Hoy celebramos la fiesta de Santiago apóstol (también denominado “Santiago el mayor”), hermano de Juan, el discípulo amado. Ambos eran hijos de Zebedeo, socio de Simón Pedro en el negocio de la pesca. Junto a Pedro y su hermano Andrés, los hijos de Zebedeo (también conocidos como “hijos del trueno”, o “Boanerges”), fueron de los primeros discípulos de Jesús (Jn 1,35-42; Lc 5,1-11). Pedro, Santiago, y su hermano Juan formarían el círculo íntimo de amigos de Jesús. Son muchas las instancias en que los evangelios nos muestran a estos tres en compañía de Jesús, sobre todo en momentos importantes como cuando revivió a la hija de Jairo – ocasión en la que Jesús solo permitió la entrada de estos – (Mc 5,37; Lc 8,51), la transfiguración (Mt 17,1; Mc 9,2; Lc 9,28), y la agonía en el huerto (Mt 26,37; Mc 14,33).
La primera lectura nos narra cómo Santiago, al igual que todos los apóstoles excepto Juan, sufrió el martirio, siendo hecho “pasar a cuchillo” por el rey Herodes (Hc 12,2).
La segunda lectura (2 Cor 4,7-15) nos muestra dos aspectos del apostolado, aplicables tanto a Santiago como al apóstol N. (sí, a ti y a mí, porque ambos hemos sido “enviados” – es lo que significa apóstol).
Primero, tenemos que predicar el Evangelio de manera firme, con convencimiento, pero con humildad, como “vasijas de barro”, de manera que cuando vean el “tesoro” que llevamos, “se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”. No se trata pues, de grandes discursos teológicos, se trata de compartir nuestra experiencia de Dios en toda su grandeza, especialmente el amor de Dios.
Segundo, el apóstol tiene que estar dispuesto a sufrir toda clase de humillaciones, persecuciones, cansancio, y hasta la muerte, porque la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad de sus enviados. El verdadero apóstol ve en su sufrimiento una asociación a la muerte de Cristo y a su obra redentora (Cfr. Col 1,24). Y si el Padre resucitó a Jesús de la muerte, el apóstol tiene la certeza de que hará lo mismo por él: “también nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros”.
El evangelio (Mt 20,20-28) nos narra el pasaje en que la madre de los hijos de Zebedeo le pide a Jesús puestos de honor y poder para sus hijos en el “reino”. Todavía los judíos tenían la noción de un reino terrenal; no habían captado el mensaje. La contestación de Jesús, profetizando el martirio de Santiago, no se hizo esperar: “‘No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’ Contestaron: ‘Lo somos’. Él les dijo: ‘Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre’”.
Jesús aprovecha la oportunidad para reiterar que su Reino no se rige por las reglas de este mundo: “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”. Nos está diciendo que el verdadero poder, el verdadero honor, la verdadera gloria están en ser “vasijas de barro” para llevar el tesoro invaluable del anuncio del Reino.