y tan solo está esperando tu respuesta. Anda, ábrele la puerta. Y cuando te diga: “Sígueme”, no lo pienses; ¡síguelo! Créeme, no te arrepentirás.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 22-03-22

“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?”

“Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6,12). En ese fragmento de la oración que el mismo Cristo nos enseñó, y que repetimos a diario sin prestar atención a lo que decimos, podría resumirse la lectura evangélica que la liturgia nos ofrece hoy (Mt 18,21-35). ¡Cuán prestos somos al juzgar y criticar al prójimo, y cuán lentos somos a la hora de perdonar! Se nos olvida que la medida con que nosotros midamos también se usará para nosotros (Mt 7,2b; Lc 6,38b).

En algún lugar he leído que perdonar no es solo un deber moral, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Es decir, perdonamos porque hemos sido perdonados, y como una consecuencia directa de ese perdón que hemos recibido.

Para entender el alcance del relato evangélico de hoy, tenemos que entender la mentalidad judía de la época de Jesús, y cómo esta había ido evolucionando. En la antigüedad, cuando alguien nos ofendía merecía una venganza de hasta “setenta veces siete” (Gn 4,24). Posteriormente, con la llamada “ley del talión”, esta venganza se redujo a la medida de la falta: “ojo por ojo, diente por diente…” (Ex 21, 23-25). Este concepto siguió evolucionando y no es hasta una época bien posterior que se introduce la noción del perdón, pero hasta cierto límite, sujeto a ciertas “tarifas”. Cabe señalar que estas “tarifas” variaban de una escuela rabínica a otra. Así se establecía el número de veces que se debía perdonar a los hermanos, las esposas, los hijos.

Jesús era considerado por sus discípulos como raboní. Dentro de ese marco es que Pedro pregunta a Jesús: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”. Quería saber cuál era la “tarifa” que Jesús iba a imponer a sus discípulos. A lo que Jesús le responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.

Para explicar su punto, les expone la “parábola del servidor despiadado”; aquél de quien el rey se había compadecido y le había perdonado una deuda considerable. Luego, ese mismo servidor hizo encarcelar a otro que le debía una suma mucho menor. Al enterarse el rey, le hizo encarcelar también hasta que pagara la deuda en tu totalidad diciéndole: “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?”. Al final Jesús añade: “Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”.

No podemos negar el perdón a los demás, porque nosotros mismos hemos sido perdonados; y ese perdón no puede estar sujeto a un número de veces, a una “tarifa”, porque a nosotros Dios nos perdona sin límite. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, nos perdona incluso antes de que le pidamos perdón, teniendo tan solo que acercarnos al sacramento de la reconciliación para poder recibirlo. Solo perdonando sin medida al que nos ofende, como Dios lo hace con nosotros, estaremos proclamando la Buena Noticia del perdón de Dios.

Señor, ayúdame a perdonar como Tú me perdonas…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 14-06-21

Las lecturas que nos ofrece la liturgia hoy constituyen una guía, un mapa, para los que aceptamos el llamado a la santidad que nos hace Jesús. Cuando escuchamos y aceptamos el “Sígueme” que Jesús nos propone, reconocemos que estamos llamados a la santidad, porque Él es santo. La santidad es la plenitud de nuestra felicidad, y la única forma de alcanzar esa plenitud es obrar bien.

La primera lectura, tomada de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (6,1-10) nos proporciona un “código de conducta” para alcanzar esa plenitud que va más allá del mero cumplimiento de unos preceptos. Se trata de una nueva actitud hacia Dios, nuestro prójimo, y nosotros mismos; una nueva forma de ver la vida misma a través de la óptica del amor. Es entregarnos a la voluntad de Dios y vivir de conformidad. Por eso Pablo comienza exhortándonos a “no echar en saco roto la gracia de Dios” y a “no poner en ridículo nuestro ministerio”, ni a dar “a nadie motivo de escándalo”.

Siempre que leo este pasaje me recuerda esa pegatina que lee: “¿Crees en Cristo?; ¡Que se te note!” Nuestro mejor método de evangelización, nuestra mejor predicación, es nuestra conducta, que hace que todos los que se relacionan con nosotros noten que hay “algo” diferente en nosotros, algo que les atrae, algo que les lleva a decir “yo quiero de eso”. Eso incluye a nuestra familia, nuestros vecinos, nuestros trabajos, nuestras escuelas, nuestras organizaciones cívicas, nuestra comunidad de fe.

Esta primera lectura es tan rica en contenido que a no ser por las limitaciones de espacio, la transcribiríamos íntegramente. Les exhorto a leerla; es una verdadera joya.

En la lectura evangélica (Mt 5,38-42), Jesús continúa su catequesis sobre la nueva interpretación de la Ley basada en el Amor. “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas”.

¡Uf, qué difícil nos lo plantea Jesús! Difícil cuando lo vemos desde la perspectiva del mundo secular que nos llama a “dar a cada cual según se merece”, al éxito, al confort, a acumular posesiones, al egoísmo; la cultura del “yo”. Pero para el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha conocido su Amor, esa exhortación de parte de Jesús resulta fácil, y hasta lógica.

Cuando Dios se convierte en el centro de nuestras vidas, todo adquiere un nuevo significado al punto que todo lo demás lo estimamos “basura” (Cfr. Fil 8,8).

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Él te ha llamado por tu nombre y tan solo está esperando tu respuesta. Anda, ábrele la puerta. Y cuando te diga: “Sígueme”, no lo pienses; ¡síguelo! Créeme, no te arrepentirás.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 09-03-21

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, nos perdona incluso antes de que le pidamos perdón, teniendo tan solo que acercarnos al sacramento de la reconciliación para poder recibirlo.

“Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6,12). En ese fragmento de la oración que el mismo Cristo nos enseñó, y que repetimos a diario sin prestar atención a lo que decimos, podría resumirse la lectura evangélica que la liturgia nos ofrece hoy (Mt 18,21-35). ¡Cuán prestos somos al juzgar y criticar al prójimo, y cuán lentos somos a la hora de perdonar! Se nos olvida que la medida con que nosotros midamos también se usará para nosotros (Mt 7,2b; Lc 6,38b).

En algún lugar he leído que perdonar no es solo un deber moral, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Es decir, perdonamos porque hemos sido perdonados, y como una consecuencia directa de ese perdón que hemos recibido.

Para entender el alcance del relato evangélico de hoy, tenemos que entender la mentalidad judía de la época de Jesús, y cómo esta había ido evolucionando. En la antigüedad, cuando alguien nos ofendía merecía una venganza de hasta “setenta veces siete” (Gn 4,24). Posteriormente, con la llamada “ley del talión”, esta venganza se redujo a la medida de la falta: “ojo por ojo, diente por diente…” (Ex 21, 23-25). Este concepto siguió evolucionando y no es hasta una época bien posterior que se introduce la noción del perdón, pero hasta cierto límite, sujeto a ciertas “tarifas”. Cabe señalar que estas “tarifas” variaban de una escuela rabínica a otra. Así se establecía el número de veces que se debía perdonar a los hermanos, las esposas, los hijos.

Jesús era considerado por sus discípulos como raboní. Dentro de ese marco es que Pedro pregunta a Jesús: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”. Quería saber cuál era la “tarifa” que Jesús iba a imponer a sus discípulos. A lo que Jesús le responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.

Para explicar su punto, les expone la “parábola del servidor despiadado”; aquél de quien el rey se había compadecido y le había perdonado una deuda considerable. Luego, ese mismo servidor hizo encarcelar a otro que le debía una suma mucho menor. Al enterarse el rey, le hizo encarcelar también hasta que pagara la deuda en tu totalidad diciéndole: “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?”. Al final Jesús añade: “Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”.

No podemos negar el perdón a los demás, porque nosotros mismos hemos sido perdonados; y ese perdón no puede estar sujeto a un número de veces, a una “tarifa”, porque a nosotros Dios nos perdona sin límite. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, nos perdona incluso antes de que le pidamos perdón, teniendo tan solo que acercarnos al sacramento de la reconciliación para poder recibirlo. Solo perdonando sin medida al que nos ofende, como Dios lo hace con nosotros, estaremos proclamando la Buena Noticia del perdón de Dios.

Señor, ayúdame a perdonar como Tú me perdonas…

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DEL T.O. (A) 13-09-20

Dios nos perdona incluso antes de que le pidamos perdón, teniendo tan solo que acercarnos al sacramento de la reconciliación para poder recibirlo.

“Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6,12). En ese fragmento de la oración que el mismo Cristo nos enseñó, y que repetimos a diario sin prestar atención a lo que decimos, podría resumirse la lectura evangélica que la liturgia nos ofrece hoy (Mt 18,21-35). ¡Cuán prestos somos al juzgar y criticar al prójimo, y cuán lentos somos a la hora de perdonar! Se nos olvida que la medida con que nosotros midamos también se usará para nosotros (Mt 7,2b; Lc 6,38b).

En algún lugar he leído que perdonar no es solo un deber moral, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Es decir, perdonamos porque hemos sido perdonados, y como una consecuencia directa de ese perdón que hemos recibido.

Para entender el alcance del relato evangélico de hoy, tenemos que entender la mentalidad judía de la época de Jesús, y cómo esta había ido evolucionando. En la antigüedad, cuando alguien nos ofendía merecía una venganza de hasta “setenta veces siete” (Gn 4,24). Posteriormente, con la llamada “ley del talión”, esta venganza se redujo a la medida de la falta: “ojo por ojo, diente por diente…” (Ex 21, 23-25). Este concepto siguió evolucionando y no es hasta una época bien posterior que se introduce la noción del perdón, pero hasta cierto límite, sujeto a ciertas “tarifas”. Cabe señalar que estas “tarifas” variaban de una escuela rabínica a otra. Así se establecía el número de veces que se debía perdonar a los hermanos, las esposas, los hijos.

Jesús era considerado por sus discípulos como raboní. Dentro de ese marco es que Pedro pregunta a Jesús: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”. Quería saber cuál era la “tarifa” que Jesús iba a imponer a sus discípulos. A lo que Jesús le responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.

Para explicar su punto, les expone la “parábola del servidor despiadado”; aquél de quien el rey se había compadecido y le había perdonado una deuda considerable. Luego, ese mismo servidor hizo encarcelar a otro que le debía una suma mucho menor. Al enterarse el rey, le hizo encarcelar también hasta que pagara la deuda en tu totalidad diciéndole: “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?”. Al final Jesús añade: “Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”.

No podemos negar el perdón a los demás, porque nosotros mismos hemos sido perdonados; y ese perdón no puede estar sujeto a un número de veces, a una “tarifa”, porque a nosotros Dios nos perdona sin límite. Como nos dice la primera lectura de hoy (Sir 27,33-28,9): “Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Dios nos perdona incluso antes de que le pidamos perdón, teniendo tan solo que acercarnos al sacramento de la reconciliación para poder recibirlo. Solo perdonando sin medida al que nos ofende, como Dios lo hace con nosotros, estaremos proclamando la Buena Noticia del perdón de Dios.

Señor, ayúdame a perdonar como Tú me perdonas…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 15-06-20

“No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra”…

El pasado décimo miércoles del tiempo ordinario, leíamos el pasaje en el que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos” (Mt 5,17-19).

En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5, 38-42), Jesús continúa su catequesis sobre la nueva interpretación de la Ley basada en el Amor. “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas”.

Jesús está enfatizando la primacía de la Ley del Amor sobre la Ley del Talión (el “ojo por ojo y diente por diente”), nos está diciendo a nosotros, sus discípulos, que no debemos “pagar con la misma moneda”, que no debemos responder al mal con mal. Por el contrario, nos pide que respondamos con amor, que amemos a los que nos odian. Es un lenguaje duro y sumamente exigente.

Pero, ¡ojo! Tenemos que estar claros que no podemos tomar estos ejemplos que Jesús nos plantea en forma literal, pues se trata de una actitud interior, de corazón, que va más allá de la ley civil y de la justa defensa de nuestros derechos.

Lo que Jesús nos está diciendo es que el amor es la fuerza más poderosa del universo, pues proviene del mismo Dios, y que esa fuerza es la única capaz de superar el mal. La ley de los hombres busca restablecer el “equilibrio” en la sociedad, pero con eso no va eliminar la maldad del mundo. La única forma de superar el mal es con el “desequilibrio” del Amor, que es el mejor antídoto para la tendencia humana de caer en la venganza y en la tentación de combatir la violencia con la violencia.

¡Uf, qué difícil nos lo plantea Jesús! Difícil cuando lo vemos desde la perspectiva del mundo secular que nos llama a “dar a cada cual según se merece”, al éxito, al confort, a acumular posesiones, al egoísmo; la cultura del “yo”. Pero para el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha conocido su Amor, esa exhortación de parte de Jesús resulta fácil, y hasta lógica.

Cuando Dios se convierte en el centro de nuestras vidas, todo adquiere un nuevo significado al punto que todo lo demás lo estimamos “basura” (Cfr. Fil 8,8).

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Él te ha llamado por tu nombre y tan solo está esperando tu respuesta. Anda, ábrele la puerta. Y cuando te diga: “Sígueme”, no lo pienses; ¡síguelo! Créeme, no te arrepentirás.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 17-03-20

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Dios nos perdona incluso antes de que le pidamos perdón, teniendo tan solo que acercarnos al sacramento de la reconciliación para poder recibirlo.

“Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6,12). En ese fragmento de la oración que el mismo Cristo nos enseñó, y que repetimos a diario sin prestar atención a lo que decimos, podría resumirse la lectura evangélica que la liturgia nos ofrece hoy (Mt 18,21-35). ¡Cuán prestos somos al juzgar y criticar al prójimo, y cuán lentos somos a la hora de perdonar! Se nos olvida que la medida con que nosotros midamos también se usará para nosotros (Mt 7,2b; Lc 6,38b).

En algún lugar he leído que perdonar no es solo un deber moral, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Es decir, perdonamos porque hemos sido perdonados, y como una consecuencia directa de ese perdón que hemos recibido.

Para entender el alcance del relato evangélico de hoy, tenemos que entender la mentalidad judía de la época de Jesús, y cómo esta había ido evolucionando. En la antigüedad, cuando alguien nos ofendía merecía una venganza de hasta “setenta veces siete” (Gn 4,24). Posteriormente, con la llamada “ley del talión”, esta venganza se redujo a la medida de la falta: “ojo por ojo, diente por diente…” (Ex 21, 23-25). Este concepto siguió evolucionando y no es hasta una época bien posterior que se introduce la noción del perdón, pero hasta cierto límite, sujeto a ciertas “tarifas”. Cabe señalar que estas “tarifas” variaban de una escuela rabínica a otra. Así se establecía el número de veces que se debía perdonar a los hermanos, las esposas, los hijos.

Jesús era considerado por sus discípulos como raboní. Dentro de ese marco es que Pedro pregunta a Jesús: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”. Quería saber cuál era la “tarifa” que Jesús iba a imponer a sus discípulos. A lo que Jesús le responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.

Para explicar su punto, les expone la “parábola del servidor despiadado”; aquél de quien el rey se había compadecido y le había perdonado una deuda considerable. Luego, ese mismo servidor hizo encarcelar a otro que le debía una suma mucho menor. Al enterarse el rey, le hizo encarcelar también hasta que pagara la deuda en tu totalidad diciéndole: “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?”. Al final Jesús añade: “Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”.

No podemos negar el perdón a los demás, porque nosotros mismos hemos sido perdonados; y ese perdón no puede estar sujeto a un número de veces, a una “tarifa”, porque a nosotros Dios nos perdona sin límite. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, nos perdona incluso antes de que le pidamos perdón, teniendo tan solo que acercarnos al sacramento de la reconciliación para poder recibirlo. Solo perdonando sin medida al que nos ofende, como Dios lo hace con nosotros, estaremos proclamando la Buena Noticia del perdón de Dios.

Señor, ayúdame a perdonar como Tú me perdonas…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 17-06-19

Las lecturas que nos ofrece la liturgia hoy constituyen una guía, un mapa, para los que aceptamos el llamado a la santidad que nos hace Jesús. Cuando escuchamos y aceptamos el “Sígueme” que Jesús nos propone, reconocemos que estamos llamados a la santidad, porque Él es santo. La santidad es la plenitud de nuestra felicidad, y la única forma de alcanzar esa plenitud es obrar bien.
La primera lectura, tomada de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (6,1-10) nos proporciona un “código de conducta” para alcanzar esa plenitud que va más allá del mero cumplimiento de unos preceptos. Se trata de una nueva actitud hacia Dios, nuestro prójimo, y nosotros mismos; una nueva forma de ver la vida misma a través de la óptica del amor. Es entregarnos a la voluntad de Dios y vivir de conformidad. Por eso Pablo comienza exhortándonos a “no echar en saco roto la gracia de Dios” y a “no poner en ridículo nuestro ministerio”, ni a dar “a nadie motivo de escándalo”.
Siempre que leo este pasaje me recuerda esa pegatina que lee: “¿Crees en Cristo?; ¡Que se te note!” Nuestro mejor método de evangelización, nuestra mejor predicación, es nuestra conducta, que hace que todos los que se relacionan con nosotros noten que hay “algo” diferente en nosotros, algo que les atrae, algo que les lleva a decir “yo quiero de eso”. Eso incluye a nuestra familia, nuestros vecinos, nuestros trabajos, nuestras escuelas, nuestras organizaciones cívicas, nuestra comunidad de fe.
Esta primera lectura es tan rica en contenido que a no ser por las limitaciones de espacio, la transcribiríamos íntegramente. Les exhorto a leerla; es una verdadera joya.
En la lectura evangélica (Mt 5,38-42), Jesús continúa su catequesis sobre la nueva interpretación de la Ley basada en el Amor. “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas”.
¡Uf, qué difícil nos lo plantea Jesús! Difícil cuando lo vemos desde la perspectiva del mundo secular que nos llama a “dar a cada cual según se merece”, al éxito, al confort, a acumular posesiones, al egoísmo; la cultura del “yo”. Pero para el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha conocido su Amor, esa exhortación de parte de Jesús resulta fácil, y hasta lógica.
Cuando Dios se convierte en el centro de nuestras vidas, todo adquiere un nuevo significado al punto que todo lo demás lo estimamos “basura” (Cfr. Fil 8,8).
Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Él te ha llamado por tu nombre y tan solo está esperando tu respuesta. Anda, ábrele la puerta. Y cuando te diga: “Sígueme”, no lo pienses; ¡síguelo! Créeme, no te arrepentirás.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 06-03-18

“Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6,12). En ese fragmento de la oración que el mismo Cristo nos enseñó, y que repetimos a diario sin prestar atención a lo que decimos, podría resumirse la lectura evangélica que la liturgia nos ofrece hoy (Mt 18,21-35). ¡Cuán prestos somos al juzgar y criticar al prójimo, y cuán lentos somos a la hora de perdonar! Se nos olvida que la medida con que nosotros midamos también se usará para nosotros (Mt 7,2b; Lc 6,38b).

En algún lugar he leído que perdonar no es solo un deber moral, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Es decir, perdonamos porque hemos sido perdonados, y como una consecuencia directa de ese perdón que hemos recibido.

Para entender el alcance del relato evangélico de hoy, tenemos que entender la mentalidad judía de la época de Jesús, y cómo esta había ido evolucionando. En la antigüedad, cuando alguien nos ofendía merecía una venganza de hasta “setenta veces siete” (Gn 4,24). Posteriormente, con la llamada “ley del talión”, esta venganza se redujo a la medida de la falta: “ojo por ojo, diente por diente…” (Ex 21, 23-25). Este concepto siguió evolucionando y no es hasta una época bien posterior que se introduce la noción del perdón, pero hasta cierto límite, sujeto a ciertas “tarifas”. Cabe señalar que estas “tarifas” variaban de una escuela rabínica a otra. Así se establecía el número de veces que se debía perdonar a los hermanos, las esposas, los hijos.

Jesús era considerado por sus discípulos como raboní. Dentro de ese marco es que Pedro pregunta a Jesús: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”. Quería saber cuál era la “tarifa” que Jesús iba a imponer a sus discípulos. A lo que Jesús le responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.

Para explicar su punto, les expone la “parábola del servidor despiadado”; aquél de quien el rey se había compadecido y le había perdonado una deuda considerable. Luego, ese mismo servidor hizo encarcelar a otro que le debía una suma mucho menor. Al enterarse el rey, le hizo encarcelar también hasta que pagara la deuda en tu totalidad diciéndole: “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?”. Al final Jesús añade: “Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”.

No podemos negar el perdón a los demás, porque nosotros mismos hemos sido perdonados; y ese perdón no puede estar sujeto a un número de veces, a una “tarifa”, porque a nosotros Dios nos perdona sin límite. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, nos perdona incluso antes de que le pidamos perdón, teniendo tan solo que acercarnos al sacramento de la reconciliación para poder recibirlo. Solo perdonando sin medida al que nos ofende, como Dios lo hace con nosotros, estaremos proclamando la Buena Noticia del perdón de Dios.

Señor, ayúdame a perdonar como Tú me perdonas…