REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 28-09-22

¿Estoy dispuesto a seguir los pasos del Maestro atendiendo a su llamado con todo lo que ese seguimiento implica?

Como primera lectura para hoy la liturgia continúa con el libro de Job (9,1-12.14-16) y la conversación que tiene con los tres amigos que vienen a consolarlo pero que, lejos de hacerlo, lo que logran es hacer más difícil su aceptación de lo que le está sucediendo. Job se mantiene firme en que es imposible escudriñar los misterios de Dios y cómo Él, en su infinita sabiduría dispone todo sin que podamos encontrar la respuesta a la famosa pregunta: ¿por qué?

La segunda lectura (Lc 9,57-62) nos presenta a Jesús, que continúa esa última “subida” a Jerusalén para enfrentar su hora suprema. Con tres frases lapidarias, dirigidas a tres de los discípulos que le acompañaban, Jesús expone las “condiciones” del seguimiento.

Vemos de entrada que el primero no es “llamado” por Jesús, sino que se ofrece voluntariamente. Jesús se limita a enumerar las dificultades, las privaciones, los sacrificios que el verdadero discípulo de Él ha de enfrentar. Es obvio que ese “voluntario” no está consciente que Jesús va camino a enfrentar su muerte, y que el discípulo tiene que estar dispuesto a compartir la misma suerte que su maestro.

El segundo sí es llamado, con la palabra única que Jesús suele utilizar: “Sígueme”. Este también pretende imponer sus propias condiciones al Maestro: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”, a lo que Jesús responde: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Con esta exageración, rayando en la locura, Jesús pretende sacudir al discípulo con el propósito de transmitir el mensaje de que NADA es más importante que el seguimiento y la misión. Más adelante lo dirá con toda claridad: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Palabras fuertes, pero Jesús exige ese seguimiento radical, incondicional. Por eso muchos son los llamados pero pocos los escogidos (Mt 14,22).

Con el tercer discípulo Jesús acentúa otra característica que Él espera en el verdadero discípulo. El discípulo le pide tiempo para ir a despedirse de su familia. De nuevo el apego a las relaciones familiares que nos proporcionan “seguridad”. Nuevamente una respuesta tajante de parte de Jesús: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”. Está claro que Jesús no quiere seguidores a medias. Una vez se comienza el seguimiento, ya no hay marcha atrás; aquí es que se prueban los verdaderos discípulos. Él nos quiere calientes o fríos, no tibios, porque si nos tornamos tibios Él va a “vomitarnos” de su boca (Ap 3,15).

El mensaje de Jesús es claro. Él nos invita a seguirle, pero ese seguimiento implica sacrificios, privaciones, humillaciones, persecuciones, pruebas. Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a seguir los pasos del Maestro atendiendo a su llamado con todo lo que ese seguimiento implica?

Señor, envía tu santo Espíritu sobre nosotros para que nos de fortaleza para sobreponer esas tibiezas que nos impiden perseverar en el seguimiento de tu Hijo.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 27-09-22

“¡Muera el día en que nací, la noche que dijo: ‘Se ha concebido un varón’!”

En la liturgia de hoy continuamos leyendo el libro de Job (3,1-3.11-17.20-23). En el pasaje e ayer veíamos como Job, ante las desgracias que le habían sobrevenido en un día exclamaba: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.

En la lectura de hoy vemos cómo ese mismo hombre que ayer nos presentaba el ejemplo de aceptación de la voluntad de Dios, llega el momento que se rebela y lanza un grito de angustia y dolor: “¡Muera el día en que nací, la noche que dijo: ‘Se ha concebido un varón’! ¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas? ¿Por qué me recibió un regazo y unos pechos me dieron de mamar?”

El libro de Job ha sido llamado el libro de los “por qué”, y con razón. Debemos recordar que este libro, junto a los otros libros sapienciales, fue escrito durante la época de la restauración, luego del exilio en Babilonia, y el pueblo reflexionaba sobre “por qué” Dios le había retirado su favor. Pero esa pregunta del porqué de las desgracias es la pregunta que todos nos hacemos en algún momento de nuestras vidas.

En Job encontramos el grito de angustia y frustración de todo hombre que sufre y no acaba de comprender el “por qué” de su estado, el por qué Dios aparenta haberlo abandonado a su suerte. Es el grito que recoge el salmista cuando grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 21,2), para luego convertirse en un canto de alabanza; salmo que Jesús entonará luego en su hora suprema.

Pero lo que cabe resaltar es que Job en ningún momento reniega de Dios ni le maldice; se limita a maldecir el día en que nació. Exterioriza su dolor y frustración con una reacción bien humana, deseando no haber nacido, estar muerto, pues de ese modo se hubiese librado de su desgracia. Y si se dirige a Dios, aunque sea para reclamarle, e incluso recriminarle, es porque cree en Él. Si no creyera en Dios no le preguntaría “por qué”, pues no tendría a quién preguntar. Esa fe en Dios es lo que le sostendrá en la tribulación hasta el final, cuando Yahvé restaura todo a Job, no sin antes hacerle comprender que no está en nosotros comprender los designios misteriosos de Dios.

La única respuesta de Dios a los “por qué” de Job la encontramos en la persona de Jesucristo, quien sufrió las más grandes humillaciones y la peor de las desgracias cumpliendo la voluntad del Padre, para luego verse coronado de gloria. Es decir, que en lugar de “por qué”, la pregunta debe ser “¿para qué?”.

Hoy, pidamos a Dios que nos conceda la perseverancia de Job para mantenernos fieles a Él en las pruebas que nos presenta la vida, a pesar de nuestro natural rechazo al sufrimiento. Que podamos ofrecerle inclusive nuestras frustraciones, nuestros reclamos, nuestro espíritu quebrantado que Él nunca rechaza (Cfr. Sal 50,19).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 30-09-20

¿Estoy dispuesto a seguir los pasos del Maestro atendiendo a su llamado con todo lo que ese seguimiento implica?

Como primera lectura para hoy la liturgia continúa con el libro de Job (9,1-12.14-16) y la conversación que tiene con los tres amigos que vienen a consolarlo pero que, lejos de hacerlo, lo que logran es hacer más difícil su aceptación de lo que le está sucediendo. Job se mantiene firme en que es imposible escudriñar los misterios de Dios, y cómo Él, en su infinita sabiduría dispone todo sin que podamos encontrar la respuesta a la famosa pregunta: ¿por qué?

La segunda lectura (Lc 9,57-62) nos presenta a Jesús, que continúa esa última “subida” a Jerusalén para enfrentar su hora suprema. Con tres frases lapidarias, dirigidas a tres de los discípulos que le acompañaban, Jesús expone las “condiciones” del seguimiento.

Vemos de entrada que el primero no es “llamado” por Jesús, sino que se ofrece voluntariamente. Jesús se limita a enumerar las dificultades, las privaciones, los sacrificios que el verdadero discípulo de Él ha de enfrentar. Es obvio que ese “voluntario” no está consciente que Jesús va camino a enfrentar su muerte, y que el discípulo tiene que estar dispuesto a compartir la misma suerte que su maestro.

El segundo sí es llamado, con la palabra única que Jesús suele utilizar: “Sígueme”. Este también pretende imponer sus propias condiciones al Maestro: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”, a lo que Jesús responde: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Con esta exageración, rayando en la locura, Jesús pretende sacudir al discípulo con el propósito de transmitir el mensaje de que NADA es más importante que el seguimiento y la misión. Más adelante lo dirá con toda claridad: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Palabras fuertes, pero Jesús exige ese seguimiento radical, incondicional. Por eso muchos son los llamados pero pocos los escogidos (Mt 14,22).

Con el tercer discípulo Jesús acentúa otra característica que Él espera en el verdadero discípulo. El discípulo le pide tiempo para ir a despedirse de su familia. De nuevo el apego a las relaciones familiares que nos proporcionan “seguridad”. Nuevamente una respuesta tajante de parte de Jesús: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”. Está claro que Jesús no quiere seguidores a medias. Una vez se comienza el seguimiento, ya no hay marcha atrás; aquí es que se prueban los verdaderos discípulos. Él nos quiere calientes o fríos, no tibios, porque si nos tornamos tibios Él va a “vomitarnos” de su boca (Ap 3,15).

El mensaje de Jesús es claro. Él nos invita a seguirle, pero ese seguimiento implica sacrificios, privaciones, humillaciones, persecuciones, pruebas. Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a seguir los pasos del Maestro atendiendo a su llamado con todo lo que ese seguimiento implica?

Señor, envía tu santo Espíritu sobre nosotros para que nos de fortaleza para sobreponer esas tibiezas que nos impiden perseverar en el seguimiento de tu Hijo.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 27-09-16

Job

En la liturgia de hoy continuamos leyendo el libro de Job (3,1-3.11-17.20-23). En el pasaje e ayer veíamos como Job, ante las desgracias que le habían sobrevenido en un día exclamaba: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.

En la lectura de hoy vemos cómo ese mismo hombre que ayer nos presentaba el ejemplo de aceptación de la voluntad de Dios, llega el momento que se rebela y lanza un grito de angustia y dolor: “¡Muera el día en que nací, la noche que dijo: ‘Se ha concebido un varón’! ¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas? ¿Por qué me recibió un regazo y unos pechos me dieron de mamar?”

El libro de Job ha sido llamado el libro de los “por qué”, y con razón. Debemos recordar que este libro, junto a los otros libros sapienciales, fue escrito durante la época de la restauración, luego del exilio en Babilonia, y el pueblo reflexionaba sobre “por qué” Dios le había retirado su favor. Pero esa pregunta del porqué de las desgracias es la pregunta que todos nos hacemos en algún momento de nuestras vidas.

En Job encontramos el grito de angustia y frustración de todo hombre que sufre y no acaba de comprender el “por qué” de su estado, el por qué Dios aparenta haberlo abandonado a su suerte. Es el grito que recoge el salmista cuando grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 21,2), para luego convertirse en un canto de alabanza; salmo que Jesús entonará luego en su hora suprema.

Pero lo que cabe resaltar es que Job en ningún momento reniega de Dios ni le maldice; se limita a maldecir el día en que nació. Exterioriza su dolor y frustración con una reacción bien humana, deseando no haber nacido, estar muerto, pues de ese modo se hubiese librado de su desgracia. Y si se dirige a Dios, aunque sea para reclamarle, e incluso recriminarle, es porque cree en Él. Si no creyera en Dios no le preguntaría “por qué”, pues no tendría a quién preguntar. Esa fe en Dios es lo que le sostendrá en la tribulación hasta el final, cuando Yahvé restaura todo a Job, no sin antes hacerle comprender que no está en nosotros comprender los designios misteriosos de Dios.

La única respuesta de Dios a los “por qué” de Job la encontramos en la persona de Jesucristo, quien sufrió las más grandes humillaciones y la peor de las desgracias cumpliendo la voluntad del Padre, para luego verse coronado de gloria. Es decir, que en lugar de “por qué”, la pregunta debe ser “¿para qué?”.

Hoy, pidamos a Dios que nos conceda la perseverancia de Job para mantenernos fieles a Él en las pruebas que nos presenta la vida, a pesar de nuestro natural rechazo al sufrimiento. Que podamos ofrecerle inclusive nuestras frustraciones, nuestros reclamos, nuestro espíritu quebrantado que Él nunca rechaza (Cfr. Sal 50,19).